47

—Se han marchado —anunció Rafael García.

—¿Cómo…? —gritó fray Joaquín airado, gesticulando con aspavientos.

Calló, no obstante, tras una imperativa seña del prior de San Jacinto.

—¿Cuándo se han marchado? —preguntó este.

—Poco después de que fray Joaquín se fuese —respondió con naturalidad Rafael García, parado a la entrada de la herrería, en los bajos del corral de vecinos que ocupaba, donde su extensa familia seguía trabajando sin conceder la menor importancia a la visita de los cinco frailes, incluido el prior del convento de San Jacinto, que acompañaban a fray Joaquín.

Tampoco los gitanos que deambulaban por el callejón parecían prestar atención a la escena. Solo Reyes, por encima de ellos, escondida tras la ventana del primer piso, aguzaba el oído para escuchar la conversación.

—Dijeron que iban a buscarle —añadió Rafael mirando directamente a fray Joaquín—. ¿No se han encontrado?

—¡No! ¡Mientes! —acusó el fraile, que volvió a callar a instancias de su superior.

—¿Y por qué los has dejado marchar?

—¿Por qué no iba a permitírselo? Son libres, no han cometido delito alguno. No sé…, pueden volver en cualquier momento.

—Fray Joaquín sostiene que los habías retenido con intención de matarlos. Y…

—Reverendo padre… —le interrumpió el Conde mostrando las palmas de sus manos.

—Y yo le creo —se adelantó el prior a su vez.

—¿Matarlos? ¡Qué barbaridad! Va contra las leyes, ¡contra los preceptos divinos! Nosotros no hacemos daño a nadie, eminencia. No sé qué decirle. Se han ido, simplemente. Pregunten ustedes. —Rafael García indicó entonces a varios de los gitanos del callejón que se acercasen—. ¿Es cierto que el Galeote, su nieta y la negra se han ido? —les preguntó.

—Sí —contestaron al unísono dos de ellos.

—Les oí decir que iban a San Jacinto —agregó una gitana vieja y desdentada.

El prior negó con la cabeza, igual que dos de los frailes que les acompañaban. Fray Joaquín continuaba mostrando el semblante encendido, los puños crispados.

—Registren sus reverencias el callejón —propuso entonces el Conde—, ¡todos los corrales si lo consideran oportuno! Comprobarán que no están aquí. No tenemos nada que esconder.

—¿Quieren empezar por mi casa? —ofreció la gitana vieja con fingida seriedad.

Fray Joaquín iba a aceptar la propuesta cuando la voz del prior lo frenó.

—Rafael García, la verdad siempre termina conociéndose, tenlo en cuenta. Estaré pendiente, y pagarás caro si algo llegara a sucederles.

—Ya les he…

El prior alzó una mano, volvió la espalda y le dejó con la palabra en la boca.

Esa noche sonaron las guitarras en el callejón de San Miguel. El tiempo era espléndido; la temperatura, benigna, y los gitanos, los García y los Carmona principalmente, tenían ganas de fiesta. Hombres y mujeres cantaban y bailaban por fandangos, seguidillas y zarabandas.

—Mátalos ya —le conminó la Trianera a su esposo—. Los enterraremos lejos de aquí, más allá de la vega, donde nadie pueda encontrarlos —añadió ante el silencio de Rafael—. Nadie se enterará.

—Estoy de acuerdo con Reyes —afirmó Ramón Flores.

—Los tiene que matar Pascual Carmona —sentenció Rafael, que todavía recordaba la ira y violencia con la que Pascual, el jefe de los Carmona tras la muerte del viejo Inocencio, había irrumpido en su casa al enterarse de la huida de Melchor en Madrid. Lo zarandeó, le amenazó y de no ser por la intervención de sus propios parientes hubiera llegado a golpearlo—. Me gustaría hacerlo yo, pagaría por ejecutar al Galeote, pero la venganza corresponde a los Carmona; les pertenece por derecho de sangre. Fue a un Carmona a quien mató el Galeote, precisamente al hermano de Pascual. Debemos esperar a su regreso. No creo que tarde. Además… —El Conde señaló con el mentón más allá de los gitanos que bailaban, donde fray Joaquín permanecía quieto, apoyado contra la pared de uno de los edificios—. ¿Qué hace ese aún por aquí?

Fray Joaquín se había negado a acompañar al prior y a los demás frailes de vuelta a San Jacinto. Permaneció en el callejón, preguntando a cuantos encontraba y obteniendo siempre la misma respuesta.

—Padre —se quejó una gitana cuando agarró de los hombros y zarandeó a un gitanillo que le contestó con la duda en la mirada—, deje usted tranquilo al chiquillo. Ya le ha dicho lo que quería saber.

Entró en algunos corrales de vecinos. Los gitanos condescendieron. Anduvo por su interior con niños y ancianas escrutándolo. Inspeccionó pisos y cuartuchos y, desesperado, llegó a llamar a gritos a Milagros: sus voces reverberaron extrañamente en el patio del corral. Alguien quiso burlarse del grito desgarrado de aquel fraile impertinente y se arrancó con un martinete. El incesante y monótono golpear de los martillos acompañó unas coplas que azuzaban al fraile a abandonar el corral. «No me iré», decidió sin embargo. Permanecería allí, en el callejón, atento, el tiempo que fuera necesario: alguien cometería un error; alguien le diría dónde encontrarlos. Se lanzó a rezar, contrito, arrepentido por acudir en busca de una ayuda divina que creía no merecer después de haber escapado con Milagros y haber utilizado a Nuestra Señora para engañar a las gentes.

—¿El fraile? —escupió la Trianera—. Veremos si es capaz de continuar ahí cuando vuelva Pedro.

Al oído del nombre del nieto de la Trianera, Ramón Flores hizo una mueca que no pasó desapercibida a Rafael, que a su vez negó con la cabeza, los labios fruncidos. Había mandado a un par de chiquillos para que trataran de encontrarlo y le comunicaran la llegada de Milagros. Debían, les dijo, buscarlo en alguno de los muchos mesones o botillerías de Sevilla donde dejaba transcurrir las horas y donde gastaba los muchos dineros que se había traído de Madrid haciendo correr el vino y atrayendo a las mujeres. «¿Dónde ha obtenido tanto dinero?», se preguntaba el Conde. Los gitanillos habían regresado a media tarde sin noticias. Rafael insistió, en esta ocasión envió a dos jóvenes capaces de moverse en la noche, pero continuaban sin saber de él.

—Melchor Vega es afortunado —apuntó la Trianera, interrumpiendo los pensamientos de su esposo—. Salió con vida de galeras. Durante años ha contrabandeado con el tabaco sin que le pille la ronda, y hasta escapó de los García de Madrid. Parecía imposible, pero lo hizo. Yo que tú no tardaría ni un minuto en terminar con él.

Rafael García volvió de nuevo la mirada hacia fray Joaquín. Recelaba de su presencia, la amenaza del prior de San Jacinto seguía presente en su recuerdo.

—Te he dicho que es a Pascual a quien corresponde matarlo. Lo esperaremos.

El amanecer encontró a fray Joaquín somnoliento, sentado en el suelo y apoyado en la pared, en el mismo lugar en el que había permanecido en pie hasta altas horas de la madrugada, cuando los gitanos se fueron retirando a sus casas. Algunos hasta se despidieron de él con sorna; otros lo saludaron por la mañana con igual actitud. El fraile no contestó en ningún caso. Tenía la sensación de no haber dormido nada, pero sí lo había hecho; lo suficiente como para no haberse dado cuenta de la llegada de Pedro García. La oscuridad era casi absoluta. El gitano lo había examinado con asombro, allí tirado. No le veía el rostro, así que no podía estar seguro de quién era. Pensó en darle unas patadas, pero finalmente se dirigió al corral de vecinos.

—¿Ese fraile es quien creo que es? —preguntó a su abuelo tras despertarlo con rudeza.

—Es fray Joaquín, de San Jacinto —contestó el otro.

—¿Qué hace aquí? —quiso saber Pedro.

La Trianera, que dormía al lado de su esposo, cerró los ojos con fuerza ante la agitación que vislumbró en los de su nieto. Por más que Bartola lo confirmase, por mucho que hombres y mujeres de las familias García o Carmona insultasen a Milagros y renegasen de ella, la Trianera había dudado de la historia de Pedro nada más verlo aparecer con aquella guapa gitana madrileña, la pequeña María… y la bolsa llena de dineros. «Se los habrá robado a la puta al descubrirla», contestó a su esposo cuando este le mostró sus dudas. Pero la Trianera sabía que no era así. Después de acompañarla en fiestas y saraos, creía conocer a la Vega… y nunca se hubiera prostituido voluntariamente; había mamado los valores gitanos. Días después de su llegada, interrogó a Bartola, a solas; sus evasivas bastaron para convencerla.

—¿Dónde está Milagros? —preguntó Pedro aun antes de que su abuelo finalizase el relato.

Rafael García se liberó con violencia de la mano con que su nieto le atenazaba el brazo y se levantó del jergón con inusitada agilidad. Pedro estuvo a punto de caer al suelo.

—No te atrevas a tocarme —le advirtió el Conde.

Pedro García, ya en pie, retrocedió un paso.

—¿Dónde está, abuelo? —repitió sin poder esconder su ansia.

Rafael García volvió la cabeza hacia la Trianera.

—En el foso de la herrería —aventuró entonces Pedro—, los tiene ahí, ¿cierto?

Un simple agujero bajo tierra, disimulado, cubierto con tablas en el que los García escondían las mercaderías, sobre todo las robadas, por si algún alguacil entraba en la forja. No era la primera vez que lo habían utilizado para esconder a alguien, incluso lo intentaron cuando la gran redada, pero fueron tantos los que se amontonaron en su boca, que los soldados del rey los detuvieron entre carcajadas.

Milagros alzó la cabeza al oír cómo corrían los tablones. La tenue luz de un candil descubrió a los tres sentados en el suelo, atados de pies y manos, apiñados en el exiguo espacio que conformaba el foso. Por encima, la gitana entrevió la figura de varios hombres que discutían. El candil arrancó destellos de la chaquetilla de uno de ellos, y Milagros gritó. Caridad percibió el terror en los ojos de su amiga antes de que esta encogiera las rodillas hasta el pecho y tratara de ocultar la cabeza entre ellas. Luego levantó la vista y miró hacia donde lo hacía Melchor: la discusión arreciaba y los hombres forcejeaban entre sí. Tardaron en reconocer a Pedro, que se zafó de los demás y saltó al foso con una navaja resplandeciente entre las manos.

—¡No la mates! —se oyó a Rafael García.

—¡Puta!

El grito de Pedro se confundió con los de Caridad y Melchor.

Uno de los gitanos se lanzó al suelo y consiguió agarrar la muñeca de Pedro justo cuando se disponía a descargar una cuchillada sobre su esposa. En un instante fueron dos más las que lo atenazaron.

—¡Subidlo! —ordenó el conde.

Una violenta patada en el rostro nubló la visión de Milagros. Su cabeza rebotó con violencia contra la pared.

—¡Dejadme! ¡Puta! ¡Acabaré con ella! —gritaba Pedro García que, incapaz de liberar su brazo, la emprendió a patadas con la gitana.

Entre la paliza y los gritos, Milagros creyó escuchar el alarido de su abuelo.

—¡Perro cabrón! —reaccionó y, aun con los pies atados, los levantó para patear a su esposo. Lo alcanzó en un muslo, casi sin fuerza, pero aquel golpe calmó el dolor de los otros que recibía: en el rostro, en el pecho, en el cuello… Intentó propinarle otro, pero los dos jóvenes gitanos que vigilaban el foso ya alzaban al gitano, que continuó pateando, esta vez al aire.

Las miradas de Milagros y Pedro se cruzaron. Él escupió, ella ni siquiera se movió. Sus ojos destilaban ira.

—¿Te has vuelto loco? —recriminó Rafael García a su nieto antes incluso de que todo su cuerpo hubiera abandonado el foso—. ¡Callaos! —exigió poniendo fin al forcejeo con el que Pedro volvió arriba—. Que no vuelva a acercarse por aquí, ¿habéis entendido? —ordenó a los dos que quedaban de vigilancia. Y, volviéndose hacia su nieto, añadió—: Vete de Triana. No quiero verte de vuelta hasta que recibas un mensaje mío.

Mientras el Conde se dirigía hacia la puerta de la herrería para asomarse al callejón, Milagros y Caridad se hablaron en silencio. Melchor permanecía con la mirada baja, mortificado por no haber podido defender a su nieta. «Moriremos», se anunciaron entre ellas. Endurecieron sus semblantes, pues no querían ofrecer sus llantos a esos malnacidos.

Rafael García comprobó que el callejón estuviera tranquilo. En silencio. Aguzó el oído para percibir cómo esa quietud se quebraba por un rumor que el patriarca tardó en reconocer: el canto ahogado de Caridad y Milagros allá abajo. Una empezó a tararear sus cantos de negros y la otra le siguió y pretendió vencer al miedo con un fandango. Un ritmo monótono, otro alegre. Los tablones sobre sus cabezas fueron negándoles los reflejos del candil.

—¡Callad! —les ordenaron los gitanos.

No lo hicieron.

Melchor escuchó el canto de las dos personas a las que más quería y negó con la cabeza, la garganta agarrotada. ¡Tenía que ser en una situación como aquella cuando las escuchara cantar juntas! Ellas continuaron en la oscuridad, Caridad imprimiendo poco a poco alegría a sus sones y Milagros bebiendo de la tristeza de las melodías de los esclavos. Luego acompasaron sus cánticos. Un escalofrío recorrió la columna de Melchor. Sin música, sin palmas, sin gritos ni jaleos, el canto ya único de ambas rebotaba en los tablones que cerraban el foso e inundaba su encierro de dolor, de amistad, de traiciones, de amor, de vivencias, de ilusiones perdidas…

Arriba, cuando Pedro ya estaba lejos de la herrería, los dos jóvenes gitanos interrogaron con la mirada al patriarca, que no contestó, hechizado por la voz de las mujeres.

—¡Silencio! —gritó nervioso, como si le hubieran cogido en un renuncio—. Callad o seré yo mismo quien termine con vosotros —añadió pateando los tablones.

Tampoco hicieron caso. El Conde terminó encogiéndose de hombros, ordenó a los jóvenes que atrancaran las puertas de la herrería y volvió a su casa. Caridad y Milagros continuaron cantando hasta un amanecer del que no pudieron apercibirse.

Sentado en el suelo, fray Joaquín notó cómo el transcurso de las horas transformaba el espacio que lo rodeaba: el bullicio del martilleo y las humaredas que escapaban de los bajos de las fraguas; los gritos y juegos de la chiquillería y el transitar de los gitanos que entraban y salían, o que simplemente charlaban o haraganeaban.

No podía impedir lo que estaba seguro que iba a suceder. Ni siquiera podía contar con su comunidad. Una plaga de langosta asolaba los campos sevillanos, y se reclamaba a los frailes para hacer rogativas frente a aquel castigo divino que tan frecuentemente arrasaba las cosechas, dejando tras de sí hambre y epidemias. El prior, maravillado ante la imagen de la Inmaculada, se la había pedido para llevarla en procesión. Siempre sería mejor que excomulgar a las langostas, como hacían algunos sacerdotes. Pensó acudir a las autoridades, pero desistió al pensar en las preguntas que le harían. Él no sabía mentir, y las rencillas de los gitanos no interesaban a los funcionarios. Descubrirse no serviría de nada.

Reyes y Rafael lo observaban desde la ventana de su casa.

—No me gusta tenerlo ahí —comentó el patriarca.

—¿Y Pedro? —preguntó ella.

—Se fue. Le he ordenado que no vuelva hasta que yo lo diga.

—¿Cuándo regresa el Carmona?

—Ya he mandado a por él. Según su esposa está en Granada. Confío en que lo encuentren pronto.

—Tenemos que resolver esto con rapidez. ¿Cuándo entregarás a la Vega a Pedro?

—Cuando haya terminado con los otros. El que me importa es el Galeote. No quiero que nada evite que Pascual le corte el cuello. Luego, que Pedro haga lo que desee con la nieta.

—Me parece bien.

Esas fueron las últimas palabras que mencionó la gitana antes de quedar en silencio, observando pensativa el callejón, igual que su esposo, igual que fray Joaquín. De repente, como todos los que estaban por allí, fijaron su atención en una mujer que se había detenido en el acceso al callejón. «¿Quién…?», se preguntaron unos. «¡No puede ser!», dudaron otros.

—Ana Vega —murmuró la Trianera con voz titubeante.

Muchos tardaron en reconocerla; hubo quien no lo consiguió. Reyes, sin embargo, llegó incluso a presentir al espíritu de su enemiga imponiéndose al cuerpo esquelético y ajado que lo contenía, a su rostro demacrado y a una mirada que nacía de profundas cuencas en sus ojos; descalza y andrajosa, el cabello cano, sucia, cubierta con viejas prendas hurtadas.

Ana paseó la mirada por el callejón. Todo parecía igual que cuando se vio forzada a abandonarlo, tantos años atrás. Quizá había menos gente… Se detuvo un segundo de más al toparse con el fraile, apoyado en la pared del edificio, y por un breve instante se preguntó qué hacía allí. Reconoció a muchos otros mientras buscaba a Milagros: Carmonas, Vargas, Garcías… «¿Dónde estás, hija?» Percibió recelo entre los gitanos; algunos hasta bajaban la cabeza. ¿Por qué?

Ana llevaba casi dos meses de camino desde Zaragoza; había huido de la Misericordia con las quince mujeres Vega que quedaban, muchachas incluidas, después de que Salvador y los demás niños fueran destinados a los arsenales. Nadie las persiguió, como si se alegraran de su fuga, satisfechos por librarse de ellas; ni siquiera denunciaron su evasión. Formaron dos grupos: uno se dirigió a Granada; el otro, a Sevilla; pensando que así alguno llegaría. Ana encabezó la partida sevillana, que cargaba con la vieja Luisa Vega. «Morirás en tu tierra —le prometió—. No voy a permitir que lo hagas en esta cárcel asquerosa». Anduvieron esos dos meses hasta detenerse en Carmona, a solo seis leguas de Triana, donde las acogieron las Ximénez. La vieja Luisa estaba derrotada y las demás ya casi no podían cargar con ella. «Queda poco, tía», trató de animarla ella, pero no fue la anciana quien se opuso. «Repongámonos aquí, protegidas, a salvo —replicó otra Vega—. Llevamos años fuera, ¿qué pueden importar unos días más?» Pero a Ana sí le importaban: necesitaba encontrar a Milagros, quería decirle que la quería. Cinco años de hambre, enfermedades y penalidades eran suficientes. Gitanas de familias ancestralmente enemistadas terminaron ayudándose y sonriéndose mientras compartían la miseria. Milagros era su hija, y si las rencillas entre gitanas se habían desvanecido durante los años de adversidad, ¿cómo no perdonar a quien llevaba su misma sangre? ¿Qué más daba con quién se hubiera casado? ¡La quería!

Continuó sola el camino y a su llegada al callejón se encontró con miradas adustas; cuchicheos, gitanas que le daban la espalda para correr a sus casas, asomarse a las ventanas o a las puertas de los corrales y señalarla a sus parientes.

—¿Ana…? ¿Ana Vega?

Fray Joaquín se acercó a aquella mujer que contemplaba desconcertada la calle.

—¿Aún me reconoce, padre? —preguntó ella con sarcasmo. Pero algo en el semblante del religioso le hizo mudar el tono—. ¿Dónde está Milagros? ¿Le ha sucedido algo?

Él vaciló. ¿Cómo iba a narrar tantas desgracias en apenas unas frases?, se preguntó. No había tiempo para largas explicaciones, y la verdad, resumida, era aún más dolorosa. Hasta el martilleo de las herrerías cesó mientras fray Joaquín le contaba lo sucedido.

Ana gritó al cielo.

—¡Rafael García! —aulló después, corriendo hacia el corral del patriarca—. ¡Hijo de puta! ¡Malnacido! ¡Perro sarnoso…!

Nadie la detuvo. Las gentes se apartaron. Ni siquiera los García, que permanecían a la puerta de su fragua, trataron de impedirle el acceso al patio del corral. Llamó a gritos a Rafael García al pie de la escalera que llevaba a los pisos superiores.

—¡Cállate! —gritó la Trianera desde arriba, apoyada en la barandilla de la galería corrida—. ¡No eres más que la hija de un asesino y la madre de una puta! ¡Vete de aquí!

—¡Te mataré!

Ana se lanzó escaleras arriba. No alcanzó a llegar hasta la vieja. Las gitanas que se hallaban en la galería se abalanzaron sobre ella.

—¡Fuera! —ordenó Reyes—. ¡Tiradla escaleras abajo!

Así lo hicieron. Ana trastabilló un par de escalones antes de conseguir asirse a la barandilla y deslizarse otros tantos. Se repuso.

—¡Tu nieto vendió a mi hija! —gritó, haciendo ademán de volver a subir.

Las García que se hallaban arriba le escupieron.

—¡Esa es la excusa de todas las putas! —replicó Reyes—. ¡Milagros no es más que una vulgar ramera, vergüenza de las mujeres gitanas!

—¡Mentira!

—Yo estuve allí. —Fue Bartola quien habló—. Tu hija se entregaba a los hombres por cuatro cuartos.

—¡Mentira! —repitió Ana con todas sus fuerzas. Las otras rieron—. Mientes —sollozó.

Tras un par de intentos, comprendió que nadie trataría con ella en presencia del fraile. Ana lo necesitaba: era el único que podía hablar en favor de Milagros para desmentir la versión sembrada por Pedro y exagerada por la Trianera, pero al final se vio obligada a ceder ante las costumbres gitanas.

—Váyase, padre —le instó—. Solo empeorará las cosas —insistió cuando fray Joaquín se negó—. ¿Acaso no lo ve? Este es un asunto de gitanos.

—Puedo acudir al asistente de Sevilla —se ofreció fray Joaquín—. Conozco gente…

Ana lo miró de arriba abajo mientras hablaba. Su aspecto era tan deplorable como enardecidas sus palabras.

—No sé qué interés tiene usted en mi niña…, aunque lo presumo.

Fray Joaquín confirmó sus sospechas con un repentino sofoco.

—Escúcheme: si llegase a aparecer por aquí algún alguacil, la gitanería entera haría piña con Rafael García en defensa de la ley gitana. Poco les importarían entonces razones o argumentos…

—¿Qué razones? —saltó él—. Sobre Milagros no pesa condena alguna como sobre Melchor… o Caridad. Supongamos incluso que se hubiera convertido en una ramera, que fuera cierto, ¿por qué detenerla? ¿Qué le harán?

—La entregarán a su esposo. Y a partir de entonces nadie se preocupará de lo que le pueda suceder; nadie preguntará por ella.

—Pedro… —murmuró el religioso—. Tal vez ya la haya matado.

Ana Vega permaneció unos segundos en silencio.

—Confiemos en que no —susurró al cabo—. Si están escondidos aquí, en el callejón, ni el Conde ni los demás jefes le permitirán hacerlo. Un cadáver siempre trae problemas. Le exigirán hacerlo fuera de Triana, en secreto, sin testigos. Váyase, padre. Si tenemos alguna oportunidad…

—¿Irme? Por lo que dices, si Milagros está en el callejón, Pedro tendrá que sacarla de aquí. Esperaré en la entrada hasta el día del juicio final si es necesario. Haz tú lo que tengas que hacer.

Ana no discutió. Tampoco pudo hacerlo, pues fray Joaquín le dio la espalda, se dirigió a la entrada y se apoyó contra la pared del primer edificio; su expresión revelaba que estaba decidido a aguantar allí cuanto hiciera falta. La gitana negó con la cabeza y dudó si acercarse y contarle que existían muchas otras posibilidades de abandonar el callejón: las ventanas y algunos portillos traseros… Sin embargo, lo observó y percibió en él la obcecación de un enamorado. ¿Cuánto tiempo hacía que no contemplaba la pasión en los ojos de un hombre, el temor por el daño a la amada, la ira incluso? Primero un García y ahora un fraile. Ignoraba si Milagros le correspondía. En cualquier caso, esa era entonces la menor de sus preocupaciones. Tenía que hacer algo. No contaba con los hombres de la familia Vega para apoyarla. Las mujeres de la gitanería de la Cartuja siempre habían sido detestadas por los del callejón, pendientes de estar a bien con los payos, de negociar con ellos; de poco serviría pues plantearles aquel problema.

Apretó los labios y emprendió una peregrinación mucho más dura que el largo y difícil camino desde Zaragoza. Herrerías, domicilios y patios de corrales de vecinos donde jugaban los niños y las mujeres trabajaban la cestería. Algunos ni se molestaron en volver la cabeza para atender sus ruegos: «Permitid que mi hija se defienda de las acusaciones de su esposo». Sabía que no podía suplicar por su padre. Se cumpliría la ley gitana: lo matarían, pero la terrible congoja que sentía por ello se atenuaba tras la posibilidad de luchar por su hija sin rendirse a pesar de la debilidad que sentía. Obtuvo algunas contestaciones.

—Si lo que sostienes es cierto —replicó una de las Flores—, ¿por qué se prestó tu hija? Contéstame, Ana Vega, ¿acaso tú no habrías peleado hasta morir por defender tu virtud?

Las rodillas estuvieron a punto de fallarle.

—Yo le habría arrancado los ojos a mi esposo —masculló una anciana que parecía dormitar al lado de la primera—. ¿Por qué no lo hizo tu hija?

—No debemos inmiscuirnos en los problemas de un matrimonio —escuchó en otra casa—. Ya le dimos una oportunidad a tu hija tras la muerte de Alejandro Vargas, ¿recuerdas?

«No pienso hacer nada». «Merece lo que le pase». «Los Vega siempre habéis sido problemáticos y pendencieros. Mira a tu padre». «¿Dónde queda ahora vuestra soberbia?» Las recriminaciones se sucedieron allá donde acudía. Le temblaban las manos y sentía una tremenda opresión en el pecho.

—Además —le confesó una mujer de la familia de los Flores—, no conseguirás que nadie se enfrente a los García. Todos temen volver a los arsenales, y es mucho el poder que el Conde ha conseguido con payos y sacerdotes.

—¡Matadme a mí! —terminó gritando Ana en el centro del callejón, hundida, desesperada, cuando el sol ya empezaba a ponerse—. ¿No queréis sangre Vega? ¡Tomad la mía!

Nadie contestó. Solo fray Joaquín, en el otro extremo, acudió a ella, pero antes de que llegase a su altura, lo hizo un gitano al que Ana Vega no reconoció hasta que lo tuvo a escasa distancia: era Pedro García, que había vuelto, desobedeciendo las órdenes de su abuelo, cuando se enteró de que Ana Vega había aparecido en el callejón. Sostenía en sus brazos a una niña pequeña que forcejeaba y trataba de esconder el rostro en su cuello, con mayor ansia a medida que su padre se acercaba a la loca que gritaba con los brazos en alto en el centro del callejón. El fraile le había hablado de su nieta, y Ana la reconoció en aquella niña. Pedro García se detuvo a solo unos pasos, acarició el cabello de la pequeña, la apretó contra sí y luego sonrió. Había merecido la pena discutir con el abuelo solo por ver el dolor en el rostro de quien se había atrevido a abofetearlo en público hacía unos años; eso le dijo al Conde, y Rafael García finalmente lo entendió y se lo permitió, bajo promesa de que volviera a desaparecer hasta que el Galeote hubiera sido ejecutado.

Ana hincó las rodillas en el suelo y, vencida, estalló en llanto.