31

Casi dos años llevaba presa Caridad cuando se produjo un motín en la Galera. La indisciplina de un par de viejas prostitutas reincidentes había llevado al alcaide a disponer un castigo tan ejemplar como humillante para ellas: raparles el cabello y las cejas. La decisión indignó a todas las reclusas; podían maltratarlas, pero raparlas… ¡Nunca! Muchas, aprovechando la agitación, insistieron en una vieja reclamación: que se les señalase tiempo de condena, puesto que veían transcurrir los años sin saber cuándo finalizaría. Los ánimos se encendieron y las mujeres de la Galera se rebelaron, rompieron cuanto estaba a su alcance, se armaron con tablas, con las tijeras y demás objetos punzantes que usaban para coser, y se hicieron con el control de la prisión.

Cuando se cerraron las puertas de la Galera y las reclusas se vieron dueñas del edificio, una jadeante y enardecida Caridad se encontró con una estaca en las manos. En su memoria temblaban todavía las correrías y los griteríos en los que había participado. Había sido… ¡había sido fantástico! Un tropel de mujeres, que hasta entonces vivía sin voluntad ni conciencia propias, igual que las negradas de esclavos, de repente, en lugar de someterse a las órdenes del amo, peleaban todas a una, enajenadas. Caridad miró a su alrededor y vio vacilación en los semblantes de sus compañeras. Ninguna sabía qué hacer a continuación. Alguna apuntó que debían preparar un memorial dirigido al rey, unas lo apoyaron y otras no; algunas propusieron fugarse.

Mientras discutían, apareció en la calle un destacamento militar dispuesto a asaltar la cárcel. Como todas, Caridad corrió a las galerías superiores tan pronto como retumbó el primer golpe sobre la puerta que daba a la calle de Atocha. Muchas reclusas se encaramaron a los tejados. Al poco tiempo, la puerta fue arrancada de sus goznes y cerca de un centenar de soldados con las bayonetas caladas se desperdigó por el patio central y el interior de la Galera. Sin embargo, para sorpresa de las reclusas y enojo de autoridades y oficiales, los soldados actuaron con benevolencia. En una de las galerías superiores, entre los gritos de los oficiales que azuzaban a sus hombres, Caridad se vio acorralada por dos de ellos. Pecó de ingenua y opuso su estaca a las bayonetas. Uno de los soldados se limitó a negar con la cabeza, como si la perdonara. El otro le hizo un casi inapreciable gesto con la punta de su bayoneta, como si quisiera darle a entender que podía escapar. Caridad blandió la estaca y se coló entre ellos, que se limitaron a simular que trataban de agarrarla. Algo similar sucedía entre los demás soldados y el resto de las reclusas, que corrían de un lado al otro ante la pasividad, cuando no la complicidad, de la tropa.

La situación se alargó. La desesperación apareció en los rostros de unos oficiales que se desgañitaban reclamando obediencia, pero ¿cómo obligar a unos soldados levados en míseros pueblos de la Castilla profunda a que reprimiesen a las mujeres? Muchos de ellos habían sido condenados a servir en el ejército durante ocho años por faltas iguales que las cometidas por aquellas desgraciadas contra las que se les había enviado, y las reclusas no dejaban de recordárselo durante el asedio. Las autoridades decidieron replegar a aquel destacamento y las mujeres aclamaron su retirada. Los gritos de reivindicación resonaron durante toda la noche. La puerta y los alrededores de la Galera quedaron fuertemente vigilados por la misma tropa que no había actuado contra ellas pero que sí lo hacía para despejar a la multitud de curiosos que se arremolinaba en la calle de Atocha.

Al amanecer del día siguiente, sin embargo, los alcaldes de corte se personaron en la Galera al frente de una milicia urbana compuesta por una cincuentena de buenos ciudadanos, temerosos de Dios, fornidos todos ellos, con vergajos, palos y barras de hierro en las manos. Aquellos entraron a machacarlas sin contemplaciones y ellas corrieron despavoridas. Caridad, aún armada con la estaca, vio que dos de los milicianos golpeaban a su compañera Herminia con una barra de hierro. A la vista de la saña con que descargaban su ira, le hirvió la sangre. Herminia, encogida en el suelo, tapándose el rostro, suplicaba piedad. Caridad gritó algo. ¿Qué fue? Nunca llegaría a recordarlo. Pero se abalanzó sobre los dos hombres y golpeó a uno con la estaca. Entre la lluvia de palos que se volvió contra ella, pudo ver cómo Herminia, desde el suelo, se agarraba a la pierna de uno de los hombres e hincaba los dientes en su muslo. La reacción de su amiga enardeció su ánimo y continuó golpeando a ciegas con la estaca. Solo la intervención de uno de los alcaldes la libró de morir apaleada.

Una a una, el centenar y medio de reclusas fue agrupado en el patio de la cárcel, unas cojeando, otras doliéndose de los riñones, el pecho o la espalda, con la nariz rota y los labios sangrantes. La mayoría cabizbajas, derrotadas. Silenciosas.

Un par de horas fueron suficientes para que el alcaide volviera a tomar posesión de la cárcel de mujeres de Madrid. Sofocado el motín, se prometió a las presas revisar caso por caso todas aquellas sentencias que no establecían plazo de condena; también se les advirtió de las duras penas que padecerían las instigadoras de la revuelta.

Caridad, la negra de la estaca que se había enfrentado a los dos probos ciudadanos, fue la primera en ser señalada. Cincuenta latigazos, tal era el castigo que recibiría en el patio de la Galera, en presencia de las demás, junto a otras tres reclusas delatadas como incitadoras del motín por una regatona traidora que fue recompensada con la libertad.

Los latigazos fueron inmisericordes, restallando sobre las espaldas de las mujeres después de un silbido que cortaba el aire. El verdugo siguió las estrictas instrucciones de las autoridades; ¿cómo acabar si no con un motín en la Galera cuando se enviaba precisamente allí como castigo a las mujeres que se amotinaban en otras cárceles?

El último recuerdo de Caridad fueron los gritos de sus compañeras cuando el alcaide puso fin al tremendo castigo y la arrastraron fuera de la cárcel. «¡Aguanta, Cachita!» «¡Te esperamos de vuelta!» «¡Ánimo, morena!» «¡Te guardaré un cigarro!»

—Alégrate y da gracias, pecadora. Nuestro señor Jesucristo y la santísima Virgen de Atocha no desean tu muerte.

Oyó esas palabras sin entender que se referían a ella. Caridad, después de permanecer varios días inconsciente, acababa de abrir los ojos. Tumbada boca abajo en un camastro, con el mentón apoyado sobre la almohada, su visión fue aclarándose hasta llegar a percibir la presencia de un sacerdote a su cabecera, sentado en una silla y con un libro de oraciones en sus manos.

—Recemos —llegó a escuchar que le ordenaba el capellán de agonizantes antes de lanzarse a una letanía.

Lo único que brotó de labios de Caridad fue un largo y sordo quejido: el simple aliento del religioso sobre su espalda despellejada le causó tanto dolor como los latigazos. Sin atreverse a mover la cabeza, giró los ojos: estaba en una gran sala abovedada con camas alineadas; el aire viciado, difícil de respirar; los lamentos de las enfermas entremezclándose con la cantinela en latín del sacerdote. Se hallaba en el hospital de la Pasión, pared con pared con la Galera, para el que las presas cosían la ropa blanca.

—De momento… tu alma no requiere de mí —le comunicó el capellán cuando terminó sus oraciones—. Reza por que no tenga que volver a velar tu agonía. Una de tus compañeras ya ha pasado a mejor vida. Que Dios se apiade de ella.

Tan pronto como el capellán de agonizantes se plantó en medio de la sala paseando la mirada en busca de alguna otra moribunda, apareció otro sacerdote, este empeñado en confesarla. Caridad ni siquiera podía hablar.

—Agua —logró articular ante la insistencia del religioso.

—Mujer —replicó el confesor—, la salud de tu alma está por encima de la de tu cuerpo. Esa es nuestra misión y el objetivo de este hospital: el cuidado de las almas. No debes perder un instante en alcanzar la paz con Dios. Ya beberás después.

Confesiones, comuniones, misas diarias por las ánimas en las mismas salas; lecturas de las sagradas escrituras; sermones y más sermones para procurar la salvación de las enfermas y su arrepentimiento, todos en tono enérgico, alzándose por encima de las toses, los gritos de dolor, los lamentos de las mujeres… y sus muertes. Así transcurrió el mes en que Caridad permaneció en el hospital. Después de que el capellán de agonizantes hubo perdido una vida y de que el confesor quedara complacido con su balbuciente y ronca confesión, uno de los cirujanos se esforzó en coser sus heridas, remedando con torpeza aquella masa sanguinolenta en que se había convertido su espalda. Caridad aulló de dolor hasta desmayarse. De vez en cuando, el médico y sus practicantes, siempre bajo el atento control de un sacerdote, le aplicaban en la espalda un ungüento que lograba que su espalda ardiese como si la hubieran vuelto a azotar con un hierro candente. Más a menudo, sin embargo, aparecía el sangrador, uno de los varios practicantes adelantados que iban de cama en cama por ambos hospitales —el General y el de la Pasión— robando la sangre de los enfermos. Aquel le perforaba la vena con una cánula mientras ella, impotente, la veía escapar de su cuerpo y gotear en una bacía. Presenció cómo fallecía la segunda de las presas castigadas, a dos camas de la suya. Debilitada, pálida y macilenta, murió entre rezos y santos óleos después de que uno de los adelantados le practicase dos sangrías: una en el brazo izquierdo y otra en el derecho. «Para igualar la sangre», le oyó decir Caridad en tono jactancioso. La tercera presa decidió fugarse aprovechando el alboroto en torno a un grupo de mujeres nobles y adineradas que cada domingo, ataviadas con bastas prendas de hilo de estambre para la ocasión, acudían a la Pasión para ayudar a las enfermas en su higiene y llevarles dulces y chocolate. Con el rabillo del ojo, Caridad la vio levantarse y escapar, tambaleante, mientras ella, postrada en la cama, asentía una y otra vez, prometiendo corregir su conducta, ante aquella gran dama, tan humildemente vestida como costoso era el perfume que desprendía, que le recriminaba sus faltas como si de una chiquilla se tratase, para luego premiar su contrición con algunos dulces o con unos sorbos de las jícaras de chocolate que portaban. Al menos, el chocolate era delicioso.

De la fugada, Sebastiana creía recordar que se llamaba, no supo más, ni siquiera en la Galera cuando los médicos decidieron devolverla allí. Se interesó por ella, pero nadie le dio razón. «¡Suerte, Sebastiana!», repitió para sí, como la noche de aquel domingo en que la hermana que ejercía de celadora se percató de la ausencia y dio la voz de alarma. La envidiaba. A medida que mejoraba llegó incluso a considerar huir ella también, pero no sabía adónde ir, qué hacer… Se le escaparon las lágrimas al reencontrarse con Frasquita y con el resto de las reclusas, que la recibieron con ternura, compadeciéndose de quien había sufrido en sus carnes un castigo que correspondía a todas por igual. Buscó a Herminia con la mirada y la reconoció un tanto apartada, escondida entre las demás. Caridad esbozó una sonrisa. Muchas de las reclusas volvieron la cabeza hacia la pequeña rubia y abrieron un pasillo entre ellas. Tras unos instantes de silencio, algunas las animaron; otras, las que se encontraban detrás de Herminia, la empujaron con ternura; todas aplaudieron en el momento en que se encontraron frente a frente. La rubia fue a abrazarla, pero Caridad se lo impidió, no habría podido soportar que le tocase la espalda; en su lugar se besaron entre las lágrimas y la emoción de muchas de ellas.

«¿Qué iba a hacer yo fuera de aquí?», se preguntó en aquel momento Caridad. La Galera continuaba siendo su casa y las reclusas su familia. Hasta el portero y el siempre malcarado alcaide la trataron con cierta bondad recordando el reguero de sangre que había dejado al ser trasladada al hospital. Caridad no había instigado el motín ni participado en él más que las otras, ambos lo sabían. Aquella condescendencia se tradujo en la dispensa de los trabajos más duros y en cierta tolerancia cuando las reclusas pagaron con sus propios dineros unos cuartos de aceite y hierbas de romero para preparar un ungüento con el que aliviar la deforme y todavía maltrecha espalda de Caridad.

Herminia fue quien se ofreció para masajear a su amiga después de que las celadoras apagasen las escasas y humeantes velas de sebo que pugnaban por iluminar la galería de las mujeres.

No le dolieron las cicatrices que cruzaban su espalda, le dolieron las manos de su amiga deslizándose con suavidad por su espalda: la dulzura con que lo hacía le traía al recuerdo sensaciones que ya creía olvidadas. «¡Gitano! —pensaba noche tras noche—, ¿qué habrá sido de ti?»

—No es necesario que continúes —le comunicó una noche Caridad—. Las heridas están cicatrizadas; el aceite y las hierbas cuestan dinero y ya no noto mejoría.

—Pero… —objetó Herminia.

—Te lo ruego.

Un día Herminia fue puesta en libertad. Alguien que dijo ser su primo fue a buscarla tan pronto como cumplió su pena. Caridad sabía quién era aquel primo, el mismo que le había proporcionado las ristras de ajos por las que la habían detenido y condenado. Ella también había cumplido los dos años de condena, pero no tenía primos que pudieran sacarla de allí. Algunas hermandades que se ocupaban de la suerte de aquellas desgraciadas se interesaron en colocarla como criada, mas Caridad se mantenía en un silencio pertinaz, cabizbaja, cuando le preguntaban por sus habilidades domésticas, preguntándose qué sentido tenía salir de allí para caer en manos de algún otro blanco que la maltratase. «No es más que una negra necia», terminaban diciendo quienes se habían ofrecido a ayudarla.

Herminia también la había abandonado.

—Baila para nosotras, Cachita —le rogó Frasquita una noche, preocupada por el estado de abatimiento en que había caído su compañera desde hacía un par de meses.

Caridad se negó, pero Frasquita insistía, coreada por muchas otras. Sentada en su jergón, continuó meneando la cabeza. Frasquita la zarandeó del hombro; ella se zafó. Otra le revolvió el cabello. «Canta», le pidió. Una tercera le pellizcó en el costado. «¡Baila!» Caridad trató de apartar con torpes manotazos a las mujeres que la rodeaban, pero dos reclusas se abalanzaron sobre ella y empezaron a hacerle cosquillas.

—Hazlo, por favor —insistió Frasquita, contemplando cómo se revolcaban las otras tres encima del jergón.

Hasta que no consiguieron que Caridad dejase de pelear y se sumase a sus risas, jadeante y con los andrajos con que vestía revueltos, las dos mujeres no cejaron en su empeño.

—Por favor —repitió entonces Frasquita.

Desde aquel día, Caridad decidió buscar a sus dioses a través de danzas frenéticas y voluptuosas que amedrentaban incluso a las reclusas más curtidas. ¿A quién más podía encomendarse? A veces creía que efectivamente sus dioses la montaban, y entonces caía al suelo, trastornada, pateando y gritando. El portero la advirtió una, dos, tres veces. El cepo, tal fue el castigo que al final se vio obligado a imponerle el alcaide ante los escándalos que organizaba. Sin embargo, ella reincidía.

«Y la negrita lo hizo», cantó entonces Caridad con voz monótona, arrodillada, el cuello y las muñecas apresadas entre los maderos del cepo instalado en el patio de la prisión en la última de las ocasiones en que había sido castigada por el alcaide, rememorando la noche en que cedió a los ruegos de Frasquita y las demás. Igual que hacían los esclavos en la vega, cantaba sus penas cuando la castigaban al cepo. «La negrita bailó para sus amigas». Inmóvil en el patio en aquellas noches interminables, sus lamentos rompían el silencio y se colaban en las galerías superiores, meciendo los sueños de sus compañeras.

—¡Calla, morena —gritó el portero desde la entrada—, o terminaré azotándote!

—Y llegó el portero —continuó ella en un susurro—, ¡malo el portero! Y agarró a la negrita del brazo…

El amanecer la sorprendió derrotada, la cabeza colgando por detrás de los maderos en incómoda duermevela. Le dolía la espalda. Le dolían las rodillas, despellejadas, y el cuello, y las muñecas… ¡Le dolía cada segundo que transcurría de aquella malhadada vida que le acercaba a la felicidad para después negársela! Aletargada, creía escuchar los primeros movimientos en la Galera: el caminar de las reclusas dirigiéndose a misa, el desayuno. Cuando las demás subieron a la galería para trabajar, Frasquita le llevó agua y un mendrugo de pan que desmigó para introducírselo con cariño, pacientemente, en la boca. «No deberías desafiar al portero», le aconsejó.

Caridad había vuelto a elevar la voz en la noche; lo hizo al recuerdo de Melchor, de Milagros, de Herminia. Caridad no contestó; masticaba con desgana.

—No vuelvas a bailar —continuó la otra con sus consejos—. ¿Quieres agua?

Caridad asintió.

Frasquita buscó la mejor manera de acercarle el cazo a los labios, aunque derramó la mayor parte en el suelo.

—No lo hagas te lo pida quien te lo pida. ¿Entiendes? Siento haber sido yo…

—¿Qué es lo que sientes, Frasquita?

La mujer se volvió. Caridad trató de alzar la cabeza. Portero y alcaide se hallaban tras Frasquita.

—Nada —contestó la reclusa.

—Ese es el problema de todas vosotras: nunca os arrepentís de nada de lo que habéis hecho —replicó el alcaide de malos modos—. Aparta —añadió al tiempo que hacía una indicación al portero.

El hombre se acercó a uno de los extremos del cepo y trasteó con la vieja cerradura que mantenía firmes los maderos. Frasquita lo observó extrañada; a Caridad le quedaban aún dos días de castigo. Un repentino sudor enfrió su cuerpo mientras el portero alzaba sobre sus goznes el madero superior y la liberaba. ¿Y si habían decidido azotarla por cantar durante la noche? Caridad no lo resistiría.

—No… —empezó a decir.

—¡Silencio! —ordenó el alcaide.

Caridad se levantó lentamente, entumecida, apoyándose en los maderos que la habían mantenido cautiva.

—Pero… —insistió Frasquita.

—Vete a trabajar.

En esta ocasión fue el portero el que la interrumpió, golpeándole las piernas con la vara, que había vuelto a sus manos tan pronto como terminó con el cepo.

—No la azote vuestra merced —suplicó Frasquita hincándose de rodillas frente al alcaide—. Yo tengo la culpa de sus bailes. Yo soy la culpable.

El alcaide, hierático, mantuvo la mirada un buen rato sobre la mujer, luego la desvió hacia el portero.

—En tal caso —ordenó a este—, que sea ella quien cumpla los dos días de cepo que le quedaban a la morena.

—No es cierto —acertó a decir Caridad—. No ha sido ella…

El alcaide golpeó el aire con una mano y, mientras Caridad continuaba tartamudeando, presenció cómo el portero indicaba con la vara a su amiga que se arrodillase y encajase cuello y muñecas en los huecos del madero inferior. Los goznes volvieron a chirriar y la tabla superior cayó sobre Frasquita.

—Y tú —anunció entonces el alcaide dirigiéndose a Caridad—, recoge tus cosas y vete. Quedas en libertad.

Frasquita se arañó el cuello al volver la cabeza instintivamente hacia su amiga. Caridad dio un respingo.

—¿Por qué? —preguntó ingenuamente, con un hilo de voz.

Alcaide y portero soltaron una risotada.

—Porque así lo ha ordenando la Sala de Alcaldes, morena —contestó el primero en tono burlón—. Sus señorías se han apiadado de nosotros y nos libran de tus bailes y cantos de negros.

No le permitieron que se despidiera de Frasquita. El portero volvió a utilizar su vara para impedírselo.

—Suerte, Cachita —oyó no obstante que le gritaba aquella desde el cepo—. Nos veremos.

—Nos veremos —contestó Caridad cruzando el patio camino de las escaleras.

Volvió la cabeza pero el portero, a sus espaldas, le tapó la visión. Quizá no la había oído, dudó Caridad.

—¡Nos veremos, Frasquita! —repitió.

La vara que golpeó sobre uno de sus costados le impidió continuar mirando hacia atrás. Ascendió las escaleras con el estómago encogido y lágrimas en los ojos, porque sabía que aquel era un deseo que difícilmente se vería cumplido. Después de más de dos años en aquella cárcel, ¿qué sabía en realidad de Frasquita? ¿Cómo podrían encontrarse de nuevo?

—¿Quién…? —carraspeó—. ¿Quién se ha hecho cargo de mí? —preguntó al portero antes de cruzar la puerta de acceso a la galería.

—¿Y yo qué sé? —contestó este—. Un hombre casi tan moreno como tú. A mí no me interesa quién es. Trae el oficio de la Sala de Alcaldes; eso es lo único que tengo que saber.

¿Casi tan moreno como ella? Un único nombre le vino a la cabeza: Melchor. Solo conocía al gitano, pensó Caridad al tiempo que obedecía a la vara y entraba en la sala. La atención de las reclusas, que dejaron de coser sorprendidas al verla libre del cepo, distrajo sus pensamientos. No supo cómo responder; frunció los labios, como si se sintiera culpable, y recorrió la galería con la mirada. Muchas otras que no se habían dado cuenta de la situación abandonaron también sus labores. Algunas se levantaron pese a las órdenes de las celadoras.

—No te entretengas —la apremió el portero—. Tengo mucho que hacer. Recoge tus cosas.

—¿Te vas?

Fue Jacinta quien lanzó la pregunta. Caridad asintió con una triste sonrisa. La muchacha no había querido ceder a las pretensiones de don Bernabé y buscar un perdón que ahora, marchitada, probablemente no conseguiría.

—¿Libre, libre?

Caridad asintió de nuevo. Las tenía a todas frente a ella, apelotonadas a una distancia que parecían no atreverse a superar.

—Tus cosas —insistió el portero.

Caridad no le hizo caso. Tenía los ojos fijos en aquellas mujeres que la habían acompañado durante más de dos años: algunas viejas y desdentadas, otras jóvenes, defendiendo su lozanía con ingenuidad, todas sucias y desharrapadas.

—Morena… —quiso advertirle el hombre.

—¿De verdad soy libre? —inquirió ella.

—¿Acaso no te lo he dicho ya?

Caridad dejó atrás al portero, su vara y sus exigencias, y cruzó aquel par de pasos que simbolizaban el abismo que se abría entre la libertad y quienes, en su mayoría injustamente, continuarían sometiéndose a la vara que en aquel momento se alzó amenazadora tras ella. Caridad lo percibió en los semblantes atemorizados de sus compañeras.

—Cachita es libre —se escuchó de entre las reclusas una voz escondida—. ¿Nos castigará a todas? ¿Igual que en un motín?

Caridad supo que la vara se rendía cuando la que estaba frente a ella abrió sus brazos. Con la garganta agarrotada y las lágrimas brotando de sus ojos, se lanzó a ellos. La rodearon. Palmearon su espalda, ya curada. La abrazaron y estrujaron. La felicitaron. La besaron. Le desearon suerte. Caridad no quiso enardecer a un portero que contenía su furia, por lo que recogió una manta deshilachada y los restos todavía más deteriorados de su ropa de esclava, que todavía conservaba y que había ido logrando sustituir por otras, y descendió las escaleras de la galería entre los ensordecedores aplausos y vítores de las que quedaban atrás.

No era Melchor. Por un momento había llegado a imaginar… pero no conocía al hombre que, papeles en mano, visiblemente incómodo, esperaba junto al cubículo del portero emplazado más allá de las puertas de entrada de la Galera. Era más bajo que ella, delgado, fibroso, negro el cabello que se entreveía bajo la montera de la que no se había destocado. Negra se veía también su barba descuidada, en un semblante adusto y de piel atezada, curtida por el sol. Vestía como un agricultor: abarcas de cuero atadas a los tobillos, calzones pardos de bayeta sin medias y una sencilla camisa que quizá algún día había sido blanca. El hombre la inspeccionó de arriba abajo sin disimulo alguno.

—Aquí la tienes —anunció el portero.

El otro asintió.

—Vamos, pues —ordenó resolutivo.

Caridad dudó. ¿Por qué tenía que fiar su persona a ese extraño? Se disponía a preguntar, pero los rayos del sol que iluminaron la lúgubre estancia carcelaria a medida que el portero les franqueaba la salida confundieron su visión y hasta su voluntad. Inconscientemente siguió al agricultor y traspasó el umbral para dejar atrás más de dos años de su vida. Se detuvo tan pronto como puso el pie en la calle de Atocha y cerró los ojos deslumbrada por un sol de julio que percibió diferente a aquel que se colaba por las altas ventanas de las galerías o en el patio de la cárcel: este era más limpio, vital, tangible incluso. Respiró hondo; lo hizo de forma espontánea, una, dos, tres veces. Luego abrió los ojos y descubrió la sonrisa de la menuda Herminia parada al otro lado de la calle, como si tuviera miedo de acercarse a la Galera. Corrió hacia ella sin pensarlo. Muchos se quejaron a su paso. Caridad no los oyó. Abrazó a su amiga, con la respiración acelerada, mil preguntas atascadas en su garganta, mientras las lágrimas de una y otra se mezclaban en sus mejillas.

—¡Tú…! ¿Aquí? Herminia… ¿Por qué…?

No pudo continuar. Se sintió desfallecer. La larga noche en el cepo, la despedida de Frasquita y de las demás reclusas, los abrazos, los aplausos, los llantos, la libertad… Herminia agarró a Caridad justo cuando le cedían las rodillas.

—Ven, Cachita. Vamos —le dijo mientras la sostenía de la cintura y la acompañaba hasta un carretón de mano de dos ruedas cargado con melones—. Agárrate de aquí —añadió llevando la mano de su amiga a uno de los tablones de madera de los laterales del carro.

—¿Ya estamos? —preguntó no sin cierta acritud el agricultor.

—Sí, sí —contestó Herminia. Luego se volvió hacia Caridad, aferrada al tablón de madera—. Ahora tengo que ayudar a Marcial a empujar el carro. Tú no te sueltes. Iremos a la plaza Mayor para vender los melones y…

—Vamos muy tarde, Herminia —la apremió el otro.

—No te sueltes —repitió esta, ya corriendo hacia una de las varas del carretón para empujarlo junto a Marcial por la empinada cuesta de la calle de Atocha.

Agarrada al madero, Caridad se dejó arrastrar. El bullicio del gentío y los carros que iban y venían eran como un zumbido en sus oídos. Entrevió lugares por los que había pasado: hospitales e iglesias, la fuente de los peces coronada por un ángel donde la habían detenido, el inmenso edificio de la cárcel. Más de dos años en Madrid y era el único lugar que conocía de la ciudad: la calle de Atocha. De la fuente del angelito a la Galera, de la Galera a la Sala de Alcaldes y vuelta a la cárcel de mujeres.

Nunca había estado en la plaza Mayor de Madrid, de la que tanto había oído en boca de las demás reclusas. Despertó de su confusión en un lugar que le pareció inmenso, con cajones y tinglados para el mercado dispuestos en su centro, rodeados en sus cuatro costados por los edificios más altos que nunca había visto: de seis pisos y cubiertas, estrechos todos ellos, de ladrillo colorado, rejas labradas en sus balcones, negros y dorados en sus fachadas. Le sedujo la armonía y uniformidad de las construcciones, solo quebrada por dos suntuosos edificios enfrentados en sus lienzos, aunque sabía que el interior de todas aquellas casas desmerecía su majestuosidad. Había oído que se trataba de viviendas pequeñas, estrechas y lúgubres, destinadas al alquiler o habitadas por los comerciantes que regentaban los negocios de los soportales de la plaza: el portal de paños, el de cáñamos y el de sedas, hilos y quincallería que abarcaba dos lienzos enteros y que fue por el que accedieron a ella.

—¿Mejor? —inquirió Herminia cuando Marcial las dejó solas y se internó entre los tinglados para vender los melones.

—Sí —contestó Caridad.

La gente no cesaba de pasar junto a ellas. El sol de julio empezaba a quemar y se refugiaron en las sombras de los soportales.

—¿Por qué…?

—Porque te aprecio, Cachita —se adelantó la otra—. ¿Cómo iba a dejarte ahí dentro?

«Te aprecio». Caridad sintió un escalofrío; todos aquellos que decían haberla apreciado, querido o amado, habían ido desapareciendo de su vida.

—Me ha costado mucho —interrumpió Herminia sus pensamientos— encontrar un ciudadano serio y solvente que quisiera prestarse a responder por ti ante la Sala de Alcaldes. ¿Fumamos? —Sonrió y rebuscó en una bolsa que llevaba hasta extraer un cigarro.

Pidió lumbre a un hombre que pasaba por allí. El silencio se hizo entre ambas mientras aquel encendía la yesca y la acercaba a la punta del cigarro. Herminia chupó con fuerza y el tabaco prendió.

—Toma —ofreció a su amiga.

Caridad cogió el cigarro, delgado y mal torcido, extremadamente oscuro y sin aroma. Chupó de él: tabaco fuerte y agrio de lenta y difícil combustión. Tosió.

—¡Era mejor el de la Galera! —protestó—. Ni siquiera allí dentro se fuma tabaco tan malo como este.

Sonrió la una. Lo hizo también la otra. No se atrevieron a fundirse en un abrazo a la vista de la gente, pero en un solo segundo se dijeron mil cosas en silencio.

—Pues es a este tabaco asqueroso al que debes tu libertad —dijo Herminia rompiendo el hechizo.

Caridad miró el cigarro. Una pequeña plantación de tabaco clandestina, de eso se trataba, le explicó Herminia. El cura de Torrejón de Ardoz mantenía unas cuantas plantas en unas tierras propias de la parroquia. Hasta entonces, con la ayuda de Marcial, que tenía arrendadas a la parroquia las vides tras las que se escondía el tabacal, el sacerdote las había explotado por medio del sacristán, pero el hombre era ya demasiado viejo para continuar con ello. «Tengo una amiga…», aprovechó Herminia la casualidad al enterarse de la situación. Le costó convencer a Marcial y a don Valerio, el párroco, pero poco a poco los recelos de ambos se atenuaron con la falta de una alternativa. ¿A quién podían contratar para una actividad tan severamente castigada por las leyes? Aceptaron, y don Valerio utilizó viejos contactos en la Sala de Alcaldes para que atendieran a Marcial y le otorgasen la custodia de la reclusa. No hubo problema: Caridad había cumplido sus dos años de reclusión y el agricultor acreditaba medios de vida y buena conducta. Un día les avisaron de que ya disponían de los documentos.

Marcial regresó a los pórticos con el carretón todavía cargado de melones.

—¡Hemos llegado tarde! —se quejó en tono severo, culpando a Herminia.

El retraso originado por las gestiones en la Sala de Alcaldes y en la Galera le había impedido vender su mercancía.

—Ninguno de los puestos quiere melones a estas horas de la mañana. —Luego examinó a Caridad igual que había hecho en la cárcel y negó con la cabeza—. No me habías advertido de que era tan negra —recriminó a Herminia.

—De noche no se nota tanto —saltó Caridad.

Herminia estalló en una carcajada. El agricultor enarcó las cejas.

—No pretendo pasar las noches contigo.

—Tú te lo pierdes —terció Herminia al tiempo que guiñaba un ojo a su amiga.

No. Marcial no era su esposo, ni su amante, ni siquiera pariente, satisfizo Herminia la curiosidad de Caridad mientras caminaban tras el agricultor con su carretón cargado de melones. Era solo un vecino. La casa de los tíos de Herminia, donde ella vivía y donde también lo haría la morena, lindaba pared con pared con la de Marcial, y pese a que lo del tabaco debía ser un secreto, medio pueblo lo sabía. Había prometido a sus tíos una pequeña renta a cambio de acoger a Caridad.

—Pero no tengo dinero —se quejó ella.

—Da igual. Lo conseguirás con lo del tabaco. ¡Seguro! Te darán una parte de lo producido. Ya decidirá el párroco lo que te corresponde a la vista de los resultados —explicó Herminia—. Aunque tu parte siempre será sobre lo manufacturado… Porque sabes trabajar la hoja y los cigarros, ¿no? Eso me dijiste.

—Es lo único que sé hacer —contestó ella cuando accedían a una plaza irregular en la que se acumulaba tanta o más gente que en la Mayor—, aunque ahora también me han enseñado a coser.

—La Puerta del Sol —le explicó Herminia al notar que la otra aminoraba el paso.

—Esperad aquí —gritó Marcial a las dos mujeres.

Herminia se apartó en silencio del camino del carretón; sabía lo que iba a hacer el agricultor, que torció por una de las callejuelas que desembocaban en la plaza. En Madrid había diez puestos autorizados por la Sala de Alcaldes para la venta de melones y era allí donde se debían vender bajo el control de las autoridades, que fiscalizaban su calidad, su peso y su precio, pero también existían numerosas regatonas que, sin puesto fijo ni autorización, arriesgándose a ser detenidas y acabar en la Galera, compraban y revendían frutas y verduras a espaldas de la ley. Las meloneras se diseminaban por los alrededores de la Puerta del Sol, y Marcial, renegando por lo bajo, fue en su busca.

«¿Esta es la famosa Puerta del Sol?», se preguntó Caridad. También había oído hablar de ese sitio en la Galera: mentidero en el que las gentes charlaban hasta llegar a convencerse de la certeza de los rumores que ellos mismos concebían; lugar de reunión de ociosos y holgazanes, de albañiles sin trabajo o de músicos soberbios e impertinentes en espera de que algún madrileño —con posibles o sin ellos pero decidido a emular a quienes los tenían— les contratase para alegrar alguna de las tertulias que acostumbraban a celebrar por las tardes en sus casas.

Ambas mujeres se quedaron paradas junto al convento conocido por las gentes como de San Felipe el Real, al inicio de la plaza. Debido al desnivel de la calle Mayor, el atrio de la iglesia, una gran lonja que desde siempre había sido centro de reunión y esparcimiento de los madrileños, se elevaba por encima de las cabezas de Herminia y Caridad. Ninguna de ellas, sin embargo, prestó atención a las risas y los comentarios que surgían del mentidero.

—¿Quieres entrar? —invitó Herminia.

Caridad permanecía absorta en la hilera de cuevas que se abrían bajo las gradas de San Felipe. También existían covachuelas bajo el atrio de la iglesia del Carmen y en algunos otros lugares de aquel Madrid construido sobre cerros, pero las más conocidas eran las de la Puerta del Sol. En alguna se vendía ropa usada, pero la mayoría estaba destinada a la venta de juguetes, artículos que los comerciantes exponían al público amontonados junto a las puertas o colgando de sus dinteles en una atractiva y colorida feria capaz de captar la atención de cuantos pasaban.

—¿Podemos?

Herminia sonrió ante la ingenuidad que se reflejó en el rostro redondo de Caridad.

—Por supuesto que podemos… siempre y cuando no rompas nada. Marcial todavía tardará un rato.

Entraron en una de las cuevas, estrecha y alargada, lóbrega, oscura, sin más luz natural que la que se colaba por la puerta. Los juguetes aparecían desparramados hasta por los suelos: carrozas, calesas, caballos, muñecas, pitos, cajas de música, espadas y fusiles, tambores… Las dos se asustaron como niñas cuando una culebra saltó del interior de una caja para picar el dedo de la mujer que la estaba toqueteando. La vieja gorda que llevaba el negocio soltó una carcajada mientras volvía a forzar la culebra hacia el interior. La mujer se repuso de la sorpresa y preguntó cuánto costaba, ya dispuesta a comprarla. Mientras las dos negociaban el precio, Caridad y Herminia se distrajeron entre las cuatro o cinco personas que se apelotonaban dentro, algunas peleándose con los niños que las acompañaban y que reclamaban la tienda entera.

—Mira esto, Cachita. —Herminia señaló una muñeca rubia—. ¿Cachita? —insistió ante su falta de respuesta.

Se volvió hacia Caridad y la descubrió hechizada ante un juguete mecánico que descansaba encima de una balda: sobre una pequeña plataforma pintada de verde y ocre, varias figurillas de hombres, mujeres y niños negros, algunos cargados con corachas, otros con palos largos de los que colgaban las hojas del tabaco, y un capataz blanco con un látigo en su mano que cerraba la composición, se disponían alrededor de lo que representaba una ceiba y varias plantas de tabaco.

—¿Te gusta? —inquirió Herminia.

Caridad no respondió.

—Espera, ya verás.

Herminia giró repetidamente una diminuta llave que sobresalía de la base del juguete, la soltó al llegar al tope y empezó a sonar una musiquilla metálica al tiempo que la negrada giraba alrededor de la ceiba y las plantas de tabaco, y el capataz blanco levantaba y bajaba el brazo en el que sostenía el látigo.

Caridad no dijo nada; una de sus manos estaba extendida, como si dudase en tocar o no aquel juguete. Herminia no se percató del estado casi de trance en que se hallaba su amiga.

—Voy a preguntar el precio —dijo por el contrario, exultante, animada, dirigiéndose a la vieja que las vigilaba desde el mostrador ahora que la mujer de la caja y la culebra ya habían salido de la cueva—. ¡Ni que ahorrásemos todo el dinero ganado en varios años! —se lamentó de vuelta—. ¡Ven a ver la muñeca!

Marcial tuvo que recorrer varias covachuelas antes de dar con ellas. Su rostro, contraído, fue suficiente para que Herminia tirara de Caridad. Sabía lo que había sucedido: las regatonas le habían comprado los melones por menos de la mitad de lo que habría podido conseguir. Siguieron al carretón vacío a través de la plaza de la Puerta del Sol, lentamente, por más juramentos que lanzara Marcial a la multitud para que les dejara el paso libre.

Caridad vio a los aguadores, asturianos todos ellos, reunidos alrededor de la fuente a la que llamaban la Mariblanca, con sus cántaros dispuestos para transportar el agua allí donde los requirieran. Jacinta era asturiana y le había hablado de ellos. ¿Sería uno de aquellos hombres el pariente que la había traído a Madrid y al que no quiso defraudar cuando su primer embarazo? Los observó; gente brava y dura, le había asegurado, la mayoría dedicada a trabajos tan severos como los de aguador, apeador de carbón o mozo de cuerda. Los viernes, desde un púlpito instalado en la plaza, entre la iglesia del Buen Suceso y la Mariblanca, curas y frailes los sermoneaban. Por lo visto lo necesitaban: las rencillas entre los aguadores y los vecinos que pretendían surtirse en las fuentes eran constantes, tanto como las que ellos mismos mantenían entre sí cuando alguno intentaba cargar en su turno más de un «viaje»: un cántaro grande, dos medianos o cuatro pequeños; aquello era lo máximo que se permitía cargar por vez. También, le había contado Jacinta, no sin cierta añoranza, que los asturianos se reunían en el prado del Corregidor a bailar la «danza prima» de su tierra. Acudían todos y bailaban unidos, pero siempre terminaban peleándose a palos o pedradas, agrupados en bandos correspondientes a sus pueblos de origen.

Como en la plaza Mayor, alrededor de la fuente de la Mariblanca se alzaban tinglados y cajones para la venta de carnes y frutas, pero al contrario de la uniformidad y gran altura de los edificios de la plaza, la Puerta del Sol solo tenía unas pocas construcciones importantes: el convento de San Felipe el Real y una gran casa que ocupaba toda una manzana con una torre esquinera que acreditaba la nobleza de su propietario, el señor de la villa de Humera, en su acceso por la calle Mayor; la iglesia y el hospital del Buen Suceso, enfrentado a la torre en el otro extremo; en uno de los lienzos estaba la inclusa para los niños huérfanos, y algo más allá, al otro lado de la calle del hospital, el convento de la Victoria, cuyo atrio también servía de punto de reunión a los petimetres afrancesados. El resto de las construcciones no eran más que casas bajas, la mayoría de un solo piso, estrechas, viejas y apelotonadas, en cuyas fachadas se aireaban las ropas, puestas a secar, y la intimidad de sus habitantes. Las basuras se acumulaban en los portales, y los excrementos que no habían sido lanzados despreocupadamente por las ventanas permanecían frente a sus puertas, en los bacines, a la espera de que pasase el carro de las letrinas… si llegaba a hacerlo.

Entre las gentes y un bullicio que le resultaba extraño después de dos años de reclusión, Caridad tuvo que llevar cuidado para no perder el paso con que Marcial tiraba del carretón. Pasaron la Puerta del Sol y se adentraron en la calle de Alcalá, con su tráfago de carrozas y carros arriba y abajo de la calle, cruzándose, deteniéndose para que sus ilustres ocupantes charlaran unos instantes, se saludaran o simplemente exhibieran sus riquezas. Caridad trató de imaginar qué la esperaba. ¿Torrejón de qué? No recordaba el nombre del pueblo mencionado por Herminia; lo olvidó tan pronto como la otra le habló del tabaco, unas cuantas plantas tan solo, un sacerdote y un sacristán ya viejo. «Mal tabaco», añadió para sí. Las prisas, los coches, las órdenes e insultos que proferían los cocheros y los criados de librea que los acompañaban a pie, obligaron a Caridad a olvidarse de sus cuitas y hasta le impidieron prestar atención a los ostentosos edificios erigidos por todo tipo de ricos y de órdenes religiosas en la más noble de las vías de Madrid, que finalizaba en su puerta oriental, la de Alcalá. Por su único arco, flanqueado por dos torrecillas, Caridad abandonó la ciudad tan solo unos pocos meses después de que Milagros hubiera entrado en ella.

Cuatro leguas por el camino real les separaban de Torrejón de Ardoz. Las cumplieron en igual número de horas, abrasados por un sol estival que se ensañó con ellos mientras cruzaban entre extensos trigales. «¿Aquí cultivan tabaco?», se preguntó Caridad recordando la fértil vega cubana. Tuvo oportunidad de recordar su viejo sombrero de paja: no lo había necesitado en la Galera, pero en ese camino, bajo el sol ardiente, lo echó de menos. Debió de quedar abandonado en la habitación de la posada secreta, junto a su vestido colorado, los documentos y el dinero. «Curiosa libertad», se dijo. En dos años no había echado de menos su vestido colorado, ni siquiera cuando tenía que pagar algo de dinero por una de las viejas camisas ajadas de las que las surtía la demandadera, y sin embargo había respirado solo cuatro bocanadas de libertad y ya los recuerdos se abrían paso en su memoria.

Tras un irritado y silencioso Marcial, que tiraba de ellas sin compasión después de haber culpado a gritos a Herminia del quebranto sufrido en la venta de sus melones, las dos mujeres tuvieron tiempo suficiente para explicarse la una a la otra qué había sido de ellas.

—¿Cómo está tu espalda? —se interesó Herminia justo cuando cruzaban un puente—. El río Jarama —anunció moviendo el mentón hacia el cauce casi seco.

Caridad fue a responder acerca del estado de su espalda, pero la otra no le dio oportunidad.

—Tendremos que conseguirte unos zapatos —dijo señalando sus pies descalzos.

—No sé andar con zapatos —replicó ella.

Dejaron atrás el puente de Viveros. Quedaba una legua para llegar a Torrejón de Ardoz y Caridad ya sabía de toda la familia con la que iba a vivir: los tíos de Herminia, Germán y Margarita. Él era agricultor, como la casi totalidad de los habitantes del pueblo, y su esposa le ayudaba cuando podía.

—El tío es un buen hombre —murmuró Herminia—, como mi padre, aunque él era algo tozudo. Me acogió de niña, cuando mi madre no pudo hacerse cargo de sus hijos y nos repartió por ahí.

Caridad conocía la historia, sabía también que Herminia no había vuelto a tener noticias de su madre, igual que ella. Recordó que aquella noche las dos habían llorado.

—La tía Margarita ya es vieja —le explicó—, cuando no está enferma por una cosa lo está por otra, pero te tratará bien.

También estaban Antón y Rosario. Caridad percibió cierto nerviosismo en su amiga cuando se explayó en elogios hacia su primo Antón, que labraba con su padre las tierras que tenían en arriendo, aunque a menudo también ayudaba en la fabricación de tejas o acarreaba paja hasta Madrid.

—Si tus parientes son agricultores —interrumpió su discurso Caridad—, ¿por qué no se ocupan ellos del tabaco?

—No se atreven —contestó.

Anduvieron unos pasos en silencio.

—Porque tú sabes que lo del tabaco es peligroso, ¿no? —preguntó Herminia.

—Sí.

Caridad lo sabía. Había conversado con una reclusa condenada por traficar con él.

—Con Rosario hay que llevar cuidado —advirtió Herminia un rato después—. Es engreída, rencorosa y mandona.

La esposa de su primo no ayudaba en los campos. Tenía cuatro hijos cuyos nombres Caridad ni siquiera intentó retener en la memoria, y desde hacía años venía obteniendo unos buenos dineros quitándoles la leche que les correspondía para venderla a los hijos de los madrileños adinerados. Según le contó Herminia, desde hacía cerca de seis meses vivía con ellos el hijo de un fiscal del Consejo de Guerra al que sus padres habían llevado recién nacido a Torrejón para que Rosario lo amamantase.

—¿Y tú? —preguntó Caridad.

—Yo, ¿qué?

—¿Qué haces allí, en casa de tus tíos?

Herminia suspiró. Marcial escapó unos pasos cuando Caridad se detuvo; no le había contado la razón por la que continuaba en casa de sus tíos.

—Ayudo —se limitó a responder.

Caridad entrecerró los ojos con la silueta de su amiga recortada contra los campos mientras aquel sol tan diferente del de la Galera acariciaba su figura.

—¿Nunca te has casado?

Herminia le impulsó a seguir adelante.

—Falta poco para… —trató de zafarse.

—¿Por qué? —insistió Caridad interrumpiéndola.

—Una criatura —confesó al fin Herminia—. Hace varios años, antes de lo de la cárcel. Nadie en Torrejón se casará conmigo. Y en Madrid…, en Madrid los hombres tienen miedo de contraer matrimonio.

—No me contaste nada de eso.

Herminia evitó mirarla y continuaron en silencio. Caridad sabía que los hombres no querían casarse. Muchas de las reclusas de la Galera se quejaban de lo mismo, de que en aquel Madrid de la civilidad y del lujo desaforado los hombres tenían miedo a casarse. El número de matrimonios descendía año tras año y con él una natalidad que se reemplazaba con gentes venidas de todos los rincones de España. La razón no era otra que la imposibilidad de hacer frente a los gastos suntuarios, principalmente vestidos, a los que las mujeres se lanzaban en vehemente competición en cuanto se casaban, tanto las nobles como las humildes, cada cual en su medida. Muchos hombres se habían arruinado; otros trabajaban sin descanso por complacer a sus esposas.

Torrejón de Ardoz era un pueblo de algo más de mil habitantes que se hallaba al pie del camino real que llevaba a Zaragoza. Pasaron ante el hospital de Santa María, a la entrada, y sortearon a un par de mendigos que los acosaron. Otra manzana y se adentraron por la calle de Enmedio hasta llegar a la plaza Mayor. En la calle del Hospital, entre la iglesia de San Juan y el hospital de San Sebastián, se detuvieron ante unas casas bajas de adobe, con huertos traseros que lindaban ya con las eras. Todavía brillaba el sol.

Marcial emitió un gruñido a modo de despedida, entregó a Caridad los papeles que acreditaban su libertad, arrimó el carretón a la fachada de una de las casas y entró en ella. Caridad siguió los pasos de Herminia hacia la que lindaba con aquella.

—Ave María Purísima —saludó esta en voz alta tras cruzar el umbral.