41

Avisad a la ronda.

—¿Qué ha sucedido?

Muchos de los vecinos del inmueble se arremolinaron alrededor del fraile. Un par de ellos portaban candiles. «¿Está herido?», repetía una mujer que no dejaba de tocarle. Fray Joaquín jadeaba, congestionado, tembloroso. No conseguía ver a Milagros en el interior del piso. Sí, ahí estaba: había resbalado por la pared y permanecía acuclillada, desnuda. Alcanzó a entrever la luz tenue, la gente apiñada en el descansillo. «¿Le ha hecho daño ese canalla?», insistió la mujer. «Mirad», escuchó él entonces. Le asaltó la angustia al percibir cómo la mayoría de los presentes se volvía y fijaba su atención en la gitana. ¡No debían verla desnuda! Se zafó de la impertinente que palpaba sus brazos y logró abrirse paso a empujones.

—¿Qué miran ustedes? —gritó antes de cerrar la puerta a su espalda.

Llegó a notar el repentino silencio y observó a Milagros. Quiso acercarse a ella, pero en vez de eso permaneció un instante junto a la puerta. La gitana no reaccionaba, como si nadie hubiera entrado.

—Milagros —susurró.

Ella continuó con la mirada perdida. Fray Joaquín se acercó y se acuclilló. Luchó por evitar que sus ojos se desviasen hacia los pechos de la muchacha o hacia…

—Milagros —se apresuró a susurrar de nuevo—, soy Joaquín, fray Joaquín.

Ella alzó un rostro inexpresivo, vacío.

—Virgen Santa, ¿qué te han hecho?

Deseó abrazarla. No se atrevió. Alguien golpeó la puerta. Fray Joaquín escudriñó la habitación. Con una mano alzó la camisa rasgada de la gitana, en el suelo. La falda… Llamaron con mayor ímpetu.

—¡Abrid a la justicia!

No podía consentir que la vieran desnuda, aunque tampoco se atrevía a vestirla, a tocar…

—¡Abrid!

El religioso se puso en pie y se despojó del hábito, que acomodó sobre los hombros de la gitana.

—Levántate, te lo ruego —le susurró.

Se agachó y la tomó del codo. La puerta reventó al impetuoso empuje del hombro de uno de los alguaciles justo cuando Milagros obedecía con docilidad y se ponía en pie. Con manos temblorosas, ajeno a la gente que entraba en la habitación, el fraile abrochó el corchete del hábito por encima de los pechos de Milagros y se volvió para encontrarse con un par de alguaciles y los vecinos del rellano, que observaron la escena, perplejos y desconcertados, aunque la sotana, cerrada, caía a plomo hasta el suelo e impedía que se entreviera el cuerpo de la mujer. De repente fray Joaquín comprendió que no la miraban a ella, sino a él. Despojado del hábito, una vieja camisa y unos simples calzones raídos constituían toda su vestimenta.

—¿Qué es este escándalo? —inquirió uno de los alguaciles después de escrutarle de arriba abajo.

El examen al que se vio sometido avergonzó al religioso.

—El único escándalo que me consta —se revolvió como si con ello pudiera imponerse— es el que han hecho ustedes al romper la puerta.

—Reverendo —replicó el otro—, está usted en paños menores con… con la Descalza —arrastró las palabras antes de continuar—: una mujer casada que viste su sotana y que al parecer…

El alguacil señaló entonces las piernas de Milagros, allí donde el hábito se abría ligeramente y permitía atisbar la forma de sus muslos.

—Está desnuda. ¿No le parece suficiente escándalo?

Los murmullos de los vecinos acompañaron la declaración. Fray Joaquín exigió calma con un movimiento de sus manos, como si pudiera así frenar las acusaciones de quienes le observaban.

—Todo tiene una explicación…

—Eso es precisamente lo que le he pedido al principio.

—De acuerdo —cedió él—, pero ¿es necesario que se entere todo Madrid?

—¡A sus casas! —ordenó el alguacil tras reflexionar unos instantes—. Es tarde y mañana tendrán que trabajar. ¡Fuera! —terminó gritando ante su remoloneo.

A la postre no supo cómo explicarlo. ¿Debía denunciar a Pedro García? No la había herido; nadie lo tendría en cuenta. El gitano volvería… Por otra parte, si creyesen la denuncia, ¿qué sucedería entonces con Milagros? Se daba el caso de testigos a los que se les encarcelaba hasta que llegaba el juicio, y Milagros… ya había tenido bastantes problemas con la justicia. ¿Qué hacía él, un fraile, allí, en la casa de la Descalza?, le preguntó de nuevo el alguacil sin dejar de mirar a Milagros, que seguía indiferente a cuanto sucedía, embutida en la sotana. Fray Joaquín continuaba pensando: quería estar con Milagros, ayudarla, defenderla…

—¿Quién le ha atacado en el descansillo? —quiso saber el alguacil—. Los vecinos decían…

—¡Su excelencia el marqués de Caja! —improvisó el religioso.

—¿El marqués le ha atacado?

—No, no, no. Quiero decir que el señor marqués les proporcionará cuantas referencias deseen sobre mí; dispongo del beneficio de su capilla particular…, soy… he sido el tutor de su señora esposa, la marquesa, y…

—¿Y ella?

El alguacil señaló a Milagros.

—¿Conocen su historia? —Fray Joaquín frunció los labios al volverse hacia la gitana. No vio a los alguaciles, pero supo que ambos habían asentido—. Necesita ayuda. Yo me haré cargo.

—Tendremos que dar parte de este incidente a la Sala de Alcaldes, ¿lo comprende?

—Hablen primero con su excelencia. Se lo ruego.

La despertó el bullicio de la calle Mayor, extraño, diferente al de la calle del Amor de Dios. La luz que entraba por la ventana dañó sus ojos. ¿Dónde estaba? Un camastro. Una habitación estrecha y alargada con… Trató de fijar la visión: una imagen de la Virgen presidiendo la estancia. Se movió en la cama. Gimió al sentirse desnuda bajo la manta. ¿La habían forzado otra vez? No, no podía ser. Su cabeza quería reventar, pero poco a poco recordó vagamente la punta de la navaja de Pedro recorriendo su cuerpo, sobre su cuello, y la mirada asesina de su esposo. Y luego, ¿qué había sucedido después?

—¿Ya has despertado?

La imperiosa voz de la vieja desconocida no acompañaba sus movimientos, lentos, dolorosos. Se acercó con dificultad y dejó caer ropa sobre la cama; la suya, comprobó Milagros.

—Va a dar el mediodía, vístete —le ordenó.

—Dame un poco de vino —pidió ella.

—No puedes beber.

—¿Por qué?

—Vístete —repitió, hosca.

Milagros se sintió incapaz de discutir. La vieja anduvo cansina hasta la ventana y la abrió de par en par. Una corriente de aire fresco se coló junto con el escándalo del trajinar de los mercaderes y del transitar de los carruajes. Luego se encaminó hacia la puerta.

—¿Dónde estoy?

—En casa de fray Joaquín —contestó ella antes de salir—. Parece que te conoce.

¡Fray Joaquín! Ese era el eslabón que le faltaba para engarzar sus recuerdos: la pelea, los gritos, el fraile acuclillado delante de ella, los alguaciles, la gente. Había aparecido de improviso y la había salvado de la muerte. Habían transcurrido cinco años desde la última vez que se vieron. «Le dije que era buena persona, María», murmuró. Los tiempos felices en Triana arañaron una sonrisa de su boca, pero de pronto recordó que cuando el fraile irrumpió en la casa ella estaba desnuda. Lo volvió a ver en cuclillas frente a ella, frente a sí misma desnuda y borracha. El ardor de estómago ascendió hasta su boca. ¿Cuánto más sabría de su vida?

La tranquilizó el saber por Francisca que fray Joaquín había salido temprano. «A casa del marqués, su protector», añadió la anciana. Milagros quería verlo, pero al mismo tiempo temía encontrarse con él.

—¿Por qué no aprovechas ahora? —interrumpió sus pensamientos la anciana tras acercarle un cuenco de leche y un pedazo de pan duro; la gitana ya estaba vestida.

—Aprovechar… ¿para qué?

—Para marcharte, para volver con los tuyos. Yo le diría al fraile que…

Milagros dejó de escucharla, se sentía incapaz de explicarle que no tenía a nadie a quien acudir ni lugar adonde ir. Pedro había intentado matarla en su propia casa, por tanto allí no podía volver. Fray Joaquín la había salvado y, aunque todavía no encontraba explicación a su presencia, estaba segura de que la ayudaría.

—Tengo que encontrar a mi hija.

Con esas palabras, titubeantes, recibió la gitana al fraile. Lo esperaba en pie, de espaldas a la ventana que daba a las Platerías. Escuchó que se abría la puerta de la vivienda y cómo fray Joaquín cuchicheaba con Francisca. Miró sus ropas y se empeñó en alisar la falda con una mano. Lo oyó andar por el pasillo. Se atusó el cabello, áspero, hiriente.

Él sonrió desde la puerta de la habitación. Ni él ni ella se movieron.

—¿Cómo se llama tu niña? —preguntó.

Milagros cerró los ojos con fuerza. Se le agarrotó la garganta. Iba a llorar. No podía. No quería.

—María —logró articular.

—Bonito nombre. —Fray Joaquín acompañó la afirmación con un sincero y cariñoso gesto de su rostro—. La encontraremos.

La gitana se derrumbó ante la simple promesa. ¿Cuánto tiempo hacía que nadie le mostraba afecto? Lascivia, codicia; todos deseaban su cuerpo, sus cantes, sus bailes, sus dineros. ¿Cuánto hacía que no le procuraban consuelo? Buscó apoyo en el marco de la ventana. Fray Joaquín dio un paso hacia ella, pero se detuvo. A sus espaldas apareció Francisca, que le adelantó sin mirarle siquiera y se acercó a Milagros.

—¿Qué piensa hacer con ella, padre? —inquirió con disgusto al tiempo que acompañaba a la gitana hasta la cama.

Fray Joaquín reprimió el impulso de ayudar a la anciana y contempló cómo la otra lograba recostar a Milagros con dificultad.

—¿Está bien? —preguntó a su vez.

—Estaría mejor fuera de esta casa —replicó la otra.

Milagros dormitó lo que quedaba del día. Aunque su cuerpo lo necesitaba, los sueños la atormentaban y no la dejaban descansar. Pedro, navaja en mano. Su niña, María. Su cuerpo en manos de los nobles, ultrajado. Los mosqueteros del Príncipe abucheándola… Sin embargo, cuando abría los ojos y reconocía dónde se encontraba, se tranquilizaba y sus sentidos se aletargaban hasta caer de nuevo en la somnolencia. Francisca la veló.

—Puedes descansar un rato si lo deseas —ofreció el fraile a la anciana al cabo de unas horas.

—¿Y dejarlo a solas con esta mujer?

Desde su cuarto, Milagros oía las voces de fray Joaquín y Francisca, que discutían.

—¿Por qué? —repetía él por tercera vez.

No lo había visto a lo largo de toda la mañana. «Está fuera», se limitó a contestarle Francisca antes de ir a misa y dejarla sola. Milagros los había oído regresar a ambos, pero cuando iba a salir al pasillo, las voces la habían detenido. Sabía que ella era la causa de la discusión y no quería presenciarla.

—¡Porque es gitana —estalló al fin la vieja lavandera ante la insistencia del religioso—, porque es una mujer casada y porque es una puta!

Milagros se clavó las uñas en las manos y cerró los ojos con fuerza.

Lo había dicho. Si fray Joaquín no se había enterado de ello antes, a partir de ese momento ya lo sabía.

—Es una pecadora que necesita nuestra ayuda —le oyó contestar.

«¡Fray Joaquín lo sabe!», pensó Milagros. No lo había negado, sus palabras no denotaron sorpresa alguna: «pecadora», se había limitado a decir.

—Te he tratado bien —aducía fray Joaquín—. ¿Así es como me lo agradeces, abandonándome cuando más te necesito?

—Usted no me necesita, padre.

—Pero ella…, Milagros… Y tú, ¿adónde irás?

—El cura de San Miguel me ha prometido… —confesó la vieja luego de unos segundos de silencio—. Es pecado vivir bajo el mismo techo que comparten una prostituta y un religioso —pretendió excusarse.

La parroquia de San Miguel era donde acudía Francisca cada día a misa. La anciana le rogó con gesto cansino que le dejase salir y fray Joaquín se apartó.

Don Ignacio, el marqués de Caja, se había quedado corto. «Se le cerrarán todas las puertas de Madrid», le había advertido cuando él insistió en continuar con Milagros. Por suerte, el noble había arreglado lo de la denuncia.

—Puedo mediar ante los ministros de su majestad y ante la Sala de Alcaldes —le había dicho—, pero no puedo acallar los rumores que han sembrado los vecinos y los alguaciles…

—No hay nada pecaminoso en mi proceder —se defendió él.

—No seré yo quien le juzgue. Le aprecio, pero la imaginación de las gentes es tan vasta como su maledicencia. La insidia le impedirá el acceso a todas aquellas personas que hasta ahora le premiaban con su amistad o simplemente con su compañía. Nadie querrá verse relacionado con la Descalza.

¡Cuánta razón tenía! Pero no eran únicamente los nobles. Ni siquiera Francisca, aquella lavandera a la que había salvado de una muerte segura en las calles de Madrid, aceptaba la situación. «Está arruinando su vida, padre», le avisó don Ignacio.

El silencio se hizo en la casa cuando fray Joaquín cerró la puerta. Miró hacia la habitación que daba a las Platerías, donde se encontraba Milagros. ¿Seguro que no había nada pecaminoso en su actuar? Acababa de renunciar a la capellanía del marqués por esa mujer. Todo el beneficio de una iglesia perdido por una gitana… De repente, la traición de Francisca había convertido las advertencias del marqués en una dolorosa realidad y las dudas le asaltaron.

Milagros oyó al fraile dirigirse hacia la habitación que daba a la plazuela de San Miguel, en el extremo opuesto de la angosta vivienda. La gitana creyó percibir las sensaciones que embargaban al religioso en la lentitud de sus pasos. Fray Joaquín conocía su vida; ella llevaba toda la mañana haciendo cábalas acerca de la repentina e inesperada aparición del fraile y no se explicaba… Creyó escuchar un suspiro. Salió de la habitación; sus pies descalzos apagaron el sonido mientras recorría el pasillo. Lo encontró sentado, cabizbajo, las manos entrelazadas a la altura del pecho. Él percibió su presencia y giró la cabeza.

—No es cierto —aseveró Milagros—. No soy ninguna puta.

El religioso sonrió con tristeza y la invitó a sentarse.

—Jamás me he entregado voluntariamente a un hombre que no fuera mi esposo… —empezó a explicar la gitana.

Ni siquiera comieron; el hambre desapareció al compás de las confesiones de Milagros. Bebieron agua mientras hablaban. Él observó su primer sorbo con cierto recelo; ella se sorprendió paladeando una bebida que no le arañaba la garganta ni le secaba la boca. «Cachita», susurró con nostalgia fray Joaquín ante el relato de la muerte de su padre. «¡No llore usted!», llegó a recriminarle la gitana con la voz atrapada al contarle de su primera violación. La oscuridad los sorprendió a los dos sentados, la una frente al otro: él tratando de encontrar en aquel semblante marcado por las penalidades un rastro de la picardía de la muchacha que le sacaba la lengua o le guiñaba un ojo en Triana; ella explayándose, revoleando frente a sí unas manos de dedos descarnados, permitiéndose llorar sin temor alguno mientras vomitaba su desconsuelo. Cuando se quedaban en silencio, Milagros no rendía su mirada; fray Joaquín, turbado por su presencia y su belleza, terminaba desviándola.

—¿Y usted? —le sorprendió ella rompiendo uno de aquellos momentos—. ¿Qué le ha traído hasta aquí?

Fray Joaquín le contó, pero silenció cómo intentó librarse de su recuerdo flagelándose durante las misiones, en la oscuridad de las iglesias de pueblos perdidos de Andalucía, o cómo poco a poco terminó refugiándose en su sonrisa, o el afán con que, ya en Madrid, acudía al Coliseo del Príncipe para escucharla y verla actuar. ¿Por qué ocultaba sus sentimientos?, llegó a recriminarse. Tanto tiempo soñando con ese momento… ¿Y si lo rechazaba de nuevo?

—Hasta aquí mi vida —sentenció poniendo fin a sus dudas—. Y ayer renuncié al beneficio de la capilla del marqués —añadió a modo de epílogo.

Milagros irguió el cuello al oír la noticia. Dejó transcurrir un segundo, dos…

—Ha renunciado… ¿por mí? —preguntó al cabo.

Él entornó los ojos y se permitió el esbozo de una sonrisa.

—Por mí —afirmó con rotundidad.

Ambos coincidieron en que Blas, el alguacil, era la persona que acompañaba a Pedro cuando este intentó matar a Milagros. Fray Joaquín le habló de la gitana que había visto salir del edificio cargada con el jergón y unos atados. «Bartola», aclaró Milagros. «Abandonaba el piso», sostuvo el religioso. También le habló del alguacil cuyas palabras le habían puesto sobre aviso de lo que iba a suceder arriba.

—Blas. Seguro que era él —dijo Milagros, aunque ni siquiera recordaba su presencia—. Siempre va con Pedro. Si alguien conoce el paradero de mi espo… de ese canalla —se corrigió—, no es otro que Blas. Él tiene que saber dónde está mi niña.

A la mañana siguiente, temprano, después de comprar pan blanco recién horneado, algunas verduras y carnero en la plaza Mayor, así como de pagar a un asturiano de la Puerta del Sol para que le acompañara de vuelta a casa con un cántaro de agua de los grandes, fray Joaquín por fin se dispuso a partir en busca del alguacil. Milagros estaba en la puerta. «¡Vaya usted ya!», le ordenó ella para poner fin a las advertencias del religioso: «No salgas; no abras a nadie; no contestes…».

«¡Váyase de una vez!», gritó la gitana esperando oír sus pasos que se alejaban.

Fray Joaquín se apresuró escaleras abajo como un niño sorprendido en una travesura. El bullicio de la calle Mayor y el imperativo de encontrar al alguacil, de ayudar a Milagros, de procurar que no se apagara aquella chispa que apareció en sus ojos mientras él le prometía solemnemente que encontrarían a María, le llevaron a arrinconar toda incertidumbre. No sucedió lo mismo con la gitana, que no paraba de caminar por la casa desde la habitación que daba a la plazuela de San Miguel, donde había dormido fray Joaquín, hasta la de las Platerías, donde se había acostado ella.

Durante la noche no había logrado conciliar el sueño. Y él, ¿dormía?, se había preguntado una y otra vez en la cama. En ocasiones le pareció que sí. Debía de ser la primera vez en su vida que pasaba la noche sin la compañía de alguno de los suyos, y eso la intranquilizaba. Al fin y al cabo el fraile era un hombre. Tembló ante la sola posibilidad de que fray Joaquín… Encogida en el lecho dejó transcurrir las horas, pendiente de cualquier movimiento que se produjese en el pasillo, mientras los rostros de los nobles que la habían forzado desfilaban frente a ella. Nada sucedió.

«¡Claro que no! —se dijo ella por la mañana, tras la partida de fray Joaquín; la luz borrando recelos y pesadillas—. Fray Joaquín es un buen hombre. ¿Verdad que sí?», preguntó a la Virgen de la Inmaculada que presidía su estancia; deslizó un dedo por el manto azul y dorado de la imagen. La Virgen la ayudaría.

María era lo único que importaba ahora. Pero ¿qué sucedería tras recuperar a la niña? Fray Joaquín ya le había hecho una proposición años atrás, así que no podía estar segura de sus pretensiones. Milagros vaciló. Sentía por él un profundo aprecio, pero…

—¿Por qué me miras? —Se dirigió de nuevo a la talla—. ¿Qué quieres que haga? Es todo lo que tengo; la única persona dispuesta a ayudarme; el único que me… —Volvió la cabeza hacia el jergón. Un manto, un pañuelo, la sábana… Tiró de ella y tapó la imagen—. Cuando recupere a María ya decidiré qué hacer con relación a fray Joaquín —afirmó en dirección al bulto que quedaba por delante de ella.

«¿Ves allí, niña? —Las palabras de Santiago Fernández cuando caminaban por el Andévalo resonaron entonces en sus oídos, como si lo tuviera al lado, como si por delante de ella se abriesen aquellas inmensas extensiones áridas, el viejo patriarca señalando al horizonte—. Ese es nuestro rumbo. ¿Hasta cuándo? ¡Qué más da! Lo único que importa es este instante».

—Lo único que importa es el ahora —soltó a la Virgen.

A fray Joaquín le costó dar con el alguacil. «Hace la ronda por Lavapiés», le había asegurado Milagros, pero aquel día se inauguraba la plaza de toros de obra nueva de Madrid, construida más allá de la puerta de Alcalá, y la gente se había lanzado a la calle ante la que se presumía una gran corrida. El religioso anduvo por las calles de Magdalena, la Hoz, Ave María y otras tantas hasta que, de vuelta a la plaza de Lavapiés, distinguió a un par de alguaciles ataviados con sus trajes negros, golillas y varas. Blas lo reconoció y, antes de que el fraile llegara hasta ellos, se excusó con su compañero, se separó de él y acudió a su encuentro.

—Felicito a su paternidad —exclamó, ya el uno frente al otro—. Hizo usted lo que no me atreví a hacer yo.

Fray Joaquín titubeó.

—¿Lo reconoce?

—He pensado mucho en ello, sí.

¿Eran sus palabras fruto del temor a una posible denuncia o nacían de la sinceridad? El alguacil imaginó lo que pasaba por la cabeza del fraile.

—A menudo cometemos errores —trató de convencerle.

—¿Llamas error al asesinato de una mujer?

—¿Asesinato? —Blas fingió contrariedad—. Yo dejé a los gitanos en una discusión entre marido y mujer…

—Pero a la gitana de la calle le advertiste que tuviera cuidado, que también la mataría a ella —le interrumpió el otro.

—Una forma de hablar, una forma de hablar. ¿De verdad pretendía matarla?

Fray Joaquín negó con la cabeza.

—¿Qué sabes de Pedro García? —preguntó, y al instante acalló con un gesto de la mano las evasivas del alguacil—. ¡Necesitamos encontrarlo! —añadió con firmeza—. Una madre tiene derecho a recuperar a su hija.

Blas resopló, frunció los labios y miró al punto en el suelo donde apoyaba la vara; recordaba la tristeza de la niña.

—Se ha marchado de Madrid —decidió confesar—. Ayer mismo montaron en una galera con destino a Sevilla.

—¿Estás seguro? ¿Iba la niña con él?

—Sí. Iba la niña. —Blas enfrentó su mirada a la del fraile antes de proseguir—: Ese gitano es mala persona, padre. Ya nada podía obtener en Madrid, y después de que usted interviniera, los problemas se le iban a echar encima. Se refugiará en Triana, con los suyos, pero matará a la Descalza si osa acercarse, se lo aseguro; nunca permitirá que ella descubra ante los demás lo que ha sucedido estos años y le complique la vida. —Hizo una pausa y luego agregó con seriedad—: Padre, no le quepa duda de que antes de montar en esa galera con destino a su tierra, Pedro García ha pagado a alguno de sus parientes para que mate a la Descalza. Lo conozco, sé cómo es y cómo actúa. Seguro, padre, seguro. Y ellos cumplirán. Es una Vega que ya no interesa a nadie. La matarán… y a usted con ella.

Triana y muerte. Con el estómago encogido y el corazón desbocado, Fray Joaquín se apresuró a regresar. Era del dominio público que había cobijado a Milagros: Francisca, el cura de San Miguel, los alguaciles, todos lo sabían; el marqués se lo había advertido. ¿Qué haría quien quisiera conocer el paradero de la gitana? Empezaría por acudir a los vecinos y a partir de ahí cualquiera podía enterarse de dónde vivía. ¿Y si en ese preciso momento alguien estaba irrumpiendo en su casa? Desesperado, se lanzó a la carrera. Ni siquiera cerró la puerta tras de sí cuando corrió a la habitación de Milagros llamándola a gritos. Ella lo recibió en pie, la preocupación reflejada en su rostro ante el escándalo.

—¿Qué…? —quiso preguntar la gitana.

—¡Rápido! Tenemos… —Fray Joaquín calló al ver la imagen de la Inmaculada cubierta con la sábana—. ¿Y eso? —inquirió señalándola.

—Hemos estado hablando y no llegamos a un acuerdo.

El fraile abrió las manos en señal de incomprensión. Luego negó con la cabeza.

—¡Debemos escapar de aquí! —urgió.