Milagros extrañaba a Caridad. Pocos días después de la carrera de gansos, el abuelo había recibido la visita de un galeote que había remado con él durante algunos años. El hombre, como todos los penados que lograban sobrevivir a la tremenda tortura de galeras, se presentó tan consumido como Melchor y, como todos los que sobrevivían, conocía los puertos y las gentes de la mar, aquellas de igual condición que ellos: traficantes, contrabandistas y todo tipo de delincuentes. Bernardo, así se llamaba el galeote, informó al abuelo de la llegada de un importante cargamento de tabaco de Virginia al puerto de Gibraltar, un peñón en la costa española que se hallaba bajo dominio inglés. Desde allí, como era usual, en barcos con bandera inglesa, veneciana, genovesa, ragusea o portuguesa, de noche, cuando el viento soplaba con fuerza, para evitar ser descubiertos por los faluchos de vigilancia españoles, el tabaco y otras mercaderías, tejidos o especias, se desembarcaban en diferentes puntos de la costa, que se extendía entre el peñón y Málaga. Bernardo ya había apalabrado un buen cargamento de tabaco de Virginia, solo necesitaba fondos con que pagarlo y mochileros para hacerse cargo de este en las playas.
—Dentro de unos días saldremos en busca de una partida de tabaco —había anunciado Melchor a Caridad tras cerrar el acuerdo con Bernardo en el mesón de la Joaquina, en torno a una frasca de buen vino.
Caridad, que se hallaba en la habitación del gitano, sentada frente a un inestable tablero sobre el que continuaba elaborando cigarros con el tabaco rubio que guardaba el fraile, se limitó a asentir sin dejar de rodar su mano por encima de aquel en el que se hallaba enfrascada.
Quien sí se sorprendió fue Milagros, a la que le gustaba mirar cómo trabajaba su amiga las hojas de tabaco.
—¿Se lleva a Cachita? —inquirió a su abuelo.
—Eso he dicho. Quiero hacerme con el mejor tabaco, y ella sabe reconocerlo —le contestó este en la jerga gitana.
—¿No…, no será peligroso?
—Sí, niña. Siempre lo es —afirmó el gitano ya desde la puerta, presto a marcharse de una estancia en la que no cabían tres personas.
Los dos se miraron. «¿Acaso no lo sabías?», pareció preguntarle Melchor a su nieta, que escondió la vista avergonzada, consciente de lo siguiente que le dirían los penetrantes ojos de su abuelo: «¿Cuándo me lo has preguntado?».
Melchor no tenía problemas para conseguir mochileros y porteadores: los Vega y sus parientes de la gitanería de la huerta de la Cartuja siempre estaban dispuestos a acompañarle; se trataba de gitanos duros, temerarios y, por encima de todo, fieles. Tampoco lo tuvo con los dineros: fray Joaquín se los consiguió de inmediato. Lo que más retrasó su partida, como acostumbraba a suceder, fueron las caballerías: necesitaba animales castrados, silenciosos, dóciles y que no relinchasen en la noche al olor de una yegua. Pero la familia de los Vega se puso a ello y en pocos días, en un par de correrías por los campos de los alrededores de Sevilla, se hicieron con los suficientes.
—Cuídate, Cachita —se despidió Milagros a la hora de partir, las dos en la gitanería de la huerta de la Cartuja, algo apartadas de hombres y caballos.
Caridad se movía incómoda bajo la larga capa, masculina y oscura, con que Melchor la había vestido para esconder sus ropas coloradas. Había trocado su sombrero de paja por un chambergo negro de copa acampanada y ala ancha y caída. De su cuello colgaba un imán atado con una cuerda. Milagros alargó el brazo y sopesó la piedra. Los gitanos creían en sus poderes: contrabandistas, traficantes y ladrones de caballerías afirmaban que si aparecían las rondas de soldados, aquellos imanes originarían fuertes tormentas de polvo y arena que los ocultarían. Lo que ignoraba la gitana era que los esclavos cubanos también creían en los poderes del imán: «Cristo descendió a la tierra con el imán», aseguraban. Caridad tendría que bautizarlo y ponerle nombre, como era costumbre en su tierra.
Milagros sonrió; Caridad contestó con una mueca en su rostro sudoroso debido al implacable calor estival de Sevilla. En Cuba también apretaba, pero allí nunca llevaba tanta ropa encima.
—No te separes del abuelo —le aconsejó la gitana antes de acercarse a ella y darle un beso en la mejilla.
Caridad se mostró azorada ante la repentina muestra de afecto de la muchacha; sin embargo sus labios gruesos y carnosos se ensancharon hasta transformar aquella inicial sonrisa forzada en otra de sincero agradecimiento.
—Me gusta verte sonreír —afirmó Milagros, y la besó en la otra mejilla—. No es habitual en ti.
Caridad la premió ensanchando sus labios. Era cierto, reconoció para sí: había tardado en abrirse a su amiga, pero poco a poco su vida arraigaba con los gitanos, y a medida que desaparecían ansiedad y preocupaciones, fue confiándose a ella. Con todo, el verdadero causante del cambio no era otro sino Melchor. El gitano le había encargado que trabajase con el tabaco. «Ya no es necesario que acompañes a la niña y a su madre a venderlo por las calles —le dijo ante el empeño de Milagros por enseñarle a hacer algo para contribuir a su manutención—. Prefiero que seas tú quien elabore lo que ellas vendan». Y Caridad se sintió útil y agradecida.
—Cuídate tú también —aconsejó a su amiga—. No te pelees con tu madre.
Milagros fue a replicar, pero el grito de su abuelo se lo impidió.
—¡Venga, morena, que nos vamos!
En esta ocasión fue ella la que besó a Milagros.
Tras la partida de Caridad, la muchacha se sentía sola. Desde el anuncio de su compromiso matrimonial, Caridad se había convertido en la persona que escuchaba pacientemente sus quejas. No fue capaz de seguir su consejo.
—No me casaré con Alejandro —le aseguraba a su madre, día sí día no.
—Lo harás —le contestaba esta sin siquiera mirarla.
—¿Por qué Alejandro? —insistía en otras ocasiones—, ¿por qué no…?
—Porque tu padre así lo ha decidido —repetía la madre en tono cansino.
—¡Antes me fugaré! —llegó a amenazar una mañana.
Ese día, Ana se volvió hacia su hija. Milagros presintió lo que iba a encontrarse: rasgos contraídos, serios, gélidos. Así fue.
—Tu padre ha comprometido su palabra —masculló la madre—. Cuídate mucho de que él te oiga decir eso; sería capaz de encadenarte hasta el día de la boda.
El tiempo transcurría con lentitud; madre e hija enfadadas, en permanente discusión.
Milagros ni siquiera encontró refugio entre sus amigas del callejón de San Miguel, muchas de ellas también pendientes de casarse. ¿Cómo iba a reconocer ante Rosario, María, Dolores o cualquier otra que no le gustaba el hombre que le habían buscado? Tampoco lo hacían ellas, y eso a pesar de que la mayoría, antes de conocer su destino, no habían contenido sus críticas hacia esos jóvenes que después les tocaban en suerte. Milagros no estaba exenta de culpa. ¿Cuántas veces habría llegado a burlarse de Alejandro? Ahora todas se trataban con hipocresía, con cierta distancia, como si de repente les hubieran cercenado la inocencia. No se trataba de la naturaleza o de su edad, sino simplemente de la decisión de sus padres; una palabra, un simple compromiso sellado a sus espaldas y lo que era válido la noche anterior carecía de importancia a la salida del sol. Milagros añoraba la espontaneidad de aquellas conversaciones entre muchachas, los cuchicheos, las risas, las miradas cómplices, los sueños… Incluso las disputas. La última discusión había acaecido la noche en que bailó con Pedro García. La mayoría de sus amigas se le echaron encima cuando manifestó su intención de hacerlo. Ella era una Vega, nieta de Melchor el Galeote, jamás llegaría a obtener a aquel muchacho, todas lo sabían, por lo tanto… ¿a qué entremeterse? Pero Milagros hizo caso omiso y se lanzó a bailar, hasta que su madre intervino y abofeteó al muchacho. ¿Cuál de las gitanillas del callejón no suspiraba por Pedro García, el nieto del Conde? ¡Todas lo hacían! Y sin embargo ahora, después de su compromiso, sería una grave afrenta para los Vargas que Milagros alentara a Pedro García. Alejandro tendría que salir en su defensa y tras él su padre y sus tíos; los García harían lo propio y los hombres sacarían sus navajas… Pero Milagros no podía dejar de mirar a hurtadillas al muchacho en cada ocasión en que este caminaba por el callejón de San Miguel, indolente, moviéndose despacio, como lo hacían los gitanos de raza, altanero, soberbio, arrogante. Entonces añoraba a Caridad, a la que podía hablarle con libertad de sus anhelos y desgracias. Contaban del joven que había heredado la milenaria sabiduría gitana para trabajar el hierro; que sentía cuándo había que iniciar cada uno de sus procesos, que sabía, que percibía instintivamente cuándo estaba preparado el hierro para ser forjado, templado, soldado… Tanto que hasta los ancianos le consultaban en ocasiones. Y, sin embargo, ella estaba atada a Alejandro. ¡Incluso fray Joaquín le había deseado lo mejor ante su compromiso! El fraile dio un respingo cuando Ana se lo comentó en las inmediaciones de San Jacinto. «¿Ya?», se le escapó. Y Milagros, junto a su madre, escuchó cabizbaja cómo aquella voz clara y nítida con la que entonaba sus prédicas había brotado algo quebrada a la hora de desearle parabienes.
«Caridad, te necesito», susurró la muchacha para sus adentros.
¡No estaba atenta! Más allá del grupo de muchachas, entretenida con la condesa, Ana la traspasó con la mirada. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué dudaba? «¡Está distraída!», pensó la madre cuando Milagros soltó la delicada y blanca mano que le había tendido la hija de la condesa y simuló un ataque de tos. Milagros no lograba recordar qué era lo que le había augurado la última ocasión en que le dijo la buenaventura. La condesita y las dos amigas que rodeaban a la gitana se apartaron con una mueca de aversión ante la expectoración con que la muchacha trataba de ganar tiempo.
—¿Te encuentras bien, hija? —acudió la madre en su ayuda. Solo Milagros reparó en la dureza de su tono—. Perdone, excelencia —se disculpó con la condesa dirigiéndose al grupo de muchachas—, la niña me tose últimamente. Vamos a ver, preciosa —añadió tras sustituir a su hija y agarrar sin contemplaciones la mano de la joven.
El frufrú de la ahuecada falda de seda de la condesa se escuchó con nitidez en el gran salón cuando decidió acercarse con curiosidad, las dos amigas de la condesita cerraron el círculo y Milagros se apartó unos pasos. Desde allí, obligándose a toser de vez en cuando, escuchó cómo su madre embaucaba con habilidad a la condesita y a sus dos amigas.
¿Hombres? ¡Príncipes serían los que se casarían con ellas! Dineros, ¿cómo iban a faltar? Hijos y felicidad. Algún problema, alguna enfermedad, ¿por qué no?, pero nada que no lograsen superar con devoción y la ayuda de Jesucristo y Nuestra Señora. Con la mano en la boca y la cantinela de su madre en los oídos, Milagros desvió su atención hacia la camarera de la condesa, plantada junto a las puertas de acceso al salón, controlando que ninguna gitana echase mano a algún objeto; más tarde, en las cocinas, también tendrían que leerle la mano a ella. Luego volvió la mirada hacia el grupo de mujeres: su madre, descalza, de tez oscura, casi negra, ataviada con sus ropas de colores y sus abalorios de plata en la cintura; grandes aros colgando de sus orejas y collares y pulseras tintineando a medida que gesticulaba y afirmaba con pasión el futuro de aquellas mujeres blancas como la leche, ataviadas con vestidos de seda de faldas ahuecadas, todas ellas adornadas con infinidad de bordados, lazos, volantes, cintas… ¡Cuánto lujo había en aquellas vestiduras, en los muebles y jarrones, en los espejos y relojes, en los sillones de brazos dorados, en los cuadros, en los refulgentes objetos de plata que se acomodaban por doquier!
La condesa de Fuentevieja era una buena clienta de Ana Vega. En ocasiones la mandaba llamar: gustaba de escuchar sus buenaventuras, le compraba tabaco y hasta alguna de las cestas que elaboraban las gitanas de la huerta de la Cartuja.
Milagros escuchó la risilla nerviosa de una de las amigas de la condesita, a la que al instante se sumaron las comedidas y afectadas exclamaciones de alegría de las otras dos y unos delicados aplausos por parte de la condesa. Las líneas de su mano parecían augurarle un futuro prometedor, y Ana se explayó en este: un buen marido, rico, atractivo, sano y fiel. ¿Y por qué no le decía lo mismo a ella, a su hija? ¿Por qué la condenaba a casarse con un torpe, por muy Vargas que fuera? La camarera, junto a las inmensas puertas, se sobresaltó cuando Milagros cerró los puños, frunció el ceño y dio una patada en el suelo.
—¿Te encuentras mejor? —le preguntó su madre con un deje de ironía.
La muchacha le contestó con un nuevo y sonoro golpe de tos.
La tarde se le hizo insufrible. Ana Vega, sin importarle el tiempo, desplegó todos sus ardides gitanos con las tres muchachas. Luego, cuando estas desaparecieron, satisfechas, cuchicheando entre ellas, se volcó en la condesa.
—No —se opuso cuando la aristócrata sugirió que Milagros esperase en la cocina, donde la atenderían—. Está mejor ahí, apartada, no sea que contagie a los lacayos de vuestra señoría.
El nuevo sarcasmo enfureció a Milagros, pero aguantó. Soportó la hora larga que su madre estuvo hablando con la condesa; soportó la despedida y el pago de los dineros, y soportó las atenciones que después tuvo que prestar a la camarera y a algunas personas del servicio, quienes trocaron tabaco y buenaventuras por algunas viandas sisadas de la despensa de los condes.
—¿Te encuentras mejor? —se burló la madre ya en la calle, de vuelta a Triana, con el sol de verano todavía destacando los colores de sus vestidos. Milagros bufó—. Confío que sí —añadió Ana sin darse por enterada del desplante—, porque mañana por la noche cantaremos y bailaremos para los condes. Tienen invitados a unos viajeros… ingleses, no sé… franceses o alemanes, ¡ve tú a saber de dónde! El asunto es que quieren que se diviertan.
Milagros volvió a bufar, esta vez con más fuerza y con un deje de displicencia. La madre continuó sin hacerle caso y anduvieron el resto del camino en silencio.
Le pidió una sonrisa. No lo hizo por los condes de Fuentevieja o por la decena de invitados que habían traído con ellos y que permanecían expectantes en el jardín que descendía hasta el río, en una de las casas principales de Triana donde el aristócrata había decidido celebrar la fiesta. Ana sonrió a su hija después de arquear los brazos por encima de su cabeza y contonear sus caderas nada más escuchar el primer tiento de la guitarra, todavía no iniciado el baile, preparándose para lanzarse a él una vez los hombres estuvieran dispuestos. Milagros aguantó el envite sin pestañear, frente a ella, quieta, con los brazos caídos a sus costados.
—¡Hermosa! —piropeó un gitano a la madre.
«¡Vamos!», pareció decirle la madre a su hija a través de un cariñoso mohín de sus labios. Milagros frunció los suyos, haciéndose de rogar. Otra guitarra más templó sus cuerdas. Una gitana hizo sonar las castañuelas. «¡Adelante!», animó Ana a su hija, alzando de nuevo los brazos.
—¡Preciosas! —se escuchó entre la gente.
—¡Bonita! —gritó la madre a la hija.
Las guitarras empezaron a sonar al unísono. Repicaron varios pares de castañuelas y Ana se irguió frente a Milagros, palmeando.
—¡Vamos, hija! —la animó.
Las dos se arrancaron al tiempo, giraron sobre sí volteando sus faldas en el aire, y cuando volvieron a enfrentarse, los ojos de Milagros chispeaban y sus dientes relucían en una amplia sonrisa.
—¡Baile, madre! —chilló la muchacha—. ¡Ese cuerpo! ¡Esas caderas! ¡No las veo menearse!
Los Carmona, que habían acudido a la fiesta, jalearon las palabras de la muchacha. Los invitados de los condes, franceses o ingleses, poco importaba, se quedaron boquiabiertos cuando Ana aceptó el reto de su hija y quebró con voluptuosidad el talle. Milagros rió y la imitó. En la noche, con las aguas del Guadalquivir rielando en plata, a la luz de los hachones dispuestos en el jardín trianero, entre madreselvas y dondiegos, naranjos y limoneros, las guitarras trataron de adaptar su ritmo al frenesí que imponían las mujeres; las palmas resonaron con ímpetu y los bailaores se vieron desbordados por la sensualidad y el atrevimiento con los que madre e hija danzaron la zarabanda.
Al final, sudorosas ambas, Ana y Milagros se fundieron en un abrazo. Lo hicieron en silencio, sabiendo que se trataba de una mera tregua, de que el baile y la música se abrían a otro mundo, aquel universo donde los gitanos se refugiaban de sus problemas.
Un lacayo del conde deshizo el abrazo.
—Sus excelencias desean felicitarlas.
Madre e hija se dirigieron hacia las sillas desde las que los condes y sus invitados habían presenciado el baile mientras las guitarras ya rasgueaban preparando el siguiente. Honrándolas como a iguales, don Alfonso, el conde, se levantó de su asiento y las recibió con unas corteses palmadas, secundado por los otros invitados.
—¡Extraordinario! —exclamó don Alfonso cuando las mujeres llegaron hasta él.
Como salidos de la nada, José Carmona, Alejandro Vargas y algunos otros miembros de ambas familias se habían dispuesto a espaldas de ellas. Antes de iniciar las presentaciones, el conde entregó unas monedas a la gitana, quien las sopesó a satisfacción. Ana y Milagros tenían el cabello revuelto, jadeaban y el sudor que empapaba sus cuerpos brillaba a la titilante luz de las antorchas.
—Don Michael Block, viajero y estudioso de Inglaterra —presentó el conde a un hombre alto, estirado y con el rostro tremendamente sonrosado allí donde no lucía una cuidada barba canosa.
El inglés, incapaz de desviar la mirada de los húmedos y esplendorosos pechos de la mujer, que subían y bajaban al ritmo de una respiración todavía entrecortada, balbució algunas palabras y ofreció su mano a la gitana. El saludo se alargó más de lo estrictamente necesario. Ana percibió que los Carmona, a su espalda, se removían inquietos; el conde también.
—Michael —trató de romper el saludo don Alfonso—, esta es Milagros, la hija de Ana Vega.
El viajero titubeó pero no llegó a soltar la mano de la gitana. Ana entornó los ojos y negó imperceptiblemente con la cabeza cuando notó que José, su esposo, daba un paso al frente.
—Don Michael —dijo entonces logrando captar la atención del inglés—, eso en lo que usía está empeñado ya tiene dueño.
—¿Qué? —acertó a preguntar el viajero.
—Lo que yo le diga. —La gitana, con el pulgar de su mano izquierda extendido, señaló hacia atrás, segura de que José habría extraído ya su inmensa navaja.
El rosa de los pómulos del inglés demudó en un blanco pálido y soltó la mano.
—¡Milagros Carmona! —se apresuró a anunciar entonces el conde.
La muchacha sonrió al viajero con indolencia. Tras ella, José Carmona enarcó las cejas y mantuvo la navaja a la vista.
—La niña del señor de atrás —terció entonces Ana, señalando de nuevo a José. El inglés siguió la indicación de la mujer—. Su hija, ¿entiende, don Michael? Hiiija —repitió despacio, marcando las sílabas.
El inglés debió de entender, porque finalizó el saludo con una vertiginosa reverencia hacia Milagros. Condes e invitados sonrieron. Se lo habían advertido: «Michael, las gitanas bailan como diablesas obscenas, pero no se equivoque, en el momento en que cesa la música son tan castas como la doncella más celosa de su virtud». Sin embargo, pese a las advertencias —el conde lo sabía, los invitados lo sabían, los gitanos también—, aquellas músicas y aquellos bailes a veces alegres, a veces tristes pero siempre sensuales, obraban en los espectadores unos efectos que les hacían perder todo atisbo de cordura; muchas eran las reyertas con payos que, enardecidos por la voluptuosidad de las danzas, habían intentado propasarse con las gitanas hasta llegar a ver aquellos cuchillos mucho más cerca de lo que lo había hecho el inglés.
En esta ocasión, don Michael, prudentemente separado de Milagros, y con las mejillas recuperando su rosado natural, rebuscó en su bolsa y le entregó un par de reales de a ocho a la muchacha.
—¡Con Dios! —se despidió José Carmona en nombre de su hija.
Tan pronto como los condes y sus invitados tomaron asiento de nuevo, guitarras, panderos y castañuelas volvieron a sonar en la noche.
—¿Quieres un cigarro?
Milagros se volvió. Alejandro Vargas le tendía uno. La gitana lo escrutó de arriba abajo, con desvergüenza: debía de contar dieciséis años y tenía la tez oscura y el porte altivo de los Vargas, pero algo había que fallaba… ¿Sus ojos? Eso debía de ser. No era capaz de sostener la mirada como lo haría un gitano. Y bailaba mal, quizá porque era demasiado grande. Detrás de él, algo separada, comprobó que su madre la espiaba.
—Es puro habano —insistió Alejandro para zafarse del examen.
—¿De dónde lo has sacado? —inquirió la muchacha fijándose en el cigarro que sostenía Alejandro.
—Mi padre ha comprado varios.
Milagros soltó una carcajada. ¡Era uno de los de Caridad! Lo reconoció por el hilo de color verde con el que su amiga había rematado el extremo por el que se chupaba.
—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó el muchacho.
Milagros no le hizo el menor caso. Frunció el ceño hacia su madre, que ahora la miraba sin disimulo, extrañada ante la carcajada. «¿Habrá sido ella?», se preguntó la muchacha. No. No podía ser. Su madre no habría osado engañar a los Vargas y venderles por puro habano algo que no lo era. Solo podía haber sido…
—¡Qué grande es usted, abuelo! —soltó con una sonrisa en los labios.
—¿Qué dices?
—Nada.
Alejandro mantenía el cigarro tendido. ¡Lo había hecho Caridad con sus manos! Quizá ella había presenciado cómo lo hacía.
—¡Venga ese cigarro!
Milagros lo alzó a la altura de sus ojos y se lo mostró a su madre en la distancia.
—Puro habano —afirmó antes de contraer sus facciones en una mueca graciosa.
—Sí —oyó que decía Alejandro.
Ana negó con la cabeza y dio un manotazo al aire.
—Estará bueno —aventuró la muchacha hacia el gitano.
—Buenísimo.
«Seguro —pensó entonces—. Lo ha hecho Cachita».
—¿Candela? —interrumpió él sus reflexiones.
Milagros no pudo reprimir un suspiro de resignación.
—¿Candela? ¡Claro que quiero candela! ¿Cómo voy a fumar si no? ¿Tú ves que yo lleve candela encima?
Alejandro extrajo con torpeza el pedernal y el eslabón de una bolsa.
—¿Y la yesca? —le apremió Milagros.
Alejandro murmuraba mientras revolvía inútilmente en la bolsa.
—¡Quita! —le detuvo la muchacha—. En esa bolsita ya tendrías que haberla encontrado. ¿No te das cuenta de que no llevas yesca? Toma. Ve a prenderlo en uno de los hachones.
«¿Eres tú el que vas a domar a la potrilla?», pensó Milagros mientras lo veía andar obediente hacia una de las antorchas. Lo hacía como los gitanos, con lentitud, erguido cuan grande era, pero no sería capaz de domar un borriquillo. Ella… Buscó a su madre con la mirada: palmeaba detrás de uno de los guitarristas, distraída, animando el baile. ¡Ella quería un hombre!
Milagros no consiguió librarse de Alejandro durante el resto de la noche. Compartieron el cigarro. «¿No tienes otro para ti?», se quejó ella. Pero su padre solo le había regalado uno. Y bebieron. Buen vino, del mucho que había traído el conde para animar la fiesta. La gitana volvió a bailar, una alegre seguidilla cantada por las mujeres con voz viva. Lo hizo con otros jóvenes, entre ellos un esforzado Alejandro.
—Nunca te he oído cantar —le dijo este una vez finalizado el baile.
Milagros notó que la cabeza le daba vueltas: el vino, el tabaco, la fiesta…
—Será que no te has fijado lo suficiente —mintió con la voz pastosa—. ¿Ese es el interés que tienes en mí?
Lo cierto era que nunca se había arrancado a cantar pese a que su padre la incitaba a hacerlo; lo hacía a coro, disimulando su tribulación por no hacerlo bien, entre las voces de las demás mujeres. «No te preocupes —la tranquilizaba su madre—, baila, enamora con tu cuerpo, ya cantarás».
Alejandro acusó aquel nuevo desplante.
—Yo… —balbució.
Milagros lo vio bajar la mirada al suelo. Un gitano nunca escondía sus ojos. La imagen de Caridad le vino a la mente. El mareo se sumó a la turbación frente a quien estaba llamado a ser su esposo.
—¡Ese mentón! —gritó—. ¡Arriba!
Sin embargo Alejandro volvió a dirigirse a ella con timidez.
—Sí que tengo interés en ti. Claro que sí. —Hablaba igual que Caridad cuando llegó al callejón, mirando al suelo—. Haría cualquier cosa por ti, lo que fuera…
Milagros lo observó, pensativa; ¿cualquier cosa?
—Hay un ceramista en Triana… —le soltó ella sin pensar.
Milagros lo había hablado con su madre, exacerbada, encendida, después de que entre fray Joaquín y ella misma hubieran logrado sonsacar a Caridad, a base de mil preguntas contestadas entre sollozos, qué era lo que había sucedido con el alfarero.
—No es asunto de los gitanos —la interrumpió Ana.
—¡Pero madre!
—Milagros, ya tenemos muchos problemas. Las autoridades nos persiguen. ¡No nos metas en más líos! Sabes que tenemos prohibido hasta vestir como lo hacemos; podrían detenernos solo por nuestros trajes.
La muchacha abrió las manos y mostró su falda azul en gesto de incomprensión.
—No —le aclaró Ana—. Aquí en Triana, en Sevilla, gozamos de la protección de algunos principales y compramos el silencio de alcaldes y justicias, pero fuera de Sevilla nos detienen. Y nos mandan a galeras solo por ser gitanos, por andar los caminos, por forjar calderos, reparar aperos o herrar caballos y mulos. Somos una raza perseguida desde hace muchos años; nos tienen por maleantes solo por ser diferentes. Si Caridad fuera gitana… ¡entonces no lo dudes! Pero no debemos buscarnos esos problemas. Tu padre nunca lo consentiría…
—Padre odia a Caridad.
—Es posible, sin embargo eso no quita que no sea gitana. No es de los nuestros. Lo siento por ella… En verdad lo siento —insistió la madre ante la desesperación de su hija—. Milagros, soy una mujer y puedo imaginar mejor que tú el calvario por el que pasó la negra, pero no podemos hacer nada, de verdad.
Fray Joaquín no le fue de más ayuda pese a que Milagros recordaba la ira con la que había ido acogiendo la historia de Caridad cuando esta la contó, la noche de la carrera de gansos.
«¿Y qué quieres que haga, Milagros? —se excusó—. ¿Denunciarlo? ¿Denunciar a un honrado artesano que lleva años trabajando en Triana por la palabra de una mujer negra recién emancipada, sin arraigo alguno en este lugar? ¿Quién testificaría a su favor? Lo sé —añadió con rapidez para acallar su réplica—, tú lo harías y yo te creería, pero eres gitana y ellos, los justicias y los jueces, ni siquiera admitirían tu testimonio. Todos los artesanos se pondrían de su lado. Sería la ruina de Caridad, Milagros. No lo soportaría, se le echarían encima como perros salvajes. Consuélala, sé su amiga, ayúdala en su nueva vida… y olvida este asunto».
Sin embargo, el siguiente domingo, invitado a predicar en la parroquia de Santa Ana, fray Joaquín habló claro y alto desde el púlpito, sabiendo que muchos de los que le escuchaban se habían aprovechado de Caridad. Buscó con la mirada al ceramista que la había prostituido. Señaló amenazador a diestra y siniestra. Gritó y chilló. Alzó las manos al cielo con los dedos agarrotados y clamó contra los rufianes y contra quienes cometían el pecado de la carne, ¡más si se cometía contra mujeres indefensas! Con la complicidad de los párrocos de Santa Ana que le habían invitado a dar el sermón y ante una feligresía encogida y temerosa, auguró para todos ellos el fuego eterno. Luego los contempló abandonar la iglesia entre murmullos.
¿Y qué más daba?, renegó cuando el templo quedó vacío y en un silencio solo roto por el sonido de sus propios pasos. ¡Todo se reducía a un juego hipócrita! En Sevilla se contaban por decenas las gracias para conseguir indulgencias plenarias. Cualquiera de ellos, solo por visitar una iglesia determinada en un día concreto: la de San Antonio de los Portugueses, cualquier martes, por ejemplo, ganaría la indulgencia plenaria y quedaría libre de todo pecado, inocente y limpio como si acabase de nacer. Fray Joaquín no pudo reprimir una risa sardónica que resonó en Santa Ana. ¿Qué les importaba a ellos el arrepentimiento o el propósito de enmienda? Correrían a obtener su indulgencia, a limpiar su alma y volverían convencidos de haber eludido al diablo, listos para cometer cualquier otra fechoría.
Milagros y Alejandro se hallaban cerca de la almona, junto a la Inquisición; empezaba a asaltarles el penetrante olor de los aceites y las potasas con que se fabricaban los jabones blancos de Triana cuando, a la luz de los hachones del castillo de San Jorge, la joven observó que su prometido caminaba con una mano aferrada al mango del puñal que llevaba al cinto. La gitana trató de afirmar su caminar inestable como una reina invulnerable junto a los tres gitanos que la acompañaban: Alejandro, su hermano menor y uno de sus primos Vargas, quienes también jugueteaban con la empuñadura de sus navajas.
Habían seguido bebiendo, alejados de la música que sonaba para contento de nobles e invitados, mientras Milagros explicaba a aquel muchacho que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por ella lo que le había sucedido a Caridad a su llegada a Triana. Lo hizo exaltada, con mayor repugnancia si cabe de la que emanó de su voz cuando se lo contó a su madre. Alejandro conocía a Caridad, era imposible no fijarse en aquella mujer negra que vivía en el corral de vecinos junto a Melchor el Galeote. «Hijo de puta», masculló una y otra vez a medida que la gitana se explayaba en explicaciones.
—¡Perro sarnoso! —exclamó al enterarse de cómo la había atado. Milagros calló y trató de centrar su mirada en él. Alejandro, también afectado por la bebida, creyó percibir un atisbo de afecto en aquellos ojos vidriosos—. ¡Marrano! —añadió entonces.
—¡Degenerado! —soltó Milagros entre dientes antes de continuar con su explicación.
La gitana encontró en Alejandro la comprensión que no había obtenido ni en su madre ni en fray Joaquín. Hablaba enardecida. Por su parte, este sentía que ella se acercaba cada vez más, que buscaba su apoyo, que se le entregaba. El vino hizo el resto.
—Merece la muerte —sentenció Alejandro cuando Milagros puso fin a la historia.
A partir de ahí todo se desarrolló con rapidez.
—Vamos —le conminó el gitano.
—¿Adónde?
—A vengar a tu amiga.
Alejandro tiraba de la muchacha. El simple contacto con el brazo de Milagros lo envalentonaba. En el zaguán de salida de la casa en la que se celebraba la fiesta, el gitano se encontró con su hermano menor y su primo.
—Tengo una cuenta pendiente —les dijo rozando la empuñadura de su puñal con los dedos—, ¿me acompañáis?
Y ambos habían asentido, ya fuera para hacer cumplir la ley gitana, ya por la excitación provocada por la fiesta y el vino. Luego, mientras caminaban, Alejandro les habló de Caridad y el alfarero. Milagros ni siquiera pensó en las advertencias de su madre.
El barrio estaba desierto. Era noche cerrada. La muchacha señaló a Alejandro una de las casas de la calle con un casi inapreciable gesto del mentón. Caridad había consentido en indicársela de lejos, atemorizada.
—Esta es —anunció el gitano—. Vosotros, vigilad.
Acto seguido, sin pensarlo, aporreó las puertas del taller. Los golpes atronaron.
—¡Alfarero! —gritó el gitano—. ¡Abre, alfarero!
Los otros dos recorrían la calle de arriba abajo con una tranquilidad que apasionó a Milagros. ¡Eran gitanos! Alejandro volvió a aporrear las puertas. La contraventana de una casa frontera se abrió y la pálida luz de una vela se asomó a ella. El hermano menor de Alejandro ladeó la cabeza hacia la luz, como si le sorprendiese tal curiosidad. «No debe de tener ni quince años», pensó Milagros. La contraventana se cerró con un golpe seco.
—¡Alfarero, abre!
Milagros volvió la atención hacia Alejandro y le desconcertó notar cómo se le erizaba el vello ante su osadía; un escalofrío que corrió por su espalda empezó a liberarla de su borrachera.
—¿Quién es? ¿Qué quieres a estas horas?
La voz procedía de una de las ventanas del piso superior.
—¡Abre!
Milagros permanecía hechizada.
—¡No molestes más o llamaré a la ronda!
—Antes de que llegue, habré prendido fuego a tu casa —amenazó el muchacho—. ¡Abre!
—¡A mí! ¡Ayuda! ¡Alguaciles! ¡Ayuda! —gritó el alfarero.
Alejandro volvió a golpear la puerta ajeno a los gritos de socorro que se confundían con sus golpes en la noche. De repente, Milagros reaccionó: ¿dónde se habían metido? Recorrió la calle con la mirada. De un taller cercano salía un hombre en camisa de dormir empuñando un viejo trabuco. Se abrieron un par de puertas. El alfarero seguía gritando y Alejandro golpeando las puertas.
—Alejandro… —acertó a decir Milagros con voz titubeante.
Él no llegó a oírla.
—¡Son solo unos gitanillos! —gritó entonces el de la camisa de dormir.
—Alejandro —repitió Milagros.
—¡Son cuatro pordioseros!
El hermano y el primo Vargas empezaron a retroceder ante los hombres que salían de las casas vecinas, todos armados: trabucos, palos, hachas, cuchillos… Uno de ellos soltó una carcajada ante el miedo que apareció en el rostro de los muchachos.
—¡Alejandro! —chilló Milagros justo en el momento en que se abría la puerta del taller.
Todo sucedió con rapidez. Milagros solo lo entrevió, lo suficiente sin embargo para reconocer al hombre al que había tratado de venderle cigarros en San Roque el día de los gansos. Se hallaba más allá del vano de la puerta, vestido con unos calzones raídos y el pecho descubierto; tras él estaba su hijo con una vieja espada en la mano. El hombre sostenía un trabuco cuya amenazadora boca redonda le pareció inmensa a la gitana. Entonces Alejandro extrajo su puñal del cinto y, cuando hizo ademán de lanzarse contra el alfarero, este disparó. Infinidad de dispersas postas de plomo destrozaron la cabeza y el cuello del muchacho, que salió despedido por el impacto.
Los hombres de la calle se quedaron paralizados. Los gitanos, boquiabiertos, balbucientes, volvían la cabeza incesantemente del cuerpo desfigurado que yacía en la tierra a los alfareros que habían acudido en ayuda de su compañero. Milagros, desconcertada, se miraba las manos y las ropas, salpicadas de sangre y de restos de Alejandro.
—Habéis matado a un Vargas —logró articular el mayor de los gitanos.
Los hombres se miraron, como sopesando aquella amenaza. En el interior del taller, el alfarero trataba de recargar su trabuco con manos temblorosas.
—¡Acabemos con ellos! —propuso uno de los artesanos.
—Sí. ¡Así nadie llegará a enterarse! —añadió otro.
Los Vargas mantenían sus puñales extendidos, rodeando ya a Milagros, junto al cadáver de Alejandro, frente a los hombres apostados en semicírculo a su alrededor. Un par de ellos negaron con la cabeza.
—Son solo muchachos. ¿Cómo vamos a…?
—¡Corred!
El mayor de los dos gitanos aprovechó la indecisión: agarró a Milagros y la obligó a correr justo hacia aquel que había manifestado sus dudas, y el hermano de Alejandro se sumó a la carrera. Chocaron con el alfarero, que cayó al suelo, y saltaron por encima de él antes incluso de que hubiera puesto fin a sus palabras. Un hombre apuntó con su trabuco a las espaldas de los muchachos, pero el que estaba a su lado empujó el cañón al aire.
—¿Pretendes herir a alguno de los nuestros? —preguntó ante la cercanía de los demás curiosos que empezaban a asomarse.
Cuando volvieron a mirar, los gitanos se perdían ya en la oscuridad de la noche. En silencio, volvieron la cabeza hacia el cadáver que yacía en un charco de sangre frente a la puerta del taller. «Hemos matado a un Vargas», parecían decirse.