Una semana antes…
¡Está borracha!
—No se tiene en pie.
—¡Qué vergüenza!
Los comentarios de las damas que lo acompañaban en uno de los aposentos laterales del Coliseo del Príncipe se unieron a los abucheos y al griterío que surgía del patio repleto de mosqueteros y de la cazuela de las mujeres. La orquesta había atacado la tonadilla en varias ocasiones sin que Milagros consiguiese unir su voz a la música. En las dos primeras, la gitana gesticuló impetuosamente hacia la cortina lateral tras la que estaban los músicos y les culpó con torpes aspavientos; en las demás, a medida que las palabras se atoraban en una boca pastosa, y piernas y brazos se negaban a obedecer sus órdenes, la cólera de Milagros fue transformándose en desaliento.
Fray Joaquín, con el estómago encogido y la garganta cerrada, procuró esconder a las señoras y sus acompañantes el temblor de sus manos y miró a Milagros. Ya no había música en aquel tablado que si ayer se quedaba pequeño al ritmo de sus bailes, sus sonrisas y sus desplantes, entonces parecía inmenso con ella arrodillada en el centro, derrotada y cabizbaja. Alguien lanzó una hortaliza podrida contra su brazo derecho. Los mosqueteros venían preparados. Hacía algunos días que se rumoreaba en Madrid el estado de la Descalza: sus últimas actuaciones ya habían rozado el escándalo. Algunos dijeron que estaba enferma, muchos otros reconocieron en su voz cascada y sus movimientos inconexos los efectos del alcohol. Milagros ni siquiera reaccionó ante la hortaliza, ni tampoco cuando un tomate reventó sobre su camisa y provocó una carcajada general en el teatro. Por encima del patio, apoyado en la barandilla del palco, fray Joaquín desvió la mirada buscando al que había lanzado el tomate.
—¡Estúpido! —masculló.
—¿Decía algo, reverendo?
El fraile hizo caso omiso a la pregunta de la dama que se sentaba a su lado. Desde el patio se lanzaban ya todo tipo de verduras y hortalizas podridas, y la gente se arrancaba las cintas verdes que habían adornado sus sombreros y vestidos como muestra de admiración hacia la Descalza. El alcalde encargado de las comedias mandó a dos alguaciles a que retiraran a Milagros, resignada, sumisa ante el castigo. «¿Por qué no se va?», se preguntó el religioso.
—¡Vete, niña! —explotó fray Joaquín.
—¿Niña? —se extrañó la dama.
—Señora —contestó sin meditar, su atención fija en el tablado—, todos somos niños. ¿Acaso no aseguró Jesucristo que el que no fuera como un niño no entraría en el reino de los cielos?
La mujer iba a cuestionar las palabras del fraile pero lo que hizo fue abrir un precioso abanico de nácar con el que empezó a darse aire. Mientras tanto, los dos alguaciles arrastraban de los codos a Milagros entre una lluvia de hortalizas. Tan pronto como la gitana se perdió tras la cortina y los gritos que surgían del patio y la cazuela se transformaron en rumor de conversaciones indignadas, Celeste hizo su aparición en el tablado mientras tres hombres seguían limpiándolo. La victoria brillaba en los ojos de la cómica.
—El de Rafal —comentó uno de los nobles que se hallaba en pie, al fondo del aposento, refiriéndose al corregidor de Madrid— nunca debería haber sustituido a la gran Celeste.
—¡Y menos por una gitana que se prostituye por dos reales! —exclamó otro.
Fray Joaquín dio un respingo cuando Celeste empezó a cantar y los dos nobles se sumaron con afectación a los aplausos del público.
—¿No lo sabía, reverendo? —La dama del abanico le habló con el rostro escondido tras él, ligeramente inclinada en la silla—: Si su paternidad nos honrase más con su presencia en las tertulias…
«Me habría enterado», terminó él para sus adentros la frase que había quedado colgada en el aire.
—Personalmente —dijo la mujer—, no alcanzo a imaginar lo que diría Nuestro Señor Jesucristo de esa niña —alargó despectivamente las dos últimas palabras y, acercando su silla a la del fraile y al amparo del abanico, como si con ello pretendiera excusar su atrevimiento, se lanzó a enumerar una lista de amoríos, multiplicada en los cuchicheos de las tertulias.
Entre los cantos de una rutilante Celeste, los aplausos y gritos de un público siempre voluble, de nuevo rendido a la primera dama, fray Joaquín interrumpió a la mujer, la cual se volvió hacia el religioso y de forma inconsciente empezó a abanicar por delante de su rostro. Conocía la sensibilidad del fraile, todas sus conocidas lo ensalzaban por esa cualidad, pero nunca hubiera sospechado que la noticia de los devaneos de una simple gitana pudiera producirle esa palidez casi cadavérica que presentaba.
Fray Joaquín pensaba en Milagros: hermosa, risueña, encantadora, astuta, alegre… limpia… ¡virginal! Los recuerdos habían acudido en tropel para clavarse en su estómago y paralizar el flujo de su sangre. Ella colmó sus fantasías nocturnas y le hizo conocer esa culpa que tantas veces trató de expiar con oraciones y disciplinas: su rechazo, tras proponerle que huyera con él, le arrojó a los caminos, dudando de que existiera sacrificio capaz de purificarle a los ojos de Dios. Desde entonces, aquel rostro atezado le había acompañado allá adonde fuera, desbocadamente bello: animándole, sonriéndole en los momentos adversos. Y ahora, ¿en qué rincón habían quedado aquellos alientos? Era una borracha. Eso lo había visto. Y una prostituta, según aseguraban…
Hasta la tarde del desplome de Milagros en el Coliseo del Príncipe, la imagen de la gitana solía asaltar la mente de fray Joaquín por las noches, mientras caminaba con los sentidos alerta por las peligrosas calles de Madrid hacia su casa. Cuando eso sucedía, el recuerdo de Milagros se agarraba a su memoria. Fray Joaquín habitaba un piso en una diminuta manzana de solo tres edificios, todos ellos estrechos y tan largos que iban desde la fachada que daba a las Platerías, en la calle Mayor, hasta la plazuela de San Miguel por detrás. Francisca, la vieja criada que lo atendía, se levantaba somnolienta para ayudarle pese a conocer la respuesta que recibiría: «Que Dios te lo pague, Francisca, pero puedes retirarte». Con todo, la mujer insistía una y otra noche, eternamente agradecida por disponer de un techo bajo el que cobijarse, comida y hasta por el escaso salario con el que el fraile retribuía sus esforzados pero también parcos servicios. Francisca nunca había servido. Viuda, con tres hijos ingratos que la abandonaron en su senectud, había dedicado su vida y sus esfuerzos a lavar ropa en el Manzanares. «Tanta lavaba —llegó a jactarse ante fray Joaquín—, que necesitaba un mozo de cuerda para que me ayudase a transportarla a sus dueños». Pero como sucedía con todas aquellas mujeres, que día tras día, año tras año, acudían a sus cajones en el río para limpiar la suciedad de otros, ya fuera bajo el frío invernal y con el agua helada, ya en plena canícula, su cuerpo había pagado un alto precio: manos hinchadas y agarrotadas; músculos atrofiados; huesos permanentemente doloridos. Y fray Joaquín corría para recoger del suelo ese cazo que había resbalado de sus torpes manos para evitar el martirio que suponía para la mujer el agacharse. El religioso la había rescatado de las calles cuando la moneda que le dio como limosna se coló entre sus atrofiados dedos de lavandera, tintineó sobre una piedra y rodó lejos. Ambos se miraron: la anciana, incapaz de perseguir el dinero que se escapaba; fray Joaquín vislumbrando a la muerte ya instalada en sus ojos apagados.
Después de ordenarle que se retirara, el fraile comparaba los lentos movimientos que llevarían a Francisca hasta su jergón, a los pies de la maravillosa imagen de la Inmaculada Concepción, con la vitalidad y la alegría con las que esa misma tarde, quizá la anterior o la otra, Milagros había obsequiado a su público. Él se sentaba en uno de los aposentos, como casi a diario hacían las mujeres nobles y ricas con sus cortejos y acompañantes. ¡Prodigiosa! ¡Maravillosa! ¡Encantadora! Tales fueron las alabanzas que resonaban en sus oídos cuando pisó por primera vez el Coliseo del Príncipe, recién llegado a Madrid desde Toledo. La Descalza. Y aquel primer día saltó en la silla.
—¿Sucede algo, padre? —le preguntaron.
¿Algo? ¡Era Milagros! Fray Joaquín se hallaba casi de pie. Balbució algo ininteligible.
—¿Se encuentra mal?
«¿Qué hago en pie?», se preguntó. Se disculpó con su pupila, volvió a tomar asiento y escuchó arrebatado los cantos de Milagros mientras, discretamente, pugnaba por atajar las lágrimas que se acumulaban en sus ojos.
Desde su llegada a Madrid, el Coliseo del Príncipe y las actuaciones de Milagros se convirtieron en lugar de peregrinación para fray Joaquín. Si alguna de las tardes de función, Dorotea, la joven toledana a la que por imposición de su padre había acompañado a la Villa y Corte tras su matrimonio con el marqués viudo de Caja, decidía no asistir, el fraile se disculpaba con los marqueses y satisfacía de su bolsillo una entrada de patio o acudía a la tertulia con los demás religiosos. En la primera ocasión se sintió perdido ante las ocho puertas que llevaban a las diferentes zonas, independientes unas de otras —el patio, la tertulia, los aposentos, la destinada exclusivamente a las mujeres que iban a la cazuela—, pero en poco tiempo se había ganado el aprecio de los vendedores de entradas y los alojeros que en la parte trasera del patio ofrecían dulces y bebidas con miel y especias, bajo la cazuela de las mujeres. El fraile soportaba las funciones enteras y en muchas ocasiones, ante una obra mala y peor interpretada, se esforzaba por no incorporarse a la riada de personas que despreciaban el último acto de la comedia y abandonaban el coliseo tras la actuación de la Descalza. No deseaba ser reputado como uno más de quienes solo acudían al teatro por los sainetes o los entremeses. A su término, ensalzaba al autor y a los cómicos aunque solo tenía en mente la voz de la gitana, sus bailes medidos que no querían pero sí consentían provocar el deseo y las fantasías del público con su voluptuosidad. Temblaba al recuerdo de sus pícaros desplantes en dirección al patio, a los mosqueteros entre los que él se escondía. Y se achicaba ante la mirada que Milagros paseaba por todos ellos, temiendo que le reconociera.
—¿Qué decís vosotros al corregidor injusto? —preguntaba la gitana interrumpiendo la canción en la que un pobre campesino era encarcelado por el corregidor real.
Los abucheos y silbidos, brazos en alto, permitían que el religioso se irguiera de nuevo entre el barullo.
—¡Más alto, más! ¡No os oigo! —gritaba Milagros, animándolos con las manos justo antes de lanzarse a cantar de nuevo en competición con el griterío.
Y vencía. Su voz se alzaba potente por encima del alboroto y fray Joaquín se sentía desfallecer al tiempo que se le agarrotaba la garganta. Una tarde de comedia, quizá tras un exceso de vino en la comida con los marqueses, el fraile se acercó algo más al tablado y se mantuvo firme cuando Milagros buscó la complicidad del patio. Le temblaban las rodillas y no tuvo tiempo de volver la cabeza cuando la gitana paseó la mirada por los mosqueteros que la vitoreaban, justo donde él se encontraba. Quizá deseaba que lo descubriese. Ella no se percató de su presencia y fray Joaquín se sorprendió a sí mismo tranquilizándose al soltar el aire que había retenido en sus pulmones. No sabía por qué lo había hecho, pero ese día la sintió cerca, creyó olerla incluso.
Después de esa visita al teatro, antes de la cena y de la tertulia a la que asistiría acompañando a Dorotea, fray Joaquín se encerró en la sala de los relojes de la casa del marqués abrumado por sentimientos encontrados. Se recriminó que aquella estancia en la que el marqués mostraba su poderío y sobre todo su buen gusto, al decir de cuantos contemplaban su colección, y en la que él acostumbraba a buscar refugio, le apaciguara en mayor medida que la oración o la lectura de libros sagrados. Se detuvo ante un reloj de caja tan alta como él, en madera de ébano adornada con bronces dorados cincelados. El inglés John Ellicott lo había fabricado; firmaba en su dial, sobre el que se veía un calendario lunar y un globo celeste.
Milagros era feliz, tuvo que reconocer al ritmo del segundero. ¡Había triunfado! «¿A qué entrometerme en su vida?», se preguntó después, ante un elaborado reloj de sobremesa con figurillas bucólicas de Droz; obra de un relojero suizo, según le había explicado el marqués. ¿Cómo conseguían fabricar tales maravillas? Más de una docena se exponían en la sala. Relojes con música. ¿Le gustarían a Milagros? Algunos tenían hasta una docena de pequeñas campanas… ¿Cómo sonaría su voz de gitana junto a ellas? Relojes de péndulo, inmensos, con un mecanismo de órganos o de movimiento perpetuo; había uno que hasta realizaba operaciones aritméticas. Autómatas que tocaban la flauta: le encantaba escuchar la flauta del pastor o los ladridos del perro…
Milagros ya le había rechazado en una ocasión. ¿Qué le dijo entonces? «Lo siento… Nunca habría podido ser». Sí, esas fueron sus palabras antes de huir hacia el Andévalo. «¿Por qué te empeñas, fraile idiota?», se dijo a sí mismo. Si en aquel momento de desesperación, cuando la gran redada, asustada por tener que huir de Triana, con sus padres detenidos y su abuelo desaparecido, Milagros no había sido capaz de encontrar en su interior un ápice de cariño hacia él, ¿qué podía esperar ahora, cuando triunfaba en la escena y era adorada por todo Madrid?
Con todo, nunca dejó de ir al teatro, ni siquiera cuando, meses después de su llegada, tuvo que abandonar la casa del marqués y de quien había sido su pupila para trasladarse a la estrecha y alargada vivienda de la calle Mayor que compartía con Francisca. Durante ese tiempo, poco a poco, Dorotea había ido introduciéndose en las seductoras costumbres de la Villa y Corte, tan distintas de las toledanas, y empezó a prescindir de quien hasta entonces había sido su maestro, confidente y amigo. Don Ignacio, el marqués, padre de tres hijos habidos en su anterior matrimonio, era un hombre tan rico como despreocupado.
—Me duele decirlo, don Ignacio —se explayó con él fray Joaquín, los dos sentados en la sala de los relojes, una mañana, tomando café y dulces—, pero considero mi deber advertirle que su esposa está tomando unos caminos preocupantes.
—¿Da motivo de escándalo? —saltó ofuscado el otro, con tanto ímpetu que estuvo a punto de derramar el café sobre su chaleco.
—No, no. Bueno…, no lo sé. Supongo que no, pero en las tertulias… siempre está cuchicheando y riéndose con uno u otro. Sé que la pretenden, lo he oído; es joven, bella, culta. Doña Dorotea no es como las demás mujeres…
—¿Por qué no?
En esta ocasión fue el fraile quien se sobresaltó.
—¿Admite el cortejo?
El marqués suspiró.
—¿Y quién no, páter? Los hombres de nuestra posición no podemos oponernos a ello por más que nos incomode. Sería… sería incivilizado, descortés.
—Pero…
El marqués alzó con elegancia una de sus manos rogándole silencio.
—Sé que no es la doctrina de la Iglesia, páter, pero en estos tiempos el matrimonio ya no es la institución sagrada de nuestros ancestros. El matrimonio, cuando menos el de los afortunados como nosotros, se fundamenta en la cortesía, el respeto, la educación, la sensibilidad… No son más que meras uniones de inclinación.
—Antes tampoco abundaban los matrimonios por amor —trató de refutar el fraile.
—Cierto —se apresuró a reconocer el otro—. Pero ya no podemos hablar de esas mujeres atemorizadas y encerradas en casa de sus esposos. Hoy en día hasta las mujeres menesterosas, por humildes que sean, quieren mostrarse a los hombres; quizá no tengan la sensibilidad y la cultura de las damas, pero eso no les impide exhibirse en calles, teatros y fiestas. Reconozcamos que tampoco tienen tantas necesidades sentimentales, la precariedad de su vida se lo impide, pero no hay madre que además de educar a su hija en la virtud cristiana no se preocupe también de enseñarle a bailar y cantar, amén del arte de ese lenguaje corporal y silencioso que tan bien sabe encandilar a los hombres con ese sí pero no, cuando no pero sí.
Fray Joaquín carraspeó, presto a contestar, pero el marqués continuó hablando.
—Piense en doña Dorotea. Usted le enseñó latín en casa de su padre; sabe leer y lo hace. Es culta, delicada, sensible, sabe cómo agradar a un hombre. —Don Ignacio cogió un bizcocho y lo mordió—. ¿Qué cree usted que es lo que más complace a mi esposa del juego del cortejo? —preguntó después. El fraile negó con la cabeza—. Se lo diré: es la primera vez en su vida que tiene la oportunidad de elegir. El matrimonio le vino impuesto, como todo desde que nació, pero ahora ella escogerá a su cortejo y en un tiempo lo dejará por otro, y flirteará con un tercero para encelar al primero, o al segundo…
—¿Y si…? —fray Joaquín titubeó—. ¿Y si llegase al adulterio? —Se arrepintió de la pregunta de inmediato—. Doña Dorotea es íntegra y honesta —se apresuró a añadir golpeando el aire como si hubiera dicho una sandez—, sin embargo, la carne es débil, y la de las mujeres… más todavía.
Con todo, el noble no reveló la cólera que hubiera cabido esperar de alguien de quien se acababa de poner en duda la virtud de su esposa. Don Ignacio sorbió café y durante unos instantes perdió la mirada en aquellos relojes que tanto admiraba. Terminó su inspección con una mueca.
—Se dice que es amor blanco, páter, y la mayoría de los cortejos así lo son. No crea que no lo hablamos entre muchos de nosotros, pero ¿quién sabe qué es lo que sucede en el interior de la alcoba de una mujer? Públicamente solo se trata de un galanteo, simple coquetería. Y eso es lo que importa: lo que ven los demás.
Libre pues del estorbo de aquel fraile que había llevado desde Toledo a modo de tutor, la marquesita aprendió el uso del abanico para comunicar en un idioma secreto por todos conocido aquellas señales que deseaba transmitir a los petimetres: tocarlo, abrirlo, abanicarse con fuerza o lánguidamente, dejarlo caer al suelo, cerrarlo con violencia… Cada acción significaba una u otra cosa. Poco tardó también en llegar a utilizar los lunares en el rostro para exteriorizar su estado: si lo era en la sien izquierda mostraba que ya tenía cortejo, si en la derecha, que estaba cansada de su cortejo y podía aceptar otros; junto a los ojos, los labios o la nariz, distintas formas todas ellas de mostrar el estado de ánimo de la señora.
La brecha entre fray Joaquín y aquella joven toledana a la que había enseñado latín y a entender los clásicos había ido haciéndose más y más grande a medida que Dorotea se introducía en el juego del cortejo. Por las mañanas, ni siquiera su marido podía acceder a la alcoba de su esposa. «La señora marquesa está con el peluquero», le contestaba su doncella a modo de carcelera, ante la puerta del dormitorio cerrada con llave. Fray Joaquín veía acceder a la casa al galán de turno, joven, afeitado y empolvado, oliendo a lavanda, jazmín o violeta, en ocasiones con peluca, en otras con el cabello moldeado por un peluquero con sebo y manteca, pero siempre dispuesto con mil adornos: corbatín, reloj, anteojos, bastón, espadín al cinto, encajes, puntas y hasta lazos en trajes de seda coloridos con abotonaduras doradas. El marqués, también lo percibía el fraile, hacía por no cruzarse con el galán mientras este, con fingida dignidad, sorbía rapé a la espera de que el mayordomo fuera avisado para acompañarlo hasta la alcoba. «¿Qué hacen allí dentro?», se preguntaba fray Joaquín. Dorotea estaría todavía en el lecho, con ropas de dormir. ¿De qué hablarían durante las horas que tardaba la marquesa en salir de su dormitorio? ¿Para qué se había esforzado él en enseñar a su pupila las más modernas doctrinas acerca de la condición femenina? Todos aquellos relamidos petimetres que perseguían a las damas eran tan jactanciosos como incultos, algo que había comprobado en las tertulias, atónito ante las estupideces que llegaba a escuchar.
—Señora —alardeaba uno de ellos—, Horacio era demasiado sentencioso.
—Sin Homero, ¿qué habría sido Virgilio? —decía otro un poco más allá.
Nombres y citas aprendidas de memoria para asombrar a sus oyentes: Periandro, Anacharsis, Theofrastes, Epicuro, Aristipo, se escuchaba aquí y allá en los lujosos salones de las señoras. ¡Y Dorotea sonreía boquiabierta! Todos ellos despreciaban con soberbia la más leve de las críticas y se burlaban de aquellas que se les presentaban como opiniones autorizadas, hasta que a través de esos ardides algunos llegaban a alcanzar la condición de sabios a ojos de una audiencia femenina entregada a sus fanfarronadas.
Ignorancia. Hipocresía. Frivolidad. Vanidad. Fray Joaquín estalló al escuchar cómo un petimetre que pugnaba por conseguir el favor de Dorotea le rogaba que le hiciera llegar un frasco que contuviera el agua con la que se había lavado para utilizarla como medicamento con una criada enferma. La sangre abandonó el rostro del fraile para concentrarse en su estómago, toda ella, en aluvión, dejándole lívido, al presenciar cómo la joven con la que declinase el latín y disfrutara leyendo al padre Feijoo accedía exultante a la ridícula petición, apoyada por algunas de las señoras que aplaudieron la iniciativa y otras que le rogaron encarecidamente, por el bien de aquella desgraciada criada enferma, que consintiese en la cura.
Fray Joaquín conocía las modernas y controvertidas teorías sobre los tratamientos a base de agua. Los «médicos del agua», llamaban a sus defensores. Ni siquiera Feijoo había sido capaz de ponerlas en entredicho, pero de ahí a darle de beber a una enferma el agua sucia de una dama, por más marquesa, joven y bella que fuera, existía un abismo.
—No puedo continuar habitando su casa.
Don Ignacio curvó sus labios en algo parecido a una sonrisa. «¿Triste, melancólica?», se preguntó fray Joaquín.
—Lo comprendo —dijo aquel, dando por sobrentendida la causa que llevaba al religioso a esa decisión—. Ha sido un verdadero placer tenerlo aquí y haber conversado con usted.
—Ha sido realmente generoso, don Ignacio. En cuanto a su capilla…
—Continúe con ella —le interrumpió el marqués—. Tendría que buscar otro sacerdote y eso sería una molestia —añadió torciendo el gesto—. Además, si se fuera, no podría contemplar los relojes, y sabe que eso satisface mi vanidad.
El marqués sonrió en una actitud que el fraile advirtió franca.
—Le considero una buena persona, páter. Estoy convencido de que la señora marquesa no pondrá ninguna objeción.
Dorotea no lo hizo. De hecho, la despedida se zanjó de forma fría y apresurada —la esperaban sus amigas, se excusó ella dejándolo con la palabra en la boca—, por lo que fray Joaquín continuó atendiendo la capilla particular de la casa del marqués, generosamente beneficiada por este con dineros suficientes a cambio de unas cuantas misas por las ánimas de los ancestros del noble a las que solo acudían un par o tres de criados.
¿Dónde estaba Milagros? En una sola tarde, fray Joaquín vio cómo todos sus principios se desmoronaban. Pese a sus deseos, había conseguido mantenerse al margen: idolatrar a Milagros. Sin embargo, tras ser testigo de su caída, le asaltaron las dudas sobre lo que debía hacer. Estaba casada, ¿cómo podía permitir su esposo…? ¿De verdad se había prostituido? La mueca con que el marqués de Caja acogió la pregunta cuando el fraile se decidió a hacérsela se lo confirmó.
—¡No puede ser! —se le escapó.
—Sí, padre. Pero no conmigo —añadió el noble con prontitud ante la expresión del fraile—. ¿A qué viene su interés? —inquirió cuando fray Joaquín le preguntó si sabía dónde vivía la Descalza.
El fraile apretó los labios y no respondió.
—De acuerdo —cedió don Ignacio ante su silencio.
El marqués envió a su secretario a interesarse por la situación y en unos días hizo llamar al fraile. Le contó de la sentencia de la Sala de Alcaldes.
—Sin duda es la más oportuna —añadió como de pasada—. Hoy mismo la han puesto en libertad.
Luego le proporcionó una dirección en la calle del Amor de Dios.
Allí se apostó el fraile. Solo quería verla y ayudarla si era preciso. Alejó de su mente la preocupación acerca de qué haría cuando eso sucediese… si sucedía. No quería hacerse ilusiones como el día en que corrió tras ella en Triana. El problema con el que se topó fue que existían tres edificios marcados con el número cuatro en la calle del Amor de Dios.
—No se puede saber —le contestó un parroquiano al que preguntó—. Mire, padre, el asunto es que al que se le ha ocurrido numerar los edificios lo ha hecho rodeando las manzanas de casas, por lo que efectivamente muchos números se repiten. Sucede en todo Madrid. Si en lugar de rodear las manzanas lo hubieran hecho por calles, linealmente, como en otras ciudades, no tendríamos ese problema.
—¿Sabe… sabe en cuál de ellos vive la Descalza?
—¿No me dirá que un religioso como usted…? —le reprochó el hombre.
—No me juzgue mal —se defendió fray Joaquín—, se lo ruego.
—Allí era donde se detenían las literas para llevarla a las comedias —gruñó el hombre señalando un edificio.
Fray Joaquín no se atrevió a subir. Tampoco preguntó a un par de vecinos que entraron y salieron del inmueble. «En realidad, ¿qué pretendo?», se preguntó. Paseando de arriba abajo la calle una y otra vez, le pilló el anochecer. La noche era templada pero, pese a ello, cerró el cuello de su hábito y se refugió en un portal frontero. Quizá al día siguiente podría verla… En aquella duda estaba cuando vio a dos hombres que se dirigían hacia el edificio. Uno era un alguacil, con su vara repicando sobre el suelo; el otro, Pedro García. No le costó reconocerlo. Más de una vez se lo había señalado alguna piadosa parroquiana en Triana a causa de aquellos amoríos que después tenía que correr a arreglar el Conde, su abuelo. «El esposo de Milagros», se lamentó. Poco podía hacer si estaba él. ¿Cómo había consentido que su mujer se prostituyese? ¿Era eso lo que le diría si salía a su paso? Ambos hombres accedieron al edificio y él se quedó a la espera, sin saber bien por qué. Algo después, salió una vieja cargada con un jergón y dos atados. Gitana también, pudo verle el rostro a la luz de la luna: su tez la delataba. Parecía que se preparaban para marcharse, para abandonar la casa. Fray Joaquín estaba nervioso. Le sudaban las manos. ¿Qué sucedía allí arriba? Al poco vio salir del inmueble al alguacil.
—¡Apártate de esa bestia o te matará a ti también! —escuchó que advertía a la vieja gitana.
«¿Te matará a ti también?»
De repente, fray Joaquín se encontró en el centro de la calle.
—¿La matará? —balbució frente al alguacil.
—¿Qué hace usted aquí, padre? No son horas…
Pero el fraile ya había echado a correr escaleras arriba. «La matará», resonaba frenéticamente en sus oídos.
—¡Detente! —jadeó tras asomarse a la única puerta abierta y ver a Pedro dispuesto a degollar a una mujer.
El gitano volvió la cabeza y reconoció, sorprendido, a fray Joaquín.
—Triana queda muy lejos, padre —escupió, liberando a Milagros y enfrentándose a él navaja en mano.
La visión del cuerpo desnudo de Milagros distrajo por un instante a fray Joaquín.
El gitano se acercaba a él.
—¿Te gusta mi esposa? —preguntó con cinismo—. Disfruta de ella porque será lo último que veas antes de morir.
Fray Joaquín reaccionó pero no supo qué hacer contra aquel hombre fuerte y armado que destilaba ira por todos sus poros. En un solo segundo se le encogieron los testículos y un sudor frío le empapó la espalda.
—¡Socorro! —acertó a gritar entonces mientras reculaba hacia el rellano.
—¡Calla!
—¡Ayuda!
El gitano lanzó un primer navajazo. Fray Joaquín trastabilló al esquivarlo. Pedro atacó de nuevo, pero fray Joaquín logró atenazar su muñeca. No resistiría mucho, comprendió sin embargo.
—¡Socorro! —Utilizó la otra mano en ayuda de la primera—. ¡A mí! ¡La ronda! ¡Llamad a la ronda!
Pedro García le pateaba y golpeaba con la mano libre, pero fray Joaquín solo estaba pendiente de aquella en la que tenía la navaja, cerca, rozando ya su rostro. Continuó chillando, ajeno a la paliza que estaba recibiendo.
—¿Qué sucede? —se escuchó en las escaleras.
—¡Avisad a la ronda! —exclamó una mujer.
A los gritos de fray Joaquín en la noche se sumaron los de los propios vecinos del edificio y hasta los de los fronteros, hombres y mujeres asomados a los balcones.
Se oyeron pasos en las escaleras y más gritos.
—¡Allí!
—¡Socorro! —El auxilio que preveía próximo dio fuerzas a fray Joaquín para continuar gritando.
Alguien llegó al rellano.
Pedro García supo que estaba perdido. Soltó la navaja y el fraile cedió en un pulso que se veía incapaz de soportar por más tiempo, momento en que el gitano aprovechó para empujarlo y lanzarse escaleras abajo, llevándose por delante a la gente que subía por ellas.