La herrería de la familia Carmona estaba en los bajos de un corral de vecinos del callejón de San Miguel. Se trataba de un edificio rectangular de tres pisos levantado alrededor de un diminuto patio, en el centro del cual se abría un pozo de cuyas aguas se beneficiaban el taller y las familias que vivían en los pisos altos. Sin embargo, llegar hasta el pozo se convertía a menudo en tarea difícil, puesto que tanto el patio como los corredores que lo circundaban se utilizaban como almacén del carbón para la fragua o de los desechos de hierro que los gitanos recogían para trabajar: multitud de pedazos retorcidos y herrumbrosos amontonados en el patio porque, a diferencia de los payos sevillanos que tenían que comprar en Vizcaya la materia prima para sus herrerías, los del «hierro viejo», los gitanos, no estaban sometidos a ordenanza alguna ni a veedores que controlaran la calidad de sus productos. Por detrás del patio del pozo, siguiendo un angosto corredor cubierto por el techo del primer piso, se llegaba a un patinejo en el que había una letrina y, junto a esta, una pequeña habitación originariamente destinada a lavadero; esa pieza la había hecho suya Melchor Vega a su vuelta de galeras.
—Tú puedes quedarte ahí. —El gitano indicó a Caridad el suelo del patinejo, entre la letrina y la entrada a su habitación—. Tienes que continuar bebiendo el remedio hasta que sanes; luego podrás irte —añadió entregándole el odre—. ¡Solo faltaría que la vieja María creyese que no te he cuidado!
Melchor entró en su habitación y cerró la puerta tras de sí. Caridad se sentó en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared, y ordenó sus escasas pertenencias con cuidado: el hatillo a su derecha, el odre a la izquierda, el sombrero de paja en sus manos.
Los temblores ya no la asediaban y la fiebre había remitido. Recordaba vagamente los primeros momentos de su estancia en la choza de la gitanería: primero le dieron agua, pero no le permitieron saciar la sed que la quemaba. Pusieron paños fríos sobre su frente hasta que la vieja María se arrodilló junto al jergón y la obligó a tragar el espeso brebaje de cebada hervida. Detrás de ella, dos mujeres rezaban en voz alta atropellándose la una a la otra, encomendándose a un sinfín de vírgenes y santos mientras trazaban cruces en el aire con las manos.
—¡Dejad las santerías para los payos! —les ordenó la vieja María.
Luego Caridad cayó en un sopor inquieto y confuso que la transportó al trabajo en la vega, al látigo, a las orgías de los días de fiesta, y se le aparecieron todos los viejos dioses a los que cantaban y suplicaban. Los tambores yorubas resonaron en su cabeza a un ritmo frenético, igual que lo habían hecho en el barracón. En un aquelarre que en sueños se le antojó aterrador, con ella bailando en el centro del barracón, volvió a ver a los negros que golpeaban las membranas de los timbales, sus risas y sus gestos obscenos, los de aquellos otros esclavos que los acompañaban con las claves o las maracas, sus rostros gritando frenéticos a un palmo del suyo, todos a la espera de que la santa bajase y montara a Caridad. Y Oshún, su orisha, al fin lo hizo y la montó, pero en su sueño no lo hizo para acompañarla en un baile alegre y sensual, tal como era la diosa, tal como lo había hecho en otras ocasiones, sino que la violentó en sus movimientos y en sus gestos hasta introducirla en un infierno donde luchaban todos los dioses del universo.
Despertó de repente, sobresaltada, empapada en sudor, y se encontró con el silencio de la gitanería en la noche cerrada.
—Muchacha —dijo al cabo la vieja María—, no sé lo que habrás soñado, pero me espanta imaginarlo.
Entonces Caridad notó que la gitana, sentada a su lado, mantenía su mano agarrada. El contacto de aquella mano áspera y rugosa la tranquilizó. Hacía tanto tiempo que nadie la cogía de la mano para consolarla… Marcelo… Era ella quien arrullaba al pequeño. No. No era eso. Quizá…, quizá desde que la habían robado y apartado de su madre, en África. Casi no podía recordar sus facciones. ¿Cómo era? La vieja debió de presentir su desasosiego y le apretó la mano. Caridad se dejó mecer por el calor de la gitana, por el sentimiento que quería transmitirle, pero continuaba tratando de evocar a su madre. ¿Qué habría sido de ella y de sus hermanos? ¿Cómo eran la tierra y la libertad de su niñez? Recordaba haberse esforzado por delinear el rostro de su madre en su mente…
No llegó a conseguirlo.
A la luz del atardecer que se colaba en el patinejo, Caridad miró a su alrededor, donde se acumulaba la suciedad y olía a desechos. Intuyó la presencia de alguien y se puso nerviosa: dos mujeres que ocupaban todo el ancho del corredor, paradas en él, la observaban con curiosidad.
—¿Simplemente que canta bien? —susurró una sorprendida Milagros a su madre, sin desviar la mirada de Caridad.
—Eso me ha dicho tu padre —le contestó Ana con un simpático gesto de incomprensión que trocó en seriedad al recuerdo de los gritos y aspavientos de José. «¡Que canta bien, dice! ¡Solo nos falta una negra!», había aullado tras arrastrar a su esposa al interior de la herrería. «Tú te peleas con la Trianera, abofeteas a su nieto, y tu padre nos trae una negra. ¡La ha instalado en el patinejo! ¿Qué pretende? ¿Una boca más que alimentar? Quiero a esa negra fuera de esta casa…» Pero Ana interrumpió sus monsergas como siempre que su esposo destilaba ira al quejarse de su suegro: «Si mi padre dice que canta bien, es que canta bien, ¿entiendes? Por cierto, él paga su propia comida, y si quiere pagar la comida de una negra que canta bien, lo hará».
—¿Y para qué la quiere el abuelo? —inquirió Milagros en voz baja.
—No tengo ni idea.
Dejaron de murmurar, y las dos, como si se hubieran puesto de acuerdo, se centraron en Caridad, que había bajado la mirada y permanecía sentada en el suelo. Madre e hija contemplaron el viejo vestido de bayeta gris descolorido que llevaba, el sombrero de paja que sostenía en sus manos, y el hatillo y el odre a cada uno de sus costados.
—¿Quién eres? —preguntó Ana.
—Caridad —respondió ella con la cabeza gacha.
Los gitanos jamás habían dejado de mirar a alguien directamente a los ojos, por eminente o distinguido que fuera su interlocutor. Aguantaban la mirada de los nobles allí donde ni sus más íntimos colaboradores se atrevían a hacerlo; escuchaban a los jueces dictar sus sentencias siempre erguidos, altivos, y se dirigían a todos ellos con desparpajo. ¿Acaso no era un gitano, solo por haber nacido gitano, más noble que el mejor de los payos? Las dos esperaron durante unos instantes a que Caridad alzase la vista. «¿Qué hacemos?», preguntó Milagros a su madre con la mirada ante la terca timidez de aquella mujer.
Ana se encogió de hombros.
Al final fue la muchacha quien se decidió. Caridad parecía un animal asustado e indefenso y, a fin de cuentas «si el abuelo la ha traído…», pensó. Se acercó a ella, apartó el odre, se sentó a su lado, inclinó el torso y ladeó la cabeza para intentar ver su rostro. Los segundos corrieron con lentitud hasta que Caridad se atrevió a volverse hacia ella.
—Caridad —musitó entonces la muchacha con voz dulce—, dice mi abuelo que cantas muy bien.
Ana sonrió, abrió las manos y se marchó dejándolas allí sentadas.
Primero fueron miradas furtivas mientras Caridad contestaba con parquedad a las ingenuas preguntas de la muchacha: ¿qué haces en Triana?, ¿qué te ha traído aquí?, ¿de dónde eres? A medida que avanzaba la tarde, Milagros sintió que Caridad clavaba sus ojillos en ella. Buscó algún fulgor en su mirada, algún resplandor, siquiera el reflejo de la humedad de unas lágrimas, pero no encontró nada. Y sin embargo… De repente fue como si Caridad hubiese encontrado por fin a quien confiarse, y a medida que le contaba su vida, la muchacha sintió en sí misma el dolor que se desprendía de sus explicaciones.
—¿Hermosa? —replicó Caridad con tristeza cuando Milagros le pidió que le hablara de aquella Cuba que tan hermosa decían que era—. No existe nada hermoso para una esclava.
—Pero… —quiso insistir la gitana. Calló sin embargo ante la mirada de Caridad—. ¿Tenías familia? —preguntó tratando de cambiar de tema.
—Marcelo.
—¿Marcelo? ¿Quién es Marcelo? ¿No tenías a nadie más?
—No, nadie más. Solo a Marcelo.
—¿Quién es?
—Mi hijo.
—Entonces…, si tienes hijos… ¿Y tu hombre?
Caridad negó con la cabeza casi imperceptiblemente, como si la ingenuidad de la muchacha la superase; ¿acaso no sabía qué era la esclavitud?
—No tengo hombre ni esposo —aclaró cansina—. Los esclavos no tenemos nada, Milagros. Me separaron de mi madre de muy niña, y luego me separaron de mis hijos; a uno el amo lo vendió.
—¿Y Marcelo? —se atrevió a preguntar Milagros al cabo de un rato de silencio—, ¿dónde está? ¿No te separaron de él?
—Quedó en Cuba. —Él sí que la veía hermosa, pensó.
Caridad esbozó una sonrisa y se perdió en sus recuerdos.
—¿No te separaron de él? —repitió Milagros al cabo.
—No. Marcelo no era útil a los blancos.
La gitana dudó. No se atrevió a insistir.
—¿Lo extrañas? —preguntó en su lugar.
Una lágrima recorrió la mejilla de Caridad antes de que lograse asentir. Milagros se abrazó a ella y sintió cómo lloraba; un extraño llanto: sordo, silencioso, oculto.
El día siguiente por la mañana, Melchor se topó con Caridad al salir de su habitación.
—¡Por todos los diablos! —maldijo. ¡La negra! La había olvidado.
Caridad bajó la cabeza frente al hombre de la chaqueta de seda azul celeste orlada en plata. Clareaba, los martillos todavía no habían empezado a sonar, aunque ya se oía el trajinar de gente alrededor del patio en el que se hallaba el pozo, más allá del corredor cubierto. Hacía mucho tiempo que Caridad no había conciliado el sueño como esa noche, y eso a pesar de la cantidad de personas que habían pasado sobre ella para llegar a la letrina. Las palabras que había escuchado de boca de la muchacha gitana la tranquilizaron: le había prometido que la ayudaría a cruzar el puente.
—¿Pagar? —Milagros había soltado una sonora carcajada.
Caridad se encontraba bastante mejor que el día anterior y se atrevió a mirar a Melchor; su tez extremadamente morena le permitió hacerlo con cierta espontaneidad, como si se dirigiera a otro esclavo de la negrada. Contaría unos cincuenta años, calculó comparándolo con los negros de aquella edad que había conocido en Cuba, y era delgado y fibroso. Observó aquel rostro descarnado y percibió en él las huellas de años de sufrimientos y maltratos, las mismas que en los esclavos negros.
—¿Has tomado el brebaje de la vieja María? —inquirió el gitano interrumpiendo sus pensamientos; le extrañó ver la manta de colores con que se tapaba y el jergón en el que descansaba, pero no era su problema de dónde los había obtenido.
—Sí —contestó ella.
—Continúa haciéndolo —añadió Melchor antes de darle la espalda para penetrar en el angosto corredor y perderse en dirección a la puerta de salida del corral de vecinos.
«¿Eso es todo?», se preguntó entonces Caridad. ¿No iban a hacerla trabajar o a montarse sobre ella? Aquel hombre, «el abuelo», como lo había llamado en repetidas ocasiones Milagros, había dicho que cantaba bien. ¿Cuántas veces la habrían halagado a lo largo de su vida? «Canto bien», se dijo Caridad con satisfacción. «Nadie te molestará si el abuelo te protege», le había asegurado también la muchacha. El calor de los rayos de sol que se colaban en el patinejo la confortó. ¡Tenía un pequeño jergón, una preciosa manta de colores que le había proporcionado Milagros y podría cruzar el puente! Cerró los ojos y se permitió caer en un placentero sopor.
A esas horas el callejón de San Miguel estaba todavía tranquilo. Melchor lo recorrió y, cuando llegó a la altura de las Mínimas, como si hubiera abandonado el amparo gitano y saliera a territorio hostil, palpó el paquete que llevaba en el bolsillo interior de su chaquetilla. En verdad era buen polvo de tabaco el que le había entregado el tío Basilio. El día anterior, nada más entrar en su habitación, después de dejar a Caridad en el patinejo, Melchor extrajo el polvo de la tripa de cerdo en que venía envuelto, no sin una mueca de asco, depositó una pizca en el dorso de su mano derecha y lo aspiró con fuerza: fino y molido. Él prefería el tabaco torcido, pero sabía reconocer la calidad de un buen tabaco en polvo. Probablemente «monte de India», pensó, polvo en bruto que se traía de las Indias y que se lavaba y repasaba en la fábrica de tabacos sevillana. Disponía de una buena cantidad. El tío Basilio ganaría un buen dinero…, aunque podría ganar aún más si…, rebuscó entre sus pertenencias. Estaba seguro de que lo tenía. La última vez que traficó en polvo había utilizado… ¡Ahí estaba! Un frasco con almagre, fina tierra rojiza. Ya de noche, a la luz de una vela, empezó a mezclar el polvo de tabaco y la tierra, con mucho tiento, procurando no excederse.
A la vista de San Jacinto, Melchor volvió a palpar con satisfacción el paquete que llevaba escondido: había logrado que ganara peso y no parecía que su calidad hubiera mermado en demasía.
—Buen día, padre —dijo Melchor al primer fraile que encontró en las inmediaciones de la iglesia en construcción—. Busco a fray Joaquín.
—Está leyendo gramática a los niños —contestó el dominico casi sin volverse, pendiente de los trabajos de uno de los carpinteros—. ¿Para qué lo quieres?
«Para venderle el tabaco en polvo que un gitano ha robado de la fábrica metiéndoselo en el culo y del que seguro usted disfrutará metiéndoselo por las narices», pensó Melchor. Sonrió a espaldas del fraile.
—Esperaré —mintió.
El fraile hizo un distraído gesto de asentimiento con la mano, todavía concentrado en las maderas que trasladaban a la obra.
Melchor se volvió hacia el antiguo hospital de La Candelaria, anexo a la ermita sobre la que se levantaba la nueva iglesia, y que los predicadores utilizaban ahora como convento.
—Su compañero de ahí fuera —advirtió al portero del convento, señalando hacia las obras— dice que se apresure usted. Parece que su nueva iglesia está a punto de hundirse.
En cuanto el portero corrió al exterior sin pensarlo dos veces, Melchor se coló en el pequeño convento. La cantinela de las lecturas en latín le guió hacia una sala en la que se hallaba fray Joaquín con cinco niños que repetían con monotonía las lecciones.
El religioso no mostró sorpresa ante la irrupción de Melchor; los niños, sí. Desde sus sillas, con la mirada clavada en el gitano, uno dejó de recitar, otro balbució y los demás equivocaron sus lecciones.
—Continuad, continuad. ¡Más alto! —les ordenó el joven fraile encaminándose hacia Melchor—. Me pregunto cómo has hecho para llegar hasta aquí —susurró una vez a su lado, entre la algarabía de los niños.
—Pronto lo sabrá.
—Eso me temo. —El fraile negó con la cabeza.
—Tengo una buena cantidad de polvo. De calidad. A buen precio.
—De acuerdo. Andamos cortos de tabaco, y los hermanos se ponen muy nerviosos si no tienen suficiente. Nos encontramos donde siempre, a mediodía. —El gitano asintió—. Melchor, ¿por qué no has esperado? ¿Por qué has interrumpido…?
No le dio tiempo a finalizar la pregunta. El portero, el fraile que vigilaba las obras y dos religiosos más irrumpieron en la estancia.
—¿Qué haces tú aquí? —gritó el portero.
Melchor extendió los brazos con las palmas extendidas, como si quisiera detener el tropel que se le venía encima. Fray Joaquín lo observó con curiosidad. ¿Cómo saldría de esa?
—Permítanme que me explique —solicitó el gitano con tranquilidad. Los religiosos se detuvieron a un paso de él—. Tenía que contar a fray Joaquín un pecado, un pecado muy grande —se excusó. Fray Joaquín entornó los ojos y reprimió un suspiro—. Un pecado de esos que llevan al infierno directamente —continuó el gitano—, de esos de los que uno no se salva ni con mil plegarias por las almas en pena.
—¿Y no podías haber esperado? —le interrumpió uno de los frailes.
Los cinco niños miraban atónitos.
—¿Con un pecado tan grande? Un pecado así no puede esperar —se defendió Melchor.
—Podías haberlo dicho en la entrada…
—¿Me hubieran hecho caso?
Los frailes se miraron entre sí.
—Bueno —intervino el más anciano—, ¿y qué? ¿Ya te has confesado?
—¿Yo? —Melchor simuló sorpresa—. ¡Yo, no, eminencia! Yo soy un buen cristiano. El pecado es de un amigo. Sucede que está esquilando unos borricos, ¿entienden?, y como el hombre está muy preocupado, me ha pedido a ver si yo podía acercarme por aquí y confesar en su nombre.
Uno de los niños soltó una carcajada. Fray Joaquín hizo un gesto de impotencia hacia sus hermanos antes de que el fraile que había interpelado al gitano, con el rostro congestionado, reventase.
—¡Fuera! —gritó el fraile más anciano señalando la puerta—. ¿Qué os habéis pensado…?
—¡Gitanos!
—¡Infames!
—¡Os tendrían que detener a todos! —escuchó a sus espaldas.
—¡Esto es polvo cucarachero, Melchor! —se quejó fray Joaquín nada más percibir el color rojo del almagre que el gitano había mezclado con el tabaco. Estaban a la orilla del Guadalquivir, cerca del puerto de camaroneros—. Tú me dijiste…
—De la mejor calidad, fray Joaquín —repuso Melchor—, recién salido de la fábrica…
—¡Pero si se reconoce el rojo!
—Será que lo han secado malamente.
Melchor trató de echar un vistazo al tabaco que sostenía el fraile. ¿Tanto se había excedido? Quizá fuera que el joven iba aprendiendo.
—Melchor…
—¡Lo juro por mi nieta! —El gitano cruzó los dedos pulgar e índice hasta formar una cruz que se llevó a los labios y besó—. De primera calidad.
—No jures en vano. Y de Milagros también tenemos que hablar —apuntó fray Joaquín—. El otro día, el de las candelas, estuvo burlándose de mí mientras predicaba…
—¿Quiere que la regañe?
—Sabes que no.
El fraile se perdió en el recuerdo: la muchacha le había puesto en un compromiso, cierto; sabía que su voz mudó temblorosa y que había perdido el hilo del discurso, cierto también, pero aquel rostro cincelado y altivo, bello como el que más, aquel cuerpo virgen…
—Fray Joaquín —le sacó de su ensoñación el gitano. Había arrastrado las palabras, con el ceño fruncido.
El religioso carraspeó.
—Esto es polvo cucarachero —repitió para cambiar de tema.
—No olvide que es mi nieta —insistió no obstante el gitano.
—Lo sé.
—No me gustaría acabar mal con usted.
—¿Qué quieres decir? ¿Me estás amenaz…?
—Mataría por ella —saltó Melchor—. Usted es payo… y además fraile. Lo segundo podría tener arreglo, lo primero, no.
Enfrentaron sus miradas. El religioso era consciente de que sería capaz de dejar los hábitos y jurar fidelidad a la raza gitana a una sola señal de Milagros.
—Fray Joaquín… —interrumpió sus pensamientos Melchor, seguro de lo que pasaba por la cabeza del fraile.
El religioso alzó una mano y obligó a callar a Melchor. El gitano era el verdadero problema: nunca aceptaría esa relación, concluyó. Alejó sus deseos.
—Todo eso no te da derecho a tratar de venderme por bueno este tabaco —le recriminó.
—¡Le juro…!
—No jures en vano. ¿Por qué no me dices la verdad?
Melchor se tomó su tiempo antes de contestar. Pasó un brazo por el hombro de fray Joaquín y le empujó unos pasos por la ribera.
—¿Sabe una cosa? —Fray Joaquín asintió con un murmullo ininteligible—. Se lo diré solo a usted porque es un secreto: si un gitano dice la verdad… ¡la pierde! Se queda sin ella.
—¡Melchor! —exclamó el otro al tiempo que se zafaba del abrazo.
—Pero este polvo es de primera calidad.
Fray Joaquín chasqueó la lengua, dándose por vencido.
—Está bien. De todos modos, no creo que los demás frailes se percaten de nada.
—Porque no es rojo, fray Joaquín. ¿Ve? Está usted equivocado.
—No insistas. ¿Cuánto quieres?
Cucarachero o no, Melchor obtuvo un buen beneficio por el tabaco; el tío Basilio estaría satisfecho.
—¿Sabes de algún nuevo desembarco de tabaco de contrabando? —se interesó fray Joaquín cuando ya iban a despedirse.
—No me han avisado de ninguno. Debe de haberlos, como siempre, pero no intervienen mis amigos. Confío en que ahora, a partir de marzo, con el buen tiempo, empiece otra vez el trabajo.
—Mantenme informado.
Melchor sonrió.
—Por supuesto, padre.
Tras el cierre del provechoso negocio, Melchor decidió ir a tomar unos vinos al mesón de la Joaquina antes de dirigirse a la gitanería para entregar el dinero al tío Basilio. «¡Curioso ese fraile!», pensó mientras caminaba. Bajo sus hábitos de predicador, detrás de ese talento y esa elocuencia que la gente tanto alababa, se escondía un joven alegre, ávido de vida y nuevas experiencias. Melchor lo había comprobado el año anterior, cuando fray Joaquín se empeñó en acompañarle a Portugal para recibir un cargamento de tabaco. Al principio el gitano dudó, pero se vio obligado a consentir: los curas eran quienes le financiaban las operaciones de contrabando, y además, ¿cuántos de ellos actuaban como metedores y se podían encontrar cargados de tabaco en las fronteras o en los caminos? Todos los religiosos participaban en el contrabando de tabaco, ya fuera directamente o adquiriendo el producto. Tanta era la afición de los curas al tabaco, tanto su consumo, que el Papa había tenido que prohibir que los religiosos aspirasen polvo en las iglesias mientras oficiaban. Sin embargo, los religiosos no estaban dispuestos a pagar los altos precios que el rey establecía a través del estanco; solo la hacienda real podía comerciar con el tabaco, por lo que la Iglesia se había convertido en el mayor defraudador del reino: participaba en el contrabando, compraba, financiaba, escondía los alijos en los templos y hasta mantenía cultivos clandestinos tras los impenetrables muros de conventos y monasterios.
Con aquellos pensamientos, sentado a una mesa en el mesón de la Joaquina, Melchor vació de un trago su primer vaso.
—¡Buen vino! —lanzó en voz alta a quien quisiera escucharle.
Pidió otro, y un tercero. Estaba con el cuarto cuando por detrás se le acercó una mujer que, zalamera, puso una mano sobre su hombro. El gitano alzó la cabeza y se encontró con un rostro que pretendía esconder sus verdaderos rasgos tras unos afeites rancios y descompuestos. Sin embargo, los pechos generosos de la mujer intentaban escapar del escote. Melchor pidió un vaso de vino también para ella al tiempo que clavaba con fuerza los dedos de la mano derecha en una de sus nalgas. Ella se quejó con un falso y exagerado mohín de recato, pero se sentó y las rondas empezaron a sucederse.
Melchor estuvo dos días sin aparecer por el callejón de San Miguel.
—¿Puedes ocuparte de la negra? —le rogó Ana a su hija cuando vio que su padre no volvía aquel mediodía—. Por lo visto el abuelo ha decidido perderse de nuevo. Veremos por cuánto tiempo esta vez.
—Y qué hago con ella, ¿le digo que puede irse?
Ana suspiró.
—No lo sé. No sé qué pretendía… qué pretende tu abuelo —se corrigió.
—Ella está empeñada en cruzar el puente de barcas.
Milagros había vuelto a pasar gran parte de la mañana en el patinejo. Acudió rauda tan pronto como su madre se lo permitió, con mil preguntas saltándole en la boca, todas las que se había hecho a lo largo de la noche ante lo que Caridad le había contado. Se sentía atraída por aquella mujer negra, por su melódica forma de hablar, por la profunda resignación que emanaba de toda ella, tan distintas al carácter altivo y orgulloso de los gitanos.
—¿Para qué? —preguntó su madre interrumpiendo sus pensamientos.
Milagros se volvió confundida. Se hallaban en una de las dos pequeñas habitaciones que componían el piso en el que vivían, en la primera planta del corral de vecinos. Ana preparaba la comida en un hornillo de carbón alojado en un nicho abierto en la pared.
—¿Qué?
—¿Que para qué quiere cruzar el puente?
—¡Ah! Quiere ir a la cofradía de los Negritos.
—¿Ya está recuperada de las calenturas? —preguntó Ana.
—Creo que sí.
—Pues después de comer, llévala.
La muchacha asintió. Ana estuvo tentada de decirle que la dejara en Sevilla, con los Negritos, pero rectificó.
—Y luego la vuelves a traer. No quiero que el abuelo se encuentre con que no está su negra. ¡Solo me faltaba eso!
Ana estaba irritada: había discutido con José. Su esposo le había recriminado con dureza la pelea que había mantenido con la Trianera, pero sobre todo le censuraba que hubiera abofeteado a su nieto.
—Una mujer pegando a un hombre. ¿Dónde se ha visto? Además, ¡al nieto del jefe del consejo de ancianos! —le gritó—. Sabes cuán rencorosa puede llegar a ser Reyes.
—En cuanto a lo primero, pegaré a cuantos ofendan a mi hija, sean nietos de la Trianera o del mismísimo rey de España. Si no, cuida tú de ella y estate atento. Por lo demás, no sé qué me vas a contar a mí del carácter de los García…
—¡Basta ya de Vegas y Garcías! No quiero volver a oír hablar de ello. Te casaste con un Carmona y a nosotros no nos interesan vuestras disputas. Los García mandan en la gitanería y son influyentes frente a los payos. No podemos permitir que nos tomen inquina… y menos por las viejas reyertas de un viejo loco como tu padre. ¡Estoy hastiado de que mi familia me lo eche en cara!
En esta ocasión, Ana se mordió el labio para no contestar.
¡La eterna discusión! ¡La cantinela de siempre! Desde que su padre había vuelto de galeras hacía diez años, las relaciones con su esposo se habían ido deteriorando. José Carmona, el joven gitano rendido a sus encantos, había sido capaz de prescindir de la boda religiosa por conseguirla. «Jamás me plegaré a esos perros que no han movido un dedo por mi padre», se había opuesto ella porque llevaba marcado a fuego en su memoria el desprecio y la humillación con que las habían tratado los curas. Sin embargo, ese mismo hombre no había podido soportar la presencia de Melchor, a quien acusaba de robarle el cariño de su hija. Milagros veía en su abuelo al hombre indestructible que había sobrevivido a las galeras, al contrabandista que burlaba a soldados y autoridades, al gitano libre e indolente, y José se sentía poco rival: un simple herrero obligado a trabajar día tras día a las órdenes del jefe de los Carmona y que ni siquiera podía presumir de tener un hijo varón.
José envidiaba el cariño que abuelo y nieta se profesaban. La inmensa gratitud de Milagros cuando Melchor le regalaba una pulsera, un abalorio o la más sencilla cinta de color para el cabello, su mirada embelesada mientras escuchaba sus historias… Con el transcurso de los años José fue descargando ese rencor y los celos que le concomían en su propia esposa, a la que culpaba. «¿Por qué no se lo dices a él? —le había replicado un día Ana—. ¿Acaso no te atreves?» No tuvo tiempo de arrepentirse de su impertinencia. José le cruzó la cara de un manotazo.
Y en ese momento, mientras hablaba con su hija de la mujer negra que se le había ocurrido traer a su padre, Ana cocinaba en aquel pequeño e incómodo hornillo comida para cuatro: los tres de familia más el joven Alejandro Vargas. Tras reprimirse y callar cuando su esposo volvió a echarle en cara las disputas entre los Vega y los García, le sorprendió lo fácil que resultó convencer a José de que el problema de Milagros radicaba en que ya no era una niña. La madre pensó que si la prometían en matrimonio, la muchacha dejaría de lado su inclinación por Pedro García, ya que estaba segura de que los García nunca pretenderían a una Vega. El padre se dijo que con un marido se desvanecería la unión entre Milagros y su abuelo, y apoyó la idea: hacía tiempo que los Vargas habían mostrado interés en Milagros, por lo que José no perdió tiempo y al día siguiente Alejandro estaba invitado a comer. «De momento no se trata de ningún compromiso, solo pretendo conocer al joven un poco más —había anunciado a su esposa—, sus padres han consentido».
—Ve a casa del tío Inocencio para que te preste una silla —ordenó Ana a su hija, interrumpiendo unos pensamientos que vagaban entre el puente de barcas que quería cruzar Caridad y la cofradía de los Negritos a la que deseaba llegar.
—¿Una silla? ¿Para quién? ¿Quién…?
—Ve a buscarla —insistió la madre; no quería adelantarle la visita de Alejandro e iniciar antes de tiempo la segura discusión con su hija.
A la hora de comer, Milagros imaginó la razón de la presencia de Alejandro y recibió al invitado con hosquedad: no le gustaba, era apocado y bailaba con torpeza, aunque solo Ana pareció darse cuenta de su grosería. José se dirigía a él como si ninguna de las mujeres existiera. En la tercera ocasión en que la muchacha se manifestó en tono brusco, Ana torció el gesto, pero Milagros aguantó la reprobación y la miró con el ceño fruncido. «¡Usted ya sabe quién me gusta!», decía esa mirada. José Carmona reía y golpeaba la mesa como si se tratase del yunque de la herrería. Alejandro trataba de no ser menos, pero sus risotadas se quedaban entre la timidez y el nerviosismo. «Es imposible», negó casi imperceptiblemente la madre hacia su hija. Milagros apretó los labios. Pedro García. Pedro era el único que le interesaba… Y ¿qué tenía que ver ella con las antiguas rencillas del abuelo o de su madre?
—Jamás, hija. Jamás —le advirtió entre dientes su madre.
—¿Qué dices? —preguntó su esposo.
—Nada. Solo…
—Dice que no me casaré con este… —Milagros movió su mano en dirección a Alejandro, boquiabierto el muchacho, como si espantase un insecto—, con él —finalizó la frase por evitar el insulto que ya tenía en la boca.
—¡Milagros! —gritó Ana.
—Harás lo que se te ordene —declaró José con seriedad.
—El abuelo… —empezó a decir la muchacha antes de que su madre la interrumpiese.
—¿El abuelo te permitiría acercarte siquiera a un García? —le espetó su madre.
Milagros se levantó con brusquedad y tiró la silla al suelo. Se quedó en pie, sofocada, con el puño de su mano derecha cerrado, amenazando a su madre. Balbució unas palabras incomprensibles, pero cuando estaba a punto de arrancarse a gritos, se topó con la mirada de los dos gitanos puesta en ella. Gruñó, dio media vuelta y se marchó.
—Ya ves que se trata de una potrilla a la que habrá que domar sin contemplaciones —escuchó que reía su padre.
Lo que no llegó a oír Milagros, que se despidió dando un portazo con la estúpida risilla de Alejandro a su espalda, fue la réplica de Ana.
—Muchacho, te arrancaré los ojos si algún día pones la mano encima de mi hija. —Los dos hombres mudaron el semblante—. Palabra de Vega —añadió llevándose a los labios y besando los dedos dispuestos en forma de cruz, igual que hacía su padre cuando quería convencer a alguien.
Caridad caminaba tiesa, con la mirada fija en el pontazguero que cobraba a la gente a la entrada del puente de barcas: el mismo hombre que en su día le había impedido el paso.
—Vamos. —Milagros se había dirigido a ella desde el corredor, a la entrada del patinejo, con voz chillona.
Caridad obedeció al instante. Se embutió el sombrero de paja y cogió su hatillo.
—¡Déjalos! —le apremió la muchacha al observar cómo se empeñaba en poner en orden el odre de la vieja María, ya vacío, la manta de colores y el jergón—. Luego volveremos.
Y ahora se acercaba de nuevo al transitado puente, caminando tras una muchacha tan silenciosa como resuelta.
—Viene conmigo —se adelantó Milagros, señalando hacia atrás, cuando observó que el pontazguero se dirigía hacia Caridad.
—No es gitana —alegó el hombre.
—Eso salta a la vista.
El hombre hizo ademán de revolverse ante el descaro de la gitanilla, pero se acobardó. La conocía: la nieta de Melchor el Galeote. Los gitanos siempre se habían negado a pagar el pontazgo, ¿cómo iba un gitano a pagar por cruzar un río? Hacía muchos años que el arrendador de los derechos del puente de barcas había recibido la visita de varios de ellos, malcarados, armados con navajas y dispuestos a arreglar aquella cuestión a su manera. No hubo lugar a discusiones, porque en realidad poco importaban unos cuantos desharrapados que pasaban de Triana a Sevilla y viceversa entre las tres mil caballerías que lo hacían diariamente.
—¿Qué me dices? —insistió Milagros.
Todos los gitanos eran peligrosos, pero Melchor Vega lo era más aún. Y la muchacha era una Vega.
—Adelante —cedió.
Caridad dejó escapar el aire que inconscientemente había retenido en los pulmones y siguió a la muchacha.
Unos pasos más allá, entre el bullicio de borricos y mulas, arrieros, trajineros y mercaderes, Milagros se volvió y le sonrió con un gesto triunfal. Olvidó la discusión con sus padres y cambió de actitud.
—¿Para qué quieres ir a los Negritos?
Caridad alargó la zancada y en un par de ellas se colocó a su lado.
—Las monjas dijeron que me ayudarían.
—Monjas y curas, mentirosos todos —sentenció la gitana.
Caridad la miró extrañada.
—¿No me ayudarán?
—No creo. ¿Cómo van a hacerlo? No pueden ni ayudarse entre ellos. Dice el abuelo que antes había muchos morenos, pero que ahora ya quedan pocos y todos los dineros que consiguen los emplean en majaderías: en la iglesia y las imágenes. Antes hasta existía otra cofradía de morenos en Triana, pero se quedó sin clientes y desapareció.
Caridad volvió a quedarse atrás con las decepcionantes palabras de la muchacha en su mente, mientras esta, pasado el puente, se encaminaba resuelta hacia el sur para rodear la muralla en dirección al barrio de San Roque.
A la altura de la Torre del Oro, la muchacha se detuvo y se volvió de repente.
—¿Para qué quieres que te ayuden?
Caridad abrió las manos frente a sí, confundida.
—¿Qué es lo que crees que harán por ti? —insistió la gitana.
—No sé… Las monjas me dijeron… Son negros, ¿no?
—Sí. Lo son —contestó la muchacha con resignación antes de retomar el camino.
Si eran negros, aventuró Caridad de nuevo tras los pasos de la gitana sin apartar la vista de las bonitas cintas de colores que adornaban el cabello de la muchacha y los coloridos pañuelos que llevaba atados a sus muñecas, revoloteando en el aire, ese sitio tenía que ser algo parecido a los barracones, cuando se reunían los días de fiesta. Allí todos eran amigos, compañeros en la desdicha aunque no se conociesen, aunque ni siquiera se entendiesen: lucumíes, mandingas, congos, ararás, carabalíes… ¿Qué más daba el idioma en que hablasen? Allí cantaban, bailaban y disfrutaban, pero también trataban de ayudarse. ¿Qué otra cosa podía hacerse en una reunión de negros?
Milagros no quiso acompañarla al interior de la iglesia.
—Me echarían a patadas —anunció.
Un sacerdote blanco y un negro ya viejo que se presentó orgulloso como el hermano mayor de la cofradía, también al cuidado de la pequeña capilla de los Ángeles, la examinaron de arriba abajo sin esconder una mueca de aversión hacia sus sucias ropas de esclava, tan fuera de lugar en el boato que pretendían para su templo. ¿Qué quería?, le había preguntado el hermano mayor con displicencia. A la titilante luz de las velas de la capilla, Caridad estrujó el sombrero de paja entre sus manos y se enfrentó al negro como a un igual, pero tanto su ánimo como su voz se fueron apagando ante la crueldad del examen al que fue sometida. ¿Las monjas?, continuó el hermano mayor, llegando casi a alzar la voz. ¿Qué tenían que ver allí las monjas de Triana? ¿Qué sabía hacer? ¿Nada? No. El tabaco no. En Sevilla solo los hombres trabajaban en la fábrica de tabaco. En Cádiz, sí. En la fábrica de Cádiz sí que trabajaban las mujeres, pero estaban en Sevilla. ¿Sabía hacer algo más? ¿No? En ese caso… ¿La cofradía? ¿Tenía dinero para entrar en la cofradía? ¿No sabía que había que pagar? Sí. Por supuesto. Había que pagar para pertenecer a la cofradía. ¿Tenía dinero? No. Claro. ¿Era libre o esclava? Porque si era esclava tenía que traer la autorización de su amo…
—Libre —logró afirmar Caridad al tiempo que clavaba sus ojos en los del negro—. Soy libre —repitió arrastrando las palabras, tratando infructuosamente de encontrar en aquellos ojos la comprensión de un hermano de sangre.
—Entonces, hija mía… —Caridad bajó la mirada ante la intervención del sacerdote, que hasta ese momento había permanecido en silencio—. ¿Qué es lo que pretendes de nosotros?
¿Qué pretendía?
Una lágrima corrió por su mejilla.
Salió corriendo de la iglesia.
Milagros la vio cruzar la calle Ancha de San Roque e internarse en el descampado que se abría detrás de la parroquia en dirección al arroyo del Tagarete. Caridad corría ofuscada, cegada por las lágrimas. La gitana negó con la cabeza al tiempo que sentía una punzada en el estómago. «¡Hijos de puta!», masculló. Se apresuró tras ella. Unos pasos más allá tuvo que detenerse para recoger el sombrero de paja de Caridad. La encontró en la orilla del Tagarete, donde había caído de rodillas, ajena a la fetidez del arroyo que recibía las aguas fecales de toda la zona: lloraba en silencio, igual que la tarde anterior, como si no tuviera derecho a ello. En esta ocasión se tapaba el rostro con las manos y se mecía de adelante atrás mientras tarareaba entrecortadamente una triste y monótona melodía. Milagros ahuyentó a unos chiquillos andrajosos que curioseaban. Luego acercó una mano al pelo negro ensortijado de Caridad, pero no se atrevió a tocarlo. Un tremendo escalofrío recorrió todo su cuerpo. Aquella melodía… Todavía con el brazo extendido observó cómo se le erizaba el vello ante la profundidad de esa voz. Sintió que las lágrimas se le acumulaban en los ojos. Se arrodilló junto a ella, la abrazó con torpeza y la acompañó en su llanto.
—Abuelo.
Llevaba más de un día atenta, esperando a que Melchor regresase al callejón. Había corrido hasta la gitanería de la Cartuja para ver si lo encontraba allí, pero no le dieron razón. Regresó y se apostó a la puerta del corral de vecinos; quería hablar con él antes que nadie. Melchor sonrió y negó con la cabeza al solo tono de voz de su nieta.
—¿Qué es lo que quieres esta vez, mi niña? —le preguntó al tiempo que la agarraba del hombro y la separaba del edificio, apartándola de los Carmona que se movían por allí.
—¿Qué va a hacer con Caridad… con la negra? —aclaró ante la expresión de ignorancia del gitano.
—¿Yo? Estoy cansado de decir que no es mía. No sé… que haga lo que quiera.
—¿Podría quedarse con nosotros?
—¿Con tu padre?
—No. Con usted.
Melchor apretó a Milagros contra sí. Anduvieron unos pasos en silencio.
—¿Tú quieres que se quede? —preguntó el gitano al cabo.
—Sí.
—Y ella, ¿quiere quedarse?
—Caridad no sabe lo que quiere. No tiene adónde ir, no conoce a nadie, no tiene dinero… Los Negritos…
—Le han pedido dinero —se le adelantó él.
—Sí —confirmó Milagros—. Le he prometido que hablaría con usted.
—¿Por qué quieres que se quede?
La muchacha tardó unos instantes en responder.
—Sufre.
—Mucha gente sufre hoy en día.
—Sí, pero ella es diferente. Es… es mayor que yo y sin embargo parece una niña que no sabe ni entiende de nada. Cuando habla…, cuando llora o cuando canta, lo hace con un sentimiento… Usted mismo dice que canta bien. Era esclava, ¿sabe?
—Lo suponía —asintió Melchor.
—Todo el mundo la ha tratado mal, abuelo. La separaron de su madre y de sus hijos. ¡A uno de ellos lo vendieron! Luego…
—¿Y de qué vivirá? —la interrumpió Melchor.
Milagros permaneció en silencio. Anduvieron unos pasos, el gitano apretando el hombro de su nieta.
—Tendrá que aprender a hacer algo —cedió al cabo.
—¡Yo le enseñaré! —estalló en alegría la muchacha, girando hacia su abuelo para abrazarlo—. Deme tiempo.