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¿En cuántas ocasiones más la vendió Pedro a lo largo de casi un año? Bastantes, cinco más, ¿siete quizá? El gitano, consciente de que aquella situación estallaría en cualquier momento; de que los ricos madrileños prescindirían de la Descalza tan pronto como los rumores se extendieran en sus círculos de amistades y disfrutar de ella ya no constituyera un triunfo del que vanagloriarse ante los demás, la vendió al mejor postor.

María. La gitana buscó refugio en su hija, era todo cuanto tenía. Se abrazaba a la niña reprimiendo el llanto, susurrándole con voz rota canciones al oído, acariciando su cabello hasta que la pequeña caía dormida y ella la acunaba horas y horas.

Aprendió a acoger sus risas con fingida alegría y a atender sus juegos con ánimo, incluso aunque aquel día todavía sintiese el asqueroso roce de la sucia mano de un indeseable en su entrepierna, en sus pezones… o en sus labios. Al final, la mayoría de los nobles la montaban con violencia, cegados, gritando, mordiendo y arañándola. Era como si la apaleasen. Pero cuando trataban de convencerla, seguros de que sus caricias o sus palabras de amor podían torcer su voluntad como si fueran dioses, ella se sentía aún peor. ¡Canallas engreídos! Aquellos y no los violentos eran los recuerdos que Milagros llevaba consigo; solo la manita morena de María corriendo con torpeza por su rostro lograba atenuar sus amargas sensaciones. Milagros mordisqueaba sus deditos mientras la pequeña, riendo, presionaba sobre uno de sus ojos con los de la otra mano. Y ella buscaba una y otra vez el contacto de la suave piel de su hija, bálsamo donde los hubiere para la tristeza y la humillación que la abrumaban.

«Juro que morirás en vida». Finalizaba el otoño cuando la amenaza de Pedro reventó en su cabeza después de que a su regreso del Príncipe llamara en repetidas ocasiones a su hija y no la vio correr hacia ella.

—¿Y la niña? —inquirió con recelo a Bartola.

—Con su padre —respondió la García.

—¿Cuándo la traerá?

La otra no contestó.

Al anochecer, Pedro compareció, solo.

—María no debe vivir con una puta —le contestó de malos modos—. Es un mal ejemplo para una niña tan pequeña.

—¿Qué…? ¿Qué quieres decir? No soy ninguna puta; tú lo sabes. ¿Dónde está María? ¿Dónde la has llevado?

—Con una familia temerosa del Señor. Allí estará bien.

El gitano contempló a su esposa: rozaba la desesperación y parecía querer quebrar sus dedos unos contra otros retorciéndolos entre sí, clavándose las uñas.

—Te lo ruego, no me hagas eso —imploró Milagros.

—Puta.

Ella cayó de rodillas.

—No me quites a mi hija —sollozó—. No lo hagas…

Pedro la contempló unos instantes.

—No mereces otra cosa —dijo él, interrumpiendo sus súplicas antes de dar media vuelta.

Milagros se agarró a su pierna y gritó, desgarrada.

—Haré lo que desees —prometió—, pero no me separes de mi niña.

—¿Acaso no haces ya lo que quiero?

Pedro luchó por librarse de su esposa, pero como no lo consiguió, la agarró del cabello y tiró de ella hacia atrás hasta que poco a poco, con el cuello torcido, Milagros fue soltando la pierna. Luego corrió tras él; Pedro la abofeteó en el descansillo hasta que ella se introdujo de nuevo en la casa.

A la mañana siguiente, un par de chisperos malcarados del barrio del Barquillo esperaban en la calle del Amor de Dios y escoltaron la silla de manos que fue a buscar a Milagros para llevarla al teatro. Luego remolonearon en la calle del Lobo y la del Príncipe hasta que terminó el ensayo. Por la tarde, durante la función, había otros dos tan hoscos como los primeros; Pedro disponía del suficiente dinero como para contratar a un ejército de chisperos.

Milagros trató de dar con María. No sabía dónde se encontraba, pero si localizaba a Pedro y lo seguía… Se movía por el Barquillo, tenía entendido. Una noche esperó hasta escuchar el rítmico respirar de la García en la habitación contigua y enfiló las escaleras tanteando las paredes con las manos. Bartola abrió un ojo al chirrido de la puerta, pero dio media vuelta en su jergón, sin preocuparse. Milagros no logró superar el rellano; en la oscuridad tropezó y cayó sobre un chispero que dormitaba en él.

—Tu esposo ha ordenado que si es necesario, te matemos —la amenazó el joven malcarado cuando ambos lograron levantarse—. No me lo hagas difícil, mujer.

La empujó al interior del piso. Desesperada, Milagros llegó a ofrecer su cuerpo al chispero de turno para que la ayudase a encontrar a su niña. El hombre, cínico, sopesó uno de sus pechos.

—No lo entiendes —arguyó mientras lo apretaba entre sus dedos—: no existe mujer que me tiente lo bastante para correr ese riesgo. Tu esposo es muy diestro con la navaja; ya lo ha demostrado en varias ocasiones.

Otro día llegó a arrodillarse a los pies de Bartola y suplicó, con el rostro surcado por las lágrimas. Lo único que obtuvo fueron insultos y recriminaciones:

—Nada de esto te sucedería si no te hubieras entregado al marqués, puta.

Prostituida a palos, privada de su hija, controlada allá donde fuera o estuviese, Milagros se transformó en una mujer vacía, derrotada, silenciosa, ajena a todo, de ojos hundidos en unas profundas cuencas que Bartola ni siquiera conseguía disimular cuando debía acudir al teatro.

—Manténgala bella y deseable, tía —le exigió Pedro cuando se enteró de que Milagros rechazaba la comida—. Aliméntela a la fuerza si es necesario; vístala bien; oblíguele a aprender las canciones. Tiene que continuar encandilando a la gente.

Pero la gitana García desesperaba. Cada vez que Pedro vendía a su esposa a alguno de aquellos nobles, le devolvía un despojo humano. Mordiscos, arañazos, moratones… y sangre; sangre en sus pezones, en su vagina y hasta en su ano. Bartola no gastaba en pócimas o remedios; se limitaba a lavar y tratar de esconder las heridas de una mujer trastornada. Odiaba la idea de curar a una Vega, pero tampoco deseaba enfrentarse a Pedro, y día tras día Milagros volvía al Príncipe, donde acabó pensando que podría encontrar refugio y consuelo; entonces se esforzaba por obtener el caluroso aplauso de su público, los halagos que brotaban espontáneamente desde el patio o los que le dirigían los hombres que se apelotonaban en la calle del Lobo a su paso en el interior de la silla de manos.

Sin embargo, cuando desde el tablado alzaba la vista hacia los aposentos y veía centellear las joyas y los adornos de los nobles, se distraía y pensaba que alguno de ellos la había forzado y que quizá en ese mismo momento estuviera alardeando de haberla poseído. Y la voz le flaqueaba hasta que volvía a pensar en el público del patio y la cazuela. Probablemente muchos no llegaban a percibirlo, pero ella sí, y también Celeste, y Marina, y los demás cómicos que aguardaban su turno para salir a escena tanto como la oportunidad de vengarse de aquella gitana, tenida por ellos por soberbia y egoísta, que los había excluido de los saraos que celebraban los poderosos.

Una tarde, mientras las afectadas voces de los demás cómicos declamaban los versos compuestos por Calderón para El Tuzaní de la Alpujarra, junto a los vestuarios, Milagros encontró una frasca que todavía contenía algo de vino. Recorrió con la mirada el espacio que se abría entre los vestuarios y el decorado tras el que se movía Celeste en su papel de doña Isabel. La presencia del apuntador, que por el lado del vestuario perseguía a la primera dama para recordarle los versos, no le preocupó: el hombre parecía bastante ocupado. Sin embargo, fueron las carreras del apuntador tras la cortina, linterna y libreto en mano, las que le impidieron percatarse de la presencia de un instrumentalista de viola de gamba que permanecía junto al cortinaje que escondía a la orquesta.

—Bebió con desesperación… de la misma frasca —contó luego el músico a todo aquel que quiso escucharle—. Estuvo a punto de caer de espaldas de tanto como torció el cuello para meterse hasta la última gota.

¿Qué le importaba a Milagros quién era el que, a partir de entonces, le dejaba cada día una frasca de vino en el vestuario? Quizá el propio don José, pensó, porque ella misma sentía que cantaba mejor y se movía con mayor soltura por el tablado, despreocupada de los aposentos y los hombres que los ocupaban. «Olvidar», se repetía la gitana a cada trago, hasta que el rostro de su pequeña se difuminaba en alcohol.

Bartola no tardó en percatarse del estado en que Milagros regresaba del Príncipe; también los chisperos: las dos buenas frascas de vino sin aguar les obligaban a sostenerla cuando se apeaba de la silla de manos.

—¿Y qué quieres que hagamos? —se defendieron ante Pedro—. Le dan de beber en el teatro.

La vieja García estaba hastiada de aquella vida, más desde que ya no estaba la niña. Solo las obligaciones de Milagros en el Príncipe los retenían en Madrid. Añoraba Triana. Pedro ya casi solo ponía los pies en la casa de la calle del Amor de Dios cuando iba a por los dineros que Milagros ganaba en el teatro.

—¡Ya no hay quien pague por ella! —le confesó un día el gitano al tiempo que apartaba unas monedas para que ellas pudieran seguir viviendo—. Gana más cantando y bailando que si la prostituyese en las calles… y me es más cómodo —añadió con una mueca de cinismo.

—Pedro —arguyó Bartola—, va a hacer dos años que estamos en Madrid y a lo largo de este último has ganado mucho dinero con la Vega. ¿Por qué no volvemos ya a Triana?

El gitano se llevó la mano al mentón.

—¿Y qué hacemos con ella? —preguntó.

—Va a durar poco —contestó la otra.

—Pues mientras dure, la aprovecharé —sentenció.

Bartola no lo pensó dos veces: ella se ocuparía de que no durase mucho. Un día, a expensas de la comida, compró un cuartillo de vino y lo dejó en la cocina. Otro llevó aguardiente. Y mistela. Tampoco faltó el especiado hipocrás a base de aguardiente o vino, azúcar, clavo, jengibre, canela…

Todo al alcance de Milagros, todo lo bebía Milagros.

—¡Necios!

Milagros creyó notar cómo le reventaba el cerebro por el brusco movimiento de cabeza que hizo hacia la cortina tras la que se encontraba la orquesta. «¿Por qué no tocan bien?», se preguntó a la espera de que se le aclarara la vista y consiguiera enfocar aquella parte del tablado. «¿Acaso pretenden fastidiarme?», pensó.

—¡Necios! —gritó de nuevo a los músicos con torpes aspavientos de manos y brazos antes de volverse de nuevo hacia su público.

La música volvió a sonar en el Coliseo del Príncipe a una indicación de la gitana, pero se le escapó y su voz pastosa quedó atrás. «¡Esta no es la pieza! ¿O sí? ¡Persiguen mi ruina!» Se enfrentó otra vez a la cortina cuando los abucheos ya se elevaban en el teatro. ¡Cobardes! ¿Por qué se escondían?

—Repetid —ordenó.

Le pareció oír la música y trató de cantar. La voz se le agarró a la garganta, seca, ardiente. Las palabras se atascaron entre su lengua y los dientes, presas de una saliva viscosa, incapaces de librarse de ella y deslizarse más allá. Los gritos de los mosqueteros horadaron su cabeza. ¿Dónde estaban? Podía ver a uno, dos a todo lo más, tres ya se confundían con las luces, los reflejos dorados de los aposentos y las alhajas de aquellos que la habían violado. Se reían. ¿Acaso no entendían que era culpa de la orquesta? Balbució la primera estrofa de la tonada con voz ronca y trapajosa, intentando oír la música. Prestó atención. Sí. Sonaba. Bailar; debía bailar. Alzó los brazos con torpeza. No respondían. Se mareó. Tampoco podía controlar las piernas. Cayó de rodillas frente al público. Algo la golpeó, pero no le importó en absoluto. El teatro entero aullaba contra ella. ¿Y los aplausos? Rindió la cabeza. Dejó caer los brazos a los costados. «¿Dónde está mi niña? ¿Por qué me la han robado?», sollozó.

—¡Malnacidos, todos! —masculló cuando otro objeto, blando, pegajoso, impactó sobre su cuerpo. Rojo, como la sangre. ¿Sangraba? No sentía nada. Tal vez estuviera muriendo, tal vez morir fuera así de sencillo. Lo deseaba. Morir para olvidar… Notó cómo la cogían de los codos y la arrastraban fuera del tablado.

—Milagros García —logró escuchar ya en los vestuarios, mientras el alcalde de comedias la agarraba del mentón sin miramientos y le alzaba la cabeza—, quedas detenida.