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Me equivoqué de hombre.

La sentencia de Melchor consiguió que Caridad se encogiese en sí misma, más incluso de lo que había venido haciéndolo a medida que escuchaba la cruel y larga historia de Milagros. Los cuatro se hallaban alrededor de la mesa: ellos dos sentados en sus habituales sillas de fondo de tiras de sauce, mientras que la gitana ocupaba un taburete que tenían dispuesto para las visitas que Martín les hacía siempre que volvía de contrabandear por la zona; el fraile permanecía de pie, incómodo, buscando apoyo aquí y allá, hasta que Melchor le traspasaba con la mirada y se quedaba quieto un rato.

Caridad buscó un ápice de la ternura con que Melchor la había mirado hasta ese mismo día, pero encontró unos ojos contraídos y unas pupilas gélidas. Pocas fueron las palabras que el gitano pronunció a lo largo del discurso de su nieta: un escueto «Gracias» en dirección al fraile cuando se enteró de que salvó la vida de Milagros, y breves preguntas sobre la hija que esta había tenido con el García. La más importante «¿Sabes algo de tu madre?», fue respondida con un sollozo por parte de Milagros. Caridad percibió cómo su hombre reprimía sus emociones. «¡Insulta!», quiso alentarle aun sobrecogida por las palabras de Milagros, a la vista de la tensión que invadía el cuerpo de Melchor, que apoyaba sobre la mesa los puños crispados. «¡Maldice a todos los dioses del universo!», estuvo a punto de gritar cuando consiguió dejar de prestar atención al terrible relato de las violaciones que salía de boca de Milagros y se volvió con la garganta agarrotada hacia el gitano: las venas de su cuello hinchadas, palpitantes. «Reventarán, gitano —se acongojó todavía más—. Reventarán».

Supo que no debía seguirle cuando, terminada la conversación, él se levantó y se encaminó hacia la puerta de la casa.

—Me equivoqué de hombre —dijo antes de salir.

Al eco de aquellas palabras, Caridad contempló cómo el gitano salía al atardecer rojizo que flotaba sobre las cumbres, retando al mundo entero, en un momento en que incluso el aire que respiraba se había convertido en su enemigo. Mil punzadas vinieron entonces a recordarle las cicatrices de su espalda, aquellas que Melchor había acariciado y besado. El látigo restalló de nuevo en sus oídos. La esclavitud, la vega tabaquera, la cárcel de la Galera… Creía… creía que había dejado atrás definitivamente todo aquello. ¡Ingenua! Disfrutaba de la felicidad junto al gitano, en Barrancos, lejos de todo, «cerca del cielo», susurró agradecida e ilusionada cuando Melchor le indicó la casa que había alquilado en lo alto del cerro. ¡Estúpida! ¡Necia! Luchó contra las lágrimas que le anegaban los ojos. No quería llorar, ni rendirse… Notó la mano de Milagros sobre la suya.

—Cachita —sollozó la gitana, perdida en su propio dolor.

Caridad tardó en responder al contacto. Apretó los labios con fuerza, aunque ni así lograba controlar su temblor. Se sintió débil, mareada. Había escuchado la historia de Milagros con el espíritu roto entre el dolor de la nieta, la ira del abuelo, y el presentimiento de su propia desdicha, saltando frenéticamente del uno al otro siguiendo sus palabras, gestos y silencios. Milagros presionó su mano en busca de un consuelo que Caridad no estaba segura de querer ofrecerle. Enfrentó su mirada a la de ella y las dudas se desvanecieron ante el rostro congestionado de su amiga, los ojos inyectados en sangre, las lágrimas que corrían por sus mejillas. Se abandonó al llanto.

Desde una esquina, angustiado, fray Joaquín presenció cómo las dos mujeres se levantaban con torpeza, y se abrazaban, y lloraban, y trataban de mirarse para balbucir palabras atropelladas, ininteligibles, antes de fundirse de nuevo la una en la otra.

Cayó la noche sin que Melchor hubiera regresado, y Caridad preparó la cena: una buena hogaza de pan blanco, chacina, ajos, cebollas, aceite y carne de membrillo que les había traído Martín. Hablaron poco. Fray Joaquín quiso romper el silencio interesándose por la vida de Caridad. «He sobrevivido», ofreció ella por toda explicación.

—¿Qué estará haciendo Melchor? —preguntó de nuevo el fraile, pasado un largo rato de silencio.

Caridad miró el pedazo de cebolla que sostenía entre los dedos, como si se extrañara de su presencia.

—Reclamando al diablo que le devuelva su espíritu gitano.

La mezcla de amargura y tristeza en la respuesta llevó al fraile a desistir de cualquier otro intento. Aquella no era la esclava recién liberada que rendía la mirada ante los blancos, ni la que dejaba caer un pedacito de hoja de tabaco en la iglesia de San Jacinto mientras canturreaba y se movía adelante y atrás postrada ante la Candelaria. Se trataba de una mujer curtida en unas experiencias que no deseaba contarles, diferente a la que había conocido en Triana. Poco le había costado a fray Joaquín comprender las inquietudes de Caridad: su llegada había roto la felicidad duramente conseguida que había alcanzado. Se volvió hacia Milagros, preguntándose si también ella lo notaba: la gitana masticaba la carne salada y seca con apatía, como si la obligaran a comer. No había hecho comentario alguno acerca de la convivencia de Caridad y Melchor. La casa solo contaba con una habitación, y en ella había un único jergón. Aquí y allá, las escasas pertenencias de uno y otro se veían mezcladas: una brillante chaquetilla roja con ribetes y botonadura dorada que Melchor había olvidado, junto a un mantón de lana que sin duda pertenecía a Caridad. Un único objeto destacaba entre la cotidianidad de los demás: un juguete mecánico en una alacena de piedra. En numerosas ocasiones a lo largo de la tarde, fray Joaquín había mirado el juguete tan pronto como Melchor desviaba sus ojos hacia él con las alusiones que salían de boca de Milagros. «¿Funcionará todavía?», se preguntaba tratando de alejar de sí los recelos que percibía en la actitud del gitano. Fray Joaquín sabía que no había sido bien recibido. Melchor nunca lo aceptaría; era fraile y además payo, como le había advertido en Triana, pero ¿acaso no vivía él con una negra? Pero Melchor jamás consentiría que su nieta, una Vega, de los Vega de la gitanería de la huerta de la Cartuja trianera, se relacionase con él. Lo que fray Joaquín ignoraba era qué opinaba la gitana.

—Necesito descansar —murmuró Milagros.

Fray Joaquín la vio señalar el jergón de la habitación contigua, pidiendo permiso a Caridad, que consintió con la cabeza.

Caridad abandonó la casa en cuanto escuchó la respiración pausada de Milagros. Fray Joaquín erró al creer que salía en busca de Melchor. La mujer se dirigió al establecimiento de Méndez, pidió por él, y le encareció a dar con Martín esa misma noche.

—Sí, esta misma noche —insistió—, que partan en su busca todos los mochileros de los que puedas disponer. ¡El pueblo entero de Barrancos si es menester! Tienes nuestros dineros metidos en el tabaco —le recordó Caridad—, paga cuanto te pidan por encontrarlo.

Luego volvió con el fraile y se sentó frente a él, atenta al más mínimo sonido que pudiera venir del exterior. Nada sucedió, y con las primeras luces de la mañana, se desperezó y empezó a preparar un hatillo con sus pertenencias y algo de comida.

—¿Qué haces? —preguntó fray Joaquín.

—¿Todavía no se ha dado cuenta, padre? —contestó de espaldas, escondiéndole las lágrimas—. Volvemos a Triana.

Un simple cruce de miradas bastó a Melchor y Caridad para decirse cuanto necesitaban. «Debo hacerlo, morena», explicó la del gitano. «Voy contigo», replicó la de ella. Ninguno discutió la decisión del otro.

—En marcha —ordenó después Melchor, dirigiéndose a Milagros y al fraile, ambos de nuevo sentados a la mesa en espera de su regreso.

Melchor vistió su chaquetilla roja con parsimonia; no necesitaba más. Caridad se echó el hatillo a la espalda y se dispuso a seguirle. Milagros nada tenía, y el fraile se sintió grotesco al coger la imagen de la Virgen.

—¿Y…? —preguntó fray Joaquín señalando aquel objeto que destacaba solitario en la alacena: el juguete mecánico.

Caridad frunció los labios. «¡Van a matar a Melchor!», hubiera podido contestarle. «Quizá a mí también. Esta es nuestra casa y aquí es donde debe estar», hubiera añadido. «Es su lugar». Dio media vuelta y enfiló hacia la puerta.

Caridad y Melchor abrían la marcha, con Milagros tras ellos y fray Joaquín algo retrasado, como si no formara parte del grupo, todos en silencio, los primeros eligiendo los mismos senderos que tantas otras veces habían corrido con el tabaco a la espalda, pisando allí donde se escondieron de lo que sospechaban una ronda, cruzando el río por el mismo lugar donde se entregaron el uno al otro por primera vez.

La gitana, a diferencia de Caridad, que había aceptado ya el destino que le marcaba su hombre, caminaba sumida en las dudas: ni ella ni su abuelo se habían recriminado lo que ocurrió en Triana. No hablaron de la muerte de su padre, tampoco del matrimonio con Pedro García. Se limitaron a abrazarse como si el gesto por sí solo ya dejara atrás todos los sinsabores vividos. ¿Cómo pretendía el abuelo recuperar a María?, se preguntaba una y otra vez Milagros. «Me equivoqué de hombre», había dicho. Parecía que lo único que le interesaba era vengarse de Pedro, de los García… ¿Él solo?

Aminoró el paso hasta que fray Joaquín, que no hacía más que preguntarse si había hecho bien en ir a Barrancos, llegó a su altura.

—¿Qué pretende hacer? —inquirió Milagros al tiempo que señalaba con el mentón hacia la espalda de su abuelo.

—Lo ignoro.

—Pero… no va a entrar en el callejón, así, solo, sin ayuda. ¿Qué va a hacer?

—No lo sé, Milagros, pero me temo que sí, que esa es su idea.

—Lo matarán. ¿Y mi niña? ¿Qué será de ella?

—¡Melchor! —El grito del fraile interrumpió a Milagros.

El gitano volvió la cabeza sin detenerse.

—¿Qué planes tienes?