Tomás Vega se había alistado en la partida de gitanos que comandaba su hermano Melchor y que se dirigía a las costas cercanas a Málaga para recibir el tabaco de Gibraltar. Ambos abrían la marcha mientras charlaban con aparente despreocupación, no obstante tener todos los sentidos alerta al mínimo indicio que pudiera revelar rondas de soldados o miembros de la Santa Hermandad; tras ellos iban cuatro jóvenes de la familia Vega que tiraban del ronzal de otros tantos caballos aprestados con aparejos redondos para la carga: albardas, cinchas de tarabita y petrales; el rey había prohibido que se trajinase con caballos —solo podía hacerse con borricos, mulas o machos con cencerros—, pero había eximido a Sevilla de esa prohibición. Los jóvenes bromeaban y reían, como si la presencia de sus tíos garantizara su seguridad. Cerraba la comitiva Caridad, caminando empapada en sudor bajo la capa y el sombrero oscuros, permanentemente preocupada por no revelar una sola punta de su vestido colorado, tal y como le había advertido Melchor antes de partir. «Debe de ser el color rojo», pensó la mujer, porque los gitanos se movían sin problemas con sus trajes de colores. Andaba incómoda con las viejas abarcas de fina suela de cuero que le había procurado Melchor en la gitanería de la huerta de la Cartuja; nunca antes había protegido sus pies. Llevaban cuatro días de camino y se habían internado ya en la serranía de Ronda. En la primera jornada, durante un descanso, Caridad había desatado las correas de cuero que unían las suelas a sus tobillos para que no los rozaran. Melchor, sentado sobre una gran piedra al lado del camino, la observó y se encogió de hombros cuando sus miradas se cruzaron, como si le autorizase a prescindir de ellas. Luego bebió un buen trago de vino de la bota que llevaban.
La actitud del gitano no varió cuando al día siguiente, tras pasar la noche al raso, Caridad rectificó y se ató las abarcas antes de partir. Sabía andar descalza. En Cuba, sobre todo después de la zafra del azúcar, estaba pendiente de no clavarse alguno de los afilados cortes de las cañas que quedaban escondidos, pero aquellos caminos sevillanos nada tenían que ver con los de las vegas y el campo cubano: estos eran pedregosos, secos, polvorientos y hasta quemaban en la canícula andaluza, tanto que parecía que pocas personas tuvieran excesivo interés en transitar por ellos, y el viaje se efectuó sin contratiempo alguno.
Pese a que Melchor los guió por escabrosos senderos de cabras, el ascenso a la sierra les procuró algo de frescor, si bien lo más importante fue que los dos hermanos Vega se permitieron relajar la tensión del campo. En el camino, un encuentro con las autoridades hubiera supuesto la confiscación de armas, caballerías y su seguro encarcelamiento, pero las sierras eran suyas; eran territorio de contrabandistas, bandoleros, delincuentes y todo tipo de huidos de la justicia. Allí los gitanos se movían con soltura.
—¡Morena! —gritó Melchor mientras ascendían en fila en la espesura, sin siquiera volverse hacia ella—, ya puedes descubrir tus colores, a ver si así nos espantas a los bichos.
Los demás rieron. Caridad aprovechó para deshacerse de la capa y el sombrero y respiró con fuerza.
—Yo no dejaría que la negra fuera mostrando ese prodigio de carnes prietas —comentó Tomás a su hermano—, o tendremos problemas con los demás hombres.
—En Gaucín la taparemos otra vez.
Tomás negó con la cabeza.
—Ya puedes empeñarte en taparla que hasta un ciego la vería.
—Buen despertar sería ese —bromeó el hermano.
—Los hombres se le echarán encima. Sabrá de tabaco, pero ¿tan importante era traerla?
Melchor guardó silencio unos instantes.
—Canta bien —se limitó a decir al cabo.
Tomás no replicó y continuaron el ascenso, sin embargo Melchor le oyó renegar por lo bajo.
—¡Morena, canta! —gritó entonces.
«¡Canta, negro!», recordó Caridad. Era el grito de los capataces en los trapiches antes de hacer restallar el látigo sobre sus espaldas. «Mientras un negro canta, no piensa», había oído decir a los blancos en numerosas ocasiones, y los esclavos siempre cantaban: lo hacían en los cañaverales y en los ingenios a instancias de los capataces, pero también cuando pretendían comunicarse entre ellos o cuando querían quejarse al amo; lo hacían para expresar su tristeza o sus escasas alegrías; lo hacían hasta cuando no tenían que trabajar.
Caridad entonó un canto monótono, profundo, ronco y repetitivo que se confundió con el repiqueteo de los cascos de las caballerías sobre las piedras y que llegó a calar en el espíritu de los gitanos.
Tomás asintió al notar que sus piernas trataban de acostumbrar el paso al ritmo de aquel son africano. Uno de los jóvenes se volvió hacia ella con expresión de sorpresa.
«Canta, morena», pensaba mientras tanto Caridad. No era la misma orden que la de los capataces allá en Cuba. El gitano parecía disfrutar con su voz. Aquellas noches en que iba a dormir al corral de vecinos y se encontraba a Caridad trabajando el tabaco sobre el tablero, se dejaba caer en su jergón después de quitarse la ropa y le pedía que lo hiciese. «Canta, morena», le susurraba. Y sin dejar de trabajar a la luz de las velas, de cortar las hojas de tabaco o de enrollarlas unas sobre otras, Caridad cantaba con Melchor tumbado a su espalda. Nunca se había atrevido a volver la cabeza, ni siquiera cuando los ronquidos o la respiración pausada del hombre le indicaban que dormía. ¿Qué debía de pensar aquel gitano al escucharla? Melchor no la interrumpía, no canturreaba con ella; solo permanecía atento, quieto, mecido por el triste arrullo de Caridad. Tampoco la había tocado, nunca, aunque en algunas ocasiones ella hubiera percibido algo parecido a aquella lascivia con la que otros muchos permitían que sus ojos corrieran por su cuerpo. ¿Le hubiera gustado que lo hiciera, que la tocase, que terminara montándola? «No», se contestaba. Se hubiera convertido en uno más, porque ahora era el primer hombre al que conocía, con el que trataba, que no le había puesto una mano encima. Durante toda su vida, desde que la arrancaron de su tierra y su familia, Caridad había trabajado con el tabaco, y sin embargo en esas noches en que lo hacía con Melchor tumbado a su espalda, el aroma de la planta cobraba unos matices que nunca antes había percibido; entonces, escuchándose a sí misma y observando cómo sus largos dedos manejaban las delicadas hojas, Caridad descubría unos sentimientos que jamás habían aflorado en ella, y respiraba con fuerza. A veces incluso tenía que detener sus labores hasta que las manos dejaban de temblarle, agredida por la ansiedad ante unas sensaciones que era incapaz de reconocer y entender.
—Libertad —afirmó un día Milagros tras unos instantes de reflexión después de que Caridad le contase—. Eso se llama libertad, Cachita —reiteró con una seriedad impropia en la muchacha.
—Mira, morena, aquella es la tierra en la que naciste: África.
Caridad oteó el horizonte, hacia donde señalaba Melchor, y vislumbró una difusa línea más allá del mar. Volvía a cubrirse con la capa y con el chambergo calado hasta las orejas; sin embargo, el gitano, a su lado, relucía al sol en su chaquetilla de seda azul celeste y sus calzones ribeteados en plata. En su mano derecha sostenía un mosquete de chispa que había extraído de las alforjas de uno de los caballos tan pronto como arribaron a Gaucín después de tres días de marcha por senderos y cañadas intransitables.
—Y ese peñón de allí, junto al mar —indicó Melchor con el cañón de la escopeta, dirigiéndose a todos—, es Gibraltar.
La villa señorial de Gaucín, enclavada en el camino real de Gibraltar a Ronda, constituía un enclave importante de la serranía. Contaba con cerca de mil habitantes, y por encima de ella, en un risco de difícil acceso, se elevaba el castillo del Águila. Los gitanos y Caridad se deleitaron unos momentos en las vistas, hasta que Melchor dio orden de dirigirse a la venta de Gaucín, distante una legua de la población, a la vera del camino: una construcción de un solo piso levantada en un descampado y provista de cuadras y pajares.
Era mediodía, y el aroma a cabrito asado les recordó el tiempo que llevaban sin comer; una larga columna de humo ascendía a través de la chimenea de un gran horno cuya bóveda sobresalía de una de las paredes del edificio. Un par de mocosos corrieron desde las cuadras para hacerse cargo de los caballos. Los sobrinos agarraron sus pertenencias, entregaron los caballos a los niños y se apresuraron tras los pasos de Melchor, Tomás y Caridad, que ya cruzaban la puerta de la venta.
—¡Empezaba a temer que os hubiesen detenido en el camino! —se oyó gritar desde una de las toscas mesas.
La luz entraba a raudales en la venta. Melchor reconoció a Bernardo, su compañero de galeras, sentado frente a un buen plato de carne, pan y una frasca de vino.
—Hacía tiempo que no te veía por aquí, Melchor —le saludó el ventero, tendiendo una mano que el gitano apretó con fuerza—. Me comentaron que preferías trabajar en la raya de Portugal.
Antes de contestar, el gitano echó un vistazo al interior de la venta: solo otras dos mesas estaban ocupadas, ambas por varios hombres que comían con las armas encima de ellas, siempre a mano: contrabandistas. Algunos saludaron a Melchor con un gesto de la cabeza, otros escrutaron a Caridad.
—¡Con Dios, señores! —saludó el gitano. Luego se volvió hacia el ventero, que también examinaba a la mujer—. Se trabaja donde se puede, José —alzó la voz para llamar su atención—. Ayer fue con los portugueses, hoy con los ingleses. ¿La familia bien?
—Creciendo. —El ventero señaló a una mujer y dos muchachas que se afanaban frente al gran horno de leña.
Los gitanos, Caridad y el ventero se encaminaron hacia la larga mesa en la que les esperaba Bernardo.
—¿Ya llegan? —preguntó Melchor ante el trajín que se llevaban las mujeres en el horno y el escaso público que había para dar cuenta de todo lo que asaban en él.
—Se les ha visto pasar por Algatocín hace poco —contestó José—. A una legua de camino. No tardarán en llegar. Aprovechad para comer y beber antes de que todo esto se ponga patas arriba.
—¿Cuántos son?
—Más de un centenar.
El gitano frunció el ceño. Se trataba de una partida importante. En pie todavía, junto a la mesa, interrogó con la mirada a Bernardo.
—Ya te dije que habían arribado varios barcos al peñón —se explicó este dando la vuelta a la pata de cabrito que sostenía, como si no le concediera importancia alguna—. Hay mucha mercancía. No te preocupes, nuestra parte está asegurada.
Antes de tomar asiento, mirando hacia la puerta de entrada, Melchor dejó el mosquete sobre la mesa, cruzado cuan largo era, con un golpe que quizá fue más fuerte de lo debido, como si quisiera dar a entender que lo único capaz de garantizar su negocio eran las armas.
—Siéntate a mi lado, morena —indicó a Caridad al tiempo que golpeaba el banco que rodeaba la mesa.
El ventero, curioso, dirigió el mentón hacia la mujer.
—Es mi negra —declaró el gitano—. Ocúpate de que todo el mundo lo sepa y tráenos de comer. Tú —añadió hacia Caridad—, ya lo has oído: aquí eres mi negra, me perteneces. —Caridad asintió recordando las palabras de Milagros: «No te separes del abuelo». Notaba la tensión en los gitanos—. Procura seguir bien tapada, aunque el sombrero te lo puedes quitar. Y los demás… —En ese momento el gitano sonrió a Bernardo y se sirvió un vaso de vino a rebosar del que casi dio cuenta de un solo trago—. ¡Los demás, atentos con el vino! —advirtió limpiándose los labios con el dorso de la mano—. Os quiero bien despiertos cuando lleguen los de Encinas Reales.
Encinas Reales, Cuevas Altas y Cuevas Bajas eran tres pequeñas poblaciones cercanas entre sí y enclavadas en viejas tierras de frontera, junto al río Genil, a unas treinta leguas de distancia de Gaucín. Los tres lugares se habían convertido en refugio de contrabandistas que actuaban con total impunidad. La gran mayoría de sus habitantes se dedicaban a ese negocio, principalmente con tabaco y, los que no, los encubrían o se lucraban. En los pueblos, mujeres y eclesiásticos colaboraban en el negocio, y las autoridades, por más que lo intentaban, no conseguían imponer el orden en unos enclaves de hombres duros, violentos y curtidos entre los que imperaba la ley del silencio y la de la protección mutua. Las gentes de los tres lugares organizaban constantes partidas, en ocasiones a Portugal, por la ruta de Palma del Río y Jabugo, para desde allí cruzar la raya en dirección a Barrancos o Serpa, y en otras ocasiones a Gibraltar, por Ronda y su serranía. Buscando la seguridad de esas nutridas bandas, se les unían mochileros y otros delincuentes de Rute, Lucena, Cabra, Priego, con lo que llegaban a formar pequeños y temibles ejércitos superiores en número y fuerzas a cualquier ronda o patrulla de soldados reales, en su mayoría corruptos, cuando no mal pagados, ancianos o tullidos.
La única persona en la venta de Gaucín que no percibió el escándalo de los contrabandistas hasta que sus gritos y carcajadas inundaron los alrededores de la venta fue Caridad; los demás tuvieron oportunidad de comprobar cómo el murmullo que llegó a escucharse en la lejanía se convertía en alboroto al tiempo que hombres y caballerías se acercaban. Los cuatro jóvenes gitanos Vega se pusieron en tensión, nerviosos, mirándose entre ellos, buscando en Tomás la tranquilidad que su inexperiencia no les procuraba. Melchor y Bernardo, por el contrario, recibieron a los de Encinas Reales ya aplacada el hambre, con unos buenos cigarros entre sus dedos, bebiendo con fruición el vino joven de la serranía, áspero y fuerte, como si con cada trago que daban, en silencio, mirándose el uno al otro en perfecta simbiosis, pretendiesen recuperar parte de aquellos terroríficos años que habían pasado aherrojados a los remos de las galeras reales.
A diferencia de todos ellos y de los demás comensales de la venta que se movían inquietos en sus bancos, Caridad mordisqueaba entusiasmada los huesos del cabrito asado a la leña y aderezado con hierbas aromáticas. ¡No recordaba haber comido nunca nada tan exquisito! Ni siquiera las azuladas bocanadas de humo que el gitano lanzaba junto a ella la distraían, menos aún el barullo que pudiera formar la proximidad de una partida de contrabandistas. Los gitanos no acostumbraban a comer bien: a menudo las carnes rozaban la podredumbre y las verduras u hortalizas estaban pasadas, pero por lo menos eran más variadas que el funche con bacalao con el que día tras día el amo alimentaba a los esclavos de su plantación. Un vasito de aguardiente, eso era lo que les daban por las mañanas para que despertasen y estuviesen dispuestos para el trabajo. No, ciertamente la comida no era una de las razones por las que Caridad permanecía con los gitanos, aunque eso unido a un lugar donde dormir… «Cachita, puedes marcharte cuando quieras, eres libre, ¿lo entiendes?, libre», le repetía una y otra vez Milagros. ¿Y qué haría sin Milagros? Pocos días antes de partir a contrabandear con el abuelo, durante un anochecer perezoso que parecía resistirse a dejar de iluminar Sevilla, la muchacha había vuelto a mostrar su desconsuelo por su futuro matrimonio con Alejandro Vargas. Ella quería a Pedro García; «le amo», había sollozado, las dos sentadas a la orilla del Guadalquivir, mirando al frente. Luego, Milagros había apoyado su cabeza en el hombro de Caridad, igual que hacía Marcelo, y ella le había acariciado el cabello tratando de proporcionarle consuelo. ¿Adónde iba a ir sin Milagros? El solo recuerdo de los sucesos con el ceramista le nubló el pensamiento; Caridad se trasladó mentalmente al día en que se sentó a esperar la muerte debajo de aquel naranjo. Esa noche vio acercarse a Eleggua, el Dios que rige el destino de los hombres, el que dispone de las vidas a su antojo. ¿Cuánto tiempo hacía —llegó a pensar en aquel momento— que no hablaba con los orishas, que no les hacía ofrendas, que no era montada por ellos? Entonces se esforzó y le cantó, y el caprichoso Eleggua giró y giró alrededor de ella fumando un gran cigarro hasta que se dio por satisfecho con aquella humilde ofrenda y le mandó al gitano para que la ayudase a continuar viviendo. Melchor la respetaba. También había sido él quien la llevó a San Jacinto y le presentó a fray Joaquín. Allí, en aquella iglesia en construcción, se hallaba la Virgen de la Candelaria: Oyá para los esclavos cubanos. Oyá no era su orisha, Oshún lo era, la Virgen de la Caridad, pero siempre se decía que no hay Oyá sin Oshún ni Oshún sin Oyá, y desde entonces Caridad acudía a rezar a la Candelaria, se arrodillaba frente a ella y, cuando no la veían, mudaba sus avemarías por el rumor de unos cánticos a la orisha que representaba a la Virgen, meciéndose de adelante atrás. Antes de irse, dejaba caer parte de una hoja de tabaco robada, no tenía otra cosa que ofrecerle. A lo largo del tiempo que llevaba en Sevilla había visto a los morenos libres de la ciudad: la mayoría de ellos no eran más que unos miserables que pedían limosna por las calles, confundidos entre los centenares de mendigos que pululaban por la capital, peleándose unos con otros por una moneda. Estaba bien con los gitanos, concluyó Caridad, quería a Milagros, y Melchor la cuidaba.
—Morena, ya no te queda hueso que roer.
Las palabras del gitano la devolvieron a la realidad y con ella al alboroto que se vivía en el exterior. Caridad se encontró con una paletilla ya roída en sus manos. La dejó en el plato justo en el momento en que se abrían las puertas de la venta y una riada de hombres armados, sucios y vocingleros accedía a ella. Caridad distinguió a varios mulatos e incluso a un par de frailes. El ventero se esforzó por acomodarlos, pero era imposible acogerlos a todos. Los contrabandistas gritaban y reían; algunos levantaron sin contemplaciones a otros que ya se habían sentado a las mesas, imponiendo una autoridad que quedó patente en la sumisión de los desplazados. También entraron algunas mujeres, prostitutas que los seguían y que se acercaron con descaro a vender sus encantos a aquellos que parecían ser los capitanes de los diversos grupos de los que se componía la partida. El ventero y su familia empezaron a llevar frascas de vino, aguardiente y bandejas colmadas de cabrito a las mesas; él preocupado por servir a quien más gritaba, la esposa y sus dos jóvenes hijas tratando de sortear palmadas en las nalgas y abrazos no deseados.
Cuatro hombres fueron a tomar asiento en el espacio que quedaba libre en los largos bancos corridos de la mesa de los gitanos, pero no habían llegado a hacerlo cuando aparecieron otros tres que se lo impidieron.
—Fuera de aquí —les ordenó con voz aflautada un hombre bajo y gordo, de cara redonda, barbilampiño, ataviado con una chaquetilla que parecía a punto de reventar, al igual que la faja roja con que presionaba su enorme barriga y de la que sobresalían las empuñaduras de un cuchillo y una pistola.
Caridad, al igual que los jóvenes gitanos, sintió un escalofrío al comprobar cómo aquellos cuatro rudos contrabandistas que se habían dirigido a ellos con soberbia, se levantaban con una actitud de obediencia rayana en el servilismo. El gordo se dejó caer pesadamente en el banco al lado de Bernardo, frente a Melchor; los otros dos ocuparon los puestos que quedaban libres. Un par de prostitutas acudieron raudas a remolonear junto a los recién llegados. El gordo extrajo de su faja un gran cuchillo de monte de doble hoja y una pistola de llave de rastrillo y cañón bellamente labrado con arabescos dorados. Caridad observó que los pequeños y gruesos dedos del hombre alineaban con meticulosidad aquellas dos armas sobre la mesa, junto a la escopeta de Melchor. Cuando pareció complacido, habló de nuevo, esta vez se dirigió al gitano.
—No sabía que tú también estabas metido en este negocio, Galeote.
El ventero, sin necesidad de gritos ni aspavientos, había acudido presto a la mesa de los gitanos, a servir a los nuevos comensales. Melchor esperó a que terminase antes de contestar.
—Me enteré de que tú eras uno de los capitanes y me apresuré a venir. Si va el Gordo, me dije, seguro que hay buen tabaco.
Uno de los hombres que acompañaban al capitán se removió inquieto en el banco: hacía tiempo, desde que mandaba su propia partida, que ya nadie se atrevía a utilizar ese apodo cuando se dirigía a él; eran muchos los que habían pagado caro deslices como aquel. El Fajado lo llamaban ahora.
El Gordo chasqueó la lengua.
—¿Por qué me faltas, Melchor? —dijo entonces—, ¿acaso yo lo he hecho?
El gitano entrecerró los ojos hacia él.
—Te cambio todas las libras de grasa de tu barriga por mis años a los remos.
El Gordo irguió de forma casi imperceptible su grueso cuello, pensó unos instantes y sonrió con dientes negruzcos.
—No hay trato, Galeote, prefiero mi grasa. Pase en esta ocasión, pero cuídate de llamarme así delante de mis hombres.
Entonces fueron los gitanos Vega quienes tensaron la espalda en los bancos preguntándose cómo respondería Melchor a esa amenaza.
—Mejor será entonces que no crucemos nuestros caminos —propuso este.
—Mejor será —corroboró el otro tras asentir—. ¿Ahora utilizas a una negra como mochilera? —inquirió haciendo un gesto hacia Caridad, que presenciaba el lance verbal con la boca y los ojos abiertos.
—¿Qué negra? —preguntó el gitano, inmóvil, hierático.
El Gordo hizo ademán de señalarla con la mano pero se detuvo a medias. Luego negó con la cabeza y agarró una paletilla de cabrito. Esa fue la señal para que los otros dos se lanzasen sobre la comida y para que las prostitutas se acercaran con lisonjas a los recién llegados.
La venta de Gaucín era el lugar elegido para esperar noticias del desembarco desde Gibraltar de las mercaderías de contrabando en la costa de Manilva, una pequeña población distante unas cinco leguas de la venta y que pertenecía a la villa de Casares, dedicada a la pesca y al cultivo de la uva y de la caña de azúcar. A través de sus diferentes agentes —Melchor lo había hecho con el concurso de Bernardo—, todas las partidas de contrabandistas habían adquirido ya en el enclave inglés, a bajo precio, burlando el monopolio español, las mercancías que deseaban. Una vez cerrados los tratos, los productos permanecían depositados y convenientemente asegurados en los almacenes de los armadores gibraltareños a la espera de que se diesen las circunstancias atmosféricas para trasladarlas desde el peñón a las costas españolas.
Dos avisos habían sido enviados a Gibraltar: las partidas estaban reunidas en Gaucín. Solo restaba aguardar a que los navieros que operaban en el peñón bajo distintos pabellones confirmaran la noche en que se procedería al desembarco. Mientras tanto, la música de guitarras, flautas y panderetas sonaba en la venta y el descampado que se abría a su alrededor, con mayor ímpetu a medida que las frascas y las botas de vino corrían de mano en mano. Los hombres, reunidos en grupos, apostaban sus futuras ganancias a los naipes o a los dados. Aquí y allá se producían rencillas que los capitanes procuraban que no llegaran a mayores: necesitaban a sus cargadores. Comerciantes y mercaderes de las cercanías, además de prostitutas y algunos delincuentes, acudían ante la expectativa de un dinero fácil.
Melchor, Bernardo y sus acompañantes paseaban entre aquel hervidero notando el frescor de la noche que se avecinaba. Los gitanos no iban a dormir en el suelo junto al horno, como lo harían los capitanes y sus lugartenientes, ni siquiera en los establos o en los pajares: no pensaban hacerlo junto a los payos, era su ley. Se alejarían para resguardarse entre los árboles y dormir a cielo raso; pero hasta que llegase ese momento, Melchor, precediendo la comitiva, se detenía a escuchar la música en un rincón, a contemplar las apuestas en otro y a charlar aquí y allá con conocidos del contrabando.
—¿Te juegas la negra a los dados conmigo, Galeote? —le propuso el capitán de una pequeña partida de Cuevas Bajas, apiñado junto a otros hombres sobre un tablón de madera.
La cabeza de Caridad se volvió atemorizada hacia el contrabandista. «¿Sería capaz de aceptar la apuesta?», cruzó por su mente.
—¿Por qué quieres jugar a perder, Tordo? —Así llamaban al capitán—. Perderías tus dineros si yo ganase, o tu salud si perdiese. ¿Qué harías tú con una hembra como esta?
El Tordo dudó un instante en su réplica, pero terminó sumando una sonrisa forzada a las carcajadas de los hombres que jugaban con él.
Melchor dejó atrás la improvisada tabla de dados y las pullas que aún se escuchaban en ella y continuó paseando.
—Melchor, ¿te has vuelto loco? Al final tendremos problemas —le susurró Tomás haciendo un gesto hacia Caridad.
Pese a la capa con la que se cubría, la mujer era incapaz de esconder sus grandes pechos ni las voluptuosas curvas de sus caderas, que excitaban la imaginación de cuantos la observaban moverse.
—Lo sé, hermano —contestó Melchor alzando la voz para que pudieran oírle los demás gitanos—. Por eso mismo. Cuanto antes tengamos esos problemas, antes podremos descansar. Además, de esta manera seré yo quien elija con quién tenerlos.
—¿Tanto te interesa la negra? —se extrañó Tomás.
Caridad aguzó el oído.
—¿Acaso no la oíste cantar? —contestó el gitano.
Y Melchor eligió: un mochilero de cierta edad, la precisa como para verse obligado a defender su hombría, ese valor que les procuraba un puesto en la tácita jerarquía de los delincuentes, malcarado, de barba astrosa y cuyos ojos inyectados en sangre eran prueba de la gran cantidad de vino o aguardiente que había consumido. El hombre se hallaba charlando en grupo, pero había desviado su atención hacia Caridad.
—Atentos, sobrinos —alertó el abuelo por lo bajo al tiempo que entregaba su mosquete a Bernardo—. ¿Tú qué miras, marrano? —le gritó luego al mochilero.
La reacción fue inmediata. El hombre echó mano de su puñal y sus compañeros intentaron hacer lo mismo, pero antes de que lo consiguieran, los cuatro sobrinos Vega se habían abalanzado sobre ellos y los amenazaban ya con sus armas. Melchor permaneció inmóvil frente al mochilero, con las manos desnudas, retándole solo con la mirada.
Se hizo el silencio en derredor del grupo. Tomás, un paso por detrás de su hermano, agarraba la empuñadura de su cuchillo, todavía metido en su faja. Caridad temblaba, algo apartada, con los ojos clavados en el gitano. Bernardo sonreía. A cierta distancia, en el descampado, alguien llamó la atención del Gordo, que volvió la mirada hacia donde le señalaban. «¡Qué agallas tiene!», reconoció.
—Es mi negra —masculló Melchor. El mochilero movía amenazante su puñal, extendido en dirección al gitano—. ¿Cómo te atreves a mirarla, canalla?
El nuevo insulto llevó al hombre a arremeter contra Melchor, pero el gitano tenía controlada la situación: lo había visto moverse con torpeza, ebrio, y la acumulación de gente solo le permitía desplazarse en línea recta, directamente hacia él. Melchor se apartó con agilidad y el mochilero pasó por su lado, trastabillando, con el brazo estúpidamente extendido. Fue Tomás quien puso fin al lance: con inusitada rapidez extrajo el puñal de su faja y lanzó una cuchillada sobre la muñeca del atacante, que cayó a tierra desarmado.
Melchor se acercó al herido y pisó su muñeca, ya ensangrentada.
—¡Es mi negra! —anunció en voz alta—. ¿Alguien más pretende imaginársela en sus brazos?
El gitano recorrió la zona con los ojos entrecerrados. Nadie contestó. Luego aflojó la presión de su pie, mientras Tomás pateaba el cuchillo del mochilero para ponerlo fuera de su alcance. A una señal del abuelo, los sobrinos cesaron en su acoso a los demás contrabandistas y todos ellos, como uno solo, volvieron a perderse entre la gente. Caridad sentía que le fallaban las rodillas, todavía atemorizada pero sobre todo confundida: ¡Melchor había peleado por ella!
Unos pasos más allá de donde se había producido el altercado, Bernardo devolvió el mosquete a su compañero.
—Tantos años en galeras —le comentó en ese momento—, tantos años luchando para mantenernos con vida, viendo caer a unos y otros a nuestro lado, en nuestros mismos bancos, tras insufribles agonías, y tú te juegas la vida por una morena. ¡Y no me digas que canta bien! —se adelantó a su respuesta—, yo no la he escuchado.
Melchor sonrió hacia su amigo.
—¿Te supera? —inquirió Bernardo entonces—. ¿Canta mejor que tú?
Los dos se perdieron en sus recuerdos, cuando el gitano, mientras remaban en alta mar, en el silencio de un viento en calma, se arrancaba con un interminable y lúgubre quejido como salido del espíritu de todos aquellos desgraciados que habían dejado su vida en la galera. ¡Hasta el cómitre dejaba entonces de azotar a los remeros! Y Melchor cantaba sin palabras, modulaba el llanto y entonaba el lamento de unos hombres destinados a fallecer y sumar su alma a las muchas que habían quedado eternamente encadenadas a los remos y a las cuadernas de la galera.
—¿Mejor que yo? —se preguntó al cabo el gitano en voz alta—. No lo sé, Bernardo. Lo que te aseguro es que lo hace con el mismo dolor.
La torre erigida en punta Chullera para la vigilancia y defensa costera fue utilizada, como en tantas otras ocasiones, a modo de improvisado faro para guiar en la noche a los barcos contrabandistas que habían partido de Gibraltar. El vigía de la atalaya, más preocupado por el cultivo del huerto que la rodeaba, recibió con satisfacción los dineros que le pagaron los contrabandistas, igual que hicieron los alcaldes, cabos y justicias de los pueblos y guarniciones cercanas.
Y mientras un hombre agitaba un fanal desde lo alto de la torre, a sus pies, en la playa, el centenar de contrabandistas que se había desplazado desde Gaucín con sus caballerías esperaba intranquilo en la oscuridad de la noche la llegada de las naves. Habían pasado dos días en la venta, jugando, cantando, bebiendo y peleándose a la espera de noticias de Gibraltar, y en ese momento, en la playa, la mayoría de ellos oteaban el negro horizonte, porque si en tierra podían actuar con impunidad, no sucedía lo mismo en el mar, con los barcos del Resguardo español controlando las costas. Había llegado el momento más delicado de la operación y todos lo sabían.
Caridad, entre susurros y algún que otro relincho de los caballos, escuchaba el rumor de las olas al romper en la orilla y se repetía una y otra vez las instrucciones del gitano: «Arribarán unos cuantos faluchos —le había dicho—, quizá, por la cantidad de gente, hasta algún jabeque…». «¿Faluchos?», preguntó ella. «Barcos —precisó Melchor con brusquedad, nervioso. No se atrevió a preguntar más y continuó escuchando—: Desembarcarán corachas de tabaco en la playa. A nosotros nos corresponden ocho, dos por caballo. El problema es que de cada embarcación descargan muchas más, por lo que debemos repartírnoslas en la playa. Ahí es donde intervienes tú, morena. Quiero que elijas las de mejor calidad. ¿Me has entendido bien?» «Sí —contestó ella, aunque no estaba muy segura. ¿Cuánto tiempo dispondría para oler y palpar las hojas?—. Cuánto tiempo tendré…», empezó a preguntar. Uno de los caballos de los gitanos lanzó una coz a otro que le mordisqueaba la grupa. «¡Muchacho! —masculló Melchor—. ¡Atiende a las bestias!» Caridad dejó de prestar atención a los caballos cuando los sobrinos los separaron lo suficiente. «¿Decías algo, morena?» No lo escuchó. ¿Y cómo iba a comprobar el color y las diferentes tonalidades de las hojas? Era noche cerrada, no se veía nada. Además, estaban todos aquellos hombres que esperaban impacientes junto a ellos. Caridad percibía la tensión reprimida que se vivía en la playa. ¿Le concederían el tiempo suficiente para escoger el tabaco? Era consciente de que sabía reconocer las mejores plantas. Don José siempre la llamaba para hacerlo, y entonces hasta el amo permanecía en silencio el tiempo que fuera menester mientras ella, convertida en señora de la plantación, se deleitaba en aromas, texturas y colores.
—Melchor… —intentó aclarar sus dudas.
—¡Vamos! —le interrumpió este sin embargo.
La orden la pilló desprevenida.
—¡Aligera, morena! —la apremió el gitano.
Caridad fue tras ellos.
Uno de los sobrinos quedó atrás, guardando los animales, igual que sucedía en los demás grupos. Solo los hombres se adelantaban hasta la orilla, pues tal era el desorden que los caballos terminaban asustándose, coceándose entre sí y malbaratando la mercancía.
De repente, a lo largo de la playa se encendieron multitud de linternas. Ya nadie actuaba con precaución; las luces podían delatarlos a la vista de cualquier barco del Resguardo costero que se hallara en la zona. Solo cabía apresurarse. Tras los pasos de los gitanos, rodeada de contrabandistas, Caridad vislumbró varias barcas alrededor de las cuales se arremolinaban los más diligentes. Se detuvo a unos pasos de la orilla, junto a Melchor, entre gritos y chapoteos. Bernardo se movía con rapidez en busca de su mercancía. Los llamó agitando una linterna y hacia allí fueron todos, donde se iban amontonando las corachas descargadas de una de las varias barcas que se habían acercado a la playa.
—¡Empieza, morena! —le instó Melchor al tiempo que empujaba a varios contrabandistas y cortaba con su cuchillo las cuerdas que cerraban uno de los sacos—. ¿A qué esperas? —gritó cuando ya cortaba las del siguiente y Caridad aún no se había movido.
Protegida por Tomás y los tres sobrinos restantes, que trataban de impedir que los demás se hiciesen con el tabaco antes de que Caridad comprobase la mercancía, esta intentó acercarse a la primera coracha. No veía. El griterío la distraía y los empujones la molestaban. Con todo, introdujo la mano en el primer saco de cuero. Esperaba llegar a palpar hojas, coger alguna de ellas y… ¡Era tabaco Brasil! Lo había conocido en Triana, aunque ya tenía referencias de él. Tabaco de cuerda: hojas de tabaco negro brasileño envueltas en grandes rollos. Caridad pudo oler el dulzón del jarabe de melaza utilizado para tratar las hojas y poder enrollarlas. A los españoles les gustaba: picaban la cuerda y la envolvían en otra hoja; también se mascaba, pero no podía compararse con el buen tabaco…
—¡Morena! —esta vez fue Tomás quien le llamó la atención, su espalda pegada a la de ella, aguantando el empuje de los demás hombres—. O te apresuras o alguno de estos te confundirá con una coracha y te cargará en uno de sus caballos.
Entonces Caridad desechó aquel primer saco y un par de contrabandistas se abalanzó sobre él. A la luz de las linternas, en la confusión, los sobrinos Vega, sorprendidos, miraron a su tío Tomás, que se encogió de hombros: ¡tabaco Brasil, el tabaco de humo más solicitado en el mercado!
Después de buscar en un par de sacos más, Caridad encontró hojas. Tampoco eran cubanas; se trataba de tabaco de Virginia. Le dolió arrancar las hojas sin la menor delicadeza, pero Tomás y también Melchor la apremiaban sin cesar mientras Bernardo trataba de tranquilizar al agente que las había desembarcado. Desechó las que le parecieron excesivamente secas o húmedas; las olisqueó rápidamente intentando calcular el tiempo que hacía que habían sido recolectadas, las expuso a la tenue luz para comprobar su color, y empezó a elegir: una, dos, tres… Y los sobrinos las apartaban.
—¡No! —rectificó—. Esta no. Aquella.
—¡Por todos los demonios! —le gritó uno de ellos—. ¡Decídete!
Caridad notó que las lágrimas acudían a sus ojos. Dudó. ¿Cuál era la última que había elegido?
—¡Morena! —Melchor la zarandeó, pero ella no recordaba.
—¡Esa! —señaló sin estar segura, los ojos ya anegados en lágrimas.
A cierta distancia, en una duna, mientras sus hombres se hacían cargo del alijo que les correspondía, el Gordo y sus dos lugartenientes observaban con interés el tremendo embrollo que habían originado los gitanos. Caridad continuaba con su selección, estrujando las hojas de tabaco sin saber a qué saco pertenecían. Los sobrinos apartaban los que señalaba y los demás contrabandistas se hacían con los sacos descartados. Melchor y Tomás apremiaban a Caridad, y Bernardo discutía con el agente que señalaba con aspavientos las demás barcas que abandonaban ya la playa, todos pendientes del horizonte, por si aparecían las luces de alguna nave del Resguardo.
Al final, los gitanos consiguieron reunir sus ocho corachas. El agente y Bernardo se dieron la mano y aquel corrió hacia una barca que ya empezaba a bogar hacia los faluchos. El barullo continuaba en torno al tabaco rechazado por Caridad. Entonces fue cuando el Gordo entrecerró los ojos. Cada coracha podía pesar más de cien libras y no había más que seis hombres: cinco gitanos y Bernardo. Miró hacia donde les esperaba el otro gitano con los caballos: tenían que recorrer un buen trecho de playa, cada uno con un saco, no podrían con más. Entonces se volvió hacia sus lugartenientes, que le entendieron sin necesidad de mediar palabra alguna.
—Espera aquí, morena —ordenó Melchor a Caridad al tiempo que se echaba con esfuerzo uno de los sacos a la espalda y se sumaba a la hilera encabezada por Tomás, cada cual con su fardo.
Caridad sollozaba, nerviosa. Tenía el cuerpo empapado en sudor y mostraba el rojo de su vestido bajo la capa abierta. Le temblaban las piernas y todavía apretaba entre sus manos restos de hojas de tabaco. El Gordo contempló cómo partía la hilera de gitanos, luego desvió la mirada a sus lugartenientes: uno de ellos, con ayuda de otros dos contrabandistas, azuzaba a un caballo libre de carga por dentro del mar, a espaldas de Caridad; el otro se encaminaba hacia ella.
—Distráela —le había ordenado el Gordo—. No es necesario hacerle daño —añadió ante el gesto de extrañeza del hombre.
Sin embargo, al ver cómo su secuaz se acercaba a Caridad, las linternas apagándose paulatinamente a medida que las partidas abandonaban la playa con su mercancía, comprendió que si la mujer se daba cuenta de la treta y se oponía, su advertencia habría sido en vano. Cuando solo faltaban un par de pasos para que el contrabandista llegara hasta Caridad, el Gordo volvió a calcular los tiempos: los gitanos todavía no lo habían hecho hasta sus caballos. Sonrió. A punto estuvo de soltar una carcajada: avanzaban despacio, erguidos cuanto podían bajo las corachas, soberbios y altivos como si pasearan por la calle mayor de un pueblo. Los hombres que azuzaban el caballo en el mar ya habían desaparecido en la oscuridad; así pues, debían de estar muy cerca de los fardos. Disponían de poco tiempo, pero se frotó sus gruesas manos: presentía que iba a ser sencillo.
—¡Morena!
Caridad se sobresaltó. El contrabandista que había gritado, también: los pechos de la mujer, grandes y firmes, pugnaban por rasgar la camisa roja al ritmo de su respiración entrecortada. El hombre olvidó el discurso que tenía preparado y se perdió en la contemplación y el repentino deseo de aquellas curvas voluptuosas. Caridad bajó la mirada y la actitud de sumisión que demostró con ello enardeció al contrabandista. Bajo una luz cada vez más mortecina, la mujer brillaba debido al sudor que corría por su cuerpo.
—¡Vente conmigo! —le propuso el hombre con ingenuidad—. Te daré…, te daré lo que quieras.
Caridad no contestó y, de repente, el contrabandista vio cómo por detrás de ella su compañero, que ya había llegado, hacía aspavientos con las manos abiertas, incrédulo ante lo que acababa de oír. El Gordo se removió inquieto en la duna y se volvió hacia los gitanos: estaban ya cargando las caballerías, pero era difícil que llegasen a ver a Caridad. El que estaba a espaldas de la mujer se desentendió con un manotazo al aire y agarró una de las corachas. Caridad lo percibió e hizo ademán de volverse, pero entonces el lugarteniente reaccionó y se abalanzó sobre ella para inmovilizarla por la nuca con una mano y llevar la otra a la entrepierna de la mujer. Por un momento se extrañó de que no gritara ni se defendiera. Solo quería volverse hacia el tabaco. Él no se lo permitió y mordió sus labios. Los dos cayeron sobre la arena.
El Gordo comprobó cómo su otro lugarteniente y los hombres que llevaba consigo cargaban con rapidez las corachas sobre el caballo y se perdían en la oscuridad. También escuchó los primeros gritos de los gitanos. Solo quedaba uno de los suyos… «¡Inútil!», pensó. Si los gitanos le pillaban, sabrían que él estaba detrás de aquello, y no quería que lo relacionaran de forma tan notoria con el robo. Para su tranquilidad, el lugarteniente que iba con los del caballo reapareció en la oscuridad y agarró del cabello a su compañero hasta casi levantarlo del suelo y separarlo de la mujer. Escaparon poco antes de que Melchor y los suyos llegasen hasta Caridad. Era poco probable que los hubieran reconocido.
—Estás viejo, Galeote —murmuró el Gordo antes de dar la espalda al mar y perderse en la noche él también, tratando de imitar, burlón, los andares de los gitanos.