49

Entre los aplausos y vítores de la multitud que se apretujaba en la herrería, Ana abrazó a su hija en cuanto consiguieron extraerla de la fosa. Deslumbrada aun con la escasa luz que se colaba, Milagros la oyó, la sintió, la olió y se agarró a ella con fuerza. Se pidieron mil veces perdón, se besaron, se acariciaron el rostro y se limpiaron las lágrimas la una a la otra, riendo y llorando al tiempo. Luego, por exigencia de Melchor, desataron y subieron a una aturdida Caridad, quien, tan pronto como recuperó la visión, se dirigió a un rincón entre la curiosidad de quienes no sabían de ella. Por último, el gitano que había descendido a la fosa ayudó a salir a Melchor.

—¡Padre! —gritó Ana.

Melchor, entumecido, se dejó abrazar sin apenas corresponder a las muestras de cariño de su hija y se libró con premura de sus brazos, como si no quisiera que ninguna otra emoción turbase su espíritu. El gesto heló la sangre de Ana.

—¿Padre? —preguntó separándose de él.

Los aplausos y comentarios de las gitanas cesaron.

—¿Y mi navaja? —exigió Melchor.

—Padre…

—Abuelo… —se acercó Milagros.

—¡Rafael! —gritó Melchor apartando a ambas mujeres.

El Galeote intentó andar, pero las piernas le fallaron. Cuando su hija y su nieta trataron de ayudarle, él se soltó de sus manos. Quería aguantar en pie por sí solo. Lo consiguió y dio un paso adelante. La sangre corrió de nuevo y logró dar el siguiente.

—¿Dónde está tu nieto? —aulló Melchor—. ¡He venido a matar a ese perro sarnoso!

Ana Ximénez, la primera frente al gitano, se apartó; las demás la fueron imitando y se abrió un pasillo hasta el callejón. Ana y Milagros vacilaron, no así Caridad, que corrió en pos de su hombre.

—Cachita —alcanzó a rogarle Milagros, rozando uno de sus brazos con la mano.

—Debe hacerlo —sentenció Caridad sin detenerse.

Madre e hija se apresuraron tras ella.

—¿Dónde está tu nieto? Te dije que venía a matarlo —soltó Melchor a un Rafael García que no se había movido de la puerta de su casa.

Caridad apretó puños y dientes en apoyo de las palabras del gitano; Ana Vega, por el contrario, solo reparó en la arrogancia con que el Conde acogió la amenaza. Sin el refulgir de la hoja de una navaja en la mano, su padre se le mostró pequeño e indefenso. Los años tampoco habían pasado en vano para él, lamentó. Ambas mujeres cruzaron sus miradas. ¡Cuánta resolución había en el semblante de la morena, pensó Ana, qué diferente de la última vez que la vio, caída en tierra, ingenua, cubierta con su sempiterno sombrero de paja mientras ella, atada a la cuerda con las demás detenidas, le rogaba que cuidara de Milagros! También su hija había cambiado. Se volvió hacia ella, ¿dónde…?

—Pensaba que huirías confundido entre las mujeres —se oyó en ese momento replicar a Rafael García con sarcasmo, la voz potente.

Entre la contestación del Conde y la ausencia de Milagros, Ana sintió un tremendo vértigo. ¿Dónde…? Temió lo peor.

—¡Padre! —gritó al descubrir a Milagros cruzando ya el umbral que daba al patio del corral de vecinos de los García, unos pasos más allá de la puerta de la herrería.

Ana se lanzó en persecución de su hija antes de que Melchor llegara a comprender lo que sucedía. Algunas mujeres la siguieron. Milagros había alcanzado la galería del piso superior cuando Ana accedió al patio.

—¡Milagros! —trató de detenerla.

Ella saltó los escalones que le faltaban.

—¿Dónde está mi niña? —Empujó a dos viejas García y se abrió paso por la galería—. ¡María!

La cabeza de Bartola asomó por la puerta de uno de los pisos.

—¡Hija de puta! —le gritó Milagros.

Desde las escaleras, Ana la vio, vestida de negro, correr y entrar en aquel piso.

—¡Rápido! —azuzó a las que la seguían.

Cuando entraron en tropel en el piso, las mujeres se encontraron con la niña, que lloraba y forcejeaba, en brazos de una joven y hermosa gitana. Milagros, frente a ellas, jadeante por la carrera y con los brazos tendidos hacia su hija, se había quedado inmóvil ante la fría mirada de Bartola y de Reyes, la Trianera, como si temiera que dar un paso más pudiera poner en peligro a la pequeña María.

—Es mi hija —musitó Milagros.

—¡Dásela! —ordenó Ana a la joven.

—No lo hará sin el consentimiento de su padre —se opuso la Trianera.

—Reyes —masculló Ana Vega—, dile que entregue la niña a su madre.

—¿A una puta? No pienso…

La Trianera no pudo continuar. Milagros se abalanzó sobre ella rugiendo como un animal. La empujó con las dos manos y cayeron al suelo, donde empezó a golpearla. Ana Vega no perdió un instante: se adelantó hasta la joven y le arrebató a María sin resistencia. El llanto de la pequeña y los gritos de Milagros inundaron la estancia y llegaron al callejón. Ana apretó a María contra sí y contempló la paliza con la que Milagros pretendía vengar en Reyes años de suplicio. No hizo nada por detenerla. Cuando la gente se amontonaba en la puerta y Ana percibió la presencia de algunos hombres, se acercó a Milagros y se acuclilló.

—Coge a tu hija —le dijo.

Salieron de la estancia justo en el momento en que Rafael García enfilaba la galería. Se cruzaron con él. Milagros trataba en vano de calmar a su pequeña. Le temblaban las manos y le faltaba el aliento, pero su mirada era tan brillante, tan victoriosa, que el Conde se alarmó, las sorteó, preocupado, y apresuró el paso en dirección a su casa.

—Enséñasela a tu abuelo. Pon a la niña en sus brazos. Corre, hija. Quizá así podamos evitar la tragedia. Cuando yo lo hice, muchos años atrás, lo conseguí.

Mientras Ana trataba de impedir que Melchor se enfrentara a muerte con Pedro García, en el interior de la habitación la Trianera, sentada en el suelo, magullada, sentenciaba al gitano.

—Ve a por Pedro —farfulló a su esposo. Desde la ventana, había escuchado el reto lanzado por Melchor—. Que pelee con el Galeote. Le será fácil con ese viejo. Dile que lo mate, que le saque los ojos delante de su familia, ¡que le raje las entrañas y me las traiga!

Abajo, en el callejón, Melchor no quiso tocar a la niña.

—El García te matará, padre. Ya eres… eres mucho mayor que él.

Milagros volvió a acercársela. Caridad lo observaba todo a cierta distancia, quieta, en silencio. El gitano ni siquiera alargó su mano.

—Pedro es malo, abuelo —apuntó con los brazos extendidos, mostrándole a la niña, que aún sollozaba.

Melchor hizo una mueca antes de replicar.

—Ese hijo de puta todavía tiene que conocer al diablo.

—Le matará.

—En ese caso, le esperaré en el infierno.

—Estamos todos, padre, sanos —intervino Ana—. Hemos conseguido reunirnos. Aprovechemos. Vayámonos de aquí. Vivamos…

—Dile que no lo haga, Cachita —rogó Milagros.

Ana se sumó a la súplica con la mirada. Incluso la Ximénez y algunas otras que estaban atentas a la conversación se volvieron hacia Caridad, que no obstante permaneció en silencio hasta que Melchor clavó sus ojos en ella.

—Me has enseñado a vivir, gitano. Si no te enfrentases a Pedro, ¿sentirías lo mismo al escucharme cantar?

El silencio fue suficiente respuesta.

—Acaba con ese malnacido, pues. No temas —dijo con un triste esbozo de sonrisa—, como te dije, te acompañaré al infierno y seguiré cantando para ti.

Ana bajó la cabeza, vencida, y Milagros estrechó a la pequeña contra su pecho.

—¡Galeote!

El grito del Conde, plantado a la puerta del corral de vecinos, acalló conversaciones y paralizó a las gentes.

—¡Toma! —Lanzó una navaja a los pies de Melchor—. En cuanto llegue, tendrás oportunidad de pelear con mi nieto.

Melchor se agachó para recoger su navaja.

—Límpiala bien —agregó el Conde al ver cómo el otro la restregaba contra su chaqueta roja—, porque si Pedro no acaba contigo, lo haré yo.

—¡No! —se opuso Ana Ximénez—. Rafael García, Melchor Vega, con esta pelea a muerte terminará todo. Si venciese Pedro, nadie deberá molestar a las Vega…

—¿Y la niña?

—¿Para qué quieres sangre Vega en tu casa?

El Conde pensó unos instantes y acabó asintiendo.

—La niña se quedará con su madre. ¡Nadie buscará nueva venganza en ellas! Ni siquiera tu nieto, ¿de acuerdo?

El patriarca volvió a asentir.

—¿Lo juras? ¿Lo juras? —insistió la gitana ante el simple movimiento de cabeza con el que el otro quiso cerrar el compromiso.

—Lo juro.

—Si por el contrario fuese Melchor… —Ella misma dudó ante sus propias palabras, y no pudo evitar una rápida mirada de lástima hacia el Galeote, como la que le dirigieron muchos de los allí presentes—. Si Melchor derrotase a Pedro, la sentencia se considerará cumplida.

—La venganza corresponde a los Carmona —alegó entonces el Conde—, y Pascual no está para jurarlo.

Ana Ximénez asintió pensativa.

—No podemos estar todas aquí esperando a que vuelva. Reúne al consejo de ancianos —dijo entonces—, que vengan todos los de la familia Carmona.

Esa misma tarde, la matriarca representó los intereses de los Vega en un consejo convocado con urgencia. Asistieron los jefes de las familias, los Carmona, muchos de los del callejón y algunas de las gitanas venidas de fuera. Otras se perdieron por Triana y las más se quedaron con Ana y Milagros, llorando el cadáver de Luisa, del que hasta ese momento se había hecho cargo fray Joaquín, y que acomodaron en el patio de uno de los corrales de vecinos.

Se trataba de un patio alargado que se abría entre sendas hileras de casitas de un solo piso y del que no tardó en elevarse el constante plañido de las gitanas, acompañado por gestos de dolor, algunos comedidos, la mayoría exagerados. Confundida entre las mujeres, agotada por el largo calvario sufrido desde que Pedro se la robó en Madrid, Milagros se sentó en un poyo de piedra adosado a la pared de una de las casas, y allí buscó refugio en la hija a la que acababa de recuperar, y a la que acunaba con la mirada perdida en su rostro. Al sentir cómo María se adormecía entre sus brazos, relajada, tranquila, confiada, olvidó todas las penurias. No quiso pensar en nada más hasta que entre las largas faldas de las mujeres reconoció las abarcas y el hábito de fray Joaquín, parado junto a ella. Alzó el rostro.

—Gracias —susurró.

Él fue a decir algo, pero la gitana volvió a sumergirse en las dulces facciones de su niña.

Pese a la tristeza por la muerte de Luisa, Ana Vega no se dejó llevar por el funesto ambiente que se vivía en el patio. Fray Joaquín le había contado de las relaciones entre su padre y la morena, pero no llegó a creerle hasta percibir los lazos que efectivamente les unían. Encontró a Caridad, sola, a escasos pasos de donde se hallaba Melchor.

—No quiero que Pedro lo mate —le dijo la gitana luego de situarse a su lado.

—Yo tampoco —contestó la otra.

Ambas miraban a Melchor, erguido en un rincón, quieto, expectante.

—Pero lo hará —afirmó Ana.

Caridad guardó silencio.

—Eres consciente de ello, ¿verdad?

—¿Qué eliges, su vida o su hombría? —le planteó Caridad.

—Si lo que pierde es la vida —replicó Ana—, de nada nos servirá su hombría ni a mí… ni a ti.

La gitana esperaba que Caridad reaccionase ante el reconocimiento que acababa de hacer de su relación, pero no lo hizo. Seguía contemplando a Melchor como hechizada.

—Sabes que eso no es cierto —replicó—. Lo noté temblar cuando Milagros explicaba cómo había sido prostituida por su esposo. Temí que reventara. Desde entonces no ha sido el mismo. Vive para vengarla…

—¡Venganza! —la interrumpió Ana—. Llevo cinco años encarcelada, sufriendo, para escapar a mi tierra, con los míos, y volver. Sé que es duro lo que sucedió con Milagros, pero no hace ni un día que los daba por muertos a los dos… a los tres —se corrigió—. Ahora tenemos la oportunidad de iniciar…

—¿Qué? —la interrumpió a su vez Caridad, en esta ocasión ya enfrentada a ella—. ¿Cinco años encarcelada? ¿Qué es eso? He sido esclava toda mi vida, y aun cuando alcancé la libertad, continué siéndolo aquí mismo, en Triana, y también en Madrid. ¿Sabes una cosa, Ana Vega? Prefiero un instante de vida junto a este Melchor… ¡Míralo! ¡Eso es lo que he aprendido de él, de vosotros! Y me gusta. Prefiero este instante, este segundo de gitanería, que pasar el resto de mis días con un hombre insatisfecho.

Ana no encontró palabras con las que contestar. Notó que la figura de su padre, impávido, se desdibujaba a medida que las lágrimas acudían a sus ojos, y se marchó. Quiso ir en busca de Milagros, la vio volcada en su niña y con el fraile rondándola, pero las otras Vega la abordaron tan pronto como la vieron mezclarse con la gente. La acompañaron junto a Luisa, allí donde se arremolinaban las nuevas gitanas que seguían llegando al callejón desde diferentes pueblos de Sevilla. Conocía a algunas, de Málaga, de Zaragoza; otras eran parientes o amigas, tal y como se presentaron. Trató de sonreírles, consciente de que acudían a apoyarla. Muchas incluso habrían discutido con sus hombres por hacerlo. Se arriesgaban a ser detenidas viajando a Triana sin pasaporte, y lo hacían por ella. ¡Gitanas! Miró el cadáver de Luisa, escuálido, encogido. ¡Qué grande había sido sin embargo! «Nunca podrán quitarnos el orgullo», les había dicho en la Misericordia para animarlas. «Esa es tu belleza», la halagó después. Y esa misma noche, rompiendo su promesa, ella había corrido a ver cómo Salvador regresaba de los campos. Se le encogió el estómago a su recuerdo. Luego lo destinaron a los arsenales, quizá a causa de su empecinamiento, pero Salvador, igual que los demás muchachos, abandonó la Misericordia erguido, altivo.

—¿Te encuentras mal? —La pregunta partió de una de las Vega.

—No… No. Tengo… tengo que hacer.

Las dejó a todas y corrió a donde Melchor.

«Mátelo, padre. Acabe con él. Hágalo por Milagros, por todas nosotras».

En los oídos de Caridad aún resonaban las palabras de aliento que Ana había dirigido a Melchor hacía apenas un rato. En ese momento todos abandonaban el patio y salían al callejón. Ella no necesitaba decirle nada. Tuvo la sensación de que Ana llegaba a suplantarla cuando regresó al rincón en el que estaba Melchor para pedirle perdón, y llorar insultándose, al tiempo que lo animaba con todo el énfasis que pudo antes de abrazarse a él. Sin embargo, durante aquel abrazo, el gitano se volvió hacia Caridad y le sonrió, y con esa sonrisa ella supo que seguía siendo su morena.

Caridad permitió que fuera Ana la que acompañara a Melchor. Ella caminaba detrás, con Martín, que se había presentado en el callejón montado en un caballo diferente —«El otro no aguantó», confesó el joven—, con una vieja gitana de los Heredia, de Villafranca, a la grupa. Eso había sido poco antes de que Ana Ximénez acudiera al patio para comunicarles que el consejo había tomado una decisión: con la pelea acabaría todo. No habría más venganzas y Milagros quedaría en libertad con su hija. Los García habían aceptado, los Carmona, aun cuando no estuviera Pascual, también. No les dijo que no había sido difícil obtener ese compromiso porque nadie apostaba por Melchor. «Una forma como otra de ejecutar la sentencia», escuchó la matriarca que afirmaba uno de los Carmona antes de que los demás asintieran complacidos.

Decían que los García estaban buscando a Pedro en Sevilla. Caridad rezó a la Virgen del Cobre, a la Candelaria, y allí mismo, del tabaco que le había proporcionado Martín, lanzó unas hojitas al suelo rogando a sus orishas que Pedro hubiera caído borracho al Guadalquivir, lo hubieran detenido los alguaciles, o lo hubiera acuchillado un esposo cornudo. Pero nada de eso sucedió, y supo de su llegada cuando los murmullos en el callejón aumentaron.

Melchor no se hizo esperar, ni Ana tampoco. Milagros se negó a ir.

—Morirá por mi culpa —trató de excusarse ante su madre.

—Sí, hija, sí. Morirá por los suyos, como un buen gitano, como el Vega que es —se opuso la otra, obligándola a levantarse y acompañarlos.

—No se preocupe, padre, que Luisa no se escapará —soltó una gitana ante la duda que mostró el semblante de fray Joaquín al percatarse de que todos abandonaban patio, cadáver y velatorio.

Se escucharon algunas risas que no lograron romper la tensión, máxime cuando antes de que se apagasen, la sucesión de chasquidos del mecanismo de la navaja de Melchor al abrirse pareció elevarse por encima de cualquier sonido. Caridad respiró hondo. El gitano ni siquiera esperó a que la gente hiciera sitio. Caridad lo vio empuñar su navaja y cruzar el callejón en dirección al corral de vecinos de los García. Hombres y mujeres se fueron apartando a su paso.

—¿Dónde estás, hijo de puta?

Caridad cayó en la cuenta de que Melchor no lo conocía. Probablemente no le había visto el rostro la noche en que saltó al foso, pensó, ya que ella tampoco había llegado a hacerlo. Y, cuando vivían en Triana, ¿para qué iba a fijarse Melchor en un joven de la familia de los García? «Allí», estuvo tentada de señalárselo ella.

No fue necesario: Pedro García se separó de los suyos y caminó hacia Melchor. Los gitanos se abrieron en círculo. Muchos todavía hablaban, pero fueron callando ante los dos hombres que ya se tentaban con las navajas, los brazos extendidos: uno en mangas de camisa, joven, alto, fuerte, ágil; el otro… el otro viejo, delgado y consumido, de rostro descarnado y todavía vestido con su chaqueta roja ribeteada en oro. Muchos se preguntaron por qué no se la quitaba. La prenda parecía impedirle moverse con soltura.

Caridad sabía que no era la chaqueta. La herida de la pelea con el Gordo le quemaba, y sus movimientos acusaban el dolor. Ella lo cuidó con ternura, en Torrejón, en Barrancos; él respondía a sus atenciones con despecho, pero al final reían. Desvió la vista hacia Ana y Milagros, en primera fila las dos, una encogida, pronta a derrumbarse ante la desigualdad entre los contendientes; la otra llorando, apretando contra su cuello el rostro de la niña, impidiéndole ver la escena que se desarrollaba ante ellas.

Pedro y Melchor continuaban girando en círculo, insultándose con la mirada. Caridad se sintió orgullosa de aquel hombre, su hombre, dispuesto a morir por los suyos. Un escalofrío de orgullo recorrió su espalda. Igual que le había sucedido a su llegada al callejón de San Miguel, cuando los detuvieron, sintió en sí misma el poder que irradiaba Melchor, ese poder que la atrajo desde la primera vez que lo vio.

—¡Pelea, gitano! —gritó entonces—. ¡El diablo nos espera!

Como si los demás que presenciaban la reyerta hubieran estado esperando ese primer grito, el callejón entero estalló en ánimos o insultos.

Pedro atacó, espoleado por la gente. Melchor logró esquivarlo. Volvieron a retarse.

—Gilí, fanfarrón —espetó el García.

Gilí, fanfarrón… Las palabras de Pedro García revivieron como un fogonazo en la mente de Milagros y a su mente volvió el rostro de la vieja María. Pedro lo había confesado en Madrid, pero ella, borracha, había sido incapaz de recordarlo. «Gilí, fanfarrón», eso era lo que había dicho aquella noche. ¡Pedro había matado a la vieja curandera! Se sintió débil, por suerte alguien logró arrancar de sus brazos a la pequeña antes de que cayera al suelo.

—¡Cuidado, Melchor! —le advirtió Caridad cuando Pedro García se abalanzó sobre él aprovechando que desviaba la atención hacia su nieta.

Lo esquivó una vez más.

—Contigo terminan los Vega —masculló el García—, solo tienes mujeres por descendencia.

Melchor no contestó.

—Putas y rameras todas ellas —llegaron a escuchar los más cercanos en boca de Pedro.

Melchor tragó su ira, Caridad lo percibió, luego lo vio citar a su enemigo con la mano libre. «Ven», le decía con ella. Pedro aceptó el envite. La gente estalló en murmullos cuando la navaja del García sajó el antebrazo del Galeote. En solo un instante la sangre tiñó de oscuro la manga de Melchor, que respondió a la herida con un par de acometidas infructuosas. Pedro sonreía. Atacó de nuevo. Otro navajazo, este a la altura de la muñeca con la que Melchor trató de protegerse. El silencio se fue haciendo entre los presentes, como si previeran el desenlace. Melchor arremetió, con torpeza. La navaja de Pedro alcanzó su cuello, cerca de la nuca.

Caridad miró a Ana, hincada de rodillas, la cabeza erguida con dificultad, las manos enlazadas entre sus piernas. Tras ella se ocultaba Milagros. Volvió la vista justo para sentir, casi en su propia carne, la cuchillada que recibió Melchor en el costado. Notó la hoja de la navaja atravesando al gitano como si la estuvieran hiriendo a ella misma. Más allá de las armas, vio sonreír a Reyes, y a su esposo, y a los García y a los Carmona. Melchor arrastraba una pierna, jadeaba… y sangraba con profusión. Caridad comprendió que su hombre iba a morir. Pedro jugueteaba con su rival, retrasando su muerte, humillándolo al esquivar con soltura, a carcajadas, sus débiles acometidas. El diablo, pensó Caridad, ¿cómo se bajaba al infierno? Se volvió hacia Martín, quieto a su lado, y trató de agarrar la empuñadura de la navaja que sobresalía de la faja del joven gitano.

—No —le impidió él.

Forcejearon.

—¡Lo va a matar! —gimió Caridad.

Martín no cedió. Caridad desistió por fin y se disponía a lanzarse en ayuda de Melchor con las manos desnudas cuando Martín la agarró. Volvieron a forcejear, y él la abrazó tan fuerte como pudo.

—Lo matará —sollozó ella.

—No —afirmó el otro a su oído. Caridad quiso mirarlo al rostro, pero el otro no redujo la presión y continuó hablando—: Él no lucha así. Lo sé. Me ha enseñado a pelear, Caridad; lo conozco. ¡Se está dejando pinchar!

Transcurrió un segundo. Ella dejó de temblar.

El gitano soltó a Caridad, que volvió la mirada hacia la pelea en el momento en que Pedro, exultante, seguro de sí mismo, miraba a sus abuelos como si les quisiera brindar el final de su enemigo, decidido a dar el golpe definitivo. La Trianera tardó en comprender e intentó reaccionar al ver a su nieto atacar al Galeote con indolencia, movido por la vanidad. La advertencia se le ahogó en la garganta cuando Melchor esquivó la cuchillada dirigida al centro de su corazón y, con un vigor nacido de la ira, del odio y del propio dolor incluso, hendió su navaja hasta la empuñadura en el cuello de Pedro García, que se detuvo en seco, con un rictus de sorpresa, antes de que Melchor hurgase con saña en el interior, para finalmente extraer la navaja entre un chorro de sangre.

En el silencio más absoluto, el gitano escupió sobre el cuerpo tendido del que la sangre continuaba manando a borbotones. Quiso desviar la mirada hacia los García, pero no pudo. Trató de erguirse. Tampoco lo consiguió. Solo logró clavar sus ojos en Caridad antes de desplomarse y de que esta corriera en su ayuda.