8

¡Canta, morena!

No fue Melchor quien se lo pidió esa vez, sino Bernardo, y lo hizo después de tres días de marcha en el más pertinaz de los silencios, con un caballo sin carga que les recordaba a cada tranco lo que había pasado en la playa de Manilva.

Melchor no había permitido que las corachas se distribuyesen entre las caballerías y andaba abatido junto a aquel animal, como si con ello aceptara su penitencia. Caridad obedeció, pero la voz le surgió extraña: tenía el labio inferior destrozado por los mordiscos del contrabandista, el cuerpo magullado y sus preciosas ropas coloradas hechas jirones. Aun así, quiso complacer al gitano y su triste murmullo acentuó aún más la aridez estival de los campos por los que habían decidido cruzar para evitar los caminos principales. También intensificó el dolor de sus labios resecos y con costras, aunque no le dolían tanto como la camisa rasgada que protegía bajo la capa oscura. ¿Qué importancia podían tener los mordiscos de un contrabandista comparados con los latigazos de un capataz encolerizado? Había vivido en numerosas ocasiones ese tipo de dolor, punzante, intenso, largo en el tiempo y que al final remitía, pero sus ropas coloradas… ¡Jamás en veinticinco años de vida había poseído unas prendas como aquellas! Y eran suyas, solo suyas… Recordó los aplausos de Milagros cuando se mostró ante ella y su madre; recordó también las miradas de las gentes de Triana, tan diferentes de las que le largaban cuando iba vestida con sus grisáceas ropas de esclava, como si por ellas supieran de su condición. Vestida de rojo había llegado a percibir un atisbo de esa libertad que tanto le costaba reconocer. Por eso, más que las heridas de sus labios, le dolía notar cómo uno de sus pechos caía libre por encima de la tela y el roce de los jirones de la falda sobre sus piernas. ¿Tendrían arreglo? Ella no sabía coser, las gitanas tampoco.

Observó delante la hilera de gitanos con los caballos. Pese al sol, sus coloridas vestimentas tampoco parecían brillar, como si exudasen la ira y decepción de quienes las vestían. Tenía que cantar. Quizá aquel fuera su castigo. Lo había esperado en la playa, cuando el contrabandista liberó su cuerpo y ella llegó a ver que las corachas habían desaparecido. ¡Les había fallado! Ante la llegada de los gitanos se encogió sobre la arena, sin atreverse a cruzar la mirada con ellos; entonces tenían que haber llegado los latigazos…, o las patadas y los insultos, como en la vega, como siempre. Pero no fue así. Los escuchó gritar y blasfemar; oyó las instrucciones de Melchor, y a los demás corretear por la playa de aquí para allá con la indignada respiración del gitano por encima de ella.

—Las huellas del caballo salen del mar y vuelven a perderse en él —se lamentó uno de los sobrinos.

—No podemos saber hacia dónde han ido —resopló otro de ellos.

—¡Ha sido el Gordo! —acusó Tomás—. Me ha parecido verle retrasado… ¡Te dije que la negra nos traería…!

Caridad no pudo ver el gesto imperativo con el que Melchor detuvo la acusación de su hermano.

—Levántate, morena —escuchó no obstante que le ordenaba.

Caridad lo hizo, con la mirada baja; la luz de las linternas que portaban los gitanos se centró en ella.

—¿Quién era el hombre que se ha echado sobre ti?

Caridad negó con la cabeza.

—¿Cómo era? —inquirió entonces Melchor.

—Blanco.

—¿Blanco? —En esta ocasión fue Bernardo quien saltó—. ¿Cómo que blanco? ¿Solo eso? ¿Llevaba barba? ¿De qué color era su cabello? ¿Y sus ojos? ¿Y…?

—Bernardo —le interrumpió Melchor con voz algo cansina—, todos los payos sois iguales.

Y ahí terminó todo, sin castigo, sin recriminación alguna. Los gitanos volvieron a donde les esperaban los caballos y se pusieron en marcha, muy por detrás de las demás partidas, con las que no volvieron a encontrarse, cada cual por su ruta. Nadie le dijo nada a Caridad: «Síguenos», «Ven», «Vamos», cualquier cosa. Se unió a ellos como lo haría un perrillo a aquel que le da de comer. Poco llegaron a hablar entre sí a lo largo del camino de vuelta a Triana. Melchor no articuló palabra desde su última frase en la playa. Caridad caminaba con la espalda de Melchor como norte. Aquel hombre la había tratado bien, la había respetado, le había regalado sus ropas coloradas y hasta la había defendido en varias ocasiones, pero ¿por qué no la había azotado? Lo hubiera preferido. Todo terminaba después del látigo: se regresaba al trabajo hasta un nuevo error, hasta un nuevo arrebato de furia por parte del capataz o del amo, pero de esa manera… Miró la chaquetilla de seda azul celeste del gitano y la letra de la canción que entonaba se atascó en su garganta.

Esperaron a que anocheciera para acercarse a Sevilla. El regreso se había efectuado sin contratiempos, pero aun en la oscuridad no podían acceder a Triana por el puente de barcas con tres caballos cargados de tabaco de contrabando. Cuando el cielo apareció plagado de estrellas y se pusieron en marcha, Melchor habló por primera vez.

—Vamos a Santo Domingo de Portaceli.

El convento, de la misma orden que el de San Jacinto, se hallaba extramuros de la ciudad, en el arrabal de San Bernardo, junto a la Huerta del Rey y el Monte Rey; era el menos poblado de los seis de Sevilla puesto que tan solo residían en él dieciséis dominicos. El lugar se mostraba tranquilo.

—El convento, la Huerta del Rey, el Monte del Rey —se quejó uno de los jóvenes gitanos mientras tiraba del caballo—, todo es de los curas o del rey.

—En este caso, no —le rectificó Melchor—. El convento sí que es de los curas. La huerta pertenecía al rey moro de Niebla, aunque supongo que ahora vuelve a ser del rey de España. No se puede entrar con armas. En la puerta hay un azulejo que lo prohíbe. En cuanto al Monte del Rey, no se llama así, sino Monte Rey: no es propiedad del rey.

Anduvieron unos pasos más, todos esperando una explicación.

—¿Por qué? —preguntó al cabo otro de los jóvenes.

—Explícaselo tú, Tomás —le instó Melchor.

—De niños veníamos aquí —empezó a contar este—. Se llama Monte Rey porque era el más alto de todos los montes que había en Sevilla. ¿Imagináis de qué estaban hechos todos esos montes sevillanos? —Nadie contestó—. ¡De cadáveres! Miles de cadáveres amontonados y cubiertos de tierra cuando la peste del siglo pasado. Pasaron los años, la gente fue perdiendo el miedo al contagio y el respeto a los muertos insepultos, y empezó a escarbar el monte en busca de joyas. Había bastantes. En tiempos de la epidemia la gente pereció por millares, y pocos debían de ser los que se atrevieron a hurgar en un apestado recién fallecido, por lo que algunos cadáveres se amontonaban con sus joyas y sus dineros. Encontramos algunas monedas, ¿recuerdas, Melchor? —El otro asintió—. Ahora todavía se ve el monte —añadió Tomás señalando hacia algún lugar en la noche—, pero ya ha descendido bastante.

Por fin llegaron al convento. Melchor hizo sonar la campanilla de los portalones de acceso, cuyo repiqueteo quebró la quietud. No pareció importarle. Volvió a llamar, con insistencia, hasta tres veces consecutivas. Al cabo de un largo rato de espera, el resplandor de una linterna detrás de los portalones le indicó que alguien se dirigía hacia ellos. Se abrió la mirilla.

—¿Qué os trae a estas horas? —preguntó el fraile tras examinar a los gitanos.

—Traemos la mercancía de fray Joaquín —contestó Melchor.

—Esperad. Iré en busca del prior.

El fraile hizo ademán de cerrar la mirilla, pero Melchor interrumpió su acción.

—Fray Genaro, no nos deje usted aquí —solicitó arrastrando las palabras—. Ya me conoce. No es la primera vez. La campanilla puede haber alertado a alguien, y si tenemos que esperar mientras acude el prior… Recuerde que los dineros son de ustedes.

A la sola mención de los dineros, se corrieron los cerrojos.

—Entrad —los invitó el fraile—. No os mováis de aquí —advirtió a la vez que iluminaba un caminillo junto al huerto. Les dio la espalda y corrió al convento en busca del prior.

—No quiero oír una palabra, ¿entendido? —masculló Melchor cuando el clérigo se había alejado lo suficiente—. Nada de palabrería sobre montes o huertas, y que nadie me contradiga.

Caridad ni siquiera se movió; permanecía de pie tras el último de los caballos, el que iba libre de carga. Salvo para pedirle que cantara, ninguno de los gitanos le había hecho el menor caso durante el regreso; parecían admitirla en aquel grupo por no desairar a Melchor. Miraba la grupa del caballo cuando fray Genaro regresó acompañado por la mitad de los miembros de la comunidad. Un hombre alto y de tupido cabello cano saludó a Melchor con un simple gesto de la cabeza, los demás quedaron algo retrasados.

—Buena noche, fray Dámaso —le contestó el gitano—, traigo el encargo de fray Joaquín.

El prior no le hizo caso y se limitó a desplazarse entre los caballos tanteando las corachas. Llegó al último. Miró el caballo. Lo rodeó para ver su otro costado y miró a Caridad con descaro. Luego simuló sorpresa y, como si se dirigiera a una clase de niños, empezó a contar las corachas en voz alta, señalándolas con el dedo: una, dos…

—Fray Joaquín me dijo que en este viaje eran ocho, Galeote —clamó al terminar su absurdo recuento.

—Lo eran, sí —le contestó Melchor desde donde estaba, a la cabeza de la hilera de caballos.

—¿Entonces?

«Esa morena necia permitió que robaran dos de ellas», temió Caridad que respondiese.

—El corregidor de Cabezas se quedó con las que faltan —escuchó sin embargo que contestaba Melchor con voz firme.

El prior juntó sus manos con los dedos extendidos, como si rezase. Se tapó la boca y apoyó la yema de los dedos sobre el puente de su nariz. Así permaneció unos instantes, escrutando al gitano a la luz de las linternas de los frailes. Melchor no se intimidó, aguantó el envite.

—¿Por qué no se quedó con todas? —preguntó al cabo fray Dámaso.

—Porque hacerse con las ocho le habría costado la vida de algunos de sus hombres —replicó el gitano.

—¿Y se conformó con dos?

—En eso valoré las vidas de los míos.

El prior dejó transcurrir los segundos; ninguno de los presentes hacía el menor movimiento.

—¿Por qué debería creerte?

—¿Por qué no debería hacerlo vuestra paternidad?

—¿Quizá porque eres gitano?

Melchor frunció los labios y chasqueó la lengua, como si nunca hubiera contado con aquella posibilidad.

—Si lo desea su eminencia, podemos preguntárselo a Dios. Él lo sabe todo.

El fraile no entró en la provocación y mantuvo la serenidad.

—Dios tiene asuntos más importantes que confirmar las mentiras de un gitano.

—Si Dios no quiere intervenir, vale la palabra del gitano… —En esta ocasión fue Melchor el que dejó transcurrir unos segundos antes de continuar—: Que vuestra paternidad podrá confirmar si acude a la justicia para denunciar que el corregidor de Cabezas le ha robado parte de su tabaco. A los gitanos, la justicia del rey no nos atiende.

Fray Dámaso resopló y terminó consintiendo.

—Descargad la mercancía —ordenó el prior a los demás frailes.

—Una coracha es mía —advirtió el gitano.

—¿Has perdido dos y pretendes…?

—El riesgo del negocio corresponde a vuestras mercedes —le interrumpió Melchor con voz dura—. Yo solo soy un cargador —añadió en un tono más suave.

El clérigo sopesó su situación: un grupo de frailes contra seis gitanos, entre los que confundió a Bernardo, armados. Poco podía hacer contra ellos. No creía una palabra de lo que le había contado el Galeote, ¡ni una sola! Se lo había advertido a fray Joaquín en numerosas ocasiones, pero aquel joven y tozudo predicador… ¡Se habían quedado con los dos sacos que faltaban y ahora pretendían robarle otro más! Enrojeció de ira. Sacudió la cabeza en repetidas ocasiones y volvió a contar a los gitanos: seis… y una mujer negra tapada con un capote oscuro y un chambergo calado hasta las orejas ¡en una noche de agosto sevillana! ¿Por qué le miraba aquella mujer? ¡No hacía más que mirarle!

—¿Qué hace aquí esta negra? —bramó de repente.

Melchor no esperaba aquella pregunta. Titubeó.

—Canta bien —respondió Tomás por su hermano.

—Sí —confirmó Melchor.

—Realmente bien —terció Bernardo.

—Os la podemos dejar para el coro —ofreció el Galeote.

Los cuatro sobrinos Vega intercambiaron una sonrisa por encima de las cruces de los caballos; el resto de los frailes contemplaba la escena con una mezcla de temor y fascinación.

—¡Basta! —gritó el prior—. ¿Te das cuenta de que este será tu último viaje a cuenta de los dominicos? —Melchor se limitó a mostrar las palmas de sus manos—. ¡Descargad!

Los frailes descargaron las cinco corachas en un instante.

—¡Fuera! —gritó después fray Dámaso al tiempo que señalaba los portalones.

—¿De verdad no queréis que os dejemos a la negra? —se burló uno de los sobrinos Vega al pasar con su caballo junto al prior—. A nosotros nos sobra. No es nuestra.

—¡Niño! —le recriminó Tomás tratando de reprimir una carcajada.

Una vez en el exterior, Melchor evitó dirigirse a Triana y se encaminó hacia las afueras de Sevilla. Los demás le siguieron con los caballos.

—¿Cómo piensas pasar este tabaco? —se preocupó Tomás.

Si el contrabando provenía de Portugal, desde el oeste no existía problema alguno para llegar hasta Triana puesto que no tenían que cruzar el Guadalquivir por el puente de barcas. Cuando provenía de Gibraltar, guardaban su mercancía en el convento de Portaceli y luego fray Joaquín se lo daba en Triana, pero, dadas las circunstancias, entendía que Melchor no hubiera querido dejarlo en depósito en el convento.

—Id a casa de Justo, el barquero, y despertadlo. Pagadle bien. En la barca ve tú y uno de los chicos. Los demás que crucen por el puente…

—¿Id? ¿Pagadle? ¿Qué quieres decir con eso?

—Yo me voy, hermano. Tengo una cuenta que arreglar con el Gordo en Encinas Reales.

—Melchor, no… Te acompaño.

El gitano negó con la cabeza y golpeó el brazo de su hermano, luego lo hizo sobre el de Bernardo, cogió su mosquete del caballo, lo alzó en gesto de despedida a los sobrinos y los abandonó allí mismo. Sin embargo, no llegó a dar un par de pasos cuando se volvió y señaló a Caridad.

—¡Me olvidaba! Morena —Caridad notó que se le agarrotaba la garganta—, toma —añadió tras rebuscar en su chaquetilla y extraer un pañuelo de colores que había logrado comprar en la venta de Gaucín después de regatear hasta la extenuación con uno de los buhoneros que seguían a los contrabandistas.

Caridad se acercó y cogió la prenda.

—Dáselo a mi nieta y dile que su abuelo la quiere más que nunca.

Caridad mantuvo la mirada baja, el labio herido quemándole al mordérselo. Creía… creía que… Notó que Melchor la cogía del mentón y le obligaba a alzar la cabeza.

—No te preocupes —trató de tranquilizarla—, no fue culpa tuya. Pero ya puedes empezar a torcer el tabaco. A mi vuelta espero que hayas multiplicado nuestro beneficio.

Caridad permaneció quieta mientras la chaquetilla azul celeste fue desapareciendo en la noche. «A mi vuelta», había dicho. Volvería…

—Morena, ¿vienes o no? —le conminó Tomás.

El grupo ya se había alejado.

Cuando hubo amanecido, Caridad cruzó el puente de barcas acompañada por Bernardo y tres de los sobrinos Vega tirando de los castrados; el tabaco había cruzado el río un par de horas antes, en barca, con Tomás y el más fornido de los muchachos. El pontazguero, igual que muchos de los sevillanos o trianeros que iban y venían, se extrañó al verla tapada con la capa cuando hombres y mujeres procuraban desprenderse de sus ropas, pero ¿qué iba a hacer? La desvergonzada expresión del hombre la devolvió a la realidad. ¿Cómo se vestiría a partir de entonces?, pensó, volviendo a notar el roce de las ropas rasgadas bajo la capa que las escondía. Milagros la ayudaría, seguro. Sonrió, embargada por las ganas de ver a su amiga. Aligeró el paso ante la inminencia del encuentro y el recuerdo de sus conversaciones. Cuántas cosas podría contarle ella ahora. Una vez superado el pontazguero se topó con una Triana que empezaba a bullir. El imponente castillo de la Inquisición quedaba a su derecha.

—¡Morena!

Caridad se detuvo en seco y volvió la cabeza confundida. Habían superado el Altozano y, abstraída como estaba en sus reflexiones, había continuado en línea recta por la calle que llevaba a San Jacinto para desde allí dirigirse al callejón de San Miguel. Sin embargo, los gitanos y Bernardo, con las caballerías, habían vuelto por la calle que rodeaba el castillo, en dirección a la gitanería de la huerta de la Cartuja. Se hallaban distanciados varios pasos entre los que se cruzaba la gente.

—Ve a tu casa si quieres —le gritó uno de los sobrinos—, pero acuérdate de lo que ha dicho el tío Melchor. —El muchacho simuló frotar sus manos, algo separadas entre ellas, como si estuviera torciendo tabaco—. Acércate a la Cartuja para trabajar.

Caridad asintió y contempló embobada cómo los gitanos alzaban sus manos a modo de despedida y reemprendían la marcha. Las gentes pasaron a su lado, y algunos la miraron extrañados por sus vestimentas, igual que en el puente.

—Te vas a asar dentro de esa capa, morena —le soltó un chiquillo que pasó a su lado.

—¡Aparta! —le gritó un carretero a su espalda.

Caridad saltó hacia un lado y buscó refugio junto a la pared de uno de los edificios. «Ve a tu casa», le había dicho el gitano. ¿Tenía casa? Ella no tenía casa… ¿o sí? ¿Acaso no había encaminado sin querer sus pasos hacia el callejón de San Miguel? Allí la esperaba Milagros, allí vivía Melchor. Llevaba meses en aquel callejón, torcía cigarros por las noches, le daban comida y acudía a San Jacinto a rezar a la Candelaria, a visitar a Oyá, a ofrendarle pedacitos de hojas de tabaco, y le habían regalado ropa, y salía con los gitanos, y… y vivía Milagros. Sintió una extraña sensación de gozo que recorrió su cuerpo en forma de placentero cosquilleo. Tenía casa, el gitano lo había dicho, aunque se redujera al mísero espacio que se abría frente a la letrina. Separó la espalda de la pared y se entremezcló con la gente.

José Carmona salió furioso de la herrería nada más enterarse de la llegada de Caridad.

—¿Qué haces aquí, negra? —le gritó en el patio—. ¿Cómo te atreves? ¡Nos has traído la ruina! ¿Y Melchor? ¿Dónde está ese viejo loco?

Caridad no fue capaz de responder a ninguna de aquellas preguntas ni a las que tras ellas le vomitó sin cesar; aunque hubiera querido, no hubiera podido hacerlo: el gitano estaba fuera de sí, con las venas del cuello a punto de reventar, escupiendo cada palabra y zarandeándola.

—¿Por qué llevas una capa oscura en pleno agosto? ¿Qué escondes, negra? ¡Quítatela!

Caridad obedeció. Sus ropas hechas jirones quedaron a la vista en cuanto se quitó la capa.

—¡Dios! ¿Cómo puedes ir así, sucia negra? ¡Vístete! Quítate esa ropa rota antes de que nos detengan a todos y ponte la que traías cuando llegaste.

José se mantuvo en silencio mientras ella se despojaba de sus ropas hasta llegar a mostrarse enteramente desnuda: sus pechos firmes, sus caderas voluptuosas, su estómago plano por encima de un pubis en el que el gitano centró su atención de forma desvergonzada; solo su espalda cruzada por cicatrices rompía el encanto del sensual cuerpo de Caridad, que terminó enfundándose su vieja camisa larga en el patinejo de la letrina. La respiración jadeante del hombre, que había creído percibir al quedar desnuda delante de él, se convirtió en nuevos gritos tan pronto como terminó de cubrirse con su camisa de esclava.

—¡Y ahora fuera de aquí! —le gritó José—. ¡No quiero volver a verte en mi vida!

Se agachó para introducir la ropa rota en su hatillo. ¿Y Milagros? ¿Dónde estaba Milagros? ¿Por qué no acudía en su ayuda? Acuclillada en el suelo, volvió la cabeza hacia José. «¿Y Milagros?», quiso preguntarle, pero las palabras se negaron a surgir de su boca.

—¡Lárgate!

Abandonó el edificio con lágrimas en los ojos. ¿Qué había sucedido? El padre de Milagros siempre la había mirado como lo hacía el capataz en la vega: con desprecio. Quizá si hubiera estado Melchor… Una mueca acudió a sus labios: continuaba siendo una esclava negra, una infeliz que lo único que tenía era un papel que decía que era libre. ¿Cómo podía haber llegado a ilusionarse con algún lugar parecido a una casa? Con aquellos pensamientos dejó atrás el humo y el repiqueteo de los martillos sobre los yunques que inundaban el callejón.

«Acércate a la Cartuja a trabajar», recordó que le había dicho uno de los gitanos. ¿Por qué no? Además, los Vega le darían noticias de Milagros.

Tras la muerte de Alejandro, Milagros fue arrastrada hasta la casa en la que se celebraba la fiesta. No quería ir, pero los Vargas tiraban de ella, ciegos, ofuscados, corriendo por las calles de Triana como si tuvieran que salvarse de un monstruo que les perseguía. Procuró librarse de sus manos y de sus empujones, quería pensar, necesitaba centrarse, pero todo intento fue sofocado por la premura y los gritos que rompían la noche. ¡Lo han asesinado! ¡Ha muerto! ¡Han matado a Alejandro!

Y con cada grito aceleraba el paso, y corría sin desearlo, tanto como los Vargas, tropezando, levantándose con la apresurada ayuda de alguno de ellos, tartamudeando, quejándose, siempre con la imagen del cadáver sanguinolento de Alejandro pisándole los talones.

La fiesta no había terminado, pero se hallaba ya en su ocaso. Cuando los muchachos irrumpieron en la casa, los condes y sus invitados habían abandonado sus sillas y paseaban por el jardín charlando con los gitanos; las guitarras sonaban tenues, como si se despidieran; nadie bailaba ni cantaba.

—¡Lo han matado!

—¡Le han disparado!

Milagros, detrás de los dos Vargas, jadeante, con el corazón a punto de reventar, cerró los ojos al escuchar aquellos desgarradores anuncios y los mantuvo prietos, escondidos tras la mano con la que se tapó el rostro, cuando todos los gitanos, hombres, mujeres y niños, se apiñaron a su alrededor.

Preguntas y respuestas, todas precipitadas, todas apremiantes, se confundieron entre ellas.

¿Quién? ¡Alejandro! ¿Alejandro? ¿Cómo? ¿Quién ha sido? Uno de los alfareros. ¿Muerto? Un aullido estremecedor se alzó por encima de las demás voces. «¿Su madre?», se preguntó Milagros. Los condes y sus invitados, tras escuchar las primeras palabras, se apresuraron a abandonar la casa. Los muchachos se esforzaban por responder a las mil preguntas que les llovían. Los chillidos de las mujeres asolaron Triana entera. Milagros no necesitó verlas: se tiraban de los cabellos hasta arrancarse mechones, se arañaban y se rasgaban las camisas, gritaban al cielo con los rostros contraídos en muecas indefinibles, pero mientras tanto los hombres continuaban con su interrogatorio y ella sabía que en algún momento…

—¿Por qué? ¿Por qué fuisteis al barrio de los alfareros? —preguntó uno de ellos.

—Te dije que no lo hicieras.

La recriminación de su madre, susurrada en su oído con aliento gélido le impidió escuchar la contestación, no así las siguientes preguntas:

—¿Milagros? ¿La nieta del Galeote?

—¿Por qué?

Milagros reprimió una arcada.

—¡Abre los ojos! —masculló su madre al tiempo que le propinaba un codazo en las costillas—. ¡Afronta lo que has hecho!

La muchacha descubrió su rostro para encontrarse con que se había convertido en el centro de las miradas, la de su padre entre ellas: fija, seria, hiriente.

—¿Por qué os llevó Milagros hasta los alfareros?

—Para ajustar cuentas con uno que había forzado a una mujer —contestó el mayor de los Vargas.

Incluso algunas de las mujeres que chillaban histéricas callaron de repente. ¿Una gitana violada? Aquella era la mayor de las afrentas que podían hacerles los payos. El muchacho que había contestado intuyó el malentendido que podían haber provocado sus palabras.

—No…, no se trataba de una gitana —aclaró.

Las preguntas volvieron a atropellarse. ¿Por qué? ¿Qué os podía importar si no era gitana? ¿Qué esperabais conseguir unos muchachos inexpertos? Varios de ellos, sin embargo, coincidieron en la misma cuestión.

—¿Qué mujer?

—La negra del abuelo Vega.

Milagros se sintió desfallecer. El silencio con que los gitanos acogieron la revelación se prolongó durante unos segundos en los que vio a su padre dirigirse hacia ella.

—¡Idiota caprichosa! —la insultó mostrándole unos ojos inyectados en sangre—. No eres capaz de imaginar las consecuencias de lo que has hecho.

A partir de ahí, los gitanos discutieron acaloradamente entre ellos, pero no por mucho tiempo: al cabo de unos minutos, varios de los Vargas salieron clamando venganza con las navajas ya en sus manos y acompañados por el mayor de los muchachos.

No encontraron al alfarero ni a su hijo; habían huido dejando atrás el taller abierto, frente a cuyas puertas, en un gran charco de sangre, se encontraba todavía el cadáver destrozado de Alejandro. Un par de gitanos registraron el edificio, otros tantos cogieron el cuerpo del muchacho y se encaminaron hacia el callejón de San Miguel, y el resto permaneció a pie de calle, frente a las atemorizadas miradas que provenían del resto de las casas.

Alguien entregó una tea encendida al padre de Alejandro, que entró en el taller y la lanzó sobre la leña seca que estaba preparada para unos hornos que ya no volverían a trabajar. El fuego no tardó en prender.

—¡Decidle a ese hijo de puta asesino de niños —gritó después desde el medio de la calle, diabólicamente iluminado por las lenguas de fuego que empezaban a elevarse del edificio— que no hay lugar en España en el que pueda esconderse de la venganza de los Vargas!

En cuanto los gitanos se retiraron, los alfareros se lanzaron a la calle con todo tipo de cubos y recipientes para dominar el incendio que amenazaba con propagarse a las casas colindantes; ningún alcalde, ningún justicia, ninguna ronda compareció esa noche en el barrio.

Rafael García, el Conde, sentado en una silla más alta que las de los demás miembros, en círculo a su alrededor, presidía el consejo de ancianos encargado de tratar de la muerte de Alejandro. Entre el trasiego de testigos y denunciantes que desfilaban ante la justicia gitana, el Conde paseó la mirada por el patio del corral de vecinos rebosante de gitanos pese a los hierros retorcidos que se acumulaban en él; luego la alzó hacia los pisos superiores, en cuyas barandillas, ropa tendida y tiestos de flores marchitas por delante, se acodaban otros tantos que seguían el juicio desde los pasillos corridos que se abrían al patio. Aquel era el tribunal gitano, el único que debía juzgar a sus miembros según la ley gitana. Rafael García, como representante de la comunidad, se había visto obligado a discutir con alcaides y justicias acerca de la muerte de Alejandro. El alfarero y su hijo habían huido. Los gitanos lo habían sentenciado a muerte, y la orden de ejecutarlo si alguno de ellos se topaba con él se había propagado por las diversas familias. Sin embargo, los rumores del suceso también se propagaron por Triana, y el Conde tuvo que bregar con las autoridades hasta conseguir que olvidaran el asunto; ningún payo había denunciado el altercado.

Frente al consejo de ancianos, los miembros de la familia de los Vargas atacaron sin piedad a Milagros. No tenía que haber puesto en riesgo la vida de un muchacho gitano por una simple negra, la acusaron; había tratado de aprovecharse del pueblo gitano en beneficio de una paya, gritaron; no había pedido permiso a sus mayores para vengarse. ¿Y si Alejandro hubiera matado al alfarero? ¡Todos los gitanos lo habrían sufrido!

Los Carmona no encontraron argumentos para defenderla. A falta de la presencia de Melchor y de Tomás, este último de contrabando, los Vega designaron al tío Basilio, que trató de convencer a los ancianos, aunque su discurso fue decayendo en un titubeo al comprender la poca influencia que tenían los gitanos de la huerta de la Cartuja en un consejo dominado por los herreros. Los miembros de las demás familias apoyaron a los Vargas. El padre de la muchacha, en pie tras los ancianos como muchos otros hombres, presenció con serenidad un juicio que se extendió a lo largo de una tarde inacabable; la madre, incapaz de someterse a tal prueba, esperaba junto a otras mujeres de su familia, en el callejón de San Miguel, a la puerta del corral de vecinos en el que vivía el Conde y en cuyo patio se celebraba el consejo. Ana aguantó el paso de las horas con el rostro tenso y contraído, procurando esconder sus verdaderos sentimientos. Milagros permanecía confinada en su casa.

Rafael García escuchaba la opinión de quien debía de ser el último de los testigos, y lo hacía arrellanado en su silla, dibujando de vez en cuando una media sonrisa en sus labios. La nieta de Melchor, lo que el viejo más quería en el mundo. El Galeote no podría culparle. Todas las familias coincidían: ni siquiera sería él quien tendría que proponer una pena; la expulsarían, sin lugar a dudas, y con ella…

Un revuelo en la entrada que daba al patio donde se hallaban reunidos interrumpió sus pensamientos. El hombre que estaba hablando calló. La atención se centró en los dos muchachos que hacían guardia a modo de ordenanzas y que trataban de interponerse al paso de curiosos.

—¿Qué sucede? —gritó el Conde.

—La vieja María Vega, la curandera —aclaró uno de los gitanos más cercanos a la puerta—. Quiere entrar.

El Conde interrogó a los demás ancianos con la mirada. Un par de ellos contestaron con gestos de impotencia, otro incluso de temor.

—Decidle que las mujeres no pueden intervenir… —empezó a ordenar Rafael García.

Pero la vieja, enjuta y seca, ataviada con su delantal de colores, había logrado apartar a los muchachos y se hallaba ya en el interior del patio. Detrás de ella, en la puerta, la madre de Milagros asomó la cabeza.

—Rafael García —clamó la gitana interrumpiendo al Conde—, ¿qué ley de los gitanos dice que las mujeres no pueden intervenir en el consejo?

—Siempre ha sido así —replicó este.

—Mientes —la anciana arrastró la voz—. Cada vez os parecéis más a los payos con los que convivís, con los que comerciáis y cuyos dineros aceptáis sin inconveniente. ¡Recordadlo todos! —gritó recorriendo parte del patio con uno de sus dedos medio estirado, anquilosado, en forma de garfio—. Las gitanas no somos como las mujeres de los payos, sumisas y obedientes; tampoco os gustaríamos entonces, ¿no es cierto? —Entre los hombres se produjeron algunos signos de asentimiento—. En los tiempos, desde que vinimos de Egipto, las mujeres gitanas han tenido voz en los asuntos del consejo, eso me contó mi madre que se lo había contado la suya, pero vosotros…, tú, Rafael García —añadió señalando al Conde con su dedo—, que actúas movido por el rencor, a ti te acuso de olvidar la tradición y la ley. ¿Cuántos habéis acudido a mí para que os cure, a vosotros o a vuestras mujeres o hijos? ¡Yo curo, tengo ese poder! Aquel que esté dispuesto a negarme la palabra ante el consejo, que lo diga.

Un rumor corrió entre los presentes. La vieja María Vega era respetada entre los gitanos. Sí, podía curar y lo hacía; todos lo sabían, todos habían buscado su ayuda. Conocía la tierra, las plantas, los árboles y los animales, las piedras, el agua y el fuego, y allí estaba: retando a los patriarcas de las familias. Los gitanos no creían en el Dios cristiano, ni en sus santos, ni en sus vírgenes ni en sus mártires, sino en su propio Dios: «Devel». Pero Devel tampoco era el Creador. La madre de todos los gitanos, anterior incluso a la propia existencia divina, era la Tierra. La Tierra: ¡mujer! La Tierra era la madre divina. Los gitanos creían en la naturaleza y en su poder, y en las curanderas y las brujas, mujeres siempre, como la tierra, en calidad de intermediarias entre el mundo de los hombres y aquel otro superior y maravilloso.

—Habla, vieja —se oyó entre los reunidos.

—Te escuchamos.

—Sí. Di lo que tengas que decir.

María frunció el ceño hacia Rafael García.

—Habla —cedió este.

—Lo que ha hecho esa niña —empezó a decir— no es más que culpa vuestra.

Los gitanos se quejaron, pero ella continuó sin hacerles caso.

—Tuya, José Carmona —añadió señalándole—, y tuya, Ana Vega —se volvió sabiendo que la madre se hallaba a su espalda—, de todos vosotros. Os habéis asentado y trabajáis como los payos, hasta os casáis por la Iglesia y bautizáis a vuestros hijos para conseguir su aprobación. ¡Algunos incluso acudís a misa! Ya pocos de vosotros, herreros de Triana, recorréis los caminos y vivís la naturaleza como siempre hicieron nuestros antepasados, como es propio de nuestra raza, comiendo de lo que naturalmente produce la tierra, bebiendo el agua de los pozos y los arroyos y durmiendo bajo el cielo con una libertad que ha sido nuestra única ley. Y con ello estáis criando niños débiles, irresponsables, igual que los de los payos, niños que ignoran la ley gitana, no porque no la conozcan, sino porque ni la viven ni la sienten.

La vieja María hizo una pausa. El silencio en el patio era absoluto. Uno de los ancianos del consejo trató de defenderse.

—¿Y qué podríamos hacer, María? La justicia detiene a quienes hacen los caminos, a quienes visten nuestros trajes y viven como lo hacían esos antepasados de los que hablas. Bien sabes que por haber nacido gitanos se nos considera gente de mal vivir. Hace solo tres años tuvimos que abandonar Triana por un bando del asistente de Sevilla que nos declaraba bandidos. ¡Tres años! ¿Quién de los aquí presentes no lo recuerda? Tuvimos que huir a los campos o refugiarnos en sagrado. ¿Os acordáis? —Un murmullo de asentimiento surgió entre los hombres—. Nos amenazaron con matar a los que poseyeran armas y con seis años de galeras y doscientos azotes a los demás…

—¿Y acaso no volvimos todos? —le interrumpió la vieja María—. ¿Qué nos han importado a nosotros las leyes de los payos? ¿Cuándo nos han afectado? Siempre las hemos sorteado. ¡Son millares los que siguen viviendo como gitanos! Y todos lo sabéis y los conocéis. Si los de Triana queréis plegaros a las leyes del rey, hacedlo, pero muchos otros no lo hacen ni lo harán nunca. Eso es precisamente lo que os digo: vivís como payos. No culpéis a los niños de las consecuencias de vuestra… —todos supieron cuál iba a ser la palabra que iba a utilizar la vieja, todos temieron oírla— cobardía.

—¡Cuida tu lengua! —le advirtió el Conde.

—¿Quién me va a prohibir hablar? ¿Tú?

Ambos se desafiaron con la mirada.

—¿Qué es lo que propones para la muchacha? —inquirió otro de los ancianos del consejo rompiendo una más de las atávicas rencillas entre los Vega y los García—. ¿Qué pretendes? ¿Has pedido la palabra solo para insultarnos?

—Me llevaré a la niña a la huerta de la Cartuja para hacer de ella una gitana que conozca los secretos de la naturaleza. Ya soy vieja y necesito… todos necesitáis quien me suceda.

—Elige a otra mujer —intervino el Conde.

—Elijo a quien deseo, Rafael García. Mi abuela, una Vega, enseñó a mi madre, otra Vega, y yo, Vega, sin hijas, quiero transmitir mis conocimientos a quien lleva sangre de los Vega. La niña abandonará el callejón de San Miguel hasta que algún día vosotros mismos requiráis su presencia…, y lo haréis, os lo aseguro. Con eso, el consejo y los Vargas tienen que darse por satisfechos. Si no es así, que ninguno de vosotros cuente de nuevo conmigo.

—¡Te lo prohíbo! —se había opuesto Ana cuando Milagros, después de ver llegar a sus primos Vega con las caballerías, les preguntó por su abuelo y por Caridad, temió por ella y decidió ir en su busca. La historia del robo a manos del Gordo, así como la partida de Melchor, hizo que Milagros temiera por su amiga.

—Padre la matará si no está el abuelo —se quejó Milagros.

—No es asunto tuyo —le contestó la otra.

La muchacha apretó los puños y la sangre acudió a borbotones a su rostro. Madre e hija se retaron con la mirada.

—Sí que es asunto mío —masculló.

—¿No hemos sufrido ya bastante a causa de esa negra?

—Cachita no tuvo la culpa —arguyó Milagros—. Ella no hizo nada, no…

—Deja que sea tu padre quien decida eso —sentenció su madre.

—No.

—Milagros.

—No. —El brillo de sus ojos gitanos indicaba que no daría su brazo a torcer fácilmente.

—No me discutas.

—Iré al callejón…

Entonces fue cuando su madre se lo prohibió con un grito que resonó en la gitanería de la huerta de la Cartuja, donde ambas se encontraban, pese a lo cual, la muchacha insistió con terquedad.

—Voy a ir, madre.

—No lo harás —ordenó Ana.

—Lo haré…

No llegó a terminar la frase: su madre le cruzó la cara de una bofetada. Milagros trató de aguantar el llanto, pero fue incapaz de reprimir el temblor de su mentón. Antes de estallar, escapó en dirección a Triana. Ana ya no hizo nada para impedírselo. Se había vaciado después del arrebato; era mucha la tensión vivida desde la muerte de Alejandro. Con los brazos colgando a sus costados, sintiendo en todo su cuerpo el dolor de la bofetada que había dado a su hija, la dejó irse.

Caridad reconoció a Milagros desde lejos, en el camino que llevaba a la gitanería de la huerta de la Cartuja, cerca de donde la había encontrado Melchor la noche en que el alfarero la expulsó a patadas de su taller. Andaba descalza y volvía a vestir como una esclava, con su grisácea camisa de bayeta y su sombrero de paja. En el hatillo portaba el resto de sus escasas pertenencias, incluidas las desastradas ropas coloradas.

A Milagros tampoco le costó reconocer a su amiga incluso con los ojos anegados en lágrimas. Dudó; esperaba encontrarla vestida con su llamativa ropa roja, pero la duda se disipó al instante: no existía en Triana, en Sevilla entera, una mujer negra tan negra como aquella que avanzaba parsimoniosa hacia ella.

La muchacha se limpió las lágrimas con el antebrazo y luego se tocó la mejilla. Todavía le ardía debido a la bofetada que le había propinado su madre.

Milagros y Caridad se miraron en la distancia sin saber cómo reaccionar: una nunca había tenido nadie a quien buscar; la otra, lejos de la ira de las disputas con su madre, vacilaba entre aquellos dos cariños, como si uno traicionase al otro. Al final fue Milagros quien tomó la iniciativa y se lanzó a la carrera. Caridad la vio acercarse, sus abalorios de plata al aire lanzando miles de reflejos al sol, y se detuvo, dejó caer al suelo su hatillo y, absurdamente, se quitó su sombrero de paja.

Milagros se lanzó a sus brazos. Caridad esperaba… deseaba… necesitaba una explosión de alegría y afecto, sin embargo, entre los sollozos y balbuceos de la muchacha, percibió que la gitana se refugiaba en ella buscando ayuda y comprensión.

En el camino que llevaba de Triana a la gitanería de la huerta de la Cartuja, Caridad se dejó abrazar. Milagros hundió la cabeza entre sus pechos y estalló en un llanto desconsolado, como si hasta entonces hubiera reprimido sus sentimientos, sin nadie en quien volcar su dolor y su desgracia.

Caridad había conseguido tranquilizar un tanto a la muchacha y las dos permanecían sentadas a la vera del camino, entre los naranjos, pegadas la una a la otra. Escuchó el entrecortado relato de Milagros desde el momento de la fiesta con los condes.

—Virgen Santísima —murmuró Caridad en el momento en que la muchacha le contó su petición de venganza al gitano.

—¡Merecía un escarmiento! —exclamó Milagros.

—Pero… —trató de rebatir ella.

La gitana no le permitió continuar.

—Sí, Cachita, sí —insistió entre gemidos—, te violó, te prostituyó y nadie estaba dispuesto a hacer nada por ti.

—¿Lo mataron por mí?

La pregunta surgió rota de la garganta de Caridad en cuanto Milagros citó el disparo que había acabado con la vida del gitano.

—Tú no tienes la culpa, Cachita.

«No es culpa tuya», esas habían sido las palabras con las que se había despedido Melchor aquella misma noche. En la vega, los errores se atajaban a latigazos, y luego a trabajar. Pero ahora la asaltaban sensaciones desconocidas: por su causa, Melchor había partido en busca de venganza; por su causa, Milagros también había reclamado venganza. ¡Venganza! ¡Qué cerca estaba de los gitanos aquella palabra!

—Pero todo ha sido por mí —interrumpió a Milagros cuando esta ya le relataba lo sucedido en el consejo de ancianos.

—Y por mí, Cachita, también por mí. Eres mi amiga. ¡Tenía que hacerlo! No podía… no hacía más que pensar en lo que te había hecho aquel hombre. Siento tu dolor como si fuera mío.

¿Su dolor? El único dolor que padecía en aquel momento era el de que Melchor se hubiera marchado, que ya no estuviera con ella. Las noches en el cuartucho del patinejo, torciendo tabaco y canturreando mientras él permanecía en silencio a su espalda acudieron como un fogonazo a su recuerdo. Milagros continuaba hablando de Rafael García, de los ancianos y de una curandera. ¿Debía interrumpirla y contárselo? ¿Debía confesarle que se le encogía el estómago al solo pensamiento de que Melchor pudiera resultar herido al enfrentarse a aquel contrabandista? Perdió el hilo de la conversación ante la imagen del Gordo y sus lugartenientes sentados a la mesa de la venta de Gaucín, brutales todos ellos, mientras Melchor… ¡Había partido solo! ¿Cómo podría…?

—¿Estás bien? —preguntó Milagros ante el temblor que notó en el cuerpo de Caridad.

—Sí… no. Ha muerto Alejandro.

—Al final se comportó como un verdadero gitano: valiente y temerario. Si lo hubieras visto aporreando la puerta del alfarero… ¡Y lo hizo por nosotras! —Milagros dejó transcurrir los segundos—. ¿Tú crees que me amaba? —planteó de repente.

Caridad se vio sorprendida por la pregunta.

—Sí… —titubeó.

—A veces siento su presencia.

—Los muertos siempre están con nosotros —murmuró entonces Caridad como si recitase algo que tenía aprendido—. Debes tratarle bien —continuó, recitando lo que se decía en Cuba de los espíritus—. Son antojadizos y si se enfadan pueden resultar peligrosos. Si quieres alejarlo, por la noche puedes encender una hoguera delante de la puerta de tu casa. El fuego los asusta, pero no debes quemarlo, solo rogarle que se vaya.

—¿La noche? —se interrogó la muchacha como sorprendida. Luego levantó la vista al cielo, en busca del sol—. La noche no importa, lo malo es al mediodía.

Caridad la miró extrañada.

—¿El mediodía?

—Sí. Los muertos aparecen justo al mediodía, ¿no lo sabías?

—No.

—El mediodía —explicó Milagros—, cuando las sombras desaparecen y el sol salta de levante a poniente es un tiempo que no existe, un instante en el que todo pertenece a los muertos: los caminos, los árboles…

Caridad sintió un escalofrío y alzó la vista al sol.

—¡No te preocupes! —trató de tranquilizarla Milagros—. Creo que me amaba. No me hará ningún daño.

La muchacha se interrumpió al comprobar que su amiga continuaba mirando al sol, calculando cuánto restaba para que las sombras desapareciesen; su respiración se había acelerado y había echado mano al imán que todavía colgaba de su cuello.

—Vamos a la gitanería —decidió entonces.

Caridad se levantó como impulsada por un resorte, atemorizada porque en España los fantasmas también aparecieran al mediodía.

Ni siquiera había transcurrido un minuto, mientras Caridad apretaba el paso, cuando Milagros giró la cabeza hacia su compañera: no sabía qué había sido de ella durante todo ese tiempo; no le había dado la menor oportunidad de hablar, de explicar su periplo con el abuelo.

—¿Y tú por qué venías a la gitanería? —preguntó.

—Tu padre me ha echado del corral.

Milagros imaginó la escena, entornó los ojos y negó con la cabeza. Y todavía quedaba su madre. ¿Qué diría cuando la viera aparecer en la gitanería? Ana iba allí con frecuencia, mucha más de lo que cabía esperar en una mujer casada; incluso alguna noche dormía con María y con ella en la choza de la curandera. Tras la muerte de Alejandro y la sentencia que dejaba a la muchacha al cuidado de la curandera, las relaciones de Ana con su marido parecían haber tomado un camino sin retorno: para él, el capricho de Melchor con aquella mujer negra había arruinado definitivamente su vida. No. A su madre no le gustaría la presencia de Caridad. No la admitiría. Milagros temió su reacción.

—¿Y tus vestidos nuevos? —se interesó tratando de alejar de sí el agobio que la había asaltado de repente.

Pese a sus recelos por la llegada del sol a lo más alto, pese a sus prisas, Caridad se detuvo en el camino, rebuscó en su hatillo y extrajo la camisa rasgada, que mostró a la muchacha extendiéndola ante ella con los brazos en alto.

Rodeadas de fértiles huertas y naranjos, Milagros no alcanzó a ver la cabeza ni el torso de Caridad, ocultos tras la camisa que sostenía frente a ella. Lo que sí vio fueron los desgarros en la prenda. Un incontrolable y tierno estremecimiento la asaltó al percibir la ingenuidad de aquella mujer que le enseñaba sus ropas rotas.

—¿Qué… qué ha sucedido? —preguntó tras carraspear en un par de ocasiones.

No le permitió contestar. Ya se había enterado de cómo se las había arreglado el Gordo para robarles a los Vega aquellas dos corachas de tabaco y de que Melchor había partido en busca de venganza.

—Ya las arreglaremos, Cachita. Seguro que sí.

Cuando iban a reemprender el camino, Caridad, al introducir con delicadeza la camisa en su hatillo, topó con el pañuelo que el gitano le había entregado para su nieta.

—Espera. Esto me lo ha dado Melchor para ti.

Milagros contempló el largo pañuelo de colores con cariño y lo estrujó entre sus manos.

—Abuelo —susurró—. Es el único que me quiere. Tú también, claro, bueno, supongo —añadió azorada.

Pero Caridad no la escuchaba. ¿La querría también a ella el gitano?