Nota del autor

A lirí ye crayí, nicobó a lirí es calés.

[La ley del rey, destruyó la ley de los gitanos].

El Crallis ha nicobado la lirí de los calés.

[El Carlos ha destruido la ley de los gitanos].

En 1763, catorce años después de la gran redada y ya caído en desgracia el marqués de la Ensenada, el rey Carlos III indultaba a los gitanos del delito de haber nacido como tales. En los diferentes arsenales quedaban detenidos alrededor de ciento cincuenta de ellos, que aún tardaron años en ser liberados. En la Real Casa de la Misericordia de Zaragoza permanecieron solo algunas viejas gitanas sin familia. Las que no se habían fugado, más de doscientas cincuenta, alcanzaron la libertad aprovechando la larga agonía del rey Fernando VI, con lo que aquella institución solventó el problema gitano y pudo dedicarse a recuperar su identidad.

Veinte años más tarde, en 1783, el mismo Carlos III promulgaba una pragmática que pretendía conseguir la asimilación de los gitanos. En ella se reiteraba la proscripción del término «gitano» —«los que se llaman y dicen gitanos no lo son ni por origen ni por naturaleza»—, prohibiendo expresamente su uso, como ya se había ordenado en disposiciones anteriores, si bien con escaso éxito. Pero además de esa reiteración, el rey establecía que los gitanos no provenían de «raíz infecta», con lo que venía a concederles los mismos derechos que al resto de la población. Pese a continuar prohibiéndoles sus trajes y su jerga, se les permitió elegir aquellas labores u oficios que tuvieran por convenientes —con algunas excepciones, como la de posadero en sitio despoblado—; se alzó la prohibición de desplazarse por el reino y se les autorizó a vivir en cualquier pueblo, salvo en la Corte y en los Reales Sitios, donde, a pesar de todo, continuaron haciéndolo, como bien se había preocupado en poner de manifiesto el ministro Campomanes al lamentar el fracaso de los intentos de extrañarlos de Madrid.

El espíritu ilustrado que movió la pragmática de 1783 contó con informes de diversas salas de justicia, algunas de las cuales señalaban la constante discriminación, las vejaciones y el trato injusto del que habían sido objeto los gitanos por parte de la ciudadanía, principalmente de los justicias y religiosos, debido a su modo de vida y al hecho de que vivieran apartados de la sociedad.

Baste recordar el párrafo con el que Cervantes inicia su novela La gitanilla:

Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones; nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo; y la gana del hurtar y el hurtar son en ellos como accidentes inseparables, que no se quitan sino con la muerte.

Al decir de los informes de las salas de justicia, los gitanos preferían vivir en la soledad y el aislamiento a hacerlo junto a los que los maltrataban.

Aun teniéndolo en cuenta, lo cierto es que la sociedad gitana es etnocéntrica. No existe tradición escrita en esa comunidad, pero son muchos los autores que coinciden en una serie de valores que caracterizan a ese pueblo: el orgullo de raza y ciertos principios que rigen su vida; «Li e curar, andiar sun timuñó angelo ta rumejí» (libertad de obrar, según su propio deseo y provecho); «Nada es de nadie, y todo es de todos», actitudes de difícil conciliación con las normas sociales habituales.

A partir de eso resultan comprensibles las dos afirmaciones con las que se encabeza esta nota. Parece que la equiparación jurídica entre payos y gitanos que establece la pragmática del rey Carlos III defraudó a los segundos. «El Carlos ha destruido la ley de los gitanos». ¿Se trata de victimismo? ¿De rebeldía, quizá? Quede esto para los estudiosos.

La capacidad de adaptación, que no asimilación, de los gitanos a los diversos entornos, resulta una constante puesta de manifiesto por los estudiosos de esta etnia. En Sevilla, incluida Triana, existían en el siglo XVIII casi cincuenta cofradías de penitencia, la mayoría con gran tradición entre ellas la de los Negritos, denominación esta que, probablemente utilizada por el común, no aparece en sus libros hasta los años ochenta de esa misma centuria, con posterioridad pues a la fecha en que finaliza la novela. La Hermandad de los Gitanos, tan apreciada hoy, no nació hasta después de la gran redada, y no realizó su primera salida hasta la Semana Santa de 1757. Por esas mismas fechas los misioneros pusieron de relieve la gran devoción y penitencia de los gitanos de Triana en las confesiones generales que se llevaron a cabo.

Sorprende que en la España de la Inquisición, las misiones y el fervor religioso, los gitanos, acusados constantemente de irreligiosos, impíos e irreverentes, no sufrieran la persecución inquisitorial. Ni el Santo Oficio ni la Iglesia parecían concederles importancia alguna. A diferencia de otras comunidades igualmente perseguidas a lo largo de los tiempos, los gitanos fueron capaces de resistir y sortear las dificultades, casi jugueteando, burlándose de las autoridades y de sus constantes esfuerzos por reprimirlos.

Una comunidad que, por otra parte, contribuyó como ninguna a legar un arte, el flamenco, hoy declarado por la UNESCO Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Ni soy yo ni este es el lugar para profundizar en si el pueblo gitano trajo consigo o no a Europa su propia música, la zíngara, o si esta era originaria de las llanuras húngaras; en cualquier caso los gitanos alcanzaron el virtuosismo en su ejecución, como sucedería en España con una música que en el siglo XVIII, período en el que se desarrolla la novela, es calificada por los estudiosos de «preflamenca». A partir de ella se configuraría un cante que desde finales del siglo XIX, con unos palos y una estructura definida, pasará a conocerse como flamenco.

También parecen estar de acuerdo los estudiosos en que esos cantes fueron probablemente el resultado de la fusión, en manos de los gitanos, de su propia música con la tradicional española, la de los moriscos y la de los negros, fueran estos esclavos o libertos, la llamada música de ida y vuelta.

Tres pueblos perseguidos y sometidos, esclavizados unos, explotados y extrañados otros, despreciados todos: moriscos, negros y gitanos. ¿Qué sentimientos podían nacer de la fusión de sus músicas, cantes y bailes? Solo aquellos que alcanzan su cenit cuando la boca sabe a sangre.

Triana, en competencia con otros lugares de Andalucía, es considerada la cuna del flamenco. El callejón de San Miguel, donde se apiñaban las herrerías de las familias gitanas, desapareció a principios del siglo XIX.

Quizá el cante convencionalmente reconocido como tal nazca en los albores del XX, pero eso no debe restar profundidad y amargura, «jondura», a los cantes gitanos del XVIII. El Bachiller Revoltoso, testigo de la vida trianera de mitad de ese siglo, escribe:

Una nieta de Balthasar Montes, el gitano más viejo de Triana, va obsequiada a las casas principales de Sevilla a representar sus bailes y la acompañan con guitarra y tamboril dos hombres y otro le canta cuando baila y se inicia el dicho canto con un largo aliento a lo que llaman queja de galera, porque un forzado gitano las daba cuando iba al remo y de este pasó a otros bancos y de estos a otras galeras.

A la imaginación del lector, a su sensibilidad, hay que dejar la visión de ese gitano que, con la libertad como el mayor de sus tesoros, cantaba para quejarse de vivir aherrojado a los remos de una galera de la que pocos salían con vida; largo aliento que, al decir del autor contemporáneo, se reprodujo después en los salones de los nobles y principales.

También es el mismo Bachiller Revoltoso el que nos cuenta cómo a un gitano que trabajaba en la fábrica de tabacos se le rompió en el interior del intestino la tripa —el tarugo— en la que guardaba el polvo de tabaco que pretendía robar. El contrabando de tabaco, producto que era monopolio, o estanco, de la hacienda real constituyó en la época —y continuó siéndolo— una de las actividades más lucrativas, y el pueblo portugués de Barrancos fue uno de sus principales núcleos. Los estudios son unánimes al incluir a los religiosos en esas prácticas.

El siglo XVIII, por otra parte, supuso un importante cambio para la ciudad de Madrid. El advenimiento de la nueva dinastía de los Borbones llevó a la corte nuevos gustos y costumbres. La Ilustración promovió la creación de Reales Academias, sociedades económicas, fábricas y talleres estatales y una serie de mejoras urbanísticas que alcanzaron su esplendor en el reinado de Carlos III, considerado el mejor alcalde por el impulso y las reformas que promovió en la Villa y Corte.

Una de esas actuaciones fue la llevada a cabo por Felipe V sobre lo que originariamente había sido el Corral de Comedias de la Pacheca para convertirlo en el Coliseo del Príncipe, que pasó a ser el Teatro Español tras la reconstrucción de aquel después de dos voraces incendios; está emplazado en la bulliciosa y concurrida plaza de Santa Ana, ubicada esta a su vez en el solar del antiguo convento de carmelitas descalzas.

Mientras en Sevilla estaban prohibidas las comedias, en Madrid se representaban a diario en los teatros del Príncipe y de la Cruz. Muchos estudiosos coinciden en afirmar que la gente acudía a ellos no por las obras dramáticas sino por los sainetes y las tonadillas, que habían venido a sustituir a los clásicos entremeses barrocos como representaciones autónomas y breves en los entreactos de las obras principales.

La tonadilla escénica llegó a independizarse del sainete a lo largo del siglo XVIII, época en la que alcanzó su máximo desarrollo, hasta terminar cayendo en el olvido y desaparecer por completo durante la primera mitad de la siguiente centuria.

Las tonadillas eran obras breves, en su mayor parte cantadas y bailadas, con temática costumbrista o satírica, a través de las que se ensalzaba a los personajes populares y se criticaba a las clases altas y afrancesadas. Una de sus características más significativas era la interacción de la tonadillera con el público, lo que convertía el ingenio, el desparpajo, la ironía y, por supuesto, la sensualidad en méritos tan importantes como la voz o el donaire en el baile.

Las gentes de Madrid, los humildes, encumbraron a muchas de esas tonadilleras que cantaban para ellos. Manolos y chisperos son figuras representativas de esa majeza tan característica del madrileño que se enorgullece de serlo.

Mi agradecimiento, como siempre, a mi esposa, Carmen, y a mi editora, Ana Liarás, a todos cuantos ayudan y colaboran para el buen fin de esta novela y, por encima de todo, al lector que le da sentido.

Barcelona, junio de 2012