Después de una noche de dolor, Ana llegó a creer que no le quedaban lágrimas. Fray Joaquín fue torpe en el consuelo porque también a él le costaba reprimir la emoción. El templado sol de verano no logró mejorar su ánimo. Los gitanos del callejón pasaban por su lado sin mirarlos siquiera, como si los sucesos del día anterior hubieran puesto fin a cualquier disputa. Ana Vega veía la espalda de quienes salían del callejón, a la espera de la llegada de Pascual Carmona. En cuanto llegara el jefe de los Carmona se cumpliría la sentencia, le habían dicho en una de las herrerías. Pascual constituía su última esperanza: no cedería en lo relativo a la muerte de su padre, lo sabía. José había odiado a Melchor, Pascual también, muchos de los Carmona habían hecho suyos los sentimientos de su esposo, pero, aun así, Pascual era el tío de Milagros, la única hija de su hermano asesinado, y Ana confiaba en que todavía quedase algo del cariño con el que el gitano jugueteaba con ella de niña.
—Rece usted en silencio, padre —instó a fray Joaquín, hastiada de aquel constante murmullo que incrementaba su angustia y que se unía al irritante martilleo de los herreros.
Tramaba abordar a Pascual antes de que accediese al callejón, suplicarle y arrodillarse; humillarse, echarse a sus pies, prometerle lo que quisiera a cambio de la vida de su hija. Ignoraba si lo reconocería después de cinco años. Guardaba cierto parecido con José, algo más alto, bastante más fornido… arisco, malcarado… pero era el jefe de la familia y como tal debía defender a Milagros. Miró a la gente que transitaba fuera del callejón, entre la Cava, las Mínimas y San Jacinto, y envidió las risas y la aparente despreocupación con que algunos se disponían a vivir aquel magnífico día soleado, testigo de su infortunio. Vio a un par de gitanillas acosar a un payo mendigando una moneda y torció el gesto. El hombre se zafó de las chiquillas de malos modos y la más menuda cayó a tierra. Una mujer corrió a ayudarla mientras otras increparon al payo, que aligeró el paso. Ana Vega notó que aquellas lágrimas que creía agotadas tornaban a sus ojos: sus amigas de cautiverio. La vieja Luisa fue la primera en verla; las demás todavía insultaban al hombre. Luisa renqueó en su dirección, el dolor marcándose en su rostro al solo movimiento. Las otras no tardaron en sumarse; sin embargo ninguna de ellas se atrevió a adelantar a la anciana: siete mujeres harapientas que andaban hacia ella y que colmaban su turbia visión, como si nada más existiese.
—¿Por qué lloras, niña? —preguntó Luisa a modo de saludo.
—¿Qué… qué hacéis aquí? —sollozó ella.
—Hemos venido a ayudarte.
Ana intentó sonreír. No lo consiguió. Quiso preguntar cómo se habían enterado, pero las palabras no le salían. Respiró hondo e intentó serenarse.
—Nos odian —replicó—. Odian a los Vega, a mi padre, a Milagros, a mí… ¡a todas! ¿Qué íbamos a conseguir nosotras solas?
—¿Nosotras? ¿Solas? —Luisa se volvió y señaló a su espalda—. También han venido las Ximénez, de Carmona; otras del Viso y un par de las Cruz de Alcalá de Guadaira. ¿Te acuerdas de Rosa Cruz?
Rosa asomó por detrás de la última de las Vega y le lanzó un beso. En esta ocasión, Ana ensanchó su boca en una sonrisa. Era el mismo gesto que Rosa había hecho cuando Ana quedaba atrás, en la noche, guardándole las espaldas mientras la otra huía a través de un agujero en la tapia de la Misericordia. Hacía ya dos años de eso.
—Hay una de Salteras —prosiguió Luisa—, y otra de Camas. Pronto llegarán de Tomares, de Dos Hermanas, de Écija…
—Pero… —acertó a decir Ana Vega antes de que la anciana la interrumpiera.
—Y vendrán de Osuna, de Antequera, de Ronda, de El Puerto de Santa María, de Marchena… ¡de todo el reino de Sevilla! ¿Nosotras dices? —Luisa calló para tomar un aire que le faltaba. Ninguna del grupo que rodeaba a las dos gitanas terció en la conversación, algunas con los dientes apretados, otras ya con lágrimas en los ojos—. Muchas compartieron cárcel con nosotras… contigo, Ana Vega —continuó la anciana—. Todas saben lo que hiciste. Te lo dije un día: tu belleza está en el orgullo de gitana que nunca perdiste. Te estamos agradecidas; todas te debemos algo, y las que no, se hallan en deuda contigo a causa de sus madres, sus hermanas, sus hijas o sus amigas.
Si Melchor, Caridad, Milagros y fray Joaquín habían tardado cerca de una semana en recorrer el camino desde Barrancos a Triana, Martín Vega empleó tan solo tres días en galopar desde la raya portuguesa hasta la ciudad de Córdoba. La gente enviada por Méndez en su busca lo encontraron ya de regreso a Barrancos dos noches después de que Melchor y los demás partieran. Escuchó las explicaciones del contrabandista, consciente de que el Galeote se encaminaba a una muerte segura. Nadie lo defendería, no había Vegas en Triana, ni tampoco en Sevilla. La gran mayoría de los Vega de la gitanería de la huerta de la Cartuja habían sido detenidos durante la gran redada y permanecían todavía presos en los arsenales, incapaces de demostrar haber vivido conforme a las leyes del reino y sobre todo de la Iglesia; los pocos que escaparon de los soldados del rey se hallaban dispersos por los caminos. Sí que los había, sin embargo, en Córdoba, una de las ciudades con más gitanos. Parientes lejanos, pero con sangre Vega; Martín supo de ellos a raíz de la venta de una buena partida de tabaco. Sabía montar a caballo de cuando ayudaba a su hermano Zoilo, y a punto estuvo de reventar aquel que le proporcionó Méndez en busca de una ayuda que los cordobeses le negaron.
—Para cuando llegásemos a Triana —excusó el patriarca de aquellas gentes—, Melchor ya habría muerto.
Supo que no debía insistir. Igual que en Sevilla, Murcia, El Puerto de Santa María y otras tantas, en Córdoba podían residir los gitanos; ellos conocieron los arsenales; ellas los depósitos; todos la separación de sus cónyuges, hijos y seres queridos. Algunos lograron retornar a sus casas, y los que lo consiguieron tenían prohibido abandonar la ciudad. ¿Cómo iban a desplazarse hasta Triana para luchar con las familias de allí? Habría sangre, heridos y quizá muertos. Las autoridades se enterarían. «No nos pidas ese sacrificio», suplicaban los ojos del viejo gitano.
—Lo siento, muchacho —se lamentó el patriarca—. Por cierto —añadió—, hará tres días una de nuestras mujeres se topó con un grupo de gitanas famélicas que trataban de cruzar con discreción el puente sobre el río Guadajoz.
—¿Y?
—Le contaron que habían escapado de la Misericordia de Zaragoza y que se dirigían a Triana.
Al oír citar a Zaragoza, Martín se irguió en la silla en la que se había derrumbado tras la negativa. ¿Sería posible?
—Eran Vega. Todas ellas —terminó el viejo para confirmar su presentimiento.
—¿Estaba… estaba Ana Vega entre ellas?
El patriarca asintió.
—Lo recuerdo muy bien —aseveró una mujer a la que mandaron llamar al instante—, Ana Vega. El nombre de las demás no sabría decirlo, pero el de Ana Vega, sí. Era la que mandaba: Ana por aquí, Ana por allá.
—¿Dónde pueden estar ahora? —inquirió Martín.
—Estaban exhaustas y hasta llevaban a una anciana, no sé si enferma, juraría que sí. Discutieron acerca de descansar un tiempo aquí, pero Ana Vega dijo que no debían detenerse en las grandes ciudades, que lo harían en Carmona, con las Ximénez. Quizá hayan llegado. Les dimos de comer y continuaron.
Martín no tardó en galopar de nuevo, esta vez en dirección a Carmona. Si efectivamente se detenían allí, no le sería difícil dar con ellas. Las Ximénez eran bien conocidas entre los gitanos de toda Andalucía porque su familia era una de las pocas, quizá la última, que todavía se regía por el matriarcado. Ana Ximénez, en su condición de matriarca, igual que su madre, exigía que sus hijas y las hijas de estas continuaran con la línea materna en cuanto a sus apellidos: los hijos varones que había alumbrado se llamaban como su esposo; las hembras llevaban con orgullo el apellido de sus antecesoras.
Las encontró y fue incapaz de reconocer en alguna de aquellas mujeres descarnadas a la hija cuyas virtudes tanto ensalzaba Melchor. «Ana ha continuado hacia Triana», le aclararon. Las dos ancianas, Ana Ximénez y Luisa Vega, fueron las primeras en presentir problemas ante el semblante con el que el joven acogió la noticia. «Melchor Vega… ¡viejo loco!», espetó la Ximénez después de escuchar las atropelladas explicaciones de Martín. «¡Gitano!», masculló sin embargo Luisa con orgullo. Martín no pudo esclarecer las numerosas dudas que todas ellas le plantearon. «Caridad dice… » «Advirtió Caridad… » «¿Quién es esa Caridad?», saltó de nuevo la Ximénez. «Asegura que los matarán a todos: a Melchor, a Milagros y a ella», se limitó a responder aquel.
—La única que venía a morir a Triana era yo. —Con esas palabras, Luisa rompió el silencio que se hizo tras la afirmación del gitano—. Me obligasteis a venir —recriminó a las demás—. Me dijisteis que encontraríamos a los nuestros; me prometisteis que podría morir en mi tierra. Me habéis arrastrado por media España a lo largo de leguas y leguas de suplicio para mis piernas. ¿Por qué calláis ahora?
—¿Qué pretendes que hagamos? —contestó una de las Vega—. Ya ves que los de Córdoba no están dispuestos…
—¡Hombres! —la interrumpió Luisa, sus ojos brillantes como no lo habían estado desde años atrás—. ¿Acaso los hemos necesitado para sobrevivir en Málaga o en Zaragoza?
—Pero la ley gitana… —empezó a oponer otra de ellas.
—¿Qué ley? —gritó Luisa—. La ley gitana es la de los caminos, la de la naturaleza y la tierra, la de la libertad, y no la de unos gitanos que han permitido que los de su raza fueran encarcelados de por vida mientras ellos vivían como cobardes junto a los payos. ¡Cobardes! —repitió la anciana—. No merecen llamarse gitanos. Nosotras hemos sufrido humillaciones mientras ellos obedecían a los payos. Han olvidado la verdadera ley, la de la raza. Nosotras hemos soportado golpes e insultos, y padecido hambre y enfermedades que han arruinado nuestro cuerpo. Nos han separado de nuestras familias y nunca hemos dejado de luchar. Hemos vencido al rey y a su ministro. ¿Acaso no caminamos libres? ¡Luchemos también contra aquellos que se llaman gitanos sin serlo!
—Ana ayudó a una de mis hijas —murmuró entonces la Ximénez.
—Esa es la única ley —sentenció Luisa, al tiempo que comprobaba cómo empezaban a iluminarse los rostros de sus parientes—. También ayudó a la Coja. ¿Recordáis a la Coja? La de Écija, aquí cerca. Escapó de Zaragoza un año antes que nosotras. ¿Y las dos del Puerto de Santa María? Las del primer indulto…
La vieja Luisa continuó citando a todas aquellas que las habían precedido en alcanzar la libertad. Fue sin embargo la Ximénez quien tomo la decisión.
—Martín —se dirigió al joven, acallando el discurso de la otra—. Galoparás hasta Écija. Ahora mismo. Allí buscarás a la Coja y le dirás que Ana Vega la necesita, que todas la necesitamos, que se dirija sin demora a Triana, al callejón de San Miguel. Encarécele para que mande recado a las demás gitanas que conozca de los pueblos cercanos, que cada una de ellas haga correr el mensaje.
Marchena; Antequera; Ronda; El Puerto de Santa María… Martín recibió instrucciones similares para cada uno de aquellos lugares.
Se trataba de la tercera ocasión en que las gentes del callejón de San Miguel se veían sorprendidas por una llegada imprevista: primero fue el Galeote con su grupo; después Ana Vega, y ahora cerca de una quincena de gitanas encabezadas por Luisa Vega, con el ánimo y las fuerzas renacidas, y Ana Ximénez, la matriarca de Carmona, que trataba de caminar erguida apoyándose en un precioso bastón dorado de dos puntas que destellaba al sol.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó en un susurro Ana Vega, mientras seguía andando junto a las dos ancianas.
—A los hombres —contestó en igual tono la Ximénez— no hay que dejarles tomar la iniciativa; se crecen.
—¿No sería prudente esperar a ser más? Ayer…
—Ayer ya no existe —replicó Luisa—. Si esperásemos, sería Rafael García quien tendría la oportunidad de decidir. Podríamos llegar tarde.
Mientras hablaban, las que las seguían dirigían su mirada a la gente del callejón. Muchas se conocían. Algunas eran incluso parientes, fruto de matrimonios entre familias. Hubo alguna sonrisa, algún saludo, muecas de incredulidad en la distancia por parte de los hombres, porque las mujeres, las gitanas no dudaban en acercarse y preguntar qué hacían allí, qué pretendían. Fray Joaquín las seguía algunos pasos por detrás, rezando para que aquel variopinto grupo lograra lo que parecía imposible.
Llegaron hasta la puerta de la casa de los García y, a gritos, instaron al Conde a que saliera a recibirlas.
—Rafael García —se encaró la Ximénez cuando por fin el Conde apareció en el callejón, flanqueado por los jefes de algunas familias—, venimos a liberar al Galeote y a su nieta.
Ana tembló. La libertad de su padre era algo con lo que ni siquiera había soñado. No creía posible que la condena pudiera anularse, pero al volver la cabeza y comprobar la seriedad que traslucían los semblantes de Luisa y Ana Ximénez, empezó a albergar esperanzas.
—¿Quiénes sois vosotras para venir aquí, a Triana, a liberar a nadie?
La voz potente del Conde interrumpió los murmullos con los que la mayoría de los gitanos del callejón acogió la exigencia de la Ximénez.
Luisa se adelantó a la respuesta de su compañera. Forzó la voz, que surgió ronca, rota:
—Somos las que hemos padecido por ser gitanas mientras tú y los tuyos vivíais aquí, en Triana, sometidos a los payos. Rafael García: no te vi en Zaragoza peleando por tu pueblo, ese al que dices representar como jefe del consejo. Ese oro que luces —la gitana señaló con desprecio el gran anillo que destacaba, brillante, en uno de los dedos del patriarca—, ¿no deberías haberlo empleado en comprar la libertad de algún gitano?
Luisa calló unos instantes y clavó la mirada en los jefes que acompañaban al Conde; uno de ellos no fue capaz de sostenérsela. Luego les dio la espalda, se volvió, y señaló con el dedo a los hombres del callejón.
—¡Tampoco vi a ninguno de vosotros! —les reprochó a gritos—. ¡Todavía hay muchos de los nuestros detenidos!
Algunos bajaron los ojos a medida que Luisa, la Ximénez y las demás gitanas posaban sus miradas de desprecio en la gente del callejón.
—¿Qué íbamos a hacer? —se escuchó de entre ellos.
Luisa esperó a que los murmullos de asentimiento cesasen, enarcó las cejas y giró la cabeza hacia el rincón del que había provenido la pregunta. Durante unos instantes el silencio invadió la calle. Luego, la vieja exhortó con gestos a las gitanas que las seguían para que despejasen el callejón, tomó del brazo a Ana Vega y se plantó con ella en el centro.
—¡Esto! —gritó desgarrando a tirones la ajada camisa de la gitana.
Ana quedó desnuda de torso para arriba. Sus pechos colgaban flácidos por encima de unas costillas que clamaban el hambre padecida.
—¡Yérguete, gitana! —masculló la anciana.
La piel del vientre ni siquiera llegó a tensarse cuando Ana Vega obedeció y retó con orgullo al callejón entero.
—¡Esto! —repitió Luisa, agarrando a Ana y obligándola a girar sobre sí para mostrar los protuberantes verdugones ya resecos que se entrecruzaban hasta llegar a cubrir casi toda su espalda—. ¡Pelear! —escupió Luisa a gritos—. Eso es lo que deberíais haber hecho: ¡pelear, cobardes!
La tos de la anciana se oyó con nitidez en el reverente silencio con el que el callejón acogió sus acusaciones. Ana creyó ver sangre en sus esputos. Luisa hizo por respirar; no lo conseguía. La otra la cogió en brazos antes de que se derrumbara y las demás las rodearon al instante.
—Luchad —logró articular Luisa—. Has cumplido, Ana Vega. Moriré en mi tierra. Cumple con los tuyos ahora. Triana es nuestra, de los gitanos. No consintáis la muerte de Melchor.
Tosió de nuevo y la sangre acudió a su boca.
—Se está muriendo —afirmó una de las Vega.
Ana buscó ayuda con la mirada.
—¡Fray Joaquín! —llamó a gritos—. Cuídela —añadió después de que este se acercara y se acuclillara, turbado, tratando de impedir que su mirada se centrara en los pechos desnudos de Ana.
—Pero… yo…
—Todavía no es tu momento —trató de animar Ana a la anciana, haciendo caso omiso a las excusas de fray Joaquín—. Cuídela. Cúrela —le exigió poniéndola en sus manos—. Haga algo. Llévela a un hospital. ¿No es usted fraile?
—Fraile lo soy, pero Nuestro Señor no me ha concedido la virtud de resucitar a los muertos.
El cuerpo de Luisa, más menudo e indefenso que nunca, colgaba inerte de los brazos del fraile. Ana se disponía a despedirse de ella cuando tres palabras la detuvieron.
—No la defraudes.
Aquella voz… Buscó entre las gitanas. ¡La Coja! No estaba entre las que habían llegado con las Vega. La Coja asintió para confirmar lo que cruzaba por la mente de Ana. «He acudido a tu llamada —le dijeron sus ojos— y han venido más conmigo».
—No nos defraudes, Ana Vega —profirió después, al tiempo que con su cabeza hacía un gesto hacia la entrada del callejón.
Ana, y muchas otras con ella, siguieron la indicación: dos gitanas más hacían su aparición en aquel preciso instante. Un torbellino de sentimientos confundió a Ana Vega. Continuaba desnuda, mostrando sus cicatrices y su mísero cuerpo bajo un sol radiante empeñado en destacarla de entre todas; deseaba llorar la muerte de Luisa, acercarse a ella antes de que su cadáver se enfriara, y abrazarla por última vez. ¡Cuánto habían padecido juntas! Y mientras tanto, la suerte de su padre y de su hija continuaba en manos de sus acérrimos enemigos, al tiempo que gitanas de todos los lugares dejaban a los suyos para correr en su ayuda.
—¡Rafael García, entréganos al Galeote y a su nieta!
La rotunda orden de la Ximénez devolvió a Ana a la realidad y se apresuró a ponerse al lado de la anciana matriarca. Las demás mujeres, todas a una, volvieron a apiñarse a su alrededor. Atrás quedó fray Joaquín, que sostenía en brazos el cadáver de Luisa Vega.
Rafael García titubeó.
—No pienso… —acertó a decir.
Una sarta de improperios se elevó de las gitanas: «¡Perro!» «¡Suéltalos!» «¡Payo!» «¡Cabrón!» «¿Dónde los tienes?» Alguien del callejón reveló el escondite en un susurro. «¡En una fosa en la herrería de los García!», se repitió a voz en grito.
El grupo de gitanas avanzó hacia la herrería, ubicada delante de ellas, empujando a Ana y a la Ximénez. La matriarca alzó su bastón cuando casi iba a topar con los hombres. Los empellones cesaron para permitirle hablar.
—Rafael, tienes la oportunidad de…
—La venganza es de Pascual Carmona —la interrumpió el Conde—. No debo…
—¡La venganza es nuestra! —se escuchó por detrás—, de las mujeres que hemos sufrido.
—¡De las gitanas!
—Apártate, hijo de puta.
Ana Vega escupió las palabras a solo un paso del viejo, que buscó ayuda en los otros jefes, pero estos se apartaron de él. Rafael García alzó la mirada hacia la ventana, en busca del apoyo de su esposa Reyes, y lanzó un suspiro de decepción al comprobar que nadie respondía. Ni siquiera la Trianera se atrevía a enfrentarse a las demás.
—¿Vais a permitir que se opongan a una sentencia del consejo y que escape un asesino? —gritó nervioso a los demás gitanos del callejón, la mayoría de ellos se arracimaban a los lados y por detrás de las mujeres.
—¿Vas a matarlas también a ellas, a todas? —replicó alguien.
—¡A ti no te importa vengar al Carmona! —gritó una mujer—. ¡Solo quieres matar al Galeote!
El Conde iba a contestar, pero antes de que pudiera hacerlo, se encontró con la punta del bastón de la Ximénez sobre su pecho.
—Hazte a un lado —masculló la matriarca.
Rafael García se resistió.
—No las dejéis pasar —ordenó entonces a su gente.
Los García, los únicos que se interponían en el acceso a la herrería, agarraron con fuerza y elevaron a media altura los martillos y las herramientas que hasta entonces habían mantenido indolentes en sus manos.
La amenaza produjo un silencio expectante. Ana Vega fue a abalanzarse sobre el Conde cuando una anciana de los Camacho se adelantó hasta ellos por uno de los lados.
—Ana Vega ha pagado lo suficiente por lo que hizo su padre y lo que pueda haber hecho su hija. ¡Todos lo hemos comprobado! Incluso Luisa ha muerto por la libertad que exigen los Vega. Rafael: aparta a tu gente.
La anciana buscó y obtuvo una seña de aprobación por parte del jefe de su familia antes de continuar.
—Si no lo haces, nosotros, los Camacho, las defenderemos contra los tuyos.
Un escalofrío recorrió la espalda de Ana Vega. ¡La familia Camacho, del mismo callejón, la defendía y con ello defendían el perdón para su padre! Quiso agradecérselo a la anciana, pero antes de que pudiera acercarse a ella, otras dos mujeres, estas de los Flores, se sumaron a la primera. Y otra, y una más. Todas de distintas familias, ante las miradas entre resignadas y aprobadoras de sus hombres. Ana sonrió. Alguien le echó un gran pañuelo amarillo de largos flecos sobre los hombros justo antes de que se encaminase hacia el interior de la herrería. Nadie osó impedirle el acceso.