Milagros se alzó sobre las puntas de los dedos de sus pies descalzos, con los brazos combados sobre la cabeza, para poner fin al fandango. Sin embargo, el aplauso que esperaba no llegó. Jadeaba, sudaba, se había entregado como nunca, pero las ovaciones y los vítores que creía merecer se quedaron en unas simples palmas mezcladas con impertinentes murmullos de desaprobación que fueron subiendo peligrosamente de tono. Observó a los centenares de hombres que se arracimaban en pie, en el patio, por debajo del tablado, sin comprender a qué venía aquella apatía. Miró hacia la cazuela, un gran balcón cerrado por detrás del patio en el que se sentaban las mujeres, que charlaban distraídamente entre ellas. Levantó la vista hacia los aposentos, a rebosar de público: nadie parecía prestarle atención.
—¡Vuélvete a Triana!
Milagros buscó con la mirada al mosquetero que había gritado desde el patio.
—¡No vales lo que ha costado tu viaje!
—¡Aprende a bailar!
Volvió la cabeza hacia el otro costado, sin poder creer lo que oía.
—¿Esta es la gran cantante que anunciaba el cartel de la Puerta del Sol?
Sintió flaquear las piernas.
—¡Con tonadilleras como tú, estarán contentos los «chorizos» del teatro de la Cruz! —Una mujer era la que se desgañitaba señalándola por encima de la baranda de la cazuela.
Milagros creyó que iba a desplomarse y buscó a Pedro con la mirada; le había dicho que presenciaría el espectáculo, pero no lograba encontrarlo. Se le nubló la visión. Los gritos arreciaban y las lágrimas corrían por su rostro. Una mano la agarró del codo justo cuando estaba dispuesta a dejarse caer.
—¡Señores —gritó Celeste, zarandeando a Milagros para que recobrase el ánimo—, ya les hemos dicho…! ¡Señores…!
El escándalo no cesaba. Celeste interrogó con la mirada al alcalde de corte, que, junto a dos alguaciles y un escribano, permanecía sentado en el mismo tablado, en una de las esquinas, para cuidar del orden en el teatro. El alcalde suspiró porque sabía lo que pretendía la primera dama. Asintió. No había terminado de mover la cabeza cuando don José ya daba instrucciones a los músicos para que tocasen de nuevo la pieza que acababa de hundir a Milagros.
Celeste permitió que los acordes de los violines sonaran en un par de ocasiones antes de empezar a cantar. El público cambió de actitud, los hombres del patio se tranquilizaron.
—¡Tú sí que eres grande! —resonó antes de que se arrancase.
—¡Guapa!
Celeste cantó la primera estrofa. Luego, cuando le tocaba iniciar la segunda, se encaró con los mosqueteros, mientras la música se repetía, a la espera de su decisión.
—¿Esa es la clemencia que os hemos pedido durante la presentación de una nueva cómica?
Milagros, todavía agarrada del codo por Celeste, recordó la entrada de la tonadilla, un entreacto musical que no podía superar la media hora y que se ejecutaba entre el primer y segundo acto de la obra principal, aunque le habían comentado que el público iba más al teatro por las tonadillas, los entremeses y los sainetes que se sucedían entre el segundo y tercer acto, que por la obra principal. Le dijeron que muchos de ellos incluso lo abandonaban después del sainete y renunciaban al tercer acto de la comedia. Durante la presentación, la propia Celeste, después de presentar a Milagros y ensalzar unas virtudes que habían arrancado aplausos y silbidos, se había dirigido al público rogando clemencia para ella, para la nueva. «¡Solo tiene diecisiete años!», gritó levantando exclamaciones. Después varias de las cómicas habían cantado y bailado juntas para dejar el cierre a Milagros, en solitario, que se había lanzado a ello con la confianza que le proporcionaba la experiencia de sus años cantando para los sevillanos. Con todo, en momento alguno de la actuación su cuerpo llegó a acompañar a la magnífica interpretación vocal. Se lo habían advertido.
—¡Alto! —le había gritado Celeste nada más verla bailar en los ensayos—. A nosotros nos acarrearás la ruina y a ti te encarcelarán como te presentes así ante la gente.
Cuando preguntó, extrañada, le explicaron que las autoridades no permitían aquellos bailes tan extremadamente lascivos.
—La sensualidad —trató de instruirle don José, a pesar de la duda que apareció en su semblante ante el desparpajo de la gitana— debes mostrarla más… más… —buscó la palabra adecuada para ella al tiempo que sacudía una mano en el aire—, más celada…, encubierta, disimulada…, íntima. Eso es, sí: ¡íntima! Tus bailes tienen que ser sensuales porque tú lo eres, porque sale naturalmente de ti, nunca porque quieras excitar al público. Algo así como si tuvieras necesidad de esconder los favores que Dios te ha concedido y alimentar el recato para no pecar de grosería. ¿Entiendes? Pasión contenida. ¿Lo comprendes?
Milagros contestó que sí aunque ignoraba cómo hacerlo. También contestó que sí cuando le explicaron que aquellos mosqueteros y las mujeres de la cazuela, los nobles y los ricos de los aposentos, y los curas e intelectuales de la tertulia no solo esperaban una buena actuación: también pretendían lo que ahora presenciaba por parte de la primera dama. Pero en realidad no había entendido nada; sus movimientos al bailar habían sido rígidos y toscos, ella misma lo había notado, y en cuanto a lo que podían esperar de ella aquellos madrileños…
—Te quejas de la torpeza de la muchacha, ¿tú? —vio cómo replicaba Celeste con descaro a un herrero conocido por su intransigencia con las cómicas y que había vuelto a quejarse de la actuación de la gitana—. Se dice por ahí que la primera reja que forjaste no sirvió ni para proteger la virtud de tu hija.
La gente estalló en carcajadas.
—¿Estás poniendo en duda…? —trató de revolverse el hombre.
—¡Pregúntaselo al ayudante del panadero! —se le adelantó alguien desde el mismo patio—, él sabrá decirte dónde quedó la reja y dónde la virtud de la niña.
Unas nuevas risotadas acompañaron el garboso desplazamiento de Celeste a lo largo del escenario. A una señal de don José, la música aumentó de volumen cuando el herrero trató de abrirse paso a empujones y codazos entre los mosqueteros abigarrados en el patio en busca de aquel que había insultado a su hija. Uno de los alguaciles se asomó para evitar que la cosa fuera a mayores. Milagros quedó sola en el centro del escenario, con la mirada entre el herrero y Celeste, ahora en uno de los extremos. No se atrevía a volver la espalda al público, ni tampoco a andar hacia atrás para retirarse. Permanecía inmóvil como una estatua en un teatro lleno a rebosar en el primer día de comedias de la temporada.
Celeste, en la esquina, retomó la canción. La gente empezó a corear la tonada, ella volvió a callar y señaló a un hombre obeso, patizambo y descuidado de mejillas encendidas y sudorosas.
—¿Cómo podemos los cómicos pretender generosidad de quienes la agotan consigo mismos?
Antes de que la gente estallara en carcajadas, cantó de nuevo y corrió hacia donde se hallaba Milagros.
—Suéltate —la animó entre estrofa y estrofa—, puedes hacerlo.
Por un instante Milagros recordó a la vieja María y a Sagrario, la que le había dado la entrada en la posada sevillana de Bienvenido. Entonces se había superado y llegó a triunfar. ¡Era una gitana! Respiró hondo y cantó con Celeste, hasta que esta le dio un pequeño empujón hacia el público, animándola.
Miles de ojos se posaron en ella.
—¿Qué miráis? —soltó Milagros en dirección al patio. Estuvo tentada de contonear su cuerpo con voluptuosidad, pero en su lugar cruzó los brazos por delante de sus pechos con simulado recato—. ¿Acaso vuestras mujeres no os satisfacen? —El alcalde de corte dio un respingo—. ¿O quizá sois vosotros quienes no las satisfacéis a ellas?
La insinuación le granjeó los aplausos y los vítores de la cazuela de las mujeres. Milagros fingió turbación ante la retahíla de frases obscenas que surgían de boca de aquellas.
—Y ahora —gritó para hacerse oír por los mosqueteros—, ¿qué ha sido de vuestra hombría?
Tras la incitación, muchos de ellos se volvieron hacia la cazuela para discutir con las mujeres. El alcalde de corte se puso en pie y ordenó a don José que finalizase la tonada. Uno de los alguaciles se plantó en el borde del tablado y el otro, a espaldas del alcalde, susurró al escribano:
—No anote usted estas últimas palabras. —El escribano levantó la cabeza, extrañado—. La conozco. Es joven. No es mala chica, solo es nueva. Démosle una oportunidad. Usted ya sabe que el corregidor…
El funcionario entendió y cesó de escribir.
Nobles, ricos y religiosos se divirtieron con la pelea y el cruce de acusaciones entre mosqueteros y mujeres. Poco a poco, a falta de música, los ánimos se fueron calmando y el público volvió a centrar su atención en las dos mujeres que permanecían quietas en el escenario.
—¡Mi esposo no sabría qué hacer contigo, gitana! —resonó en el teatro.
—¡El mío se acobardaría!
Retornaron las risas y unos aplausos que fueron en aumento cuando la mayoría de los mosqueteros, complacidos por la fiesta y el escándalo, se sumaron a ellos.
—¡Hermosa! —piropeó a Milagros alguien desde el patio.
El domingo de resurrección de 1752, fecha de inicio de la temporada teatral, a partir de las tres de la tarde, Pedro García presenciaba la función inaugural de su esposa confundido entre los mosqueteros, callado, sin significarse, reprimiendo la ira ante los abucheos. Luego fue en su busca. Un par de soldados de guardia le impidieron el acceso por la entrada de la calle del Lobo.
—Ni esposos ni nadie —le espetó uno de ellos.
—Tampoco puedes quedarte ahí parado esperando; está prohibido que la gente se congregue a la salida de los cómicos —le soltó el otro después.
Pedro esperó más allá de la esquina, junto a un grupo de curiosos. Vio salir la silla de manos de Celeste y sonrió mientras los muchos admiradores de la primera dama se arremolinaban alrededor de ella y entorpecían su paso. Él la poseería en solo una hora. Ya habían concertado una cita, como tantas otras que habían mantenido desde su llegada a Madrid. Las gentes siguieron acosando a las demás cómicas y al final, cuando las calles empezaban a despejarse, hizo su aparición Milagros.
La gitana pareció sorprenderse de la luz solar que todavía iluminaba. Dudó. Paseó una mirada cansina a lo largo de la calle del Lobo hasta reconocer a su esposo, hacia el que se encaminó con andares resignados y rostro inexpresivo.
—¡Anímate! —la recibió Pedro—. Es la primera vez.
Ella frunció la boca por toda respuesta.
—Mañana lo harás mejor.
—El alcalde me ha llamado la atención por el desplante.
—No hagas caso —la animó él.
—Don José también lo ha hecho.
—¡Maldito viejo!
—Abrázame —imploró ella abriendo tímidamente los brazos.
Pedro asintió levemente, se acercó y la estrechó con fuerza.
—¡Milagros —gritó alguien que pasaba por su lado—, yo sí que sabría qué hacer contigo!
Un coro de risas acompañó la insolencia al tiempo que Milagros afirmaba su abrazo para impedir que Pedro se abalanzase sobre él.
—Déjalos —le rogó al tiempo que le acariciaba la mejilla para que se centrase en ella y no en el grupo de hombres del que había surgido la ofensa—. No nos busquemos problemas. Vamos a casa, por favor.
Ella misma le empujó con delicadeza y continuó haciéndolo a lo largo de la manzana que los separaba de la calle de las Huertas; desde allí hasta su casa tan solo quedaban unos pasos, que Milagros aprovechó para buscar el contacto de su esposo. Necesitaba su cariño. Los nervios, el teatro a rebosar de gente malcarada, las prisas, los gritos, el alcalde, la gran ciudad… Solo disponía de un par de horas antes de reunirse con Marina y otras cómicas para estudiar la nueva obra, un par de horas en las que deseaba estar con los suyos e incluso… ¿por qué no? Tenía tiempo. El suficiente como para olvidarlo todo y sentir dentro de ella la fuerza de su hombre, su vigor, su empuje.
Aquel anhelo que cosquilleaba en su espalda se vio interrumpido por Bartola y la niña, con las que se toparon nada más volver la esquina de la calle del Amor de Dios. La vieja gitana vigilaba a María mientras esta jugaba. Pedro agarró a la pequeña y la alzó por encima de su cabeza, donde la zarandeó durante un buen rato ante la tierna mirada de su madre. Su hombre parecía contento, quizá había sido un acierto venir a Madrid. Luego, entre risas, Pedro entregó la niña a su madre.
—Debo irme —le anunció.
—Pero… Yo… Pensaba… Sube con nosotras, por favor.
—Mujer —la atajó él—, tengo negocios que atender.
—¿Qué nego…?
Las facciones de su esposo se tensaron un solo instante y Milagros calló.
—Cuida de la niña —dijo él a modo de despedida.
«¿Qué negocios?», se preguntó Milagros con la mirada fija en la espalda que se alejaba. ¿Cómo podía Pedro hacer negocios si no tenían dinero?
Pedro García suspiró por el placer que le producían las yemas de los dedos que se deslizaban por su espalda. Desnudo, satisfecho tras la cópula, permanecía tumbado boca abajo en la cama de Celeste.
—No lo habría hecho por ninguna otra cómica —susurró en ese momento la primera dama, atusándose el cabello rubio—, aunque en verdad tampoco lo he hecho por ella sino por ti. No quiero que la despidan.
—Mujer —la interrumpió el gitano—, has ayudado a Milagros para poder seguir disfrutando conmigo. En verdad, lo has hecho por ti.
Ella, sentada a su lado, le propinó un sonoro manotazo en las nalgas.
—¡Engreído! —le recriminó antes de volver a corretear con los dedos por su espinazo—. Dispongo de cuantos hombres pueda desear.
—¿Y alguno de ellos te ha proporcionado el mismo placer?
Celeste no contestó.
—Al final se ha defendido bien tu gitanilla… —comentó en cambio.
—Es lista. Aprenderá. Sabe provocar, excitar el deseo.
—Ya lo he visto, pero tiene que andarse con tiento, no vaya a ser que el alcalde o alguno de los censores la denuncie.
—¿No es esa diversión la que se pretende? —inquirió Pedro antes de emitir un prolongado gemido cuando ella empezó a acariciarle la nuca.
Celeste, también desnuda, se sentó a horcajadas sobre la espalda del gitano para continuar masajeando hombros y cuello.
—Esa es la diversión que se ha pretendido en el teatro, en las fiestas y hasta en las iglesias cuando las nobles señoras o las doncellas flirtean con sus amantes mientras simulan escuchar misa; es la historia de la humanidad. Las comedias están mal vistas por los curas… aunque muchos de ellos acuden a verlas. El rey y sus consejeros las permiten porque consideran que así el pueblo se divierte, y si se divierte y está alegre y en paz, tendría mucho que perder si se rebelase contra la autoridad. ¿Entiendes? —preguntó al tiempo que apretaba las manos sobre sus hombros. El gitano asintió en un murmullo—. Es solo una forma más de tener bajo cuerda a sus súbditos. Pero no debemos excedernos: hay que encontrar el equilibrio entre lo que piden las autoridades y lo que están dispuestos a permitir religiosos y censores. Todas las obras, incluidos sainetes, entremeses y tonadillas, tienen primero que obtener la licencia del juez eclesiástico de la villa. Después pasan a la Sala de Alcaldes donde las vuelven a censurar. Y aun después, el alcalde del teatro controla la interpretación sobre el tablado. Solo el interés de las autoridades por divertir al pueblo y los muchos dineros que se obtienen de los teatros con destino a los hospitales nos permiten ciertas licencias que en otro caso jamás podríamos tomarnos en esta España de inquisidores, curas, frailes, monjas y beatas. Lo más importante para una cómica es saber cuál es ese equilibrio: si te quedas corta, te abuchean y te insultan; si te pasas, te cortan las alas. ¿Has entendido, pajarillo mío?
Celeste se inclinó sobre la espalda del gitano hasta llegar a mordisquear su nuca. Luego se tumbó sobre él.
—Por más que tu alguacil esté vigilando en la calle, no creo que mi marido tarde en regresar. Hazme volar hasta el cielo de nuevo —le dijo al oído— y yo enseñaré a tu gitanilla.
«Lo que menos me interesa es que aprenda —le habría gustado replicar a Pedro mientras notaba cómo ella pugnaba por pasar los brazos por debajo de su cuerpo—. Quizá así nos dieran licencia para regresar a Triana».
—¿Qué murmuras? —preguntó Celeste.
El gitano comprendió que sus deseos habían ido más allá de un mero pensamiento. Con esfuerzo, giró sobre sí, volteó a Celeste y se acomodó sobre un codo a su lado.
—Digo —contestó, desviando la mirada de los grandes pechos de la cómica— que el único cielo que existe está entre tus piernas.
Ella sonrió, ronroneó como una gata, le agarró del cuello y lo atrajo hacia sí.
No había transcurrido media hora y Pedro García abandonaba la casa de Celeste en la calle de las Huertas. Blas, el alguacil, que ya esperaba ante la puerta incluso antes de que él llegase tras dejar a Milagros, se acercó a él.
—Has tardado demasiado —le reprochó—. Tengo que continuar la ronda.
—Tu primera dama es una zorra insaciable.
El gitano se apresuró a hurgar en su bolsa para contener la rabia que mostró el rostro del funcionario, como siempre sucedía cuando se refería a Celeste con grosería. Le divertía provocarlo. «¿Cómo es posible que este gilí —pensó en la primera ocasión— esté a pie de calle vigilando cómo fornico con el objeto de sus anhelos y después se enfade si hablo mal de ella?» Extrajo un par de cuartos de la bolsa y se los entregó. Celeste le daba más dineros: era la única cómica de la compañía que disponía de ellos, porque los demás vivían en la miseria, como les sucedía a Milagros y a él mismo. «El alguacil tiene que cobrar por su trabajo… y su silencio», le había exigido Pedro, pero él se quedaba con la mayor parte. Aunque hasta aquel momento no le había proporcionado mujer alguna con la que solazarse, Blas se conformaba con el par de cuartos; lo hubiera hecho solo para hallarse cerca de Celeste. «Esta debe de ser la razón por la que se enfada», concluyó el gitano tras los primeros días. Blas la adoraba, admitía sus caprichos como si se tratase de una diosa, pero no consentía que otro la menospreciase por sus caprichos.
—Si vuelves a hablar así de Celeste… —empezó a amenazarle el alguacil antes de que el otro le interrumpiese.
—¿Qué? A ella también se lo digo. Zorra insaciable —Pedro arrastró las palabras—. Mi putita. Mil cosas similares le susurro al oído cuando la tengo debajo…
No tuvo oportunidad de finalizar la frase. Blas enrojeció y, sin despedirse, se marchó calle arriba. El repiqueteo de la vara golpeando con fuerza las paredes se fue perdiendo en la distancia para dar paso al toque de oración de las campanas de las iglesias de Madrid. Pedro refunfuñó. Después del tañido de las campanas surgiría de las casas la cantilena del rosario: todos los piadosos ciudadanos rezando simultáneamente antes de acostarse, como mandaban las buenas costumbres. Tenía hambre. Celeste se preocupaba exclusivamente por su placer; decía que la olla solo la compartía con su marido, ya que, dado que le ponía los cuernos, cuando menos lo alimentaba. «Buen consuelo», rió Pedro mientras enfilaba la calle de las Huertas en busca de un mesón donde tomar un par de vinos y cenar algo, quizá hasta acompañado por el marido. Lo conocía: trabajaba en la compañía como tercer galán y ya se había topado con él en otras ocasiones desde que habían llegado a Madrid hacía poco más de un mes; al hombre no parecía importarle demasiado la olla con la que su esposa pretendía restituirle el honor mancillado.
Antes de llegar a la bocacalle de la del León, Pedro desvió su mirada hacia la izquierda, donde desembocaba la calle del Amor de Dios, donde vivía con Milagros, la niña y la vieja Bartola en dos míseras, húmedas y oscuras habitaciones en el tercer piso de una antigua casa a la malicia, cuyo alquiler mermaba la mayor parte de la ración que percibía su esposa. La calle de las Huertas, la del León, la del Amor de Dios, San Juan, del Niño, Francos y Cantarranas, callejuelas todas ellas en las que se apiñaban vetustos edificios en los que desde el siglo anterior habían vivido cómicos, poetas y escritores.
—¡Cervantes habitó en un cuarto en peores condiciones! —replicó el portero del teatro que les había acompañado a su nuevo domicilio desde el Príncipe cuando Pedro protestó—. Lope de Vega, Quevedo, Góngora, todos ellos vivieron y honraron estas calles y sus edificios. ¿Os vais a comparar vosotros, una cuadrilla de gitanos, con los más grandes de las letras españolas, qué digo españolas, universales?
Y allí los dejó el hombre, que marchó entre gritos y aspavientos. Desde aquel día, Milagros había entrado en la rutina de las cómicas: ensayos por la mañana y las tardes dedicadas al aprendizaje de los papeles de la obra principal, los sainetes y los bailes y canciones de las tonadillas. A partir del inicio de la temporada, como ya le había anunciado don José, las mañanas seguirían estando dedicadas a los ensayos, dirigidos estos por Celeste como primera dama y por Nicolás Espejo, aquel con el que se había peleado Celeste el día de su llegada a Madrid, como primer galán. Las tardes se dedicarían a las representaciones, que debían durar un máximo de tres horas, y las noches, al estudio.
Milagros casi no intervenía en la comedia principal ni en el sainete que le sucedía en uno de los dos entreactos; a ella la habían llamado para cantar y bailar, pero para descargar de trabajo a las otras cómicas le otorgaban algún papel insignificante, aunque fuera mudo: servir unas jarras de vino, aparecer como lavandera o como regatona… En cualquier caso, y como había pronosticado Celeste antes de abandonar airada el Coliseo del Príncipe, la obra con la que se había estrenado la temporada no permaneció más de dos días en cartel, por lo que la misma noche de su presentación, Milagros tuvo que aprender el papel y las canciones de la tonadilla de la obra que la iba a sustituir.
—A partir del inicio de la temporada de teatro —le había explicado Celeste a Pedro—, el trabajo de los cómicos es frenético. La permanencia de las obras en cartel depende de lo dispuesto que esté el público a calentar los asientos; algunas se representan solo un día, otras un par o tres, la mayoría se quedan en cinco o seis, y si superan los diez pueden considerarse todo un éxito. Mientras tanto, nosotras tenemos que aprender o recordar a uña de caballo las nuevas obras, los entremeses, sainetes y tonadillas.
—¿Y cómo las aprendéis? —se interesó el gitano.
—Eso es más complicado todavía. Por si fuera poco tener que aprenderlas, muchas veces no existe más que un ejemplar de la obra manuscrito por el autor y corregido por los diversos censores sobre el que todos tenemos que trabajar. Lo mismo ocurre con los sainetes y las tonadillas. Nos reunimos… se reúnen, hay incluso quien no sabe leer.
Pedro García entró en una taberna todavía abierta de la calle San Juan. Milagros era de las que no sabían leer, así que tenía que trabajar muchas más horas que Celeste, quien por otra parte tampoco parecía preocuparse en exceso por aprender sus papeles. «¿Para qué están los apuntadores?», alegaba. Hasta el inicio de la temporada, la sobrecarga de trabajo de su esposa le había proporcionado una libertad que ahora…
—¡Gitano!
Pedro se sacudió los pensamientos con los que había accedido a la taberna. Miró en derredor. Guzmán, el marido de Celeste, y otros dos miembros de la compañía de cómicos estaban sentados a una mesa, pendientes de él.
—¡Págate una ronda!
Pedro acompañó su sonrisa con un movimiento de la mano hacia el tabernero en señal de asentimiento. Buscó asiento entre los otros y, cuando el hombre les sirvió el vino, alzó su jarra, miró a los ojos a Guzmán y brindó irónico:
—¡Por tu esposa, la más grande!
«Y la que paga estos vinos», añadió para sí el gitano mientras entrechocaban los vasos. Sin embargo, al tiempo que paladeaba aquel vino aguado, se vio obligado a reconocer que las cosas habían cambiado. Aunque no precisamente para mejor: en Triana era él quien satisfacía el capricho de las mujeres con los dineros que Milagros obtenía. En Madrid, sin embargo, debía proporcionar placer a una mujer que podía doblarle la edad para conseguir unos míseros reales. Todo… ¡todo por congraciarse con los payos!
—¡Tabernero! —gritó al tiempo que estrellaba con violencia la jarra sobre la mesa y salpicaba a los demás—. ¡O nos sirves vino de calidad o te abro en canal aquí mismo!
«La Descalza». Ese fue el apodo con el que los mosqueteros del Coliseo del Príncipe terminaron bautizando a Milagros. La gitana se negó a vestir los mismos trajes que lucían Celeste y las demás damas de la compañía.
—¿Cómo queréis que baile con eso? —alegó señalando y toqueteando corsés y miriñaques—. Te cuesta hasta respirar —le dijo a una—, y tú ni moverte con esa falda… ahuecada.
Aceptó, sin embargo, sustituir sus sencillas prendas por las vestimentas de las manolas madrileñas: jubón amarillo ajustado al talle, sin ballenas, mangas ceñidas, falda blanca con volantes verdes, larga casi hasta los tobillos, delantal, pañuelo verde anudado al cuello y cofia recogiendo su cabello. De lo que nadie logró convencerla fue de que se calzase. «Nací descalza y moriré descalza», afirmaba una y otra vez.
—¿Qué importancia puede tener? —trató de poner fin a la discusión don José dirigiéndose al alcalde—. ¿Acaso no hay ya un listón al borde del tablado para que el público no pueda ver los tobillos de las cómicas? Luego, si no los ve, ¿qué más dará que vaya calzada o descalza?
Milagros perdió en poco tiempo el respeto a aquel imponente teatro que había llegado a agarrotar sus músculos el día del estreno, y lo perdió porque, excepción hecha de censores y alcaldes, nadie parecía tenérselo. El público gritaba y pataleaba. Se enteró de la rivalidad entre los dos teatros de Madrid: el del Príncipe y el de la Cruz, que no estaban muy lejos el uno del otro. Existía un tercer teatro, el de los Caños del Peral, donde se representaban composiciones líricas. Las gentes que gustaban del teatro del Príncipe se llamaban «polacos» y los que por el contrario se inclinaban por el de la Cruz, se denominaban «chorizos». Entre ellos no solo se peleaban, sino que regularmente acudían al teatro contrario para echar por tierra la comedia que se representaba y abuchear sin piedad a cómicos y cantantes.
Y no solo comprendió que, por bien que lo hiciera, por más pasión que pusiese en sus cantos y bailes, siempre habría algún chorizo de los de la Cruz que la increparía, sino que descubrió que los mismos cómicos de la compañía tampoco se esforzaban en su trabajo. Una sencilla cortina blanca al fondo del escenario y otras dos laterales constituían todo el decorado de las comedias diarias, aunque otras representaciones como las comedias de teatro o los autos sacramentales, de precio más elevado para el público, gozaban de una escenografía algo más elaborada. Entre las cortinas, apenas se disponía una mesa con sillas alrededor y un pozo o un árbol como decoración para ambientar la escena.
Cuando no intervenía en la comedia principal, Milagros presenciaba el espectáculo sentada en uno de los bancos de la luneta. Como una espectadora más, le defraudaba cómo recitaban las obras sus compañeros: ampulosos y afectados en sus gestos y movimientos; monótonos y hasta desagradables en sus voces. Detrás del decorado se veía la sombra del apuntador y el resplandor de la luz de la lámpara con la que se ayudaba para leer, que se desplazaban sin cesar de un extremo al otro para soplar el texto que los actores olvidaban o simplemente ignoraban. No era inusual que las palabras del apuntador se escucharan por encima de la voz del cómico que las repetía. Los espectadores soportaban el tedio de un repertorio de escasa calidad, cuando no una de las infinitas reposiciones de obras del insigne Calderón, con unos cómicos que ni siquiera se esforzaban por identificarse con sus personajes: filósofos griegos ataviados con chupa, calzones y medias verdes; diosas mitológicas con tontillo y sombrero emplumado…
Se aburrían hasta que llegaban los entreactos y, con ellos, los sainetes y las tonadillas. Era entonces cuando disfrutaban tanto el público como los cómicos. Los sainetes eran obras cortas, populares, costumbristas, jocosas; parodias de las relaciones sociales y familiares. En ellos, los cómicos se encarnaban a sí mismos, a sus amigos, parientes o conocidos; la mayoría de los espectadores se sentían aludidos y con sus gritos y sus risas, sus aplausos y silbidos, los llevaban en volandas a lo largo de la obra.
En cuanto a las tonadillas… ¡medio Madrid lucía ya, en señal de admiración hacia Milagros, anudadas o cosidas en sus prendas cintas verdes, el color del pañuelo que ella siempre lucía en su cuello! El consejo de don José había estado machacando sus oídos durante días: «Pasión contenida, pasión contenida». Y Milagros le había ido dando vueltas y vueltas en su cabeza hasta que una tarde, en pie en el tablado, antes de empezar a cantar, había cruzado la mirada con un hombre sucio y mal vestido, de aquellos que gastaban los seis cuartos de real que no tenían por una entrada de patio, probablemente antes de volver a su pueblo de las cercanías de Madrid —Fuencarral, Carabanchel, Vallecas, Getafe, Hortaleza o cualquier otro—, donde alardearía de haber acudido al teatro para alzarse en objeto de envidia y atención por parte de sus vecinos. El agricultor, porque tenía que ser un agricultor, quizá de vino de moscatel de Fuencarral, la contemplaba embelesado. Milagros dio unos pasos por el tablado sin dejar de mirar al hombre, que siguió sus andares gitanos con ojos desorbitados y la boca medio abierta. Luego se plantó frente a él y le dedicó un atisbo de sonrisa. El hombre, embobado, no fue capaz de reaccionar. La música de los dos violines que surgía desde detrás de uno de los telones laterales, donde se escondía la exigua orquesta compuesta por estos, un violonchelo, un contrabajo y dos oboes, se repetía en espera de la entrada de Milagros. Sin embargo, ella la retrasó unos instantes, los suficientes para pasear la mirada por el patio de mosqueteros y encontrarse con otros tantos rostros similares al del vinatero de Fuencarral. Alguien la animó a cantar, otros la piropearon a gritos de «¡bonita!», «¡guapa!». Muchos le pidieron que se arrancase. Al final lo hizo, consciente de que aquellas gentes la admiraban y la deseaban sin necesidad de exagerar su voluptuosidad. De piel atezada, tan distinta de la palidez que se empeñaban en lucir las damas a costa incluso de su salud; vestida de manola, con unas prendas que simbolizaban la terca y silenciosa lucha contra las costumbres importadas de Francia; orgullosa como los madrileños, igual de soberbia que unas gentes que no tardaron en encumbrarla a representante del pueblo.
«Pasión contenida». Por fin lo entendió. Cantó y bailó sintiéndose bella, sin exhibirse, alzándose por encima del teatro entero como una diosa que nada tuviera que demostrar. Comprendió que un suspiro, un guiño o una caída de ojos en dirección hacia la luneta o el patio, el revoloteo de una mano en el aire, un simple quiebro de cintura o el resplandor de las gotas de sudor corriendo abajo desde el cuello hasta sus pechos eran capaces de enardecer todavía más el deseo que el descaro o la desvergüenza.
—Ni hombres ni mujeres lo pretenden —le explicó Marina, una rubia menuda que hacía de tercera dama y con la que Milagros había intimado una noche en la que le confió sus desvelos—. Necesitan ídolos inaccesibles; tienen que excusar ante sí mismos el hecho de no poder conseguirte. Si bajas al patio y te mezclas con ellos, no les sirves; serás igual que cualquiera de las mujeres con las que se relacionan. Si te muestras soez, te compararán con una de las muchas prostitutas que se les ofrecen por las calles y perderás su interés.
—¿Y las mujeres de la cazuela? —inquirió Milagros.
—¿Esas? Es muy simple: envidian todo aquello que pueda atraer a sus hombres más que ellas.
—¿Envidia? —se extrañó la gitana.
—Envidia, sí. Una comezón que las llevará a hacer cuanto esté en su mano por parecerse a ti.
Milagros no solo aprendió a controlar su sensualidad; también supo proporcionar al público el diálogo que esperaban de una buena cómica. Desconcertaba a la orquesta que, poco a poco, ciegos tras la cortina lateral pero advertidos por las indicaciones del propio don José, fue acostumbrándose al ritmo y desorden que originaba la gitana. Milagros actuaba de acuerdo con el texto de las tonadas que le tocaba cantar y bailar.
—¿Dónde está ese sargento? —preguntó en una ocasión, interrumpiendo una copla que lloraba el infructuoso galanteo del soldado con una condesa—. ¿Hay algún sargento de los gloriosos ejércitos del rey en el patio?
Don José indicó a la orquesta que sostuviese la música y un par de manos se alzaron entre los mosqueteros.
—No te preocupes —le dijo entonces a uno de los militares—, ¿para qué aspirar a una dama de noble cuna con todas las bellas mujeres que desde la cazuela anhelan que les demuestres cómo usas tu… espada?
El alcalde negó con la cabeza al tiempo que don José, con gesto autoritario, ordenaba a los músicos que atacasen el siguiente compás para que Milagros se lanzase a cantar entre todo tipo de propuestas deshonestas que surgían desde la cazuela.
Cantó para las gentes humildes. Habló con ellas. Rió, gritó, lloró y simuló rasgarse las vestiduras ante la desgracia de los menos favorecidos. Al ritmo de infinidad de tonadas populares, señaló con coraje a los nobles y ricos de los aposentos mientras cientos de miradas seguían su dedo acusador hacia la víctima escogida, y los interrogó acerca de sus costumbres y sus lujos desmedidos. Entre risas, ironizó sobre los cortejos de las damas y sobre los frailes y la multitud de abates holgazanes que poblaban las calles de Madrid buscando su sustento en la compañía de las mujeres con posibles. Los silbidos y abucheos de patio y cazuela acompañaron su desprecio hacia los petimetres amanerados que, imperturbables, como si nada pudiera afectarles, respondían a sus burlas con ademanes displicentes.
En esos instantes, mientras el público aplaudía, Milagros cerraba los ojos; al hacerlo el teatro entero se desvanecía y en su mente solo aparecían imágenes de aquellos a quien habría querido ver entre el público. «Cachita, María… miradme ahora», llegaba a susurrar entre vítores y alabanzas. Una extraña congoja la atenazaba, sin embargo, al recordar a su madre y a su abuelo.
El éxito trajo más dinero. La Junta de Teatros decidió duplicarle la ración e incluirla en los miembros de la compañía que cobraban a partido. Don José se extrañó ante la reacción de la gitana cuando le comunicó esta decisión.
—¿No estás contenta?
Milagros reaccionó y se lo agradeció con un titubeo que no convenció al director.
El éxito alejó más a Pedro. Tampoco era mucho dinero, pero sí el suficiente como para que su esposo se lanzase con afán a las calles de Madrid. «¿Dónde está Pedro?», preguntaba a la hora de comer o cenar, cuando regresaba del teatro a las habitaciones que tenían alquiladas. «Deberíamos esperarle». En ocasiones, Bartola torcía el gesto y la miraba como si fuera una extraña. «Estará con sus cosas», le contestaba con frecuencia.
—Es un hombre —llegó a excusarle Bartola—. Quien no está nunca en casa eres tú. Qué quieres, ¿que tu esposo te espere tejiendo como una vieja? ¡Pues deja de cantar y ocúpate de él y de tu hija!
Entonces, en aquella mujer que defendía los desmanes de Pedro a costa incluso de las necesidades que llegaban a padecer cuando el gitano dilapidaba los dineros que ella ganaba, veía a los García, a Reyes la Trianera y al Conde, a todos los de su familia y la nunca disimulada animadversión hacia ella.
—Estábamos mejor en Triana —oía gruñir a la vieja—. Tantos hombres revoloteando a tu alrededor con sus cintas verdes en señal de…, de… —Bartola gesticuló sin encontrar la palabra—. ¿Cómo crees que debe sentirse tu esposo?
Milagros trató de averiguarlo luchando contra el sueño en espera de Pedro, casi siempre de madrugada. La mayoría de las noches caía rendida, pero las pocas veces que conseguía vencer al cansancio, y al sopor al que la invitaba el silencio solo quebrado por la acompasada respiración de su hija y los ronquidos de la vieja gitana, recibía a un hombre tambaleante, que apestaba a alcohol, a tabaco y en ocasiones a otros olores que solo podían engañar a quien, como ella, estaba dispuesta a no prestarles atención.
¿Cómo se sentía Pedro ante los hombres que mostraban las cintas verdes en sus vestimentas? Pronto lo supo.
—¿Ninguno de tus admiradores te hace regalos?
Él se lo preguntó una noche, los dos tumbados en el jergón, desnudos, después de haberla llevado una vez más al éxtasis. El gozo, la satisfacción, aquel ápice de esperanza en recuperarlo para sí que sentía en las ocasiones en las que la tomaba, se desvanecieron incluso antes de que hubiera finalizado su pregunta. Dinero. ¡Eso era lo único que pretendía! Todo Madrid estaba prendado de ella, lo sabía, los hombres lo proclamaban en el teatro y en las calles cuando se abalanzaban sobre su silla de manos. Le mandaban billetes a los vestuarios, papeles que, como ella no sabía leer, los leía Marina: proposiciones y todo tipo de promesas por parte de nobles y ricos. Con los días decidió romperlos directamente y devolver los presentes. Claro que le hacían regalos, pero ella sabía que si los aceptaba, Pedro los convertiría en más noches de soledad. Las cómicas tenían bien ganada la fama de frívolas y promiscuas; la gran mayoría de ellas lo eran. «La Esquiva», mudaron algunos el apodo de Milagros. Madrid entero la deseaba y el único hombre al que ella se entregaba sin vacilar solo quería su dinero.
—Lo intentan —contestó Milagros.
—¿Y? —pregunto él ante su silencio.
—Ten por seguro que nunca pondré en duda tu honor y tu hombría aceptando regalos de otros hombres —respondió ella tras unos instantes de vacilación.
—¿Y qué me dices de los saraos o de las funciones privadas que da la compañía? Las pagan bien, ¿por qué no las haces tú?
Los saraos podía imaginarlos, pero ¿cómo se había enterado Pedro de las funciones privadas que daban las compañías en los salones y teatrillos de las grandes mansiones?
—Aquí… —respondió—, aquí no está tu familia para defenderme. En Sevilla mi honra está a salvo; tus primos y tu abuela bien se ocupaban de ello. Madrid no es como los mesones o los palacios andaluces. Lo sé porque me lo cuentan. ¿Quién se puede oponer a los deseos de un grande de España? ¿Quieres que tu esposa esté en boca de todo el mundo, como Marina o Celeste?
Los ronquidos de Bartola asolaron la estancia durante un buen rato mientras ella contenía la respiración a la espera de su réplica. No la hubo. Poco después, Pedro murmuró algo ininteligible, le dio la espalda y se dispuso a dormir.
Algo cambió aquella noche para Milagros. Su cuerpo, usualmente rendido tras alcanzar el éxtasis, permanecía ahora en tensión, los músculos agarrotados, toda ella inquieta. No logró conciliar el sueño. Las lágrimas no tardaron en aparecer. Había llorado, muchas veces, pero nunca como esa noche en que comprendió que su marido no la quería. Ella, que había pensado que en Madrid estaba la salvación de su matrimonio, se percataba de que la gran ciudad era peor que Triana. Allí, Pedro charlaba con otros gitanos en el callejón y se movía por calles y lugares conocidos, mientras que aquí… Milagros sabía que había gitanos de su familia. El propio Pedro encontró a sus parientes García; se lo había contado con las facciones contraídas por la ira. Uno de ellos había muerto a causa de la paliza que le propinaron los miembros de una hermandad por los insultos a la Virgen en la calle del Almirante. El resto de la familia, hombres y mujeres, permanecían encarcelados en las mazmorras de la Inquisición por delitos contra la fe.
—Todo ha sido cosa de… —dudó un instante. Milagros malinterpretó su silencio; creyó que no quería acusar a su abuelo cuando lo que no deseaba Pedro era que ella supiera que había otros Vega en la capital—. Todo ha sido culpa del Galeote. Te juro que algún día lo encontraremos y lo mataremos allí mismo.
Ella no dijo nada. Hacía dos años que Melchor había escapado de los García. «No se deje pillar, abuelo», anheló. Entre gritos, Pedro le dio a entender que Melchor ya no estaba en Madrid; eran muchos los gitanos que recorrieron la ciudad entera buscándolo. Sí, la vida de Melchor corría peligro. Se consolaba pensando que eso le gustaba al abuelo. Sin embargo, ¿qué decir de ella? Todo le había salido mal: no tenía a nadie a quien acudir. Un padre muerto, una madre en prisión que además había renegado de ella, un abuelo perseguido. Cachita y la vieja María, desaparecidas. ¡Hasta la pequeña que llevaba el nombre de la curandera parecía haber tomado más cariño a Bartola! ¿Cómo no iba a ser así si nunca estaba con ella? Y en cuanto a Pedro… Él no la quería: solo pensaba en el dinero que podía obtener de ella para divertirse con otras mujeres, reconoció para sí por primera vez.
Al día siguiente, en el Príncipe, Milagros alzó uno de sus brazos al cielo. Con el otro levantó la falda palmo y medio por encima de sus tobillos y empezó a girar con gracia sobre sí misma, contoneando las caderas al tiempo que vaciaba sus pulmones en un final que se confundió con el estrépito del público. Era lo que le quedaba: cantar y bailar; refugiarse en aquel arte como en Triana, cuando se concedía una tregua en las disputas con su madre y bailaba con ella. Quienes las vieron, aplaudieron con mayor fuerza en la creencia de que las lágrimas que corrían por sus mejillas eran de felicidad.