En la gitanería, Caridad se dedicó a torcer el tabaco y a fabricar cigarros. Tomás la alojó en la barraca de un matrimonio ya anciano, desabridos y malcarados ambos, que vivían solos y a los que sobraba algo de espacio; también le procuró todos los instrumentos necesarios para su trabajo pero, por encima de todo, fue quien la defendió de la agresividad con que la recibió Ana en cuanto la vio llegar acompañada de Milagros.
—¡Sobrina! —le gritó Tomás interponiéndose entre las mujeres y atenazándola de las muñecas para impedir que continuara golpeando a Caridad, que aceptaba encogida, tratando de taparse la cabeza, los gritos y los golpes de la gitana—, cuando regrese Melchor, decidirá qué debe hacerse con la morena. Mientras tanto… Mientras tanto —repitió zarandeándola para que le atendiera—, se dedicará al tabaco; eso ordenó tu padre.
Ana, congestionada, acertó a lanzar un escupitajo al rostro de Caridad.
—¡No pienso vender uno solo de los cigarros que fabrique esta negra! —afirmó soltándose de Tomás—. ¡Así se te pudran todos, y tú con ellos!
—¡Madre! —exclamó Milagros al verla huir en dirección a Triana.
La muchacha se apresuró tras ella.
—Madre. —Trató de detenerla—. Caridad no hizo nada —insistió la muchacha tironeando de su ropa—. No tiene la culpa.
Ana la separó de un manotazo y continuó su camino.
Milagros la contempló alejarse y luego volvió a donde ya se había congregado un buen número de gitanos. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
—¡Ni mula con tacha, ni mujer sin raza! —sentenció el tío Tomás—. Igual que su padre: una Vega. Ya se le pasará. —Milagros alzó los ojos hacia él—. Dale tiempo al tiempo, niña. Lo de la negra no es una cuestión de honor gitano: se le pasará.
Y mientras Caridad, recluida en la choza, se aplicaba en elegir y despalillar las hojas de tabaco, humedecerlas y secarlas en su punto, cortarlas, torcerlas y rematar la boca de los cigarros con hilos, Milagros aprendía los rudimentos de los bebedizos y remedios de la curandera siguiéndola allá adonde fuere: a recoger hierbas por los campos o a visitar a algún enfermo. La vieja María no consentía a la muchacha el más mínimo desliz o desaire, y la controlaba y sometía a su voluntad con su sola presencia. Luego, por las noches, le permitía gozar de unos ratos de esparcimiento que Milagros aprovechaba para correr en busca de Caridad; entonces las dos se alejaban de la gitanería y se perdían en conversaciones o simplemente en fumar y mirar al cielo estrellado.
—¿Se los robas al abuelo? —preguntó una noche la muchacha después de dar una fuerte chupada, las dos sentadas, juntas, en la ribera del Guadalquivir, cerca del destartalado embarcadero de unos pescadores, escuchando el murmullo de las aguas.
Caridad detuvo en el aire la mano con la que iba a coger el cigarro que la otra le pasaba. ¿Robar?
—¡Sí! —exclamó Milagros ante la duda de su amiga—. ¡Se los robas! No pasa nada, no te preocupes, no se lo diré a nadie.
—Yo no… ¡No los robo!
—Pues ¿cómo lo explicas? Si el tabaco no es tuyo…
—Es mi fuma. Me pertenecen.
—Cógelo ya —insistió la gitana acercándole el cigarro. Caridad obedeció—. ¿Qué es eso de tu fuma?
—Si yo los hago…, puedo fumar, ¿no? Además, estos no son de tabaco torcido, solo uso las venas de las hojas y los restos, todo picado y envuelto en una capa. En la vega era así. El amo nos daba la fuma.
—Cachita, esto no es la vega y tú no tienes amos.
Caridad exhaló unas largas volutas de humo azulado antes de hablar.
—Entonces, ¿no puedo fumar?
—Tú haz lo que quieras, pero como dejes de traer tu fuma, no volveré a verte. —Caridad quedó en silencio—. ¡Es broma, morena! —La gitana soltó una carcajada, abrazó a su amiga y la zarandeó—. ¿Cómo quieres que deje de verte? ¡No podría!
—Yo tampoco… —Caridad titubeó.
—¿Qué? —la incitó la muchacha—. ¿Qué? ¡Suéltalo ya, Cachita!
—Yo tampoco podría —acertó a decir de corrido.
—¡Por todos los dioses, santos, vírgenes y mártires del cielo entero, ya iba siendo hora!
Milagros, todavía con su brazo rodeando la espalda de Caridad, la atrajo hacia sí. La otra se dejó llevar con torpeza.
—¡Ya era hora! —repitió la gitana propinándole un sonoro beso en la mejilla. Luego tomó su brazo y la obligó a pasarlo por encima de sus propios hombros mientras ella la agarraba de la cintura. Caridad olvidó incluso el cigarro que mantenía entre sus dedos y Milagros no quiso romper el hechizo y dejó transcurrir el tiempo, sintiendo cómo su amiga afianzaba el abrazo, ambas con la mirada en las aguas del río. Tampoco quiso que Caridad notase el llanto que contenía a duras penas.
—¿Tu mamá? —la sorprendió Caridad sin embargo preguntando en la noche, con la voz puesta en el río.
—Sí —contestó Milagros.
Ana no había vuelto a poner los pies en la gitanería; ella no podía hacerlo en el callejón.
—Lo siento —se culpó la otra, y apretó el abrazo cuando Milagros no pudo evitar el llanto.
¿Cuán lejanas quedaban aquellas mismas lágrimas que ella había vertido el día en que la separaron de su madre y de los suyos mientras la mantuvieron a la espera del barco en la factoría, mezclada con cientos de desgraciados iguales que ella; durante la travesía…?
Detuvo sus recuerdos al notar que el cigarro le quemaba; chupó de nuevo. En Cuba buscaba el espíritu de su madre en las fiestas, cuando la montaba alguno de los santos, pero aquí, en España, solo trataba de recordar su rostro.
Milagros y Caridad fueron afianzando sus cariños, pero aquellas escapadas nocturnas terminaron pronto.
—Niña —la detuvo la curandera una de esas noches, cuando ya ella iba a abandonar la choza. Milagros se volvió hacia el interior—. Escúchame: no te separes de los tuyos, de los gitanos.
Similar mensaje recibió ese día Caridad por parte de Tomás.
—Morena —le advirtió tras entrar en la choza, cuando ella envolvía con cuidado la capa de un cigarro—: no debes apartar a Milagros de sus hermanos de sangre. ¿Entiendes a qué me refiero? —Caridad detuvo la labor de sus largos dedos y asintió sin levantar la cabeza.
Desde ese día las dos pasearon la calle de la gitanería sin alejarse, Caridad detrás de la muchacha, convertida en su sombra, mezclándose con quienes, a las puertas de sus chozas, charlaban, jugaban, bebían, fumaban o, sobre todo, cantaban, unas veces acompañados por las guitarras, otras al sencillo son del repiqueteo de unas manos golpeando sobre cualquier objeto, las más al calor de unas simples palmadas. Caridad había presenciado alguna de las celebraciones del callejón de San Miguel, pero en la gitanería era diferente: los cantos no se convertían en una fiesta ni en una competición. Eran sencillamente una forma de vida, algo que se hacía con la misma naturalidad que comer o dormir; se cantaba o se bailaba y luego se volvía a la conversación para volver a cantar o para levantarse todos de sus sillas y acudir a jalear y aplaudir a dos chiquillas casi desnudas que bailaban en un aparte, ya con cierta gracia.
Caridad temió que le pidieran que cantara. Nadie se lo propuso, ni siquiera Tomás. La admitían, con ciertos recelos, ciertamente, pero lo hacían: era la negra del abuelo Melchor; él decidiría a su vuelta. Por su parte, Milagros acostumbraba a andar apesadumbrada; añoraba a sus padres, al abuelo y a sus amigas del callejón. Con todo, lo que más la atormentaba era la lucha interna que sostenía. Había llegado a poner a Alejandro en un pedestal para excusar una muerte que sabía originada por su capricho y, sin embargo, seguía pensando en Pedro García día y noche… ¿Qué haría? ¿Dónde estaría? Y lo más importante: ¿cuál de sus amigas se habría lanzado en pos de sus favores? Alejandro estaba atento a ella y conocía sus deseos, los fantasmas lo sabían todo, le había dicho Caridad, pero tanto la carcomía imaginar a Pedro García adulado por las otras muchachas que alejaba tales sensaciones y aprovechaba cualquier mandado de la vieja María para rondar con disimulo el callejón de San Miguel.
Vio a muchos gitanos, también a sus amigas. Un día tuvo que esconderse presurosa en un portal con el corazón palpitando con fuerza ante la presencia de su madre. Salía a vender tabaco, seguro. «Debería estar con ella, acompañarla», pensó al contemplar sus andares resueltos e indolentes. Se secó una lágrima. En una ocasión vio a Pedro, pero no se atrevió a salir a su paso. Volvió a verlo otro día: caminaba junto a uno de sus tíos en dirección al puente de barcas, tan guapo y apuesto como siempre. Milagros se había recriminado mil veces no haberlo abordado aquel otro día. La condena del consejo de ancianos, se repitió, era el permanecer junto a la curandera sin poder entrar en el callejón. ¿Pero acaso no la mandaba la vieja María a hacer recados a Triana con toda libertad? Corrió por una calle paralela a aquella por la que andaba el gitano, rodeó una manzana de casas y antes de volver la esquina tomó aire, se alisó la falda y se atusó el cabello. ¿Estaba hermosa? Casi se dio de bruces con ellos.
—¿Tú no tendrías que estar en la gitanería, con la curandera? —le espetó el tío de Pedro tan pronto como la vio.
Milagros titubeó.
—¡Vete de aquí!
—Yo…
¡Quería mirar a Pedro, pero los ojos del tío de este la tenían encadenada!
—¿No me has oído? ¡Largo!
Bajó la cabeza y los dejó atrás. Escuchó cómo hablaban al reiniciar la marcha. Le habría gustado que Pedro se hubiera molestado en mirarla.
—¡Tenéis que hacerlo!
El grito de la vieja María resonó en el interior de la vivienda. José Carmona y Ana Vega evitaron mirarse por encima de la mesa a la que los tres se habían sentado cuando una mañana la curandera se presentó de improviso en su casa.
Ninguno de los esposos había osado interrumpir las palabras de la vieja María.
—La niña está mal —les advirtió—. No come. No quiere comer —añadió con la imagen en su mente de los pómulos sobresalientes de la gitana y la nariz cada vez más afilada desde su frustrado encuentro con Pedro—. Es solo una muchacha que ha cometido un error. ¿Acaso vosotros no habéis cometido ninguno? Ella no podía prever las consecuencias. Se siente sola, abandonada. Ya ni siquiera encuentra consuelo en la morena. ¡Es vuestra hija! Se consume día tras día a ojos vista y yo no tengo remedio para las dolencias del alma.
Ana jugueteó con sus manos y José se frotó repetidamente boca y mentón cuando la curandera se refirió a ellos.
—Vuestros problemas no deben afectar a la niña; ella no tiene la culpa de lo que suceda entre vosotros.
José hizo amago de intervenir.
—No me interesa —se le adelantó la gitana—. No pretendo arreglar vuestras desavenencias, ni siquiera aconsejaros. No es mi intención hurgar en los motivos que os han llevado a esta situación; solo deseo saber: ¿no queréis a vuestra hija?
Y tras aquella reunión, un fresco anochecer de finales de septiembre, Ana y José Carmona se presentaron en la gitanería. Caridad los vio antes que Milagros.
—Tus padres —susurró a la gitana pese a la distancia a la que todavía se hallaban estos.
Milagros se quedó inmóvil; algunos de los muchachos con los que estaba departiendo callaron y siguieron su mirada, clavada en Ana y José, que se acercaban por la calle, entre chozas y chamizos, saludando a cuantos permanecían sentados a sus puertas pasando el rato. La madre aprovechó que José se detuvo con un conocido, se adelantó y abrió los brazos a un par de pasos de Milagros, que no necesitó más y se lanzó a ellos. Caridad notó un nudo en la garganta, los muchachos respiraron y hasta hubo quien, desde las chozas, aplaudió.
José se acercó hasta ellas. Milagros vaciló ante la llegada de su padre, pero el empujón que le dio Ana por la espalda la animó a andar hacia él.
—Perdón, padre —musitó.
Él la miró de arriba abajo, como si no la reconociera. Se llevó una mano al mentón, con gravedad simulada, y volvió a escrutar a su hija.
—Padre, yo…
—¿Qué es eso de ahí? —gritó él.
Milagros se volvió aterrada hacia donde señalaba. No había nada anormal, nada inusual.
—No… ¿qué? ¿A qué se refiere?
Algunos gitanos mostraron curiosidad. Uno de ellos se levantó e hizo ademán de acercarse a donde señalaba José.
—¡Me refiero a eso! Eso, ¿no lo ves?
—¡No! ¿Qué? —chilló la muchacha buscando la ayuda de su madre.
—Aquello, niña —le dijo esta indicando una silla vacía a la puerta de una de las chozas.
—¿Esa silla?
—No —contestó la madre—. La silla, no.
Apoyada en la silla descansaba una vieja guitarra. Milagros se volvió hacia su padre con una sonrisa en la boca.
—No te perdonaré —dijo él— hasta que no consigas que todos los gitanos de esta huerta se rindan a tu embrujo.
—¡Vamos allá! —aceptó Milagros al tiempo que se erguía altanera.
—¡Señores! —aulló entonces José Carmona—. ¡Mi hija va a bailar! ¡Prepárense ustedes para contemplar a la más bella de las gitanas!
—¿Hay vino? —se escuchó desde una de las chozas.
La vieja María, que había presenciado lo sucedido y arrastraba ya un desvencijado taburete hasta el lugar donde se encontraba la guitarra, soltó una carcajada.
—¿Vino? —estalló Ana—. Cuando veas bailar a mi niña robarás toda la uva de la vega de Triana para ofrecérsela.
Esa noche, con Caridad presente, mirando desde detrás de los gitanos, tratando de retener unas piernas que ansiaban irse al son de la música y la alegría que veía rebosar de Milagros, José Carmona no tuvo más remedio que cumplir su palabra y perdonar a su hija.
Tras la fiesta, la vida siguió transcurriendo en la gitanería de la huerta de la Cartuja de Triana. Ana se plegó a vender los cigarros elaborados por Caridad, en una especie de tregua tras el arranque de cólera con que la había recibido; eso la obligaba a ir con frecuencia a ver a su hija. Caridad, por su parte, vio aumentar su trabajo cuando fray Joaquín se presentó con un par de corachas del tabaco descargado en las playas de Manilva.
—Me lo debes —se limitó a decirle a Tomás. El gitano hizo ademán de replicar, pero fray Joaquín no se lo permitió—: Dejemos las cosas como están, Tomás. Yo siempre he confiado en vosotros; Melchor nunca me ha fallado, y quiero pensar que habéis tenido algún problema que sé que nunca me desvelaréis. Tengo que recuperar los dineros de la comunidad, ¿entiendes? Y los cigarros que hace Caridad aumentan el valor del tabaco.
Luego fue a verla.
—La Candelaria lleva mucho tiempo esperando tus visitas —le espetó nada más entrar en la choza.
Caridad se levantó de la silla en la que trabajaba, juntó las manos por delante y bajó la mirada al suelo. El dominico miró de reojo a los dos ancianos con los que compartía la vivienda. Le extrañó ver a Caridad con sus viejas ropas de esclava. La recordaba vestida de colorado, arrodillada frente a la Virgen, moviéndose rítmicamente de adelante atrás cuando creía que nadie la observaba. Sabía, por hermanos que habían vivido en Cuba, de la mezcla entre las religiones africanas y la católica, así como de la tolerancia de la propia Iglesia. «¡Al menos creen y acuden a las celebraciones religiosas!», había escuchado en numerosas ocasiones, y era cierto: Caridad iba a la iglesia, mientras que la mayoría de los gitanos no ponían los pies en ella. ¿Qué habría sido de sus ropas coloradas? No quiso preguntarle.
—He traído más tabaco para que lo trabajes —le anunció por el contrario—. Por cada atado de cincuenta cigarros que hagas, uno será para ti. —Caridad se sorprendió mirando al fraile, que le sonrió—. Uno de los buenos, de los torcidos, de los que haces con hoja, no de los desechos.
—¿Y para los que la acogemos en nuestra casa no hay nada? —intervino el gitano anciano.
—De acuerdo —aceptó el religioso tras dejar transcurrir unos segundos—, pero ambos tendréis que venir a misa cada domingo, y los días de precepto, y rezar el rosario por las ánimas del purgatorio, y…
—Ya somos viejos para ir de un lado al otro —saltó la esposa—. ¿A su paternidad no le bastaría con una oracioncilla por las noches?
—A mí, sí, al de arriba, no —sonrió fray Joaquín dando por cerrado el tema—. ¿Estás bien, Caridad? —Ella volvió a asentir—. ¿Te volveré a ver por San Jacinto?
—Sí —afirmó con una sonrisa.
—Confío en ello.
Le faltaba Milagros. Se despidió y no había llegado a salir de la choza cuando escuchó cómo los gitanos exigían a Caridad que les hiciera partícipes de aquellos prometidos cigarros torcidos. Chasqueó la lengua; no le cabía duda de que accedería. Preguntó por la choza de la curandera y se la señalaron. Sabía de lo sucedido en la alfarería porque grande había sido el revuelo en Triana. Rafael García se ocupó de que nadie hablara ante las autoridades ni del asesinato del muchacho gitano ni del incendio: a los gitanos se lo ordenó a través de los diversos patriarcas de las familias; a los payos que habían presenciado o intervenido en la pelea les hizo llegar unos cuantos mensajes intimidatorios que fueron suficientes: ninguno de ellos quería terminar huyendo en la noche, arruinado, como le había sucedido al alfarero que disparó contra el muchacho gitano. Con todo, los rumores se extendieron tan rápido como ardió el taller del ceramista y a fray Joaquín se le encogió el estómago al conocer la intervención de Milagros. Rezó por ella. Al final logró enterarse de la decisión tomada en el consejo de ancianos a raíz de la intervención de aquella vieja gitana y volvió a postrarse para agradecer a la Candelaria, a santa Ana y a san Jacinto el benigno castigo a que la condenaron. ¡Las noches se le hacían eternas ante el temor de que la extrañaran de Triana y no volviera a verla!
«¿Por qué no he logrado conciliar el sueño durante estos días?», se preguntó por enésima vez al apartar la cortina y pasar distraído bajo el dintel de la puerta de la barraca que le habían indicado. Milagros y la vieja María se hallaban inclinadas sobre una mesa clasificando hierbas; las dos volvieron la cabeza hacia el recién llegado. De repente el insomnio ya no le importaba; toda preocupación se desvaneció ante la maravillosa sonrisa con que le premió ella.
—Con Dios seáis —saludó el religioso sin acercarse, como si pretendiese no turbar el trabajo que estaban realizando las mujeres.
—Padre —contestó la vieja María tras examinar al fraile unos segundos—, llevo más de cincuenta años esperando a que ese Dios que dice usted se digne venir a este chamizo para concederme alguna gracia que me libre por fin de la pobreza. He soñado con las mil maneras en que podía suceder: rodeado de ángeles o a través de alguno de los santos. —La vieja alzó sus manos y las hizo revolotear por al aire—. Envuelto en una luz cegadora… En fin —añadió encogiéndose de hombros—, lo cierto es que nunca llegué a pensar que lo haría a través de un fraile que se quedaría plantado a la entrada como un bobo con cara de pasmo.
Fray Joaquín tardó en reaccionar. La risa reprimida de Milagros hizo que se ruborizara. ¡Cara de pasmo! Se irguió y adoptó un semblante serio.
—Mujer —anunció con una voz más fuerte de lo que hubiera deseado—, quiero hablar con la muchacha.
—Si ella accede…
Milagros se levantó sin pensarlo, se arregló la falda y el cabello y se dirigió hacia el predicador con una mueca burlona en su semblante. Fray Joaquín le cedió el paso.
—Padre —llamó entonces la vieja María—, ¿qué hay de mis riquezas?
—Creer que Dios te visitará algún día es la mayor riqueza a la que nadie puede aspirar en este mundo. No pretendas otras.
La gitana dio un manotazo al aire.
Milagros esperaba al fraile en la calle.
—¿Para qué quiere hablar conmigo? —le soltó con cierta zalamería, sin cejar no obstante en su expresión de burla.
¿Para qué quería hablar con ella? Había ido a la gitanería por lo del tabaco y…
—¿De qué te ríes? —preguntó él para escapar a la respuesta.
Milagros enarcó las cejas.
—Si se hubiera visto ahí dentro…
—¡No seas impertinente! —se revolvió el fraile. ¿Siempre tenía que quedar como un bobo ante aquella muchacha?—. No te confundas… —trató de defenderse—, mi expresión solo era… por verte ahí haciendo pócimas con hierbas. Milagros…
—Fray Joaquín —le interrumpió ella arrastrando las palabras.
Pero el religioso ya había encontrado la excusa a su intempestiva visita. Se irguió serio y anduvo la calle con la muchacha a su lado.
—No me gusta lo que estás haciendo —le recriminó—. Por eso quería hablar contigo. Sabes que la Inquisición vigila a las brujas…
—¡Ja! —soltó la muchacha.
—No lo tomes a broma.
—Ni soy bruja ni me preparo para ello. La vieja María no lo es ni quiere serlo, y tampoco está de acuerdo con los hechizos para engañar a los payos. Usted lo sabe, los tesoros ocultos, los filtros de amor no son más que trampas para sacar dinero a las incautas. Ella solo se dedica a curar con hierbas…
—Es algo parecido. ¿Qué hay del mal de ojo? —Milagros torció el gesto—. ¿Sabías que la Inquisición acaba de detener a una gitana por hacer el mal de ojo al ganado, aquí, en Triana?
—¿Anselma? Sí, la conozco. Pero también dicen de ella que hace hechizos para retirar la leche de las madres payas y que la han visto desnuda, montada en un palo, y salir volando por las ventanas. —Milagros calló unos segundos para comprobar la expresión del religioso—. ¡Desnuda y volando montada en un palo! ¿Usted se cree lo del palo? Es todo mentira. No es bruja. ¿Sabe usted lo que tiene que pasar para que una gitana se convierta en bruja?
El fraile, con la mirada en la tierra del camino por el que seguían avanzando, negó con la cabeza.
—Las brujas se transforman durante su juventud —explicó Milagros—, y todo el mundo sabe que Anselma Jiménez no fue una de las elegidas. Existen unos demonios del agua y de la tierra que eligen a una joven gitana y, mientras duerme, fornican con ella. Ese es el único medio de convertirse en una verdadera bruja: después de fornicar, la gitana adquiere los poderes del demonio que ha yacido con ella.
—Eso significa que tenéis brujas —repuso el religioso tras detener sus pasos repentinamente.
Milagros frunció el ceño.
—Pero yo no lo soy. Ningún demonio ha fornicado conmigo. Y no es necesario que la joven trabaje con hierbas —se adelantó con un aspaviento al ademán del fraile por intervenir—, no tiene nada que ver: cualquiera puede ser la elegida.
—Sigue sin gustarme, Milagros. Tú… tú eres una buena muchacha…
—No puedo hacer otra cosa. Supongo que sabe lo del consejo de ancianos.
—Sí, lo sé —asintió él—. Pero podríamos encontrar otra solución… Si tú quisieras…
—¿Monja, quizá? ¿Me casaría? ¿Me conseguiría una buena dote de alguno de sus piadosos feligreses? Sabe que nunca podría casarme con un payo. Fray Joaquín, soy gitana.
Y vaya si lo era, tuvo que aceptar a su pesar el religioso, turbado ante el descaro y la soberbia con que Milagros se dirigía a él. Transcurrieron los segundos, los dos parados casi donde la calle de la gitanería se internaba en las huertas, ella tratando de adivinar qué era lo que pasaba por la cabeza del fraile, él con el repiqueteo de sus últimas palabras: «nunca podría casarme con un payo». Algunas mujeres que confeccionaban cestas a las puertas de sus chozas y que hasta entonces solo los habían mirado de reojo detuvieron sus hábiles manos y repararon en la situación.
—Fray Joaquín —le advirtió Milagros en un susurro—, las mujeres están pendientes de nosotros.
—Sí, sí, claro —reaccionó el religioso.
Y emprendieron la vuelta.
—Fray Joaquín…
—¿Sí? —preguntó él ante el silencio que prosiguió.
—¿Cree usted que alguno de sus feligreses estaría dispuesto a darme una dote para casarme?
—Yo no he dicho… —Dudó.
¿Qué pretendía Milagros? Lo último que se le pasaría por la cabeza sería buscar un esposo para ella; había sabido de la muerte de Alejandro, su prometido, y todavía le remordía el sentimiento de… ¿alegría? «¿Cómo puedo alegrarme por la muerte de un muchacho?», se torturaba una y otra vez en el silencio de sus noches.
—Lo encontraríamos —afirmó no obstante para complacerla, sin siquiera querer ni imaginárselo—, podríamos…
Pero la muchacha le dejó con la palabra en la boca y escapó corriendo hacia la choza de la vieja María. Antes de que el fraile comprendiera qué sucedía, Milagros había regresado, corriendo de nuevo, y se detuvo ante él, jadeante, ofreciéndole las ropas coloradas de Caridad cuidadosamente dobladas.
—Si es capaz de conseguir una dote… ¿podría lograr que alguna de sus feligresas arreglase las ropas de Cachita?
Fray Joaquín cogió las prendas y rió, y lo hizo por no acariciar el rostro atezado de la muchacha o su cabello adornado con cintas, por no cogerla de los hombros y atraerla, y besarla en los labios, y…
—Seguro que sí, Milagros —afirmó desterrando aquellos deseos.
Caridad trabajaba a destajo. Los ancianos con los que vivía la trataban con indiferencia, como si no fuera más que un objeto, ni siquiera molesto. Ambos dormían en una destartalada cama con patas de la que la anciana se enorgullecía en todo momento; era su bien más preciado, ya que en aquella barraca había poco más que una mesa, taburetes y un rudimentario hogar para cocinar. Le indicaron un sitio sobre el suelo de tierra para extender el jergón que le proporcionó Tomás, y no le daban de comer salvo que este les proveyese previamente de los alimentos necesarios. Hasta las velas a cuya luz trabajaba Caridad por las noches tenía que proporcionarlas Tomás. «Como falte una sola hoja de tabaco —advertía machaconamente el gitano a los ancianos siempre que iba a la choza—, os corto el cuello». Sin embargo, de tanto en tanto, Caridad atendía sus constantes e insistentes quejas y les regalaba alguno de los cigarros de su fuma, y veía como lo compartían con avidez, a pesar de sus lamentos por tener que fumar cigarros elaborados con las venas y los restos de las hojas. Pero ni así consiguió Caridad ganárselos, y eso que los ancianos creían que todos los cigarros que Caridad hurtaba para su fuma eran para ellos; en realidad, los que consumía con Milagros los escondía, como hacía en la vega para que los demás esclavos no se los robasen.
Con el transcurso del tiempo, Caridad empezó a añorar las noches del callejón de San Miguel, cuando Melchor le pedía que cantase y luego se dormía a su espalda, tranquilo, confiado, y ella podía trabajar y fumar al tiempo, notando cómo el humo irrumpía en sus sentidos y la transportaba a un estado de placidez en el que no existía el tiempo. Era entonces cuando la labor de sus largos dedos mientras cortaba, manejaba y torcía las hojas se confundía con el rumor de sus cánticos, con los aromas y sus recuerdos, con la respiración del gitano… y con aquella libertad de la que le había hablado Milagros y que ahora parecía difuminarse en una choza extraña.
«¿Dónde estará Melchor?», pensaba en el silencio de las noches.
Una entusiasmada y sudorosa Milagros, en un descanso durante la fiesta en la que su padre había tenido que perdonarla, le había hablado de él.
—Tengo noticias del abuelo —comentó—. Ha llegado un gitano de Antequera que se dedica a la herrería ambulante. Necesitaba que le falsificasen una nueva cédula o algo así, no sé… Bueno, la cuestión es que se topó con el abuelo mientras trabajaba por la zona de Osuna y estuvieron un par de días juntos; dice que está bien.
Caridad hizo la misma pregunta con la que Milagros prorrumpió frente a su madre luego de que esta le contara del herrero ambulante: «¿Ningún recado?». La muchacha, por su parte, utilizó con Caridad la irónica respuesta que le proporcionó su madre: «¿Del abuelo?».
Desde entonces Caridad no sabía de él. Sí sabía su objetivo, lo había hablado con Milagros: matar al Gordo. «¡Ya lo verás! No conoces al abuelo; ¡no hay hombre en este mundo que pueda robarle y salir con bien!», añadió con orgullo. Esa predicción de Milagros perseguía a Caridad. Ella había visto a los hombres del Gordo, a sus lugartenientes, a su ejército de contrabandistas, ¿cómo iba Melchor a enfrentarse a todos ellos? No se lo dijo a la muchacha, pero cada noche recordaba la chaquetilla de seda azul celeste, ¡brillaba ante ella como si pudiera tocarla con solo alargar la mano! Ese mismo azul que la había guiado hasta la gitanería cuando Eleggua decidió permitirle vivir, la chaquetilla que el gitano colgaba en un clavo herrumbroso antes de acostarse por las noches y sobre la que ella posaba la mirada de vez en cuando. Caridad disfrutaba melancólica del recuerdo de su insolencia y sus andares lentos y arrogantes. Eran de otra raza, como nunca se cansaban de repetir; ¿acaso no lo había demostrado Melchor en la venta de Gaucín al retar al mochilero? ¡Y lo había hecho por ella! Aun así, ¿cómo podría vencer el abuelo al ejército del Gordo? Si ella hubiera… ¡No sabía que pretendían robarle el tabaco! Con todo, ¿qué podría haber hecho ante un blanco?
Acudió a San Jacinto, se arrodilló ante la Virgen de la Candelaria y suplicó a Oyá por Melchor Vega. «Diosa mía —murmuraba, sus dedos desgranando parte de una hoja de tabaco sobre el suelo como ofrenda—, que no le suceda nada malo. Devuélvemelo, por favor».
Ese día volvió a la gitanería con tres buenos cigarros que le había dado fray Joaquín en pago por su trabajo.
—Véndelos, Cachita —le propuso Milagros—. Ganarás un buen dinero por ellos.
—No —murmuró Caridad—. Estos nos los fumaremos tú y yo.
—Pero te pagarían mucho… —replicó la gitana cuando la otra ya preparaba el pedernal y la yesca.
Caridad detuvo sus manos expertas y fijó la mirada en Milagros.
—Yo no entiendo de dineros —arguyó.
—¿Y de qué…?
Interrumpió su pregunta; los ojillos de Caridad, la necesidad de afecto que revelaba toda ella le respondía en silencio. Milagros le sonrió con ternura.
—Sea, pues —sentenció.