44

Tras abandonar el piso de las Platerías, fray Joaquín tiró de Milagros hasta una vivienda de la calle del Pez, donde se amontonaban los edificios en los que vivían madrileños tan altivos y orgullosos como los de Lavapiés, el Barquillo o los demás cuarteles de Madrid. El religioso, temiendo levantar rumores innecesarios, ni siquiera se atrevió a acudir a una posada secreta, por lo que negoció y alquiló un par de habitaciones desastradas a la viuda de un soldado que se prestó a dormir junto al hogar y que no hizo preguntas. De camino, contó a la gitana su conversación con Blas.

—Pues vayamos a Triana —saltó ella agarrándolo de la manga para detenerle mientras ascendían por la calle Ancha de San Bernardo.

La muchedumbre descendía alegre, en sentido contrario, en busca de la calle de Alcalá y la plaza de toros.

—Pedro te mataría —se opuso el religioso mientras examinaba edificios y bocacalles.

—¡Mi hija está allí!

Fray Joaquín se detuvo.

—¿Y qué haríamos? —inquirió—, ¿entrar en el callejón de San Miguel y raptarla? ¿Crees que tendríamos la más mínima posibilidad? Pedro llegará antes que nosotros, y tan pronto como lo haga lanzará todo tipo de insidias contra ti; la gitanería entera te considerará una… —El fraile dejó la palabra colgada en el aire—. Ni siquiera llegarías… llegaríamos a cruzar el puente de barcas. Vamos —agregó con ternura unos instantes después.

Fray Joaquín continuó andando, pero Milagros no lo siguió, la riada de gente pareció engullirla. Al percatarse de ello, el fraile volvió sobre sus pasos.

—¿Qué importa que me mate? —murmuró ella entre sollozos, las lágrimas corriendo ya por sus mejillas—. Ya estaba muerta antes de…

—No digas eso. —Fray Joaquín hizo ademán de cogerla por los hombros pero se contuvo—. Tiene que haber otra solución, y la encontraré. Te lo prometo.

¿Otra solución? Milagros frunció los labios mientras se aferraba a esa promesa. Asintió y caminó a su lado. Era cierto, reconoció para sí misma cuando doblaban la calle del Pez: Pedro la difamaría, y Bartola confirmaría, obediente, cuantas injurias se le ocurrieran al malnacido. Un escalofrío recorrió su espalda al imaginar a Reyes la Trianera vilipendiándola a voz en grito. Los García disfrutarían repudiándola públicamente; los Carmona también lo harían, ultrajados en su honor. Milagros había conculcado la ley: no existían prostitutas en la raza gitana, y todos los gitanos se pondrían en su contra. ¿Cómo iba a presentarse en el callejón de San Miguel en esas condiciones?

Sin embargo, pasaban los días y la promesa de fray Joaquín no se cumplía. «Dame tiempo», le pidió una mañana cuando ella insistió. «El marqués nos ayudará», aseguró al día siguiente a sabiendas de que no sería capaz de ir a su casa. «He escrito una carta al prior de San Jacinto, él sabrá qué hacer», mintió la tercera vez que ella le recordó lo prometido.

Fray Joaquín tenía miedo de perderla, de que le hiciesen daño, de que la matasen; pero para no enfrentarse a sus preguntas la dejaba sola en un cuartucho inmundo con un desvencijado camastro y una silla rota como todo mobiliario. «No debes salir, la gente te conoce y los García te estarán buscando por encargo de Pedro». Como eco de sus excusas, con la risa de su niña resonando constantemente en sus oídos, Milagros se entregaba al llanto. Estaba segura de que los García la maltratarían. Las imágenes de su niña en manos de aquellos desalmados resultaron demasiado para sus fuerzas. Sobria no podría soportarlas… Pidió vino, pero la viuda se lo negó. Discutió con ella en vano. «Vete si quieres», le dijo. «¿Adónde?», se preguntó ella. ¿Adónde podía ir?

Él regresaba siempre con algo: un dulce; pan blanco; una cinta de color. Y charlaba con ella, la animaba y la trataba con cariño, aunque no era eso lo que ella necesitaba. ¿Dónde estaban las agallas de los gitanos? Fray Joaquín era incapaz de sostenerle la mirada como hacían los de su raza. Milagros percibía que la seguía con los ojos siempre que estaban juntos, pero en cuanto ella se le encaraba, el fraile disimulaba. Parecía conformarse con su sola presencia, con olerla, con rozarla. Las pesadillas no abandonaron las noches de la gitana: Pedro y el desfile de nobles que la violentaban se sucedían en ellas; con todo, empezó a desechar la idea de que fray Joaquín pudiera llegara a actuar como ellos.

En un par de semanas se quedaron sin dinero para pagar el abusivo alquiler con el que la viuda garantizaba su silencio.

—Nunca llegué a sospechar que lo necesitaría —se excusó el religioso, contrito, como si le hubiera fallado.

—¿Y ahora? —preguntó ella.

—Buscaré…

—¡Miente!

Fray Joaquín quiso defenderse, pero la gitana no se lo permitió.

—Miente, miente y miente —gritó con los puños cerrados—. No hay nada, ¿cierto? Ni marqués, ni cartas al prior, ni nada. —El silencio le dio la razón—. Me voy a Triana —decidió entonces.

—Eso sería una locura.

La resolución de Milagros, la necesidad de abandonar las habitaciones antes de que la viuda los echase o, peor aún, los denunciase por adúlteros, la falta de dinero y, por encima de todo, la mera posibilidad de que la gitana lo dejase, hicieron reaccionar a fray Joaquín.

—Es la última vez que confío en usted; no me defraude, padre —cedió ella.

No lo hizo. Lo cierto era que durante aquellos días no había hecho otra cosa que pensar en cómo solucionar el asunto. Se trataba de una idea descabellada, pero no tenía alternativa: llevaba años soñando con Milagros y acababa de renunciar a todo por ella. ¿Qué actitud más descabellada que esa podía existir? Se dirigió a una prendería y cambió el mejor hábito de los dos de los que disponía por bastas ropas negras de mujer, incluidos guantes y una mantilla.

—¿Pretende que me ponga esto? —trató de oponerse Milagros.

—No puedes andar los caminos como una gitana sin papeles. Lo único que pretendo es que no nos detengan durante nuestro viaje… a Barrancos. —Las ropas resbalaron de las manos de Milagros y cayeron al suelo—. Sí —se le adelantó él—. Tampoco nos desviamos mucho. Solo es otro camino; unos días más. ¿Recuerdas lo que dijo la vieja curandera? Dijo algo así como que si hay algún lugar en el que se pueda encontrar a tu abuelo, ese es Barrancos. El día que hablamos, me contaste que no llegasteis a ir tras la detención, y las cosas no han cambiado mucho desde entonces. Quizá…

—Escupí a sus pies —recordó entonces Milagros como muestra de la ira con la que lo había tratado—. Le dije…

—¿Qué puede importar lo que hicieras o le dijeras? Siempre te quiso y tu hija lleva sangre Vega. Si lo encontrásemos, Melchor sabría qué hacer, seguro. Y si él ya no está, quizá encontremos a algún otro miembro de la familia al que no hubieran detenido en la gran redada. La mayoría de ellos se dedicaban al tabaco y probablemente logremos saber de alguno.

Milagros ya no escuchaba. Pensar en su abuelo la llenaba a la vez de esperanza y de temor. No había atendido a sus advertencias; ni tampoco a las de su madre. Ambos sabían lo que sucedería si se entregaba a un García. Lo último que había sabido del abuelo era que le habían detenido en Madrid y que había logrado escapar. Quizá… sí, quizá siguiera vivo. Y si alguien podía enfrentarse a Pedro, ese era Melchor Vega. Sin embargo…

La gitana se agachó a recoger las ropas negras del suelo. Fray Joaquín dejó de hablar al verla. Milagros no quería pensar en la posibilidad de que su abuelo la hubiera repudiado y le negara su ayuda, movido por el rencor.

—Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida —dijo Milagros, cabizbaja, a la joven criada que abrió la puerta de la casa. Sabía qué era lo que tenía que hacer después, lo mismo que había hecho una legua más allá, en Alcorcón: entrelazar los dedos de sus manos enguantadas, mostrando el rosario de fray Joaquín que llevaba entre ellos, y musitar lo que recordaba de aquellas oraciones que le había enseñado Caridad en Triana, para su bautizo, y que el fraile le repetía machaconamente durante el camino.

—Una limosna para el ingreso de esta infeliz viuda en el convento de las dominicas de Lepe —imploró fray Joaquín alzando la voz entre la cantinela de ella.

A través de la mantilla negra que cubría su cabeza y escondía su rostro atezado, la gitana miró de reojo a la criada. Respondería igual que todas: negándose en principio para terminar abriendo desmesuradamente los ojos en el momento en que fray Joaquín descubriese el bellísimo rostro de la Inmaculada Concepción con la que cargaba. Entonces titubearía, les diría que esperasen, cerraría la puerta y correría en busca de su ama.

Así había sucedido en Alcorcón y también en Madrid, antes de que tomasen la puerta de Segovia. Fray Joaquín decidió aliviar su pobreza sumándose al ejército de peregrinos y santeros que limosneaban por las calles de España, aquellos disfrazados con esclavina adornada con conchas, sayal, bordón, calabaza y sombrero para supuestas peregrinaciones a Jerusalén o un sinfín de lugares extraños; estos de fraile, sacerdote o abate reclamando un óbolo para todo tipo de obras pías. La gente contribuía con sus limosnas a los primeros a cambio de besar las reliquias o los escapularios que sostenían como auténticos de Tierra Santa. Con los segundos, rezaban frente a las imágenes que portaban, las acariciaban, las besaban y las acercaban a los niños, a los ancianos y sobre todo a los enfermos antes de dejar caer unas monedas en el cepillo o la bolsa del santero.

Y por lo que atañía a imágenes sagradas, ninguna como la de la Inmaculada Concepción que destapaba fray Joaquín ante el estupor de las criadas de las casas acomodadas. Como preveía Milagros, en Móstoles, a poco más de tres leguas de Madrid, sucedió lo mismo que en Alcorcón. Poco después, abrió la puerta la señora de la casa, que se quedó prendada ante la belleza y opulencia de la talla de la Virgen, y los invitó a entrar. Milagros lo hacía encogida, como le había instruido fray Joaquín, murmurando oraciones y escondiendo sus pies descalzos bajo la larga falda negra que arrastraba por tierra.

Ya en el interior, la gitana buscaba el rincón más alejado del sitio en que a modo de altar colocaban a la Virgen mientras fray Joaquín la presentaba como su propia hermana, que acababa de enviudar y había hecho promesa de recluirse en un convento. Ni siquiera la miraban, atentos todos a la Inmaculada. «¿Se puede tocar?», preguntaban cautelosos. «¿Y besar?», añadían emocionados. Fray Joaquín dirigía los rezos antes de permitírselo.

Y si bien obtenían el dinero suficiente para seguir camino, comer y hospedarse en los mesones o en aquellas mismas casas si no los había —Milagros siempre separada de los demás, amparándose en un supuesto voto de silencio—, el avance era lento, irritantemente pausado. Buscaban siempre con quien viajar para evitar malos encuentros, y a veces tenían que esperar, como cuando en las casas las mujeres se empeñaban en reclamar la presencia de esposos, hijos y en ocasiones hasta del párroco del pueblo, con el que fray Joaquín conversaba hasta convencerlo de la bondad de sus intenciones. Las muestras de devoción y los rezos se eternizaban. En el momento en que necesitaban dinero perdían días enteros mostrando a la Virgen, como les sucedió en Almaraz, antes de cruzar el río Tajo, donde les pagaron bien por permitir que la imagen amparase a un enfermo en su habitación.

—¿Y si no sanase? —preguntó Milagros a fray Joaquín aprovechando que este le llevó de comer a la estancia que le habían cedido para que observase su voluntario silencio.

—Deja que sea Nuestra Señora quien decida. Ella sabrá.

Luego sonrió y Milagros, sorprendida, creyó entrever un atisbo de picardía en el rostro de fray Joaquín. El fraile había cambiado… ¿o era ella quien lo había hecho? Quizá los dos, se dijo.

Milagros no era capaz de soportar las noches; las pesadillas la despertaban bruscamente, sudorosa, aturdida, en busca de un aire que le faltaba: hombres forzándola; el Coliseo del Príncipe entero riéndose de ella; la vieja María… ¿Por qué soñaba con la curandera tantos años después? Pero si aquello sucedía durante la noche, la sola posibilidad de reencontrarse con su abuelo la animaba a soportar durante el día aquellas bastas ropas negras que le escocían. El tedio de las oraciones y de las horas que pasaba sola en casas o mesones, para que no se descubriera el engaño, se convertía en fantasías al pensar en Melchor, en su madre, y en Cachita. A menudo tenía que hacer esfuerzos por no lanzarse a cantar aquellas oraciones que Caridad le había enseñado a ritmo de fandangos. ¿Cuánto hacía que no cantaba? «El mismo tiempo que no bebes», le había contestado fray Joaquín dando por concluido el tema un día en que ella se lo comentó. El sol y sus anhelos lograban que todos aquellos momentos amargos que la martirizaban en sueños quedasen atrás, como encerrados en una burbuja, y abría ante ella la esperanza de volver con su gente. Eso era lo único que importaba realmente: su hija, su abuelo. Los Vega. En el pasado no había llegado a comprenderlo, aunque se consolaba con la excusa de la juventud. En algunos momentos también recordaba a su padre. ¿Qué le había dicho el Camacho cuando regresó de hablar con su madre en el depósito de Málaga? «Él sabía cuál era el trato: su libertad por tu compromiso con el García. Debía haberse negado y haberse sacrificado. Tu abuelo hizo lo que debía».

Cuando rememoraba esas palabras del gitano, Milagros pugnaba por alejar los recuerdos y volcarse de nuevo en el abuelo. Solo con su ayuda podría recuperar a su niña y, con ella, la alegría de vivir. Cada pueblo que dejaban atrás la acercaba un poco más a esa ilusión.

A veces, después de escucharle mentir a los cándidos beatos que se acercaban a la Virgen, Milagros también pensaba en fray Joaquín, y al hacerlo la invadían sensaciones contradictorias. Los primeros días en Madrid, cuando empezaron con lo de la Virgen para conseguir dineros con los que liquidar la onerosa cuenta de la viuda, la gitana se exasperaba ante sus titubeos. Mentalmente le pedía firmeza y convicción, pero todavía se ponía más nerviosa al vislumbrar, a través de las puntillas y los encajes de la mantilla, sus constantes miradas de reojo para cerciorarse de su comportamiento. «Preocúpese por usted, fraile. ¿Cómo cree que alguien va a reconocerme dentro de estas ropas que cuelgan de mis hombros y mis caderas?». A medida que fray Joaquín ejercía con más seguridad su papel de santero, varió su actitud hacia Milagros, como si encontrase fuerzas en su propia seguridad. No parecía tan turbado por su presencia y en ocasiones hasta sostenía la mirada de la gitana. Entonces ella, aunque fuera durante unos instantes, se sentía niña, como en Triana.

—¿Ya no le atraigo vestida de negro? —se le descaró un día.

—¿Qué…? —Fray Joaquín enrojeció hasta las orejas—. ¿Qué quieres decir?

—Pues eso, si ya no le gusto con estos… estos trapos que me obliga a vestir.

—Debe de ser la Inmaculada, que pretende evitar las tentaciones —se burló él señalando hacia la imagen.

Ella fue a replicar pero se calló, y él creyó entender por qué no llegó a hacerlo: asomaba en ella la mujer maltratada, humillada por los hombres.

—No quería decir… —empezó a excusarse Milagros antes de que él la interrumpiera.

—Tienes razón: no me gustas con esas ropas de castellana viuda. Pero sí que me gusta —se apresuró a añadir ante su triste expresión— que vuelvas a bromear o a preocuparte por tu aspecto.

Milagros mudó de nuevo su rostro. Una sombra de tristeza enturbió su mirada.

—Fray Joaquín, las mujeres hemos venido a este mundo para parir con dolor, para trabajar y para sufrir la perversión de los hombres. Calle —le instó ante su ademán por replicar—. Ellos… ustedes se revuelven, luchan y pelean ante la infamia. A veces ganan y se convierten en el macho victorioso; otras muchas pierden y entonces se ensañan con los débiles para engañarse y vivir con la venganza como único objetivo. Nosotras tenemos que callar y obedecer, siempre ha sido así. He terminado aprendiéndolo y me ha costado la juventud. Ni siquiera me veo capaz de luchar por mi hija sin la ayuda de un hombre. Sí, se lo agradezco —añadió antes de que él interviniese—, pero es la verdad. Nosotras solo podemos luchar por olvidar nuestros dolores y sufrimientos, para vencerlos, pero nunca vengarlos. Aferrarnos a la esperanza, por pequeña que esta sea, y mientras tanto, de vez en cuando, solo de vez en cuando, intentar volver a sentirnos mujeres.

—No sé qué…

—No diga nada.

Fray Joaquín se encogió de hombros al tiempo que negaba con la cabeza, las manos extendidas.

—Alguien que le dice a una mujer que no le gusta —alzó la voz Milagros—, por más de negro que vaya vestida, por vieja y fea que pueda ser, no tiene derecho a decir nada.

Y le dio la espalda tratando de que el golpe de cadera con que lo hizo llegara a revelarse bajo sus informes ropajes.

La cercanía, el objetivo común, la constante ansiedad ante el peligro de que alguien descubriese que la respetable y piadosa viuda que se escondía bajo aquel disfraz no era más que una joven gitana —la Descalza del Coliseo del Príncipe de Madrid, por más señas— y que el fraile mentía al limosnear para su ingreso en un convento, los unía cada día un poco más. Milagros no hacía nada por evitar el roce; sentía la necesidad de ese contacto humano, respetuoso y cándido. Reían, se sinceraban, se examinaban el uno al otro; ella como no lo había hecho nunca hasta entonces, observando al hombre que se escondía bajo los hábitos: joven y apuesto, aunque no parecía fuerte. Salvo por aquella calva redonda que lucía en la coronilla, podía decirse que era atractivo. Aunque quizá el cabello volviera a crecerle… Sin duda le faltaba gitanería, decisión, soberbia, pero a cambio le sobraba entrega, dulzura y cariño.

—Aquí no creo que saquemos limosnas —se lamentó en voz baja fray Joaquín un atardecer, al arribar a un miserable grupo de barracas hasta las que les había conducido una pareja de agricultores que retornaban de sus labores, la única compañía que encontraron en el camino.

—Quizá no las obtengamos por la Virgen, pero seguro que daríamos con quien pagase por escuchar la buenaventura —apostó ella.

—Sandeces —soltó el fraile, espantando el aire con las manos.

Milagros agarró una de ellas al vuelo, instintivamente, igual que tantas otras veces había hecho en Triana ante hombres o mujeres reacios a soltar unas monedas.

—Su eminencia reverendísima —bromeó—, ¿desea saber lo que le deparan las líneas de su mano? Veo…

Fray Joaquín intentó retirarla, pero ella no se lo permitió y él acabó cediendo. Milagros se encontró con la mano del fraile entre las suyas, repasando ya con el índice enguantado una de las rayas de su palma. Al ritmo al que deslizaba su dedo, un perturbador cosquilleo asaltó su vientre.

—Vaya… —carraspeó y se movió inquieta.

Trató de justificar su nerviosismo en las incómodas ropas que vestía. Se despojó del guante y apartó la mantilla de su rostro con un manotazo. Encontró la mano del fraile todavía extendida frente a ella. Volvió a tomarla y notó su calor. Observó la piel blanca, casi delicada, de un hombre que nunca había trabajado el hierro.

—Veo…

Por primera vez en su vida, Milagros careció del desparpajo necesario para clavar sus ojos en aquel al que pretendía leer la buenaventura.

Se acercaban al río Múrtiga, con Encinasola a su espalda y Barrancos erigiéndose por encima de sus cabezas. Milagros se arrancó la mantilla y la arrojó lejos; luego hizo lo mismo con los guantes y alzó el rostro al cielo radiante de finales de mayo como si pretendiera atrapar toda la luz que durante casi mes y medio de camino le había sido negada.

Fray Joaquín la contempló embelesado. Ahora ella forzaba los corchetes de su jubón negro para que los rayos de sol acariciaran el nacimiento de sus pechos. El largo peregrinaje, extenuante en otras circunstancias, había obrado en Milagros los efectos contrarios: el cansancio llamó al olvido; la constante preocupación por ser descubiertos eliminó cualquier otra inquietud, y la ilusión del reencuentro suavizó unos rasgos antes contraídos y en permanente tensión. La gitana se supo observada. Lanzó un grito espontáneo que rompió el silencio, zarandeó la cabeza y se volvió hacia el fraile. «¿Qué sucederá si no encontramos a Melchor?», se preguntó entonces fray Joaquín, temeroso ante la abierta sonrisa con que le premiaba Milagros. Ella luchaba por deshacer el moño y liberar unos cabellos que se negaban a caer sueltos. El mero pensamiento de no dar con Melchor hizo que fray Joaquín dejase la imagen de la Inmaculada en el suelo para dedicarse a recoger la mantilla y los guantes.

—¿Qué hace ahora? —se quejó Milagros.

—Podríamos necesitarlos —respondió él con la mantilla en la mano; los guantes continuaban perdidos entre los matorrales.

Tardó en encontrar el segundo. Cuando se alzó con él, Milagros había desaparecido. ¿Dónde…? Recorrió la zona con la mirada. En vano, no la encontró. Rodeó un cerrillo que le permitió asomarse al cauce del Múrtiga. Respiró. Allí estaba, arremangada y arrodillada, introduciendo una y otra vez la cabeza en el agua, frotando sus cabellos con frenesí. La vio levantarse, empapada, con la abundante melena castaña cayéndole por la espalda, chispeando al sol en contraste con su tez oscura. Fray Joaquín se estremeció al contemplar su belleza.

Las gentes de Barrancos acogieron su entrada en el pueblo con curiosidad y recelo: un fraile cargado con un bulto y una bella gitana altanera, atenta a todo. Fray Joaquín dudó. Milagros no: se encaró al primer hombre con el que se cruzó.

—Buscamos al que vende el tabaco para contrabandear en España —apabulló a uno ya entrado en años.

El otro balbució unas palabras en la jerga local, sin poder apartar la mirada de aquel rostro que le interrogaba como si fuera culpable de algún delito.

Fray Joaquín percibió la tremenda ansiedad de Milagros y decidió terciar.

—La paz sea contigo —saludó con sosiego—. ¿Nos entiendes?

—Yo sí —se oyó detrás del primero.

«Es muy peligroso», repitió fray Joaquín una decena de veces mientras se acercaban al conjunto de edificios que les habían indicado y que componían el establecimiento de Méndez. El lugar era un nido de contrabandistas. Milagros caminaba resuelta, con la cabeza erguida.

—Por lo menos vuelve a cubrirte el rostro —le rogó él, apresurando el paso para ofrecerle la mantilla.

Ni siquiera obtuvo contestación. Un sinfín de posibilidades, todas aterradoras, rondaban la cabeza del fraile. Melchor podía no encontrarse allí, podía incluso ser enemigo del tal Méndez. Temía por él, pero sobre todo por Milagros. Pocos eran los que permanecían ajenos a la presencia de la gitana; se detenían, la miraban, algunos incluso la piropearon en aquel idioma extraño de los barranqueños.

«¿En qué apuro he metido a Milagros?», se lamentó justo al traspasar los portalones del establecimiento de Méndez. Varios mochileros holgazaneaban en el gran patio de tierra que se abría frente al cuartel del contrabandista; uno de ellos silbó al ver a Milagros. Un par de mujeres de aspecto turbio asomadas a una de las ventanas del dormitorio corrido sobre las cuadras torcieron el gesto ante la llegada del fraile, y una pandilla de chiquillos semidesnudos que correteaban entre las mulas somnolientas atadas a postes dejó de hacerlo para acercarse a ellos.

—¿Quiénes sois? —preguntó uno de los niños.

—¿Tenéis dulces? —inquirió otro.

Llegaban ya a la casa principal. Ninguno de los hombres que los contemplaban hizo ademán de moverse. Milagros fue a liberarse del acoso de los chiquillos cuando fray Joaquín intervino de nuevo.

—No —se adelantó al gesto brusco de ella—, no tenemos dulces, pero tengo esto —añadió mostrándoles un real de a dos.

Los niños se arremolinaron alrededor del fraile con los ojos brillantes a la vista de la moneda de cobre.

—Os la daré si avisáis al señor Méndez de que tiene visita.

—¿Y quién pregunta por él?

Los niños callaron; algunos de los mochileros se irguieron y las prostitutas de la ventana se asomaron todavía más.

—La nieta de Melchor Vega, el Galeote —contestó entonces Milagros.

Méndez, el contrabandista, apareció en la puerta de la casa principal; examinó a la gitana de arriba abajo, ladeó la cabeza, volvió a escrutarla, dejó transcurrir unos segundos y sonrió. Con un resoplido, fray Joaquín soltó el aire que había retenido en sus pulmones.

—Milagros, ¿no? —preguntaba en ese momento el contrabandista—. Tu abuelo me ha hablado mucho de ti. Sé bienvenida.

Uno de los niños reclamó la atención de fray Joaquín estirando de la manga de su hábito.

—Por esa moneda les llevo con el Galeote —le propuso.

Milagros dio un respingo y se abalanzó sobre el mocoso.

—¿Está aquí? —chilló—. ¿Dónde? ¿Sabes dónde…? —De repente desconfió. ¿Y si el chaval les estaba engañando por un real? Se volvió hacia el contrabandista y le interrogó con unos ojos capaces de traspasar el edificio entero.

—Llegó hace un par de semanas —confirmo Méndez.

Con el contrabandista todavía frente a ella, Milagros balbució algo que tanto podía ser un agradecimiento como una despedida, agarró el extremo de la larga falda negra dejando a la vista sus pantorrillas y, con la prenda terciada, se dispuso a seguir a los chiquillos, que ya les esperaban entre risas y gritos junto a los portalones de acceso al establecimiento del contrabandista.

—¡Vamos! —les animó uno de ellos.

—Vamos, fray Joaquín —le apresuró la gitana, ya unos pasos separada de él.

El religioso sí que se despidió.

—No puedo correr cargado con la Virgen —se quejó después.

Pero Milagros no lo escuchó. Una niña le agarraba de la mano y tiraba de ella hacia el camino.

Fray Joaquín los siguió con parsimonia, exagerando el peso de una imagen que había trasladado sin problema alguno por media España. Melchor estaba en Barrancos, gracias a Dios. Nunca llegó a creer en serio que lo encontrasen. «Mataría por ella. Usted es payo… y además fraile. Lo segundo podría tener arreglo, lo primero, no». La advertencia que un día le hizo el gitano a la orilla del Guadalquivir, ante la posibilidad de una relación con su nieta, se le agarró al estómago tan pronto como Méndez confirmó su presencia. ¡El Galeote haría cualquier cosa por ella! ¿Acaso no había matado ya al padre de Milagros por consentir su matrimonio con un García?

—¿Qué hacéis?

Dos de los chiquillos pugnaban por descargarle del peso de la imagen de la Inmaculada.

—¡Désela! —le conminó Milagros por delante de él—. ¡No llegaremos nunca!

No se la entregó; no estaba seguro de querer encontrarse frente a frente con Melchor Vega.

—Fuera de aquí. ¡Largaos! —gritó a la pareja de mocosos que, pese a todo, seguían acompañándole e intentaban ayudarle a portar el bulto con unas manos que eran más un estorbo que otra cosa.

Milagros lo esperó, sujetándose el borde de la falda, impaciente. La niña que la acompañaba se quedó a su lado, en jarras, imitando el gesto de la gitana.

—¿Qué le sucede? —inquirió extrañada la gitana.

«Que voy a perderte, eso es lo que sucede. ¿No te das cuenta?», quiso decirle él.

—No vendrá de unos minutos después de todo lo que hemos recorrido —contestó en cambio, con mayor brusquedad de la que hubiera deseado.

Ella malinterpretó su actitud y torció el gesto. Miró a los chiquillos, que seguían correteando alegres por delante, contra el sol. Le asaltaron las dudas.

—¿Cree usted…? —Dejó caer los brazos. Cayó la falda—. Usted dijo que el abuelo me perdonaría.

—Y lo hará —aseguró fray Joaquín por no proponerle que huyeran juntos de nuevo, que regresaran a los caminos para recorrerlos mostrando la imagen de la Virgen.

El desánimo traicionó sin embargo la voz del fraile. Milagros lo percibió y acomodó sus pasos a los de él.

—También es una García —murmuró ella.

—¿Qué?

—La niña. Mi niña. María. También es una García. El odio del abuelo hacia ellos es superior… ¡a todo! Incluso al cariño que pudo tenerme en su día —agregó con un hilo de voz.

Fray Joaquín suspiró, consciente de las contradicciones que azotaban su propio ánimo. Si la veía contenta, ilusionada, él se desmoronaba aterrorizado ante la idea de perderla, pero si la veía sufrir, entonces…, entonces deseaba ayudarla, darle ánimos para que acudiera con su abuelo.

—Ha pasado mucho tiempo —dijo sin convicción.

—¿Y si no me perdona que me casara con Pedro García? El abuelo…

—Te perdonará.

—Mi madre me repudió por hacerlo. ¡Mi madre!

Llegaron al pie de un cerro, fuera del pueblo. El mayor de los niños los esperaba allí, los demás corrían ya sendero arriba.

Una solitaria casita en lo alto del cerro, a los cuatro vientos, dominaba las tierras; en esa dirección señalaban varios chiquillos.

—¿Es allí? —inquirió fray Joaquín, aprovechando esa pausa para depositar la imagen en el suelo.

—Sí.

—¿Qué hace Melchor ahí arriba, solo? —se preguntó, extrañado.

—No está solo —saltó el chaval—. Vive con la negra.

Milagros quiso decir algo pero no le surgieron las palabras. Tembló y buscó apoyo en el fraile.

—Caridad —susurró este.

—Sí —afirmó el niño—, Caridad. Siempre están ahí, ¿los ven?

Fray Joaquín aguzó la vista hasta vislumbrar dos figuras sentadas delante de la casa, al borde de un barranco.

Milagros, con los ojos húmedos y los sentidos extraviados, no logró ver nada.

—Desde que llegaron —continuó explicando el muchacho— han salido un par de noches a contrabandear. ¡Las dos veces volvieron con dulces! A Caridad le gustan mucho los dulces… y los repartió con nosotros. Y a Gregoria, la niña… —el chaval oteó el sendero de ascenso—, aquella, ¿la ven?, la primera, la pequeñita que más corre, pues a Gregoria le trajeron unas abarcas porque no podía caminar, tenía unas heridas enormes en las plantas de los pies. ¡Miren cómo corre ahora! —Fray Joaquín contempló saltar a la pequeña Gregoria—. Pero el resto del tiempo lo pasan ahí sentados, abrazados, fumando y mirando los campos. Muchas veces subimos a escondidas, pero siempre terminan pillándonos. ¡Gregoria no sabe estarse quieta!

—¿Abrazados?

La pregunta surgió de boca de Milagros, que intentaba secarse los ojos para enfocarlos en lo alto del cerro.

—Sí. ¡Siempre! Se arriman mucho el uno al otro y entonces el Galeote le dice a Caridad: «¡Canta, morena!».

¡Canta, morena! Milagros empezaba a vislumbrar la cumbre. ¡Cachita! Aquella amiga a quien golpeó, insultó, a quien le dijo que no quería volver a verla en su vida.

—¡Gregoria ya ha llegado arriba! —exclamó el niño—. ¡Vamos!

Tanto fray Joaquín como Milagros se irguieron. Las dos figuras que permanecían sentadas se pusieron en pie a la llegada de la pequeña. Gregoria señalaba al pie del cerro. Milagros sintió la mirada de Melchor sobre sí, como si, pese a la distancia, se hallase a solo un paso de él.

—¡Vamos! —insistió el chaval.

Fray Joaquín se agachó para coger la imagen de la Virgen.

—No puedo —gimió entonces la gitana.

Caridad agarró la mano de Melchor y apretó en busca del tacto de aquella palma dura y áspera, curtida por diez años a los remos de una galera y que tanto la tranquilizaba. Eran las mismas palmas que habían recorrido infinidad de veces su cuerpo desde que Melchor apareció en Torrejón; las mismas que ella había bañado en lágrimas mientras las besaba; las que él había llevado a sus mejillas a la espera de una respuesta cuando solo unos días después don Valerio le prohibió que conviviera en pecado mortal con un gitano. «Lo de los traperos no funcionará —le advirtió Melchor—, nos pillarán; terminarán deteniéndonos. Vámonos lejos de aquí. A Barrancos». La sonrisa con la que accedió Caridad selló el compromiso entre aquel gitano de brillo en la mirada y rostro surcado de arrugas y la antigua esclava negra. Barrancos, donde había nacido su amor, donde se sintió mujer por primera vez, donde la justicia no alcanzaba. Pagaron bien, viajaron rápido en una galera con destino a Extremadura, con la urgencia de dejar atrás tiempos y lugares que solo los habían maltratado.

Melchor, quieto, expectante, con la mirada y los demás sentidos puestos en el pie del cerro, respondió y apretó la mano a su vez. En esta ocasión el contacto del gitano no la tranquilizó: Caridad se supo partícipe del torbellino de inquietudes que asolaban al gitano, porque ella también las sufría. ¡Milagros! Después de tantos años… Sin soltar la mano, desvió la mirada de aquella figura vestida de negro al universo que se abría a sus pies: campos, ríos, vegas, eriales y bosques; todos y cada uno de ellos habían absorbido sus canciones cuando los dos sentados, la vista en el horizonte, en aquella nueva vida que la fortuna les brindaba, complacía a Melchor y alzaba su voz, una voz que a menudo dejaba colgada en el aire para perseguir su reverberación por los senderos que habían recorrido juntos, cargados de tabaco y de un amor que aceleraba sus pasos, sus movimientos, sus sonrisas. Habían vuelto a salir por la noche con las mochilas llenas de tabaco. No necesitaban el dinero; tenían más que suficiente. Solo pretendían volver a pisar aquellos caminos, cruzar el río de nuevo, correr a esconderse al crujido de una rama, dormir al raso… hacer el amor bajo las estrellas. Vivían fundidos el uno en el otro sin más que hacer que mirarse mientras fumaban. Noches de caricias, de sonrisas, de charlas y de largos silencios. Se consolaban de los malos recuerdos, se prometían con un simple roce que jamás nada ni nadie volvería a separarlos.

—¿Por qué no sube? —escuchó de boca del gitano.

Caridad sintió un escalofrío: la brisa que desde los campos golpeaba su rostro le advertía de que la llegada de Milagros trastocaría su felicidad. Deseó que no lo hiciera, que volviera sobre sus pasos… Volvió a fijar la mirada en el pie del cerro justo cuando la gitana iniciaba el ascenso. Melchor apretó con mayor fuerza su mano y se mantuvo así mientras los otros se acercaban.

—¿Fray Joaquín? —dijo con tono de extrañeza el gitano—. ¿Es fray Joaquín?

Caridad no contestó, aunque también reconoció al fraile. Hasta los niños callaron y se hicieron a un lado, serios, graves, ante la llegada de Milagros. Los sollozos contenidos de la gitana taparon cualquier otro sonido. Caridad notó el temblor en la mano de Melchor, en todo él. Milagros se detuvo a unos pasos de distancia, con fray Joaquín detrás de ella, y levantó la vista hacia su abuelo; luego la posó en Caridad y de nuevo la llevó a Melchor. La situación se prolongó. Caridad dejó de sentir los temblores del Galeote. Ella era ahora la que temblaba ante las lágrimas de la gitana, ante la tempestad de recuerdos que acudieron en tropel a su mente. Escuchó aquellas primeras palabras de una joven gitana, ella postrada en el patinejo del corral de vecinos del callejón de San Miguel después de que Melchor la encontrase febril bajo un naranjo; el puente de barcas y la iglesia de los Negritos; la gitanería de la huerta de la Cartuja; los cigarros y su vestido colorado; la vieja María; la detención; la huida por el Andévalo… Desdeñó sus miedos y soltó la mano de Melchor. Se adelantó un paso, corto, indeciso. Los ojos de Milagros suplicaron el siguiente, y Caridad corrió a lanzarse en sus brazos.

—Ve con él —le dijo después del primer abrazo.

Milagros desvió la mirada hacia Melchor, hierático en lo alto.

—Te quiere —añadió Caridad ante la duda que percibió en la joven—, pero, por más que lo esconda o lo niegue, sé que teme que no le hayas perdonado lo… lo de tu padre. Olvidad lo que sucedió —insistió empujándola con suavidad por la espalda.

Milagros dejó atrás a Caridad y a fray Joaquín. Sus propias lágrimas le impidieron percatarse de los ojos húmedos de Melchor. ¿Cuántas veces había tratado de convencerse de que lo de su padre había sido fruto de un arrebato? Quería perdonarlo, sin embargo no podía estar segura de que él hubiera olvidado lo que consideró la máxima traición a la sangre Vega: su matrimonio con Pedro, un eslabón más en la cadena de odios que enfrentaban a ambas familias. ¿Cómo iba Melchor a olvidar a los García? Hacía solo unos años que los García habían intentado matarle…

—¡Maldita sea la Virgen del Buen Aire!

La gitana se detuvo ante la imprecación de su abuelo. Miró horrorizada a Melchor y luego miró hacia atrás y a los lados. ¿Qué pretendía…?

—¿Qué haces disfrazada de cuervo?

Ella se miró las ropas negras como si fuese la primera vez que las veía. Al levantar la vista se encontró con la sonrisa de Melchor.