La reclusión de las gitanas con sus pequeños en la Real Casa de la Misericordia de Zaragoza convirtió la institución benéfica en un correccional, por más que la junta que la regía se negase a admitirlo. Los castigos se generalizaron: azotes, cepo, grilletes y encierros a pan y agua. Se suspendieron las salidas de los internos de confianza; se impidió el traslado de los enfermos al hospital y se instaló una precaria enfermería; se separó a las gitanas de los menores y de las muchachas que podían trabajar y se les impidió el más mínimo contacto con los demás reclusos; hasta se suspendieron las misas y sermones porque no había sacerdote que osase ponerse delante de centenares de mujeres medio desnudas. Los soldados vigilaban para impedir la fuga de las gitanas, pero, pese a ello, estas conseguían lo que no lograban sus esposos e hijos en los arsenales y agujereaban la tapia de adobe que trataba de proteger el lugar. Luego corrían por Zaragoza hasta que eran detenidas o lograban burlar a soldados y alguaciles y se lanzaban a los caminos.
En una ocasión llegaron a escapar una cincuentena de ellas. El regidor, encolerizado, ordenó que todas las gitanas fueran alojadas en los sótanos de las galerías, que no tenían ventanas al exterior. No había dinero para instalar rejas; no había dinero, por más que lo hubiera prometido Ensenada, para alimentar a todo aquel ejército de desharrapadas; no había dinero para proporcionarles camas, que llegaban a compartir de tres en tres, ni ropa, ni mantas, ni siquiera platos o cuencos para comer.
Y la situación estalló. Las gitanas se quejaron del execrable rancho que les proporcionaban y de las condiciones de los sótanos en los que se hacinaban: húmedos y sin ventilación, lúgubres, malsanos. Nadie prestó atención a sus reclamaciones y ellas la emprendieron con todo cuanto se hallaba a su alrededor: destrozaron los camastros y los lanzaron junto con sus jergones a los dos pozos ciegos de la Misericordia. La insalubridad que siguió a la obstrucción de los pozos originó una epidemia de sarna que se cebó en las mujeres. La picazón, que les impedía hasta dormir y que empezó entre los dedos, los codos, las nalgas y sobre todo en los pezones, vino a convertirse en costras de sangre reseca debido a las rascaduras, costras bajo las que se escondían miles de ácaros y sus huevos y que había que arrancar para poder tratarlas con el ungüento a base de azufre con que el médico trató de atajar la dolencia; también intentó sangrarlas, pero ellas se opusieron. Meses después, la sarna reapareció. Algunas ancianas fallecieron.
Ana Vega no fue de las que huyeron de aquella cárcel. Cada día, mañana y noche, intentaba vislumbrar a Salvador cuando, con otros gitanillos y niños de las calles, lo llevaban a trabajar las propiedades de la Misericordia. Salían de Zaragoza para cultivar grano o cuidar los olivares y recolectar aceitunas para elaborar aceite. Pese a que el contacto estaba prohibido, Ana y otras gitanas se acercaban cuanto podían a la fila de niños que marchaban a los campos. Las castigaron. Algunas abandonaron, pero ella continuó haciéndolo. Castigaron a los niños; les advirtieron que lo harían, se lo dijeron: «Ayer estuvieron a pan y agua por vuestra culpa». Aunque entonces las demás desistieron, Ana no se dejó convencer: algo la impulsó a sortear al portero y acercarse otra vez. Salvador la premió ensanchando su boca en una espléndida sonrisa, orgulloso.
Una mañana el portero que acompañaba a los niños no hizo sus acostumbrados aspavientos para que Ana se apartase del paso de los muchachos. Ella se extrañó, más todavía cuando escuchó risas en la fila. Buscó a Salvador. Uno de los niños lo señaló escondido entre otros que reían y que se apartaron para permitirle la visión: Salvador portaba un collarín de madera a modo de golilla que envolvía todo su cuello y que le obligaba a andar erguido, con el mentón grotescamente alzado. El niño evitó cruzar su mirada con ella. Ana logró ver los dientes crispados del pequeño entre unos labios que temblaban y se contraían al ritmo de las burlas de los otros.
—Puedes quitárselo —logró decirle al portero con voz trémula; las lágrimas que no habían brotado con azotes y mil otros castigos corrían por sus mejillas.
El portero, panzudo y malcarado, Frías se llamaba, se dirigió a ella.
—¿Dejarás de acercarte?
Ana asintió.
—¿Lo prometes?
Asintió de nuevo.
—Quiero oírtelo decir.
—Sí —cedió ella—. Lo prometo.
La humillación llegó a convertirse en la peor de las penas que las cultivadas autoridades de la época impusieron a los menores. Sucedió que las muchachas gitanas que habían sido destinadas a los talleres de costura de la Misericordia se negaron a trabajar al no recibir la comida que les correspondía. La decisión del regidor fue quitarles las ropas y el calzado que les habían proporcionado y enviarlas con las demás. Decenas de jóvenes gitanas se encontraron de repente completamente desnudas en patios y galerías, avergonzadas, tratando de ocultar su cuerpo, su pubis y sus pechos, nacientes en unas, turgentes en otras, a las miradas de sus madres y de los demás internos. En unos días la medida fue anulada por la junta de gobierno, pero el daño estaba hecho.
Ana Vega, como muchas otras, padeció durante esos días no solo la deshonra de las muchachas sino la suya propia. Aquellos jóvenes cuerpos, el pudor con que defendían su honra la llevó a fijarse en sí misma.
—¿Qué nos han hecho? —se lamentó ante sus pechos flácidos y resecos, la piel de barriga, cuello y antebrazos colgándole, marcada por los verdugones de los azotes y las secuelas de la sarna.
«Todavía soy joven», se dijo. No hacía cuatro años sus andares despertaban el interés de los hombres y sus bailes levantaban pasiones entre ellos. En vano, trató de revivir los chispazos de vanidad que acompañaban aquellas miradas impertinentes a su paso, o los jaleos, las palmas y los gritos del público ante un voluptuoso golpe de cadera; la respiración acelerada de algún hombre cuando bailaban juntos y ella le rozaba con sus pechos. Miró sus manos despellejadas. No disponía de espejo.
—¿Cómo es mi rostro? —preguntó repentinamente inquieta, en el sótano en donde se hacinaban, sin dirigirse a nadie en particular.
Tardaron en contestarle.
—Mírame a mí y lo sabrás.
La respuesta venía de una gitana de Ronda. Ana la recordaba en Málaga: una mujer hermosa de cabello negro azulado y ojos de igual color, rasgados, brillantes, inquisitivos. No quiso verse reflejada en la rondeña, en sus arrugas, en sus dientes oscuros y sus pómulos salientes, en las ojeras moradas que ahora circundaban unos ojos apagados.
—¡Perros! —maldijo.
Muchas de las gitanas que se hallaban junto a ella se miraron, reconociéndose las unas en las otras, compartiendo en silencio el dolor por la belleza y la juventud que les habían arrebatado.
—¡Ahora mírame a mí, Ana Vega!
Se trataba de una anciana consumida, casi calva, desdentada. Luisa se llamaba y pertenecía a la familia Vega, como casi una veintena de las que habían sido detenidas en la gitanería de la huerta de la Cartuja. Ana la miró. «¿Ese es mi destino?», pensó. ¿Era eso lo que pretendía decirle la vieja Luisa? Se obligó a sonreírle.
—Mírame bien —insistió la otra no obstante—. ¿Qué ves?
Ana abrió las manos en gesto de incomprensión, sin saber qué contestarle.
—¿Orgullo? —se preguntó la anciana a modo de respuesta.
—¿Para qué nos sirve?
Ana acompañó su pregunta con un gesto displicente.
—Para que seas la mujer más bella de España. Sí —afirmó Luisa ante la indolencia con que la otra acogió el elogio—. El rey y Ensenada pueden separarnos de nuestros hombres para que dejemos de tener hijos. Eso es lo que dicen pretender, ¿no? Acabar con nuestra raza. Pueden también apalearnos y matarnos de hambre; pueden hasta robarnos la hermosura, pero nunca podrán quitarnos el orgullo.
Las gitanas habían dejado de compadecerse y escuchaban erguidas a la anciana.
—No aflojes, Ana Vega. Nos has defendido. Has luchado por las demás y te han roto la piel por hacerlo. ¡Esa es tu belleza! No pretendas ninguna otra, niña. Algún día se olvidarán de nosotros, los gitanos, como siempre ha sucedido. Yo no lo veré.
La anciana calló un instante y nadie se atrevió a romper su silencio.
—Cuando llegue ese día, no deben haber conseguido doblegarnos, ¿entendéis todas? —añadió con voz ronca, paseando una triste mirada por el sótano—. Hacedlo por mí, por las que quedaremos atrás.
Esa misma noche, Ana corrió a ver a los niños que volvían de trabajar los campos.
—Me prometiste… —empezó a quejarse el portero.
—Frías, nunca te fíes de la palabra de una gitana —le interrumpió ella, ya buscando a Salvador entre los demás con la mirada.