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Los edificios en los que vivía la aristocracia madrileña no se parecían a las casas nobles sevillanas, erigidas al impulso del auge comercial con las Indias, con sus luminosos y floridos patios centrales circundados de columnas como eje y alma de la construcción. Salvo algunas excepciones, la multitud de nobles que se acumulaba en la Villa y Corte, algunos con títulos que se enraizaban en la historia de España, los más encumbrados por la nueva dinastía borbónica, habitaban casas señoriales cuyo aspecto exterior era severo y en poco difería de muchas otras que componían el Madrid del setecientos.

Felipe V, nieto del Rey Sol y primer monarca Borbón, culto y refinado, tímido y melancólico, piadoso, educado en la sumisión que correspondía al segundón de la casa real francesa, se expresaba en latín con fluidez pero tardó años en hablar español. Nunca le gustó el alcázar que hasta su llegada había sido la residencia de sus antecesores en el trono: los Habsburgo. ¿Cómo comparar aquella sobria fortaleza castellana encajonada en un cerrillo de Madrid con los palacios en los que el joven Felipe había vivido su infancia y juventud? Versalles, Fontainebleau, Marly, Meudon, rodeados todos de inmensos y cuidados bosques, jardines, fuentes o laberintos. El Gran Canal construido en Versalles, donde el joven Felipe navegaba y pescaba en una flotilla real servida por trescientos remeros, disponía de mayor caudal que el mísero río Manzanares que serpenteaba al pie del alcázar. Rodeado de cortesanos y criados franceses, el rey alternó sus estancias en la fortaleza castellana con el palacio del Buen Retiro, hasta que en la Nochebuena del año 1734 un incendio que prendió en los cortinajes de la habitación de su pintor de cámara devoró la totalidad del alcázar y propició el traslado definitivo de los reyes al Retiro. Pese a que el propio Felipe V había ordenado que sobre el solar del alcázar se construyese un nuevo palacio acorde con sus gustos, algunos acaudalados siguieron los pasos de los monarcas hasta el entorno del palacio del Buen Retiro y a los paseos que se urbanizaban en los prados adyacentes. Con todo, la gran mayoría de los nobles continuaba viviendo en lo que había sido el centro neurálgico de la ciudad: los alrededores del nuevo palacio real que ya mostraba su colosal fábrica aquel año de 1753.

No era la primera vez que Milagros acudía a una de aquellas casas señoriales los últimos meses. Durante mucho tiempo había rechazado cuantas invitaciones le hacían, diciéndose que esos dineros solo servirían para las diversiones y amoríos de su esposo, hasta que llegó una que no pudo rechazar: el marqués de Rafal, corregidor de Madrid y juez protector de los teatros, ordenó que cantase y bailase en un sarao que organizaba para unos amigos.

—Esta no la podrás rehusar, gitana —le advirtió don José, el director de la compañía, después de comunicarle los deseos del marqués.

—¿Por qué? —preguntó ella con soberbia.

—Terminarías en la cárcel.

—No he hecho nada malo. Negarse a…

El director la interrumpió con un manotazo al aire.

—Siempre hay algo que se hace mal, muchacha, siempre, y más cuando dependes de que un noble al que has desdeñado tenga que decidirlo. Primero serán unos días de cárcel por algo sin importancia…, un desplante al público o una expresión que consideren inapropiada. En cuanto salgas de la cárcel, volverán a invitarte, y si continúas en tu negativa, será un mes.

Las facciones de Milagros mudaron del desdén inicial a un temor intenso.

—E insistirán en cuanto vuelvan a liberarte; los nobles no olvidan. Para ellos será como un juego. Tu obligación es cantar y bailar en el Príncipe. Si no lo haces o si lo haces mal a voluntad, te encarcelan; si lo haces bien, encontrarán algo que no les guste…

—Y me enviarán a la cárcel —se le adelantó Milagros.

—Sí. No te compliques la vida. Terminarás cantando y bailando para ellos, Milagros. Tienes una hija pequeña, ¿me equivoco?

—¿Qué pasa con ella? —saltó la gitana, indignada—. ¡No se meta usted…!

—Las cárceles están llenas de mujeres con sus pequeños —le interrumpió el otro—. No es civilizado separar a un hijo de su madre.

Milagros aceptó, no tenía alternativa. La mera posibilidad de que su niña entrase en la cárcel la horrorizaba. Los ojos de Pedro chispearon cuando recibió la noticia.

—Te acompañaré —afirmó.

Ella quiso oponerse:

—Don José…

—Ya hablaré yo con ese hombre; además, ¿no eras tú la que decías que necesitabas protección? Encontraré guitarristas y mujeres gitanas; los músicos del Príncipe no entienden lo que quiere esa gente, no tienen salero.

Don José consultó con el marqués, que no solo consintió sino que acogió la propuesta de Pedro con entusiasmo. Don Antonio, el corregidor, recordaba cómo Milagros enardeció a la audiencia reunida en el palacio sevillano de los condes de Fuentevieja, y eso era precisamente lo que quería de ella: los voluptuosos bailes gitanos que los censores prohibían en el Príncipe, las lascivas zarabandas tan denostadas por beatos y puritanos, y aquellos otros ritmos que Caridad le había enseñado a comprender y sobre todo a sentir, bailes guineos, bailes de negros, atrevidos y provocadores, que celebraban la fertilidad: chaconas, cumbés y zarambeques. Ningún miembro de la compañía de cómicos formó parte de aquel grupo, ni siquiera Marina, pese a la insistencia de Milagros, o la gran Celeste, con quien Pedro había roto los últimos lazos. Salvo Marina, que aceptó sus excusas, esa decisión granjeó a Milagros la antipatía del resto de la compañía, pero Pedro no atendió sus quejas. «Es a ti a quien aclama el público del Príncipe», arguyó.

Y era cierto: por ella acudía la gente al teatro, de modo que cuando finalizaban las tonadillas y aparecían Celeste y los demás para representar el tercer y último acto de la comedia, la mayor parte lo había abandonado y los cómicos se topaban con un coliseo medio vacío y distraído.

Desde esa primera actuación a instancias del corregidor, fueron muchas las ocasiones en las que nobles, acaudalados o funcionarios de alto rango requirieron la presencia de la famosa Descalza en las numerosas fiestas que celebraban. Don José se dirigía directamente a Pedro, que aceptaba todas las invitaciones, y Milagros, terminada su actuación en el teatro, por las noches, se desplazaba a aquellas casas señoriales para complacer la sensualidad de los civilizados dignatarios del reino y sus esposas.

Por eso aquella noche de primavera de 1753 la gitana hizo caso omiso del anodino aspecto exterior del inmueble. Sabía que su interior rebosaría de lujos: estancias inmensas, comedor, biblioteca, sala de música y juego, gabinetes, salones de altos techos con espectaculares arañas de cristal que iluminaban un sinfín de muebles embellecidos con concha, marfil, bronce, vidrios pintados o marqueterías de maderas exóticas, todos ellos dispuestos contra las paredes, casi siempre con una mesa en el centro acompañada a lo sumo de alguna silla; cornucopias cuyos grandes espejos reflejaban la luz que surgía de los velones de sus brazos; alfombras, estatuas, cuadros y tapices con motivos que nada tenían que ver con la Biblia o la mitología como los que había contemplado en las casas sevillanas. Lo mismo podía decirse de las chimeneas. En Madrid ya no se estilaban las grandes, al modo español, sino las francesas: pequeñas, de mármol, de líneas delicadas. Imperaba el gusto por lo francés hasta extremos insospechados.

A los salones y muebles, a la infinidad de criados que pululaban por las casas nobles había que sumar la profusión de objetos y adornos en oro, plata, marfil o maderas nobles; vajillas de porcelana china y copas de cristal de roca que vibraban agudas por encima de todo alboroto al chocar entre ellas, alzadas en brindis alrededor de una competición de sedas, terciopelos, muarés y tisús; vuelos, volantes, flecos, cabos, lazos, cintas y blondas; perfumes; extravagantes peinados las mujeres, pelucas empolvadas sus acompañantes. Lujo, ostentación, vanidad, hipocresía…

Milagros se mostraba indiferente a todo ese boato. En aquellas ocasiones ni siquiera utilizaba los vestidos que lucía en el Príncipe, sino sus sencillas y cómodas ropas de gitana, combinadas con cintas de colores y abalorios. Desde que se vio obligada a acudir a las casas de los nobles, había recibido regalos, algunos valiosos, aunque no habían servido de nada a quienes trataban de halagarla o seducirla. Todos los regalos y los dineros que cobraba por las representaciones iban a manos de Pedro, que a diferencia de ella había mejorado mucho su aspecto; aquella noche iba ataviado con chaquetilla corta ricamente bordada, al estilo de los manolos madrileños, camisa y medias de seda y zapatos con hebillas de plata que obligaba a bruñir una y otra vez a Bartola; Milagros, viéndolo tan esplendoroso, elegante y arrebatador, sintió una punzada de algo que no sabía si era dolor o rabia. Pedro, en un alarde de gitanería, se dirigía de igual a igual al marqués de Torre Girón: hablaban, reían y hasta se dieron golpecitos en la espalda, como si les uniese una vieja amistad. Percibió que muchas de las damas allí presentes cuchicheaban con la mirada descaradamente puesta en su esposo. ¡Incluso los petimetres afrancesados que cortejaban a las señoras parecían envidiarlo!

Milagros paseó por delante de ellos con altanería, como si los desafiase. Conocía el juego del cortejo. Marina le había explicado que la mayoría de las damas que ocupaban los aposentos del Coliseo del Príncipe no iban acompañadas por sus esposos, sino por los chevaliers servants que las pretendían.

—¿Y sus esposos lo permiten? —inquirió extrañada la gitana.

—Por supuesto —contestó Marina—. Cada tarde las acompañan al teatro y les pagan un buen aposento —le comentó en los vestuarios—, aunque a veces la señora prefiere mezclarse en la cazuela de las mujeres oculta bajo un buen manto. Cuando está de luto, por ejemplo, y no resulta apropiado que la vean divirtiéndose en el teatro o escuchando los chismorreos de tenderas y regatonas. En ese caso el galán también debe pagarle la entrada y esperarla a la salida del teatro. ¡Fíjate bien! —animó a Milagros—, seguro que aunque vayan tapadas las reconoces.

—¿Qué más tiene que hacer el galán? —se interesó la gitana.

—Pues tiene que complacer a su galanteada —explicó la otra—. Solo puede hablar con ella, no debe hacerlo con ninguna otra mujer, incluso cuando su señora no esté presente. Por la mañana, temprano, tiene que acudir a su alcoba a despertarla, llevarle el desayuno, ayudarla a vestirse y darle conversación mientras el peluquero la peina y la arregla; luego van a misa. Por las tardes, la acompañan hasta aquí, a ver las comedias. —Marina enumeraba las obligaciones del galán mientras contaba con sus dedos—. Después, dan juntos un largo paseo por el prado de San Jerónimo en un buen coche descubierto, y por la noche toca tertulia, juegos de naipes y bailes de contradanza antes de dejarla en su casa. Si algún día la dama cae enferma, el galán tendrá que permanecer a su lado día y noche para cuidarla y darle las medicinas. En fin, para cualquier cosa que quiera hacer el galán, deberá obtener licencia de su señora.

—¿Eso es todo? —preguntó la gitana en tono de burla.

Pero, para su sorpresa, Marina reanudó su discurso.

—¡No! —respondió alargando exageradamente la vocal—. Solo estaba tomando aire. —Rió con fingida afectación—. Eso es lo que debe hacer. Luego está lo que debe pagar: el peluquero, las flores que debe mandarle cada día, y sobre todo, las ropas y demás adornos que debe vestir la cortejada. Las hay que, ante el dispendio, pactan antes con el galán el importe máximo de todos esos gastos, pero esos son los galanteos baratos. El galán de verdad debe abrir cuenta en las mejores tiendas para que su dama se adorne como es preciso, y también debe estar al tanto de lo último en la moda de la corte y de todo aquello que llega de París para proporcionárselo antes de que otras lo exhiban…

—Se arruinarán —comentó Milagros.

—Madrid está lleno de galanes que han dejado su fortuna en el cortejo de una dama.

—Desgraciados.

—¿Desgraciados? Disfrutaron de la sonrisa y compañía de sus señoras, de su conversación y sus confidencias… ¡hasta de su desdén! ¿A qué más puede aspirar un hombre?

Al recuerdo de aquellas palabras, a Milagros se le escapó una sonrisa que fue malinterpretada por uno de los jóvenes petimetres invitados a la fiesta del marqués. «¿Cuántos dineros te quedan?», estuvo tentada de preguntarle justo en el momento en que un par de las señoras, atrevidas, se separaron del grupo y se acercaron zalameras al marqués y al gitano. Milagros dudó si interponerse en su camino. ¡Era su hombre! ¿O no? Cada vez eran más las noches que ni siquiera se presentaba a dormir, pero eso no tenían por qué saberlo aquellas bobas que la envolvieron en una vaharada de perfume al pasar junto a ella. No lo hizo. Volvió la cabeza y perdió la mirada en los reflejos de una gran araña de cristal tan pronto como las dos mujeres se lanzaron al asedio de Pedro.

Con una fiesta para casi doscientos invitados, el marqués de Torre Girón celebraba aquella noche el hecho de que el rey le hubiera concedido, como grande de España, el privilegio de permanecer cubierto en su presencia. Milagros, igual que en otras ocasiones, cantó y bailó con tanta pasión como hacía en el teatro. En esos momentos ella era la reina. Lo sentía, ¡lo sabía! Duques, marqueses, condes y barones se rendían a su voz, y en sus ojos, desnudos entonces de nobleza alguna, de dineros y hasta de autoridad, ella no percibía más que el deseo, el anhelo por poseer aquel cuerpo de diecinueve años que se les mostraba sensual, impúdico en bailes y revoloteos. ¿Y qué decir de ellas? Sí, de las mismas que se habían lanzado sobre Pedro. Bajaban la vista, la desviaban hacia sus propias manos o sus pies, alguna hacia sus senos encorsetados, probablemente lamentándose de que tan pronto como los liberasen de sus ataduras, caerían flácidos. Hasta las más jóvenes, conscientes de que ninguna de ellas era capaz de utilizar sus encantos como lo hacía aquella gitana, la envidiaban. ¡La contradanza!, ¿cómo emularla, igualarse a ella, a través de los grotescos y ceremoniosos bailes cortesanos?, pensaban. Ni siquiera en la intimidad de sus aposentos osarían girar sobre sí mismas golpeando el aire con las caderas.

El sarao debía prolongarse hasta bien entrada la madrugada, probablemente hasta el amanecer. Con todo, Milagros tuvo oportunidad de descansar cuando el marqués, exultante tras la ceremonia de cobertura ante su majestad Fernando VI, complació a sus invitados con un teatro de títeres.

Así, mientras los muñecos articulados representaban ante más de un preboste de la Iglesia episodios bíblicos en tono desenfadado, burlesco incluso, Pedro García se hallaba cómodamente sentado entre el público, arrimado a una de las mujeres que habían ido a conquistarlo, y Milagros y sus acompañantes se refrescaban en las cocinas después de una primera actuación. Las risas del auditorio ante lo que más de un moralista habría calificado de blasfemias o los gritos de admiración de las damas sorprendidas ante la humareda levantada por una explosión de pólvora cuando apareció el demonio, resonaban en la distancia.

—¡Qué deshonra!

Algunos criados que entraban y salían de las cocinas, con una bandeja en las manos y una vela encendida en su centro para que los invitados vieran qué era lo que les ofrecían, trastabillaron ante la repentina aparición del marqués. El resto se encogió ante el alarido con que había irrumpido ante ellos.

—No puedo permitir que una princesa como tú sea atendida en las cocinas —añadió alargando su antebrazo hacia Milagros—. Acompáñame, te lo ruego.

La gitana dudó antes de apoyar la mano sobre el antebrazo que el marqués mantenía extendido frente a ella, pero el noble insistió y Milagros sintió clavadas en ella las miradas de criados, guitarristas y bailarinas. «¿Será capaz de rechazar la cortesía con la que la honra el señor de la casa?», parecían preguntarse. «¿Y por qué no?», se dijo ella. Ladeó la cabeza con picardía, sonrió y aceptó la invitación.

Joaquín María Fernández de Cuesta, marqués de Torre Girón, rozaría los cuarenta años. Culto y agraciado, de verbo fácil, disimulaba una casi imperceptible cojera debida a la caída de un caballo. Milagros se vio envuelta en el perfume que exhalaba el noble mientras recorrían los pasillos.

—No me agrada el teatro de títeres —le explicó él—. Los titiriteros no son más que una cuadrilla de disolutos que se burlan y ponen en duda las más íntimas convicciones del pueblo. El Estado debería prohibirlos.

—Entonces, ¿por qué los ha traído? —preguntó ella.

—Por la marquesa y sus amigas —contestó el noble—. Las entretienen y hay que complacerlas. Además, ¡no pretenderás compararlas con el populacho ignorante! —Se detuvieron frente a una puerta y don Joaquín María anunció—: Mi gabinete.

Entraron en la estancia, quizá grande, quizá no. Milagros no fue capaz de hacerse una idea de sus verdaderas dimensiones ante la infinidad de libros, muebles y objetos que se acumulaban en aquella: en una de las paredes un oratorio con su reclinatorio y varias imágenes talladas; un aguamanil en la pared frontera; a su lado, un reloj de pie con infinidad de figurillas; tapices pintados con bosques y campos; espejos y esculturas de diosas mitológicas; figurillas de cristal; mesas; sillas y sillones… La gitana se quedó absorta ante una gran jaula dorada en cuyo interior había varios ruiseñores de metal. El marqués se acercó y accionó un mecanismo. Al instante, los pajarillos empezaron a trinar.

—Te gustará todo lo que hay aquí —le dijo tomándola del codo.

Sortearon una mesa con pliegos de dibujos esparcidos sobre ella y el noble encendió una luz en el interior de una caja.

—Mira por aquí —le indicó señalando un agujero dispuesto en un cañón que sobresalía de uno de sus frontales.

Milagros se tapó el ojo izquierdo y arrimó el derecho al cañón.

—Versalles —anunció el marqués.

Ella lanzó una exclamación ante la visión en profundidad del inmenso palacio. El noble le permitió recrearse en ella unos instantes y luego introdujo otro cristal en una ranura por delante del cañón.

—Fontainebleau —dijo entonces.

¡Parecían reales! El marqués continuó insertando cristales al tiempo que explicaba su contenido. «¡Qué bonito!», «¡Maravilloso!», exclamaba ella ante los palacios, los inmensos y cuidados jardines o los bosques que se le mostraban a través de aquella caja. De repente, aún con el ojo pegado al cañón, notó el contacto del noble: un simple roce. Contuvo la respiración y tal debió de ser la rigidez que mostró su cuerpo que el marqués se separó.

—Disculpa —murmuró.

Cuando terminaron con la linterna mágica, él la invitó a beber vino dulce en unas pequeñas copas de cristal que extrajo de un mueble.

—Por ti —brindó insinuando alzar su copa—, la Descalza, la mejor cómica de Madrid… y la más bella.

Tras el primer sorbo, el marqués se dedicó a mostrarle, con detenimiento y con un orgullo que no podía esconder, la multitud de objetos raros y curiosos que se amontonaban en el gabinete. Al principio Milagros casi no prestó atención a las explicaciones que surgían con fluidez de la boca del noble. Después de hacer girar en sus manos, con cuidado y delicadeza extremas, la figurilla de una diosa, don Joaquín María abrió un libro de hojas inmensas.

—Observa —la invitó.

Ella trató de guardar las distancias y lo hizo algo alejada, incómoda por encontrarse a solas con un noble en su gabinete. Él no le concedió importancia y continuó pasando las hojas, señalándole unos magníficos dibujos, mientras Milagros daba cuenta del excelente vino dulce.

«¿Por qué tengo que sentirme culpable?», se preguntó ella. Había visto a Pedro sentado entre el público, flirteando descaradamente con una de las busconas. Ella no hacía nada malo y el marqués parecía respetarla: no había intentado manosearla ni le había lanzado impertinencias, como acostumbraba a suceder en los mesones. La trataba con cortesía, y salvo aquel leve roce ni siquiera había hecho ademán de acercarse a ella. Milagros dio un paso hacia la mesa en la que descansaba el gran libro y observó los dibujos. Aceptó más vino, bebió, y se deleitó en la visión de cuanto atesoraba aquella habitación. Se interesó por objetos y muebles con ingenuidad, por su procedencia, por su valor, por su uso, y asistió complacida, entre las risas de ambos, a los esfuerzos de don Joaquín María por traducir sus cultas explicaciones a un lenguaje comprensible.

—¿Te gusta?

Milagros mantenía en la palma de su mano un camafeo de oro en el que aparecía la figura de una mujer grabada en una piedra blanca.

—Sí —contestó ella distraída, sin apartar la mirada del medallón; su recuerdo estaba puesto en aquel otro que el abuelo regaló a la vieja María allá en Triana.

—Tuyo es.

El marqués cerró la mano de la gitana sobre el camafeo. Milagros permaneció en silencio unos instantes, sorprendida al tacto de aquella mano suave, tan diferente a las de las gitanas o los herreros, ásperas y callosas.

—No… —trató de reaccionar.

—Me harías un gran honor si lo conservases —insistió él apretando el puño con su mano—. ¿Lo merezco?

Milagros asintió. ¿Cómo no iba a merecerlo? Había pasado unos momentos deliciosos. Jamás nadie la había tratado con tal galantería y atención en una sala llena de enseres preciosos, en una gran mansión…

—Ya es la hora —comentó de repente el noble tras consultar un gran reloj de pared, soltando su mano e interrumpiendo sus pensamientos.

Milagros alzó las cejas.

—Debemos volver —sonrió él ofreciéndole su antebrazo, como había hecho en las cocinas—. Los titiriteros deben de estar poniendo fin a su espectáculo, y nada más lejos de mi intención que ser causa de rumores malintencionados.

Sin embargo, los rumores corrieron al ritmo de los espectaculares ramos de flores que a partir de entonces y a diario llegaban al Príncipe, a la atención de Milagros, y que se multiplicaba cuando ella cantaba y bailaba con la vista puesta en el aposento del noble.

—¡No lo he vuelto a ver desde el sarao! —se defendió cuando Pedro le exigió explicaciones tras soltar un manotazo a uno de aquellos ramos de flores con los que ella aparecía día tras día.

Era cierto. Don Joaquín María se mantenía alejado, como si esperase… ¿Quizá que fuera ella quien diera el primer paso? Marina le incitó a hacerlo, exultante primero, visiblemente contrariada ante la negativa de la gitana. «¿Estás loca? ¿Cómo voy a tener relaciones con otro hombre por más rico y noble que sea?», le soltó Milagros. Y sin embargo por las noches, sola, mientras Pedro recorría los mesones de Madrid divirtiéndose con sus mujeres, ella acariciaba el camafeo que guardaba entre sus ropas y se preguntaba qué le impedía hacerlo. El amanecer, el alboroto que ascendía desde las calles, las risas y los correteos de María por la casa aventaban las fantasías por las que se había dejado llevar en la oscuridad. Era gitana, estaba casada y tenía una hija. Quizá algún día Pedro cambiara.

—En el sarao —insistió en ese momento su esposo— estuviste con el marqués en su gabinete. Me lo han dicho.

—¿Y dónde estabas tú entonces? —replicó ella con voz cansina—, ¿quieres que te lo recuerde?

Pedro alzó su mano con intención de abofetearla. Milagros se irguió y aguantó el envite quieta, con el ceño fruncido.

—Pégame, y acudiré a él.

Cruzaron sus miradas, coléricas ambas.

—Si te encuentro con otro hombre —la amenazó el gitano con la mano suspendida en el aire—, te cortaré el cuello.