5

Tuvieron que transcurrir cinco meses para que Caridad regresara a la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles y se encontrara de nuevo con el hermano mayor de la cofradía de los Negritos. Fue en la víspera de la festividad de la patrona, el primero de agosto de 1748. Al atardecer de ese día, entre un numeroso grupo de gitanas escandalosas, Milagros y su madre entre ellas, chiquillos alborozados y hasta algunos hombres con guitarras, Caridad cruzó el puente de barcas para dirigirse al barrio de San Roque.

Todavía conservaba su viejo sombrero de paja con el que, pese a los numerosos agujeros y desgarrones, trataba de protegerse del abrasador sol andaluz. Sin embargo, hacía tiempo que ya no vestía su descolorido traje de bayeta gris. El abuelo le había regalado una camisa roja y una amplia falda más roja todavía, color sangre encendida, ambas prendas de percal, que ella cuidaba con esmero y lucía con orgullo. Las gitanas no sabían coser; sus preciosas ropas las compraban, aunque ninguna de las mujeres descartó que aquellas fueran el fruto de un descuido durante alguna de las correrías del abuelo.

Ana y Milagros no pudieron disimular su admiración ante el cambio experimentado por Caridad. De pie ante todos ellos, tímida y avergonzada pero con sus ojillos pardos brillantes al reflejo colorado de sus nuevas ropas, la sonrisa que se dibujaba en aquel rostro redondeado y de labios carnosos era toda gratitud. Con todo, no fue la sonrisa de Caridad lo que causó admiración en las gitanas; fue la sensualidad que emanaba; las curvas de un cuerpo bien formado; los grandes pechos que tiraban de la camisa para dejar al aire una fina línea de carne de color negro como el ébano entre falda y camisa…

—¡Padre! —le recriminó Ana al percatarse de que precisamente Melchor permanecía embelesado en aquella línea.

—¿Qué…? —se revolvió este.

—¡Maravillosa! —terció en la discusión Milagros aplaudiendo con entusiasmo.

—Toda Sevilla estará hoy reunida en la explanada de los Ángeles —le había explicado Milagros a Caridad ese mismo día—. Habrá muchas oportunidades para vender tabaco o decir la buenaventura; la gente se divierte mucho en esta fiesta, y cuando estén entretenidos… ganaremos un buen dinero.

—¿Por qué? —preguntó Caridad.

—Cachita —contestó la muchacha utilizando el apelativo con el que Caridad le había dicho que la llamaban en Cuba—, ¡hoy se corren gansos! Ya lo verás —interrumpió el gesto de la otra para pedir explicaciones.

Mientras se dirigía a la iglesia, rodeada de gitanas, entre las que destacaba por su altura, acentuada por el viejo sombrero que se resistía a desechar, Caridad observó a Milagros, que iba algo más adelantada, con las jóvenes. «Debe de ser una buena fiesta esa carrera de gansos», pensó entonces, pues la muchacha reía y bromeaba con sus amigas como si hubiese dejado atrás la tristeza que la embargaba desde que, hacía poco más o menos un mes, José Carmona había anunciado el compromiso de su hija con Alejandro Vargas para casarse al cabo de un año. Melchor, que deseaba que su nieta se uniera a alguien de los Vega, desapareció entonces durante más de diez días, de los que regresó en un estado tan deplorable que Ana se preocupó y mandó recado a la vieja María para que acudiese a atenderlo. Aun así, ni la propia Ana apoyó a Melchor en aquel asunto: debía ser el padre de la niña quien decidiera.

A medida que rodeaban las murallas de la ciudad y superaban las diversas puertas, riadas de bulliciosos sevillanos iban sumándose al grupo de gitanos. Ya en las cercanías del descampado, entre el arroyo del Tagarete y la iglesia de los Negritos, el avance se entorpecía. A la espera de que se iniciase la fiesta, la gente, en grupos, charlaba y reía. Aquí y allá, en corros rodeados de espectadores, había hombres y mujeres cantando y bailando. Uno de los gitanos, sin dejar de andar, se arrancó con su guitarra. Varias mujeres dieron unos alegres pasos de baile entre los silbidos y aplausos de los más cercanos, y los gitanos continuaron andando y tocando como si fueran de ronda. Caridad miraba a un lado y a otro: aguadores y vinateros; vendedores de helados, rosquillas, buñuelos y todo tipo de dulces; comerciantes de las mercaderías más peregrinas, algunos anunciando sus productos a gritos, otros haciéndolo subrepticiamente, atentos a los justicias y soldados que paseaban; volatineros que andaban y saltaban sobre cuerdas tendidas en el aire; saltimbanquis; domadores de perros que divertían a las gentes; frailes y curas, centenares de ellos…

«Sevilla es el reino que cuenta con más religiosos», había oído decir Caridad en más de una ocasión, y algunos participaban de la fiesta bebiendo, bailando o cantando sin el menor decoro; otros, en cambio, se dedicaban a sermonear a unas gentes que no les hacían el menor caso. Eso sí, casi todos iban aspirando sus polvos de tabaco, como si estos fueran el camino para la salvación eterna. Caridad también observó a algunos petimetres que deambulaban entre la gente: jóvenes amanerados que vestían a la moda francesa de la corte, tapándose delicadamente la boca y las narices con sus pañuelos bordados mientras sorbían tabaco.

Un par de aquellos afrancesados presumidos se dieron cuenta de la curiosidad de Caridad hacia sus personas, pero se limitaron a comentarlo entre sí como si no fuera más que una molestia. Caridad desvió la mirada al instante, turbada. Cuando volvió a mirar se dio cuenta de que los gitanos se habían desperdigado entre la gente. Movió la cabeza de un lado al otro, buscándolos.

—Aquí. Estoy aquí —escuchó que le decía Milagros a su espalda. Caridad se volvió hacia ella—. Disfruta de tu fiesta, Cachita.

—¿Qué…?

—Los de la cofradía —le interrumpió la muchacha—, esos que te trataron con soberbia. Hoy verás dónde queda esa altanería.

—Pero…

—Ven, sígueme —le indicó tratando de abrirse paso entre las gentes más apiñadas, aquellas que se habían instalado frente a la iglesia—. ¡Señores! —gritó Milagros—. ¡Excelencias! Aquí hay una morena que viene a su fiesta.

La gente volvía la cabeza y abría paso a las dos mujeres. Cuando llegaron a las primeras filas, Caridad se sorprendió de la cantidad de negros que se habían dado cita.

—Tengo que hacer —se despidió Milagros—. Escucha, Cachita —añadió bajando la voz—: Tú no eres como ellos, tú estás conmigo, con el abuelo, con los gitanos.

Antes de que tuviera oportunidad de chistar, la muchacha desapareció entre la multitud y Caridad se encontró, esta vez sí, sola en primera línea de una muchedumbre que se apiñaba frente a la fachada trasera de la parroquia de San Roque. Entre ella y las tarimas que se habían erigido detrás del templo se abría una amplia franja de terreno libre. ¿De qué se trataba aquella fiesta? ¿Por qué le había susurrado Milagros que ella no era como los demás? La gente empezaba a impacientarse y algún grito de apremio se escuchó entre la multitud. Caridad dirigió su atención hacia las tarimas: nobles y principales sevillanos lujosamente vestidos, miembros del cabildo catedralicio, adornados con sus mejores galas, charlaban y reían en pie, ajenos al descontento de los ciudadanos.

Transcurrió un buen rato y las quejas de los sevillanos arreciaron hasta que se escuchó un redoble de tambor detrás de la parroquia de San Roque, donde estaba la iglesia de los Negritos. Los que andaban distraídos con bailes y diversiones se apiñaron tras los que ya esperaban, mientras los soldados y justicias se empleaban a fondo para que la multitud no traspasase las inestables vallas de madera.

Cuando una pareja de jinetes, al son de pífanos y tambores y entre el aplauso del público, doblaba la esquina de San Roque, Caridad notó que la gente trataba de llegar a primera fila. Cinco parejas más de jinetes siguieron a la primera, cada una compuesta por un jinete negro que ocupaba la derecha, el lugar de preferencia, incómodamente vestido con lujo, con mangas blancas y esplendorosos penachos de plumas en el sombrero. Los caballos que montaban los negros también iban enjaezados con fasto: buena silla, cascabeles y cintas de colores en crines y colas. Por el contrario, los jinetes que acompañaban a los negros desfilaban con vestiduras vulgares: valonas caídas y sombreros ordinarios. Sus caballos trotaban sin adorno alguno.

Después de saludar a las autoridades, las parejas de jinetes empezaron a galopar en círculo alrededor del descampado. Caridad reconoció al hermano mayor de la cofradía en la tercera pareja; hacía grandes esfuerzos por mantenerse sobre la montura, como los otros de su raza. La gente reía y los señalaba. Hombres y mujeres se burlaban de ellos a gritos mientras los negros se bamboleaban peligrosamente, aunque trataban de mantener la seriedad y la compostura.

La música seguía sonando. En un momento dado, el jinete que acompañaba al hermano mayor de la cofradía, un hombre con una cuidada barba canosa que montaba con porte y soltura, echó mano al negro para impedir que cayera.

—¡Déjale que se caiga! —gritó una mujer.

—¡Moreno, te vas a dejar los dientes en la tierra! —añadió otro.

—¡Y hasta tu rabo negro! —aulló un tercero originando una carcajada general.

«¿Qué significa esta mojiganga?», se preguntó Caridad.

—Son caballeros maestrantes. —La respuesta le llegó desde su espalda.

Caridad se volvió y se topó con un risueño fray Joaquín. Se había dirigido hacia ella al reconocer entre la multitud el rojo de su vestimenta. La mujer escondió su mirada.

—Caridad —le recriminó el joven fraile—: te he dicho en muchas ocasiones que todos somos hijos de Dios, no tienes por qué bajar la vista, no tienes por qué humillarte ante nadie…

En ese momento Caridad alzó la cabeza y con un gesto señaló a los negros que continuaban galopando entre las chanzas y burlas de las gentes. Fray Joaquín la entendió.

—Quizá ellos —contestó alzando las cejas— pretendan ser lo que no son. La Real Orden de Caballería de la Maestranza de Sevilla apadrina a la cofradía de los Negritos; cada año lo hace. En días como este, negros y nobles, la clase más alta y la más humilde de la ciudad, intercambian sus posiciones. Pero en cualquier caso la cofradía obtiene algunos dineros con los gansos que le regala la maestranza.

—¿Qué gansos? —preguntó Caridad.

—Aquellos —le señaló el fraile.

Las seis parejas habían dejado ya de exhibirse y se habían reunido frente a las autoridades. Algo más lejos, en un extremo del descampado, hacia donde señalaba fray Joaquín, unos hombres se afanaban en tender una cuerda sobre dos largas estacas clavadas en los lindes del descampado. En mitad de la cuerda, boca abajo, se agitaba con violencia un corpulento ganso atado a ella por las patas. Cuando los hombres terminaron de colgar el ganso, el asistente de Sevilla, apoltronado en un sillón sobre la tarima, ordenó al primer negro que galopase hacia el animal.

Caridad y fray Joaquín, entre el ensordecedor griterío de la multitud, contemplaron el torpe galope del negro que, al pasar bajo el ganso, trató de agarrar el serpenteante cuello del animal con la mano derecha sin conseguirlo. Le siguió el caballero maestrante que formaba pareja con él. El noble espoleó a su caballo, que salió al galope tendido con su jinete aullando en pie sobre los estribos. Al pasar bajo el ganso, el caballero maestrante acertó a agarrarlo del cuello y le arrancó de cuajo la cabeza. Los sevillanos aplaudieron entusiasmados y lanzaron vítores mientras el cuerpo del ganso se estremecía colgado de la cuerda. Pocos pudieron advertirlo, pero el asistente y algunos más de los nobles que se sentaban en la tarima hicieron un gesto de reprimenda al resto de los maestrantes: disponían solo de seis gansos y había que divertir al pueblo.

Con esas instrucciones, la carrera de gansos se alargó en el atardecer para deleite de la ciudadanía. Ningún negro consiguió decapitar al animal. Uno de ellos logró agarrarlo del cuello, pero no con la suficiente velocidad, y el ganso se defendió y le picó en la cabeza, lo que originó las más ignominiosas burlas por parte del público. Los seis negros cayeron en algún momento, mientras galopaban sobre unos caballos cada vez más excitados, o al soltar una de sus manos y ladearse sobre los estribos para agarrar al ganso. Por su parte, los gansos fueron pereciendo a medida que el asistente hacía una seña a los maestrantes.

—Luego los negritos los venderán y la cofradía se quedará con los dineros —le explicó fray Joaquín.

Caridad estaba absorta en el espectáculo, la invadían sensaciones contradictorias ante el griterío de la gente y la visión de aquellos torpes negros pretendiendo decapitar a los gansos. No había encontrado el sentimiento de la raza en los ojos del hermano mayor, la solidaridad, ni siquiera la comprensión, cuando no compasión, que ningún negro de Cuba escondía ante un hermano de sangre.

Con el desfile final, tras la muerte del último de los gansos, la gente empezó a dispersarse y los nobles y religiosos que presidían la fiesta se levantaron de sus sillones. «Tú no eres como ellos —le había dicho Milagros—. Tú estás con los gitanos», había añadido con ese orgullo que siempre aparecía en los labios de todos ellos al referirse a su raza. ¿Estaba con los gitanos? Estaba con Milagros. La amistad y confianza que le mostraba la muchacha se selló en cuanto esta le comunicó que podía quedarse con Melchor y vino a consolidarse en el momento en que su padre hizo público el compromiso matrimonial con Alejandro. A partir de entonces Milagros trató de compartir con Caridad el dolor que sentía, como si ella, que había sido esclava, pudiera entenderla mejor que nadie. Pero ¿qué sabía Caridad de amores frustrados? José Carmona, el padre de Milagros, la miraba desde la distancia, como si se tratase de un objeto molesto, y Ana, la madre, empezó a soportarla cual si se tratase de un capricho fugaz de su hija. En cuanto a Melchor… ¿quién podía saber lo que pensaba o sentía el gitano? Lo mismo le regalaba una falda y una camisa de color rojo como pasaba a su lado sin mirarla siquiera, o no le hablaba durante días. Al principio, a instancias de su nieta, Melchor permitió que Caridad continuara ocupando el rincón del patinejo, y con el tiempo se convirtió en la única persona que tenía libre acceso al santuario del abuelo.

Una tarde de mayo, cuando la primavera había florecido en toda Triana, el gitano se encontraba cerca del pozo, en el patio de entrada, oculto entre hierros viejos y retorcidos, fumando un cigarro y dejando pasar el tiempo, perdido en aquellos insondables mundos en los que se refugiaba. Caridad pasó junto a él camino de la puerta de salida. El aroma del tabaco detuvo sus pasos. ¿Cuánto hacía que no fumaba? Aspiró con fuerza el humo que envolvía al gitano en un vano intento de que llegara a sus pulmones y a su cerebro. ¡Anhelaba volver a sentir la sensación de alivio que le procuraba el tabaco! Cerró los ojos, alzó levemente la cabeza, como si pretendiera seguir el recorrido ascendente del humo, y aspiró una vez más. En ese momento Melchor despertó de su letargo.

—Toma, morena —la sorprendió ofreciéndole el cigarro.

Caridad no lo dudó: cogió el cigarro, se lo llevó a los labios y chupó de él con fruición. En unos instantes sintió un leve cosquilleo en piernas y brazos y un relajante mareo; sus ojillos pardos chispearon. Fue a devolver el cigarro al gitano, pero este le indicó que continuara fumando con un displicente gesto de la mano.

—De tu tierra —comentó mientras la contemplaba fumar—. ¡Buen tabaco!

Caridad ya volaba; su mente totalmente relajada, perdida.

—No es habano —se escuchó afirmar a sí misma.

Melchor frunció el ceño. ¿Cómo que no era de Cuba? ¡Él lo pagaba como puro habano! Aquel día fue el primero en que Caridad entró en la habitación del gitano.

La gente se negaba a abandonar el barrio de San Roque y el descampado donde se sucedía la fiesta. Aquí y allá sonaban las guitarras, las castañuelas, las panderetas y los cantes; hombres y mujeres, sin distinción de sexos o edades, bailaban con alegría en grupos alrededor de hogueras.

—¿Dónde está Milagros? —preguntó el fraile a Caridad mientras los dos deambulaban entre el gentío.

—No lo sé.

—¿No te ha dicho dónde…?

Fray Joaquín se interrumpió. Caridad ya no estaba a su lado. Se volvió y la vio un par de pasos por detrás, inmóvil frente a una parada de dulces. Se acercó sin poder evitar sentirse confundido: aquella mujer negra, vestida de rojo y con la camisa ceñida al cuerpo, era objeto de miradas libidinosas y comentarios de cuantos la rodeaban, y sin embargo a los ojos del fraile apareció como una niña grande a la que se le hacía la boca agua al aroma y a la vista de los dulces: rosquillas, buñuelos, tortas de aceite, pestiños, poleas…

—Deme unos polvorones —ordenó el religioso al pastelero tras echar un rápido vistazo a la repostería expuesta en la parada—. Ya verás, Caridad, están deliciosos.

Fray Joaquín pagó y continuaron andando sin rumbo, en silencio. El fraile miraba de reojo cómo Caridad saboreaba los dulces ovalados de almendra, manteca, azúcar y canela, temeroso de interrumpir el placer que se revelaba en ella. «¿Los habrá probado alguna vez?», se preguntó. Probablemente no, concluyó ante las sensaciones que mostraba la mujer. Era…, pensó, como cuando Melchor había aparecido en el convento tirando de Caridad, en aquella ocasión con el permiso del hermano portero, que les había franqueado el paso atemorizado ante la ira que rezumaban los ojos del gitano. «¡Nos han engañado! —gritó nada más ver a fray Joaquín—. ¡El tabaco no es puro habano!» El religioso trató de calmar al gitano y llevó a Caridad al sótano que los frailes utilizaban como despensa y bodega. Tras unos maderos, escondía un par de corachas de hoja de tabaco —una de ellas propiedad de Melchor en pago a sus trabajos— de la incursión que acababan de hacer al lugar de Barrancos, ya cruzada la raya con Portugal.

Melchor cortó con violencia las cuerdas que ligaban uno de los fardos y, sin dejar de renegar, indicó a Caridad que se acercase a examinar el tabaco. Fray Joaquín recordaba ese momento: instintivamente, Caridad entornó los ojos y se humedeció los labios, como si se dispusiese a saborear un delicado manjar. En el interior de la coracha, el tabaco estaba atado en tercios, pero ya a la primera ojeada Caridad comprobó que el fardo de hojas no estaba hecho con yaguas, las láminas flexibles de la palma real cubana. Indicó al gitano que cortara las sogas que apretaban el tercio y cogió con delicadeza una de las hojas; a los dos hombres les sorprendieron entonces sus largos y hábiles dedos. Caridad examinó la hoja de tabaco con detenimiento; la alzó a la luz del candil que portaba fray Joaquín para observar los pigmentos oscuros, claros o rojos, maduros, ligeros o secos que la coloreaban; la acarició y la palpó con delicadeza para comprobar su textura y su humedad; mordisqueó la hoja y la olió, tratando de averiguar, a través de su sazón, del aroma y el sabor de la nicotina, los años que hacía de su cosecha. Melchor apremiaba a Caridad con gestos cada vez más alterados, pero el fraile quedó cautivado con el ritual que realizaba la mujer, con las sensaciones que reflejaban su rostro y las pausas que efectuaba después de oler o tocar la hoja, segura de que el transcurso de los segundos le ofrecería la solución.

Ese mismo ritual era el que ahora, caminando cerca del Tagarete, a hurtadillas, veía realizar a Caridad mientras comía los polvorones: dejaba de masticar, entrecerraba los ojos y permitía que pasase el tiempo, contrayendo los labios, salivando antes de mordisquear otro de ellos.

No era tabaco habano, ni puro ni mezclado, recordó que había sentenciado aquel día Caridad. ¿Que de dónde era? No podía saberlo, contestó al gitano con una tranquilidad inusual, como si el contacto con las hojas de tabaco le hubiera ofrecido seguridad; ella solo conocía el de Cuba. Se trataba de un tabaco joven, afirmó, con muy poca fermentación, quizá…, quizá seis meses, a lo sumo un año. Y excesivamente rubio, con poco sol.

Fray Joaquín observó cómo Caridad se llevaba un nuevo polvorón a la boca, con delicadeza, como si fuera una hoja de tabaco…

—¡Cachita!

La voz de Milagros los sorprendió a ambos. Ni siquiera habían logrado descubrir de dónde venía la voz cuando esta les apremió:

—¡Tú eres cubana! Entiendes de tabaco…

—Milagros —musitó el fraile tratando de reconocerla entre la gente, en la oscuridad.

—¡Diles que estos cigarros son puros habanos! —le exhortó la gitanilla—. ¡Ven!

Fue fray Joaquín quien primero vislumbró las cintas de colores del cabello de la gitana y los pañuelos de sus muñecas revoloteando en el aire, al ritmo de sus aspavientos entre un grupo de hombres.

—¿Cómo se atreven ustedes a decir que no son habanos? —se quejaba Milagros a voz en grito—. ¡Cachita, ven! ¡Acércate! —Fray Joaquín y Caridad lo hicieron—. ¡Pretenden aprovecharse de una niña! ¡Me quieren robar! ¡Diles que son habanos! —le exigió a la vez que le entregaba uno de los cigarros que la misma Caridad había elaborado con aquel tabaco rubio que el religioso escondía en el convento—. ¡Díselo! ¡Ella entiende de tabaco! ¡Diles que es habano!

Caridad dudó. ¡Milagros sabía que no era habano! ¿Cómo iba ella…?

—Por supuesto que es habano, señores —salió en su ayuda fray Joaquín. Nadie llegó a percibir, en la oscuridad solo rota por el tenue resplandor de una hoguera cercana, la sonrisa de complicidad que se cruzaron el religioso y la gitana—. Yo mismo le he comprado un par de ellos esta mañana…

—Fray Joaquín —susurró uno de los congregados al reconocer al célebre predicador de San Jacinto.

Los cinco hombres que rodeaban a Milagros se volvieron entonces hacia el religioso.

—Si fray Joaquín afirma que son habanos… —empezó a decir otro de ellos.

—¡Claro que son habanos! —le interrumpió Milagros.

En ese momento, la titilante luz de la hoguera relampagueó en las facciones del último de los hombres que había hablado. Y Caridad tembló. Y el cigarro cuestionado resbaló de sus manos y cayó al suelo.

—¡Cachita! —le recriminó Milagros al tiempo que hacía ademán de agacharse para recogerlo. Sin embargo se detuvo: Caridad continuaba temblando, con la mirada baja y la respiración agitada—. ¿Qué…? —empezó a preguntar la gitana girando la cabeza hacia el hombre.

Incluso a la luz mortecina, Milagros alcanzó a ver que el hombre fruncía el ceño y se ponía en tensión, pero luego desvió su mirada hacia el fraile y se contuvo.

—¡Vámonos! —ordenó a sus compañeros.

—Pero… —se quejó uno de ellos.

—¡Vámonos!

—Cachita. —Milagros la rodeó con los brazos mientras el grupo de hombres les daban la espalda y se perdían en la multitud—. ¿Qué te sucede?

Caridad señaló la espalda del hombre. Era el alfarero de Triana.

—¿Qué pasa con ese hombre? —preguntó fray Joaquín.

Caridad se liberó con delicadeza del abrazo de la muchacha y, ya con las lágrimas corriendo por su rostro, se agachó a coger el cigarro que había quedado en el suelo. ¿Por qué siempre tenía que llorar allí, cerca del Tagarete, en San Roque?

La gitana y el religioso se miraron perplejos mientras Caridad limpiaba la tierra que se había adherido al cigarro. Cuando advirtieron que la mujer, entre sollozos, limpiaba ya una arena solo existente en su imaginación, el fraile apremió a Milagros con un gesto.

—¿Qué sucede con ese hombre? —inquirió la muchacha con ternura.

Caridad continuó acariciando el cigarro con sus largos y expertos dedos. ¿Cómo iba a contárselo? ¿Qué pensaría de ella la gitana? Milagros le había hablado de hombres en numerosas ocasiones. A sus catorce años, la muchacha no había conocido varón ni lo conocería hasta que contrajese matrimonio. «Las gitanas somos castas y luego fieles —había afirmado—. ¡No hay en todo el reino una gitana entregada a la prostitución!», se enorgulleció más tarde.

—Cuéntame, Caridad —insistió Milagros.

¿Y si la abandonaba? Su amistad era lo único que tenía en la vida y…

—¡Cuéntamelo! —le ordenó la muchacha ante el sobresalto de fray Joaquín.

Pero en esta ocasión Caridad no obedeció; permaneció con la vista fija en el cigarro que todavía mantenía en sus manos.

—¿Te hizo daño ese hombre? —inquirió con ternura fray Joaquín.

¿Le había hecho daño? Terminó asintiendo.

Y de aquella manera, pregunta a pregunta, fray Joaquín y Milagros se enteraron de la historia de la llegada de Caridad a Triana.