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Bastaban un par de troncos para calentar la pequeña casa de un solo piso, comedor junto al hogar y dormitorio, en las afueras de Torrejón de Ardoz. En el silencio de la noche, el aroma a leña quemada se mezclaba con el del tabaco que Caridad exhalaba en grandes volutas. Sola, sentada a la mesa, dejó reposar el cigarro sobre un platito de barro cocido para hacer funcionar, una vez más, el mecanismo del juguete que representaba la plantación de tabaco. La repetitiva musiquilla metálica que tan bien conocía inundó la estancia tan pronto como Caridad soltó la llavecita que había girado hasta su tope. Cogió el cigarro, chupó fuerte y lanzó una lenta bocanada de humo sobre las figurillas que giraban en torno a la ceiba, el árbol sagrado, y las plantas de tabaco. En el otro extremo del mundo, más allá del océano, muchos negros estarían en ese mismo momento cortando y cargando tabaco. Los jesuitas de la Casa Grande de Torrejón le habían asegurado que las horas iban al revés, que cuando aquí era de noche, allí era de día, pero por más que intentaron explicarle la razón, ella no llegó a entenderla. Sus pensamientos volaron hacia los esclavos con los que había compartido sufrimientos: hacia María… María era la tercera de aquella fila de figuras de hojalata que giraban y giraban; había creído encontrar cierto parecido con ella, aunque poco lograba recordar ya de las facciones de su amiga. Terminó identificando al pequeño Marcelo con el muchacho que daba vueltas sin cesar cargado con una coracha. Cuando Marcelo pasaba al lado del capataz que levantaba y bajaba el brazo con el látigo, Caridad cerraba los ojos. «¿Qué habrá sido de mi niño?», sollozó.

—Todos los negros lo quieren, siempre ríe —le había comentado al padre Luis, uno de los jesuitas de la Casa Grande un día que le llevó una partida de buen tabaco.

—Caridad, por poco que se parezca a ti, no me cabe duda alguna —afirmó el otro.

El padre Luis le prometió que buscaría noticias de Marcelo, «siempre que me sigas trayendo tabaco», añadió al tiempo que le guiñaba un ojo.

La Compañía de Jesús, como otras órdenes religiosas, era propietaria de aquellos ingenios azucareros en los que se explotaba a los negros. Se sintió contrariada al escuchar al jesuita recitar con orgullo algunos de sus nombres: San Ignacio de Río Blanco, San Juan Bautista de Poveda, Nuestra Señora de Aránzazu y Barrutia… ¿Por qué alguien que creía que la esclavitud era buena iba a preocuparse por la suerte de un criollito?

—¿Sucede algo, Cachita? —preguntó el padre Luis ante el repentino cambio de expresión en el semblante de Caridad.

—Recordaba a mi niño —mintió ella.

Pero cuando sí lo recordaba, como a tantos otros, como a Melchor y a Milagros, era mientras contemplaba el juguete mecánico en aquella pequeña casita que, a través del padre Valerio, tenía arrendada a los jesuitas. El silencio y la soledad de las largas noches castellanas la entristecían. Por eso, a pesar de su elevado precio, se decidió a comprar el artilugio que había visto en la covachuela de la Puerta del Sol y que la acercaba a los suyos, a los negros y a los que no lo eran. Al fin y al cabo, ¿para qué quería ella el dinero?

No había transcurrido un año desde que Caridad había llegado a Torrejón de Ardoz cuando Herminia huyó con su primo Antón. Lo hizo una noche, sin tan siquiera despedirse de ella. Instintivamente, Caridad protegió sus sentimientos. ¡Otra persona que desaparecía de su vida! Se volcó en el trabajo del tabaco, y al volver a casa los gritos de Rosario y la permanente ira que rezumaba la nodriza por la traición de su esposo la mantenían en constante tensión, siempre pendiente de lo que pudiera suceder. Durante unos días, los tíos de Herminia no supieron qué hacer con Caridad, que aún vivía en aquel cobertizo anexo a la casa. Fue el fiscal del Consejo de Guerra, el padre de Cristóbal, quien decidió por ellos. Enterado por las autoridades del pueblo de lo sucedido con Rosario, el hombre se personó de improviso, acompañado de un médico, un secretario y un par de criados. Sin conceder excesiva importancia al pequeño Cristóbal, envuelto como un capullo en sus lienzos blancos, exigió la presencia de cuantos allí vivían y, en ese mismo lugar, sin dejar de lanzar insolentes miradas a Caridad, el médico sometió a la nodriza a un examen exhaustivo. Inspeccionó su cuerpo, sus caderas, sus piernas y sus grandes pechos, que sopesó de conformidad. Luego se centró en sus pezones.

—¿Con qué los cuidas? —inquirió.

—Con cera virgen, aceite de almendra dulce y grasa de ballena —contestó con seriedad Rosario, al tiempo que le alcanzaba un frasco con el ungüento, que el médico olió y palpó—. Luego me los lavo con jabón —explicó la nodriza.

Lo más importante, no obstante, era la leche. El galeno, como si de una compleja operación se tratara, extrajo de su maletín una botella de cristal y cuello alargado cuyo fondo calentó al fuego. Agarró la botella con un trapo, introdujo el pezón por la boca del cuello y presionó contra el pecho para que no entrase aire. A medida que la ampolla se enfriaba, la leche de Rosario fue vertiéndose en su interior.

Con el fiscal a su lado, el médico la observó al trasluz, la removió, la olió y la cató.

—No huele —comentó mientras el otro aprobaba con la cabeza—, es mantecosa y dulce; blanca azulada y no muy espesa.

»Acércate. Ven aquí —ordenó luego al hijo mayor de Rosario, que no se adelantó hasta recibir un empujón por parte de su abuelo. El médico echó la cabeza del niño hacia atrás, abrió uno de sus ojos y vertió algunas gotas de leche en él—. Tampoco irrita —sentenció al cabo de unos minutos.

Aconsejado por su médico, el fiscal permitió que Rosario continuara amamantando a Cristóbal.

—Su excelencia no consiente que su hijo conviva con una negra —añadió de malos modos sin embargo el secretario cuando ya los demás se encaminaban hacia la puerta.

Don Valerio acudió raudo en su ayuda y le proporcionó la casita: no iba a permitir que Caridad tuviese el menor problema. A base de dedicación y un trabajo que no parecía cansarla en absoluto, había conseguido excelentes resultados. El párroco confió en ella, la dejó hacer y Caridad modificó todo el sistema que hasta entonces habían utilizado Marcial y Fermín. Escogió las semillas y plantó las posturas. A lo largo del mes que tardaban en crecer preparó y aró el terreno a conciencia para trasplantar las posturas que consideró mejores. Día tras día vigiló el crecimiento del tabacal; utilizó una azada corta para desherbar el terreno; desbotonó y deshijó los chupones de las plantas para que las hojas crecieran más y mejor, y hasta se la vio cargada con cubos de agua cuando creía que el cultivo lo necesitaba. Recolectó hoja por hoja, como se hacía en Cuba; las palpaba, las olía y no cesaba de cantar. Apremió al viejo Fermín para que le consiguiera buenos cujes y, junto al sacristán, selló las ranuras de las maderas del desván para que no se colase entre ellas el olor a incienso de la iglesia. Cuidó pacientemente de la desecación, el curado y la fermentación del tabaco, y con este aún joven, a diferencia de cómo trabajaban en Cuba, en el mismo desván, elaboró con él unos cigarros que, si bien no la satisfacían, nada tenían que ver en aspecto y calidad con el que le había dado Herminia tras liberarla de la Galera.

Don Valerio alabó su trabajo y se mostró generoso. De repente Caridad se encontró con dineros y viviendo en una casa sin nadie que le diera órdenes. «Eres libre, negra», se decía a menudo en voz alta. «¿Para qué?», venía a contestarse ella misma al instante. ¿Dónde quedaban los suyos? ¿Y Melchor? ¿Qué había sido del hombre que le había descubierto que más allá de esclava podía ser una mujer? A menudo lo lloraba por las noches.

Los algo más de mil habitantes de Torrejón de Ardoz contaban con dos hospitales con un par de camas cada uno de ellos para refugio de peregrinos, enfermos y desamparados; también tenían iglesia, carnicería y una pescadería que además vendía aceite, así como mercería, taberna y tres mesones. No existían más comercios, ni siquiera disponían de horno de pan. Quienes, como Caridad, no lo amasaban en casa, lo adquirían de los vendedores que lo llevaban diariamente de los pueblos cercanos. En aquel ambiente cerrado, tuvo que desenvolverse Caridad. La protección de don Valerio y la simpatía de los jesuitas le garantizaban libertad de movimientos, pero la mayoría de las mujeres recelaban de ella, y las que no, se topaban con una mujer de pocas palabras que no buscaba la compañía de nadie y que, por más que hubiera cambiado, todavía tenía el instinto de clavar la mirada en tierra cuando un blanco desconocido se dirigía a ella. En cuanto a los hombres… era consciente de la lascivia con la que muchos de aquellos toscos agricultores contemplaban sus andares. Un mundo nuevo se abrió para ella y fue el viejo Fermín quien la acompañó en su andadura: le enseñó a comprar y a utilizar aquellas monedas cuyo valor desconocía.

—Herminia me dijo que costaba mucho dinero —dijo Caridad el día en que, enterada de que el sacristán iba a Madrid y, para consternación del hombre, le entregó cuanto tenía con el encargo de que comprase el juguete mecánico.

Fermín también le enseñó a cocinar olla podrida, en la que Caridad, tarareando con alegría, terminaba vertiendo indiscriminadamente todos los ingredientes de los que disponía y que, junto al pan y algunas frutas, pasó a convertirse en su dieta habitual. Con todo, lo que más le complacía eran las almendras garrapiñadas que elaboraban las monjas del convento de San Diego de Alcalá de Henares y que solo podían comprarse a través del torno. Don Valerio, incluso don Luis o cualquier otro de los jesuitas, acostumbraban a regalarle aquellos sabrosos dulces cuando acudían a realizar alguna gestión en la población vecina, y en esas ocasiones, terminado el trabajo, ella se sentaba por las noches a la puerta de su casa con los extensos trigales, la luna y el silencio como toda compañía, y se deleitaba saboreándolos. Se trataba de unos momentos de calma en los que la soledad en la que vivía dejaba de torturarla y Melchor, Milagros, la vieja María, Herminia y su pequeño Marcelo se desvanecían al sentir el placer del almíbar en su boca y al debatirse en esa pugna constante que mantenía consigo misma por reservar alguna de las garrapiñadas para el día siguiente. Nunca lo conseguía.

Una de esas noches en que Caridad se encontraba distraída como una niña, la voz de un hombre la sobresaltó.

—¿Qué comes, morena?

Caridad escondió el paquete de garrapiñadas a su espalda. Pese al silencio que reinaba, no los había oído llegar: dos hombres, sucios, desharrapados. «Mendigos», se dijo.

—¿Qué has escondido? —inquirió el otro.

Fermín la había advertido. Don Valerio y don Luis también. «Una mujer como tú, sola… Atranca la puerta de tu casa». Los mendigos se acercaban. Caridad se levantó. Era más alta que ellos. Y debía de ser más fuerte, pensó ante aquellos cuerpos demacrados por el hambre y la miseria, pero eran dos, y si iban armados, poco podría hacer ella.

—¿Qué queréis? —El tono enérgico de su voz la sorprendió.

A los otros también. Se detuvieron. No empuñaban ningún arma, quizá no tenían, aunque Caridad vio que portaban toscos bastones. Le dolió soltar el paquete de garrapiñadas pero lo hizo; luego agarró la silla y la interpuso en su camino, algo alzada, amenazante. Los mendigos se miraron.

—Solo queríamos algo de comer.

El cambio de actitud infundió valentía en Caridad. El hambre era una sensación que conocía bien.

—Tirad esos palos. Lejos —exigió cuando los otros se disponían a obedecerla—. Ahora podéis acercaros —añadió sin soltar la silla.

—No pretendemos hacerte daño, morena, solo…

Caridad los contempló y se sintió fuerte. Ella estaba bien alimentada y llevaba mucho tiempo trabajando los campos, esforzándose, arando, cargando plantas y plantas. Soltó la silla y se agachó a recoger las garrapiñadas.

—Sé que no me haréis daño —aseveró entonces dándoles la espalda—, pero no porque no queráis, que eso no lo sé, sino porque no podéis —añadió para borrar la sonrisa con que se topó al enfrentarse de nuevo a ellos.

Servando y Lucio, así se llamaban los mendigos a los que Caridad alimentó con los restos de la olla podrida.

La noche siguiente atrancó la puerta; ellos la aporrearon y suplicaron, y al final les abrió. Al otro día ni siquiera esperaron a que finalizara su trabajo en el desván de la sacristía: holgazaneaban alrededor de la casa cuando ella llegó.

—¡Fuera! —les gritó desde lejos.

—Caridad…

—Por Dios…

—¡Largo!

—Una última vez…

Se hallaba ya junto a ellos. Iba a amenazarles con avisar al alguacil, eso le había aconsejado Fermín al saber de quiénes se trataba, pero se fijó en una pequeña brasa en la mano de Servando.

—¿Qué es eso? —inquirió señalándola.

—¿Esto? —preguntó a su vez el otro mostrando un cigarrillo.

Caridad se lo pidió. Servando le entregó un pequeño canuto de tabaco picado liado en papel basto y grueso que Caridad examinó con curiosidad. Conocía las tusas, cigarrillos como aquellos liados con hojas de maíz seco. Nadie quería fumarlas.

—Es barato —terció Lucio—. Es lo que fumamos los que no podemos comprar cigarros como los que tú fumas.

—¿Dónde los venden? —preguntó ella.

—En ningún sitio. Está prohibido. Cada uno elabora el suyo.

Caridad fumó del cigarrillo. Caliente. Tosió. Repugnante. En cualquier caso…, pensó, disponía de abundantes restos que cuando tenía tiempo picaba y liaba en cigarros que ya ni don Valerio aceptaba. Esa noche, Servando y Lucio volvieron a comer olla podrida. Repitieron otras muchas. Le proveyeron de papel, el que fuera, que Caridad cortaba en pequeños rectángulos y rellenaba con la picadura. Los primeros cigarrillos se los fió. Le pagaron al volver a por más. En poco tiempo, Caridad tuvo que empezar a seleccionar las peores hojas de tabaco, que antes habría destinado a la elaboración de cigarros, para hacer picadura con ellas y envolverla en los rectángulos de papel. Continuó con los cigarros que correspondían a don Valerio y con los de los jesuitas, escogiendo las hojas de mejor calidad; respetó también su propia fuma, por supuesto, pero el resto y todos los sobrantes los dedicó a los cigarrillos.

Llegó el día en que Fermín tuvo que desplazarse hasta Madrid para canjearle dos saquillos a reventar de reales de vellón y maravedíes por unos maravillosos doblones de oro. El sacristán no aprobaba las actividades de Caridad y la previno.

—No sé la razón por la que te he cobrado afecto —reconoció sin embargo después de regañarla y entregarle los doblones de oro.

—Porque eres como aquella vieja de la que te hablé cuando nos conocimos: gruñón, pero buena persona.

—Esta buena persona no podrá hacer nada por ti si te detienen…

—Fermín —le interrumpió ella alargando la última vocal—, también me podían detener cuando hacía cigarros solo para don Valerio, pero entonces no me advertiste de nada.

El viejo sacristán escondió la mirada.

—No me gustan esos dos con los que trabajas —dijo al cabo—. No me fío de ellos.

En esta ocasión fue Caridad la que guardó silencio unos instantes. Luego sonrió y, sin saber por qué, el rostro de Melchor volvió a su memoria. ¿Qué habría contestado el gitano?

Esa noche de primavera, mientras contemplaba los giros de aquel juguete mecánico, Caridad recordó la respuesta que entonces le dio al sacristán.

«Hoy no me han fallado. Mañana… ya veremos».