Blas Pérez apoyaba su vara de alguacil en la tierra sucia de la calle de Hortaleza una soleada mañana de primavera por la que caminaba presuroso en dirección a la puerta de Santa Bárbara, en el extremo nordeste de Madrid. No llegó a ver a José hasta que casi se dio de bruces con él: el alguacil del Barquillo salía por la bocacalle de San Marcos.
—¿Qué te trae lejos de tu cuartel, Blas?
Reprimió una mueca de disgusto; no deseaba entrar en conversación, tenía prisa por encontrar a Pedro García. El gitano le había ordenado que estuviera pendiente de las noticias sobre Milagros.
—Un mandado —contestó entonces alzando una mano, como si a él mismo le molestase encontrarse allí.
Iba a despedirse y continuar camino cuando se vio obligado a detenerse.
—¡Maldita suerte! —masculló.
Delante de él, procedente de la iglesia de las Recogidas, el sonar de unas dulzainas y el redoble de un tamborcillo anunciaron el paso de un sacerdote tocado con sombrero negro y una simple bolsa en una de sus manos en la que llevaba el viático para algún agonizante. Mucha gente que transitaba por la calle se iba sumando en silencio a la procesión detrás del religioso; los demás, los que no lo hacían, se descubrían, hincaban las rodillas en tierra y se santiguaban al paso de esta. A la altura de donde Blas se postró, se detuvo un coche tirado por dos mulas. Tres caballeros bien vestidos se apearon y ofrecieron el carruaje al sacerdote, que subió. Los caballeros engrosaron la comitiva y siguieron a pie al Santísimo tan pronto como un monaguillo indicó al cochero la dirección del moribundo y este arreó a las mulas.
Blas permaneció de rodillas mientras la procesión discurría por delante de él.
—La esposa de Rodilla —murmuró el otro alguacil, que había venido a arrodillarse a su lado—. El contador de la congregación de Nuestra Señora de la Esperanza, ¿lo conoces? Está muy mal.
Blas negó con la cabeza; sus pensamientos estaban en otro lugar.
—Sí, hombre —insistió José—, uno de los hermanos de la ronda del pecado mortal.
—¡Ah! —se limitó a asentir el otro.
Debía de conocerlo; más de una noche se había cruzado con aquellos hermanos de la congregación que recorrían las calles de Madrid limosneando y llamando al orden a los ciudadanos promiscuos, tratando de interrumpir con su presencia, sus cánticos y sus plegarias las indecentes relaciones carnales, advirtiendo a unos y otras de que se hallaban en grave pecado y de que si la muerte les llamaba en aquel momento…
Seguro que conocía a Rodilla, como muchos de los que andaban tras el cura y se apretujarían en la habitación de la enferma mientras este la auxiliaba. «El rito de la muerte», pensó. ¡Hasta el rey había llegado a ceder su carruaje al viático y continuado a pie tras él! De lo que Blas no tenía constancia era de si su majestad había entrado en la habitación del moribundo después de rendir homenaje al Santísimo. Él, por razón de su cargo, sí lo había hecho en varias ocasiones: protestas de fe y actos de contrición que los sacerdotes arrancaban del enfermo para ayudarle a bien morir a costa incluso de su precaria salud; salmos penitenciales; jaculatorias; letanías; plegarias a los santos… Un despliegue de oraciones para cada uno de los instantes de la agonía que los dolientes acompañaban con su compasión, hasta que algún indicio —quizá ojos de espanto en quien ve acercarse a la muerte, tal vez un balbuceo incomprensible, un espumarajo en la boca o convulsiones incontrolables— señalaba la presencia del demonio. Entonces el sacerdote rociaba lecho y habitación entera con agua bendita y, ante el terror de quienes lo presenciaban, alzaba al Santísimo sobre su cabeza y se enfrentaba a Satanás.
—¿Necesitas que te ayude en tu mandado? —interrumpió sus pensamientos el alguacil del Barquillo.
Ambos se levantaron y limpiaron de tierra sus medias a manotazos. Blas no necesitaba ayuda. Ni siquiera quería que el otro supiese adónde se dirigía.
—Te lo agradezco, José, pero no es necesario. ¿Cómo van las cosas? —se interesó para no parecer descortés.
El otro bufó y se encogió de hombros.
—Ya puedes imaginar… —empezó a decir.
—Se te escapa la procesión —le interrumpió Blas—. No quisiera entretenerte.
José desvió la mirada hacia las espaldas que se alejaban por la calle de Hortaleza. Suspiró.
—Era una mujer piadosa la esposa del contador.
—Seguro que sí.
—A todos nos llegará la hora.
Blas no quiso entrar en aquella discusión y calló.
—Bien —añadió José tras un chasquido de su lengua—, ya nos veremos.
—Cuando tú quieras —accedió el otro en el instante en que José se dispuso a seguir los pasos del viático.
Esperó un instante y reinició su camino hasta discurrir por delante de la casa de recogidas de Santa María Magdalena: de su iglesia había partido el viático, de allí partía también la ronda del pecado mortal. Aminoró el paso y hasta golpeó con cierta preocupación su vara sobre la tierra. La muerte que a todos llegaría, el pecado, el diablo al que los sacerdotes trataban de expulsar hicieron que dudase de lo que iba a hacer. Podía echarse atrás. Sonrió ante la idea de arrepentirse justo junto al lugar donde cerca de cincuenta mujeres de mala vida pero tocadas por la mano de Dios habían decidido voluntariamente recluirse bajo la advocación de María Magdalena para vivir en estricta clausura, rezar, disciplinarse y no abandonar el lugar de por vida si no era para abrazar la religión o casarse con aquellos hombres honestos que les procuraban los hermanos de la Esperanza.
¡Cien reales de vellón y cuatro libras de cera debían pagar las arrepentidas para ingresar en la casa de María Magdalena y encerrarse de por vida! Había que pagar para arrepentirse. Él ni siquiera disponía de esa cantidad. Así que no podía arrepentirse, concluyó encontrando cierta satisfacción en el argumento: los pobres no podían hacerlo. Además, tampoco quería renunciar a los dineros que esperaba obtener ese mismo día.
Siguió adelante, dobló a la derecha por la calle de los Panaderos y se dirigió a la de Regueros.
—Ave María Purísima —saludó tras abrir la puerta de una casita de un solo piso, encalada por fuera, limpia y aseada por dentro, con un huerto trasero, incrustada entre nueve viviendas similares.
—Sin pecado… —se oyó desde el interior—. ¡Ah! Eres tú —Una gitana joven y hermosa salió de una estancia interior. Detrás de ella asomó la cabeza de una niña.
—¿Pedro? —se limitó a preguntar el alguacil.
La muchacha se había vuelto a introducir en la habitación, no así la pequeña, que permanecía quieta, con los grandes ojos fijos en Blas.
—En el mesón —gritó la gitana desde la habitación en la que trasteaba—, ¿dónde si no?
El alguacil guiñó un ojo hacia la chiquilla, que ni siquiera mudó el semblante.
—Gracias —contestó con una mueca de decepción.
La niña ya no sonreía como antes, cuando vivía con su madre, en la calle del Amor de Dios. Blas lo intentó de nuevo con igual resultado. Frunció los labios, negó con la cabeza y se marchó.
La calle de los Regueros era una sola manzana que recorrió con unos cuantos pasos hasta el mesón en la esquina de San José y Reyes Alta, donde se abría un descampado que lindaba con la cerca de Madrid; allí se alzaban el convento de Santa Bárbara, los Mercedarios Descalzos y Santa Teresa, de religiosas carmelitas. Junto a ellos, la reina Bárbara de Braganza, esposa de Fernando VI, tan enfermiza como amante de la lectura, había mandado construir en 1748 un nuevo convento dedicado a la instrucción de niñas nobles bajo advocación de san Francisco de Sales. Se decía que la reina había destinado parte del edificio, el que miraba a los jardines, a residencia personal para refugiarse de la madrastra de su esposo, Isabel de Farnesio, y retirarse allí en caso de que el rey la premuriese, dado que carecían de descendencia y la corona pasaría a Carlos, hijo de Isabel, por aquel entonces rey de Nápoles. En 1750 se dio inicio a las obras; iba a ser el mayor y más fastuoso convento que nunca se había erigido en Madrid: junto a la nueva iglesia dedicada a Santa Bárbara, se construía un colosal palacio con influencias francesas e italianas en el que se utilizaban los más ricos materiales. El conjunto estaría rodeado de jardines y huertas que se extenderían junto a la cerca, desde el prado de Recoletos y su puerta, hasta casi la de Santa Bárbara.
Esa primavera de 1754, Blas contempló la construcción, muy adelantada. La reina no había reparado en gastos. Más de ochenta millones de reales se decía que costaría la obra, aunque había también quienes lamentaban, y Blas era uno de ellos, que aquel dispendio se dedicase a mayor gloria y tranquilidad de la reina en lugar de a la construcción de una gran catedral. Alrededor de ciento cuarenta iglesias en las que diariamente se celebraba misa, treinta y ocho conventos de religiosos y casi otros tantos de religiosas, hospitales, colegios se hallaban encajonados entre las cercas que rodeaban Madrid… Sin embargo y pese a toda esa magnificencia religiosa, la mayor y más importante ciudad del reino carecía de catedral.
Blas se abrió paso por el interior del mesón a golpes de vara hasta que dio con Pedro, sentado a una mesa y bebiendo vino junto a varios chisperos que forjaban el hierro de aquella magna obra.
El gitano, siempre avizor, percibió la presencia del alguacil a medida que la gente se apartaba ante la vara. Algo importante sucedía para que Blas se presentara allí, tan lejos de su cuartel. Ambos se apartaron cuanto pudieron del bullicio.
—La han liberado —susurró el alguacil.
Pedro mantuvo la mirada en el rostro de su compañero; tenía los labios fruncidos, le rechinaban los dientes.
—¿Continúa contratada en el Príncipe? —preguntó tras unos instantes.
—No.
—Solamente puede darme problemas —comentó como para sí—. Hay que acabar con ella.
Blas estaba seguro de que esa iba a ser la reacción del gitano. Casi dos años junto a él habían sido más que suficientes para conocer su carácter. Violentas reyertas, venganzas con muertes incluidas. ¡Hasta había vendido a su propia esposa!
—¿Estás seguro? —dudó.
—Si la han soltado es para impedir un escándalo que salpique a algunos de los grandes. ¿Crees que a alguien le importará lo que le suceda a una puta borracha?
Todo había sucedido como supuso el gitano: arrastraron a Milagros fuera del tablado del Príncipe después de que el alcalde de comedias ordenara su detención. Los alguaciles la llevaron directamente a la cárcel de Corte, donde durmió la borrachera. A la mañana siguiente, excitada, nerviosa, intranquila por la falta de alcohol pero sobria, Milagros accedió a la sala de justicia.
—Pregunte su señoría al barón de San Glorio —se enfrentó al alcalde que presidía el juicio por escándalo y otra larga retahíla de delitos, después de que este iniciara el proceso interesándose por su nombre.
—¿Por qué debería hacerlo?
Al instante el alcalde se arrepintió de aquella pregunta espontánea, fruto del desconcierto ante el desparpajo de la gitana.
—Porque me violó —contestó ella—. Seguro que sabe mi nombre. Pagó mucho dinero por ello. Pregúntele a él.
—¡No seas impertinente! Nada tenemos que preguntarle al señor barón.
—Entonces hacedlo al conde de Medin…
—¡Cállate!
—O al de Nava…
—¡Portero! ¡Hazla callar!
—¡Todos ellos me forzaron! —logró chillar Milagros antes de que el portero de vara llegase hasta ella.
El hombre le tapó la boca. Milagros propinó una fuerte dentellada en su mano.
—¿Queréis que os diga cuántos más de vuestros aristócratas me han violado? —escupió, aprovechando que el portero había retirado la mano.
La última pregunta de la gitana flotó en la sala de justicia. Los tres alcaldes que la componían se miraron. El fiscal, el escribano y el abogado de pobres estaban pendientes de ellos.
—No —respondió el presidente—. No queremos que nos lo digas. ¡Se suspende la sesión! —resolvió acto seguido—. Llevadla a las mazmorras.
Varios días estuvo Milagros en la cárcel de Corte, los suficientes para que los alcaldes de sala consultaran con consejeros del rey y principales de la villa. Aunque algunos no estuvieron de acuerdo, la mayoría rechazó que ciertos apellidos ilustres se vieran mezclados en asunto tan desagradable. Al final, alguien llegó a sostener que el asunto salpicaba al propio rey, porque uno de sus consejeros era pariente de un implicado, así que se ordenó enterrar el asunto y Milagros fue puesta en libertad.
Por más que los alcaldes procuraron y reclamaron discreción y que el escribano destruyó las actas del juicio y toda referencia a la detención, el asunto trascendió e, igual que a los de muchos otros, llegó a oídos de Blas.
—Esta misma noche —dispuso Pedro mientras andaban de vuelta a la casa de la calle de Regueros—. Lo haremos esta misma noche.
«¿Lo haremos?» La afirmación sorprendió al alguacil. Fue a oponerse, pero calló. Recordó la promesa del gitano el día en que llegó a Madrid: mujeres. Había disfrutado de algunas en los escarceos nocturnos con Pedro; sin embargo, no le importaban tanto aquellos devaneos como el dinero que le proporcionaba. Pese a ello… ¿participar en un asesinato? ¿Tendría razón el gitano y a nadie le interesaría?
Con tales pensamientos accedió a la casa que Pedro compartía con su nueva compañera.
—¡Honoria! —gritó él como todo saludo—. ¡Venimos a almorzar!
Olla podrida y, de postre, compota de castañas y jalea de membrillo preparados por la gitana. Blas observó que Honoria trataba de controlar la avidez de la pequeña María por el dulce. No lo consiguió; su nerviosismo fue en aumento a medida que la niña la desobedecía. Por más que lo intentara, pensó el alguacil mientras María apartaba las manos de la gitana con las suyas, no era capaz de sustituir a su madre. ¡Aunque oficialmente lo fuera! Pedro había conseguido documentos falsos en los que Honoria constaba como madre de la pequeña. Se los había enseñado: «Pedro García y Honoria Castro. Casados con una hija».
—¿Estás loco? —le había preguntado Blas al verlos.
El gitano contestó con un despreocupado movimiento de su mano.
—¿Y si te descubren? La gente conoce a Honoria, sabe que no está casada contigo. Cualquiera podría…
—¿Denunciarme?
—Sí.
—Ya se cuidarán de ello.
—Aun así…
—Blas. Somos gitanos. Un payo nunca llegará a entenderlo. La vida es un momento: este.
Ahí quedó la conversación, aunque Blas trató de encontrar una razón que explicara la actitud del gitano. No lo consiguió, tal y como este había augurado, pero sí consiguió entender el porqué de aquel permanente brillo en los ojos de la gente de esa raza: lo arriesgaban todo a una sola apuesta.
Tras el almuerzo, Pedro satisfizo las expectativas del alguacil y le gratificó con generosidad prometiéndole otro tanto después de que acabasen el «trabajo».
—Recuerda —le dijo al despedirse—, esta noche, después del toque de campanas.
Encontraron a Milagros postrada y abatida en una esquina de la habitación, con la mirada perdida en algún lugar del techo y una botella de aguardiente vacía a su lado.
—Tía —anunció Pedro en dirección a Bartola—, regresamos a Triana; recoja sus cosas y espéreme abajo.
La García hizo un gesto con el mentón hacia Milagros.
—¿A esa? —Pedro soltó una carcajada—. No se preocupe, nadie la echará en falta.
La carcajada quebró el largo silencio que habían guardado durante todo el día Milagros y Bartola después de que la primera, compulsivamente, hubiera dado cuenta del aguardiente.
Milagros reaccionó y los miró con los ojos inyectados en sangre. Balbució algo. Ninguno logró entenderla.
—¡Calla, puta borracha! —soltó Pedro.
Ella dio un torpe manotazo al aire e intentó levantarse. Pedro no le hizo caso; esperaba con una paciencia mal disimulada a que Bartola recogiera y se fuese.
—Venga, venga, venga —la apresuró.
El alguacil, alejado, parado casi en el vano de la puerta, contempló cómo Milagros buscaba apoyo en las paredes y volvía a caer desmadejada. Negó con la cabeza al comprobar el nuevo intento de la muchacha. Con la mujer precariamente apoyada contra la pared, pugnando por levantarse, Blas trató de recordar si alguna vez había presenciado el asesinato de una joven. Buceó en sus recuerdos en aquel Madrid donde se mezclaba una variopinta multitud de nobles, ricos, mendigos y delincuentes, de gente arrogante pronta a las peleas. Como alguacil conocía todo tipo de delitos y perversidades, pero nunca había presenciado el asesinato a sangre fría de una mujer joven y bella. Se le encogió el estómago en el momento en que se apartaba para dejar paso a Bartola, que iba con un jergón bajo un brazo y atados de ropas y enseres en las manos. La vieja no pronunció palabra; ni siquiera miró atrás. Los escasos segundos que tardó en arrastrar sus pies fuera de la estancia se multiplicaron en los sentidos del alguacil. Luego se volvió y palideció ante la inmediata reacción de Pedro, que se acercó a Milagros y terminó de levantarla alzándola del cabello sin contemplaciones.
—¡Mírala! —le dijo manteniéndola erguida—. ¡La mayor puta de Madrid!
Blas no pudo apartar los ojos de la muchacha: rendida, indefensa, hermosa aun desastrada y sucia. Si Pedro soltase su cabello sería incapaz de sostenerse en pie. «¿Tan necesario es acabar con ella?», se preguntó.
—Te prometí mujeres —le sorprendió entonces el gitano, recordando su primera conversación—. Toma, aquí tienes una: ¡la gran Descalza!
El alguacil acertó a negar con la cabeza. Pedro no lo vio, más interesado en desgarrar la camisa de Milagros.
—¡Jódela! —gritó cuando lo consiguió, tirando hacia atrás del cabello de Milagros para que exhibiese sus pechos turgentes, insólitamente esplendorosos.
Blas sintió asco.
—No —se opuso—. Pon fin a todo esto. Mátala si quieres, pero no continúes con este… este…
No encontró la palabra y se limitó a señalar los pechos de la joven. Pedro lo fulminó con la mirada.
—No voy a participar en tamaña vileza —añadió en contestación al desafío que le lanzaba el gitano—. Acaba ya, en caso contrario te dejaré solo.
—Te pago bien —recriminó al alguacil.
No lo suficiente, se dijo este. Y si en verdad el gitano volvía a Triana, ya no habría más dineros. Contempló a Milagros intentando ver en sus ojos un destello de súplica. Ni siquiera distinguió eso. La mujer parecía hallarse entregada a la muerte.
—¡Que te den por el culo, gitano!
Blas dio media vuelta y salió escaleras abajo con el oído esperando los últimos estertores de Milagros y compadeciéndola. No los oyó.
Con la mano libre, Pedro García extrajo la navaja de su faja y la abrió.
—Puta —masculló el gitano en cuanto las pisadas del alguacil se perdieron escaleras abajo.
Deslizó la hoja desde el cuello a los pechos desnudos de Milagros.
—Tengo que matarte —continuó hablando—, igual que maté a la curandera. La vieja luchó más de lo que lo harás tú, seguro. Fanfarrones… Los Vega no sois más que unos gilís fanfarrones. Te voy a matar. ¿Qué pasaría si aparecieras por Triana? Honoria se enfadaría conmigo, ¿sabes?
Milagros pareció reaccionar al contacto de la punta de la navaja sobre sus pezones. El gitano sonrió con cinismo.
—¿Te gusta? —Jugueteó con la punta de la navaja mientras él mismo notaba crecer su excitación cuando el pezón se endurecía.
Cortó su falda y siguió deslizando la navaja por el vientre y el pubis de Milagros hasta que una fétida vaharada de aguardiente le alcanzó el rostro cuando ella suspiró.
—Estás podrida. Hueles peor que las marranas. Espero que te encuentres con todos los Vega en el infierno. —Volvió a alzar el arma hasta el cuello, dispuesto ya a henderla en su yugular.
—¡Detente! —resonó de súbito en la estancia.