50

Habían transcurrido dos días desde la pelea. Melchor despertó en plena noche y acomodó su visión a la tenue iluminación de las velas del piso desocupado del callejón donde se habían instalado; contempló unos instantes a Ana y Milagros, al pie del jergón.

Luego pidió que lo llevaran a Barrancos.

—No quiero morir cerca de los García —logró mascullar.

—No va a morir, abuelo.

Carmen, una curandera gitana llegada de Osuna a la llamada de Ana, se volvió hacia esta y se encogió de hombros.

—Lo que tenga que suceder, sucederá —afirmó—, aquí, en Barrancos… o camino de Barrancos —se adelantó a la segura pregunta de la gitana.

Melchor pareció escucharlo.

—No debéis quedaros en Triana —acertó a decir—. Nunca os fiéis de los García.

Varias de las gitanas presentes en la estancia afirmaron con la cabeza mientras se escuchaba la respiración forzada de Melchor.

—¿Y la morena? —preguntó él.

—Bailando —contestó Milagros.

La respuesta no pareció sorprender a Melchor, quien lanzó un quejido al tiempo que esbozaba una sonrisa.

Caridad velaba a Melchor durante el día. Seguía las instrucciones de la curandera y, con Ana y Milagros, cambiaba vendas y apósitos, y reponía paños húmedos en su frente para combatir la calentura. Canturreaba como si Melchor pudiera escucharla. Una de las gitanas pretendió impedírselo con una mueca de disgusto al oír los cantos de negros, pero Ana la cortó con gesto autoritario y Caridad continuó cantando. Al llegar la noche se escabullía y corría al naranjal en el que conoció al gitano. Allí, tímidamente primero, con desenfreno después, una sombra convulsa entre las sombras, entrechocando palos en sus manos, cantaba y bailaba a Eleggua, el que dispone de las vidas de los hombres. No conseguía su favor, pero el dios supremo tampoco se decidía a llamar a su hombre. Melchor la había hecho mujer; le había enseñado a amar, a ser libre. ¿Acaso aquella era la lección que le faltaba? ¿Conocer el verdadero dolor de perder al hombre a quien amaba? Era solo una niña cuando la separaron de su madre y sus hermanos; el dolor se confundió entonces con la incomprensión de la infancia, y se atemperó distraído por las nuevas vivencias. Años después don José vendió a su primer hijo y terminó separándola del segundo, Marcelo; Caridad era una esclava y los esclavos no sufrían, ni siquiera pensaban, trabajaban tan solo. En esa ocasión, el dolor tropezó con la costra impenetrable con la que los esclavos recubrían sus sentimientos para poder continuar viviendo: así eran las cosas, sus hijos no le pertenecían. Pero ahora… Melchor había hecho añicos aquella costra, y ella conocía, y sabía, y sentía; era libre y amaba… ¡Y no quería sufrir!

—No dejéis que vaya sola a los campos —dijo Melchor.

—No se preocupe padre, Martín la vigila.

El gitano se sintió satisfecho, asintió y cerró los ojos.

—No me parece prudente que llevéis a Melchor a Barrancos.

El comentario, dirigido a madre e hija, provino de fray Joaquín. Terminada la pelea, el religioso las había seguido con discreción, como si formase parte de la familia, hasta llegar a confundirse con las demás Vega que no tenían adónde ir y con algunas de las gitanas que retrasaban su vuelta ante lo que preveían un inminente desenlace. Muchos rondaban por la casa. La angustiosa situación de Melchor, que se debatía entre la vida y la muerte, el entierro de Luisa y el de Pedro; los llantos y quejidos en el funeral; la tensión por lo que pudiera suceder con los García pese a sus promesas… Nadie se fijó en fray Joaquín.

—La prudencia nunca ha sido una de las virtudes de mi padre, ¿no cree, fray Joaquín?

—Pero ahora… en su estado, eres tú quien debe decidir.

—Mientras le quede un hálito de vida, decidirá él, su paternidad.

—No es buena idea —insistió el fraile, las palabras dirigidas a la madre; la mirada, no obstante, fija en la hija—. Deberíais buscar un buen cirujano que…

—Los cirujanos cuestan mucho dinero —le interrumpió Ana.

—Yo podría…

—¿De dónde iba a obtener ese dinero? —intervino Milagros.

—De la talla de la Inmaculada. Vendiéndola. Si antes ya era valiosa, ahora lo es mucho más. Parece ser que las langostas se lanzaron al río ante su presencia.

—Gracias, fray Joaquín, pero no —rechazó Ana la oferta.

Milagros escrutó a su madre. «No», repitió esta con la cabeza. «Si permites un nuevo sacrificio por parte del fraile, ya no serás capaz de rechazarlo», quiso explicarle.

—Pero… —empezó a decir fray Joaquín.

—Con todos los respetos, creo que mi padre se sentiría vejado si supiera que una Virgen ha venido a ayudarle con dineros —se excusó Ana, al tiempo que pensaba que tampoco iba tan desencaminada.

—¿Está segura, madre? —preguntó Milagros después de que el fraile las dejara cabizbajo.

Ana la abrazó, y las dos se fijaron en el gitano, tendido, con paños y vendas aquí y allá; la peor, la preocupante al decir de la curandera, era la cuchillada recibida en el costado, cerca de donde le hirió el Gordo. Ana apretó el hombro de Milagros antes de contestar:

—¿Estás segura, tú, hija?

—¿Qué quiere decir?

La mirada de su madre fue lo bastante explícita.

—Fray Joaquín se ha portado muy bien conmigo —afirmó Milagros—. Me salvó la vida y después…

—Eso no es suficiente. Lo sabes.

Lo sabía. Milagros se estremeció.

—En Madrid —susurró—, cuando me salvó, creí… no sé. Luego, durante el camino a Barrancos… no se puede imaginar cómo me cuidaba, las atenciones, sus esfuerzos por conseguir dinero, comida, lugares para dormir. Solo lo tenía a él y creí…, sentí… Pero luego encontré al abuelo, y a Cachita, y a usted, y recuperé a mi niña. —Milagros suspiró—. Es…, es como si el amor que creí sentir hacia él se hubiera diluido en los demás. Hoy veo a fray Joaquín con otros ojos.

—Tendrás que decírselo.

Milagros negó con la cabeza al tiempo que hacía una mueca de disgusto.

—No puedo. No quiero hacerle daño. Lo ha abandonado todo por mí.

Ana Vega hizo un significativo gesto a una de las gitanas Vega, que al instante ocupó el puesto al pie del jergón, y empujó con delicadeza a su hija en dirección a la salida de la casa. El calor de la noche era opresivo y húmedo. Pasearon en silencio por el patio de vecinos, hasta que decidieron sentarse en dos sillas destartaladas.

—El fraile entenderá —dijo Ana.

—¿Y si no es así?

—Hija, ya has cometido un error en tu vida. No apuestes por otro.

Milagros jugueteó con una cinta que llevaba en su muñeca. Vestía una sencilla falda roja y una camisa blanca, resultado de un trueque por las ropas negras traídas desde Madrid. También le habían dado varias cintas de colores.

—Un error muy importante —reconoció al cabo—. Entonces no hice caso de sus advertencias. Debería haber…

—Probablemente la culpa fue mía, hija —la interrumpió su madre—. No supe convencerte.

Ana palmeó sobre la mano de Milagros. Ella se la agarró.

—¿Sabe? —le tembló la voz—. Las cosas cambian cuando se es madre. Me gustaría que algún día mi hija estuviera tan orgullosa de mí como lo estoy hoy de usted. ¡Toda Andalucía ha venido en su ayuda! No. No fue culpa suya. Cuando se tiene una hija, las cosas se ven diferentes a como se ven cuando una tiene quince años. Hoy lo entiendo: lo primero son los tuyos, la familia, los que no te fallarán; nada ni nadie más puede existir. Confío poder enseñarle eso a María. Lo siento, madre.

«Los que no te fallarán», resonó en los oídos de Ana Vega mientras desviaba unos ojos húmedos hacia la casa en la que permanecía su padre. «Es fuerte el Galeote; todo nervio», había tratado de animarla la curandera cuando Melchor se esforzaba por maldecir las manos de todas aquellas mujeres que lo asediaban. «No te rindas, gitano», había escuchado de boca de Caridad cuando él tiritaba, febril. Recordó el esfuerzo casi sobrehumano que hizo Melchor al enterarse de que Pedro había asesinado a la vieja María, como si quisiera levantarse del jergón para correr a matarlo de nuevo. Habían dudado si decírselo después de que Milagros lo contase. «¿Y si se muere sin saber que también ha vengado a la vieja María?», zanjó el asunto Caridad. Fue Milagros quien se lo dijo. Los tuyos, la familia, los que no te fallarán… Ana abrazó a su hija.

—¡Luche, padre, luche! —susurró.

El sol estaba en lo alto, el día siguiente, cuando Martín entró en la casa en busca de las mujeres.

—Ya lo tengo todo preparado —anunció.

Caridad no hizo ademán de salir, ocupada en alimentar a Melchor con un caldo frío. Ana percibió que fray Joaquín aguzaba el oído.

—Ve tú a comprobarlo —dijo entonces a Milagros.

El fraile no tardó en seguirla hasta el callejón, donde se topó con una destartalada carreta de dos ruedas de madera, sin pescante ni laterales, y un viejo y mísero borriquillo uncido a su lanza.

Milagros examinaba la paja sobre la que viajaría Melchor.

—De vuelta a Barrancos —apuntó fray Joaquín.

Martín repasó al fraile de arriba abajo antes de dejarlo a solas con Milagros, que continuó removiendo la paja, como si buscase algo.

—Sí —afirmó sin abandonar su empeño con la paja—. El abuelo así lo quiere.

El silencio se alargó entre ellos.

Al fin, la gitana se volvió.

—¿Qué augura mi mano? —la sorprendió fray Joaquín tendiéndosela.

Ella no la tocó.

—La buenaventura… Usted sabe que todo eso son patrañas. —La voz le arañó la garganta, no quería llorar.

—Depende de lo que quiera ver la gitana que la lea —insistió fray Joaquín, alargando más su mano, animándola a que la tomara entre las suyas.

Milagros quiso bajar la cabeza, esconder la mirada. No lo hizo por el recuerdo de su niñez en Triana, por su ayuda en Madrid, y durante el camino a Barrancos, por haberla salvado de ser asesinada y por la dulzura y el cariño que le demostró después. Nada dijo, sin embargo.

Fray Joaquín retiró su mano ante el revuelo que originó la salida de Melchor; caminaba muy despacio, sostenido por Martín a un lado y Caridad al otro; Ana con la niña y los demás detrás. Todo ello, sin embargo, no fue suficiente para que Milagros desviase su atención del rostro del fraile: las lágrimas corrían por sus mejillas.

—No llore, por favor —rogó la gitana.

Allí, quietos, impedían que Melchor pudiera subir a la carreta.

—Es usted un buen hombre, padre —terció el gitano con un hilo de voz al llegar hasta ellos—. No pretenda más —le aconsejó después—. Continúe con su Dios y sus santos. Los gitanos…, ya ve usted, vamos y venimos.

Fray Joaquín interrogó a Milagros con la mirada.

—No me dejes otra vez —suplicó ante su silencio.

—Lo siento —logró disculparse ella.

El fraile no tuvo tiempo de replicar ante una nueva intervención de Melchor, al que trataban de alzar para acomodarlo sobre la paja, en la carreta.

—¡Ah, padre! —Melchor lo llamó como si pretendiera hacerle una confidencia.

El otro lo miró. Se resistía a apartarse de Milagros, pero los ojos tan vidriosos como penetrantes del gitano le convencieron de que se acercara a él.

—No deje que le estafen con el polvo de tabaco —le susurró el gitano con simulada seriedad—. Si lo ve colorado, no dude, es cucarachero, seguro.

Cuando el fraile se apresuró a buscar los ojos de Milagros, no los encontró.

«En Barrancos sanará». Querían creerlo. Se lo habían repetido unas a otras durante el largo y penoso trayecto por las sierras, tratando de animarse mientras caminaban tras el carro donde Melchor yacía sobre la paja. Martín tiraba del borrico, que, junto con el carro, había trocado por su caballo en Triana.

Al llegar al pie del cerro, Caridad alzó la mirada hacia la casa que tocaba el cielo, la suya. Ascendieron y se detuvieron en lo alto. Martín ayudó a Melchor a descender de la carreta. Ana y Caridad se disponían a ayudarle pero él las rechazó y trató de disimular el dolor.

El día era claro; el sol estival perfilaba campos, ríos y montañas y destacaba sus vívidos colores. El silencio invadía el entorno. Melchor renqueó en dirección al borde del barranco, que se abría a la inmensidad. Milagros entregó la niña a Martín y se dispuso a seguir a su abuelo, pero Caridad se lo impidió extendiendo su mano abierta, con la mirada puesta en su hombre, que se apoyaba ahora contra la gran roca testigo de los sueños e ilusiones que ambos habían compartido.

—Canta, gitano —murmuró entonces con la voz tomada.

Transcurrieron unos segundos.

Empezó con un susurro que fue ganando fuerza hasta convertirse en un largo y hondo quejido que resonó contra el mismo cielo. Un escalofrío recorrió la espalda de Caridad; toda ella tembló al tiempo que se le erizaba el vello. Milagros se abrazó a su madre, para no caer. Ninguna de ellas cantó, las tres unidas en el embrujo de una voz rota que se fundía con la brisa para volar en busca de la libertad.

—Cante, abuelo —susurró Milagros—. Cante hasta que la boca le sepa a sangre.