3

Esa misma noche, la fiesta se alargó en el callejón de San Miguel. Como si de una competición se tratara, cada una de las familias herreras se empeñó en demostrar sus dotes a la hora de bailar y cantar, de tocar la guitarra, las castañuelas o las panderetas. Lo hicieron los García, los Camacho, los Flores, los Reyes, los Carmona, los Vargas y muchos más de los veintiún apellidos que habitaban el callejón. Romances, zarabandas, chaconas, jácaras, fandangos, seguidillas o zarambeques, todos aquellos palos sonaron y se bailaron al resplandor de una hoguera alimentada por las mujeres a medida que transcurrían las horas. Alrededor del fuego, sentados en primera fila, se hallaban los gitanos que componían el consejo de ancianos, encabezados por Rafael García, un hombre que contaría unos sesenta años, enjuto, serio y seco, al que llamaban el Conde.

Corrió el vino y el tabaco. Las mujeres contribuyeron con alimentos que habían llevado de sus casas: pan, queso, sardinas y camarones, pollo y liebre, avellanas, bellotas, membrillo y fruta. Las fiestas se compartían; cuando se cantaba y se bailaba se olvidaban las rencillas y las enemistades atávicas, y ahí estaban los ancianos para garantizarlo. Los gitanos herreros de Triana no eran ricos. Continuaban perteneciendo a ese mismo pueblo que desde la época de los Reyes Católicos sufría persecución en España: no podían vestir sus coloridos trajes ni hablar en su jerga, andar los caminos, decir la buenaventura o mercadear con caballerías. Se les había prohibido cantar y bailar, ni siquiera tenían permitido vivir en Triana o trabajar como herreros. En varias ocasiones los gremios payos de herreros sevillanos habían intentado que se les impidiese trabajar en sus forjas elementales, y las pragmáticas reales y las órdenes habían insistido en ello, pero todo fue en vano: los herreros gitanos garantizaban el suministro de las miles de herraduras imprescindibles para las caballerías que trabajaban los campos del reino de Sevilla, por lo que continuaron forjando y vendiendo sus productos a los mismos herreros payos que pretendían terminar con sus actividades pero que tampoco podían afrontar la ingente demanda.

Mientras los niños, casi desnudos, trataban de emular a sus progenitores al fondo del callejón, Ana y Milagros se arrancaron con una alegre zarabanda junto a dos parientes de la familia de José, los Carmona. Madre e hija, una al lado de la otra, sonriendo cuando sus miradas se cruzaban, quebraron sus cinturas y juguetearon con la sensualidad de sus cuerpos al son de la guitarra y el cante. José, como tantos otros, miraba, palmeaba y las jaleaba. En cada movimiento de baile, como si de un lance se tratara, las mujeres incitaban a los hombres, los acosaban con los ojos proponiéndoles un romance imposible. Se acercaban y se alejaban, y giraban a su alrededor al ritmo impúdico de sus caderas, alardeando de sus pechos, exuberantes los de la madre, jóvenes los de la hija. Las dos bailaban erguidas, alzando los brazos sobre sus cabezas o revoleándolos a sus costados; los pañuelos que Milagros llevaba atados a las muñecas cobraban vida propia en el aire. Algunas mujeres, en corro, acompañaban a las guitarras con sus castañuelas o panderetas, muchos gitanos palmeaban y jaleaban la voluptuosidad de las dos mujeres; más de uno no pudo impedir una mirada de lujuria cuando Ana agarró el ribete de la falda con la mano derecha y continuó bailando al tiempo que mostraba las pantorrillas y los pies descalzos.

—¡Mirad al cielo, gitanos, que Dios quiere bajar a bailar con mi hija! —gritó José Carmona.

Los jaleos se sucedieron.

—¡Olé!

—¡Toma que toma!

—¡Olé, olé y olé!

Milagros, espoleada por el requiebro de su padre, imitó a Ana, se alzó la falda y entre las dos rodearon una y otra vez a sus parejas de baile, envolviéndolos en un halo de pasiones mientras la música se elevaba hasta el cenit. Los gitanos estallaron en vítores y aplausos al finalizar la zarabanda. Madre e hija soltaron de inmediato sus faldas y las alisaron con las manos. Sonrieron. Una guitarra empezó a sonar, templando, preparando un nuevo baile, un nuevo cante. Ana acarició la mejilla de su hija y, cuando se acercó a ella para besarla en la mejilla, el rasgueo cesó. Rafael García, el Conde, mantenía la mano medio alzada hacia el guitarrista. Un rumor corrió entre los gitanos y hasta los niños se acercaron. Reyes la Trianera, la esposa del Conde, una mujer gorda cercana a los sesenta años, con el rostro cobrizo surcado por mil arrugas, había levantado a uno de los otros ancianos de su silla mediante un simple y enérgico gesto de su mentón y se había sentado en ella.

A la luz de la hoguera, solo Ana fue capaz de advertir la mirada que la Trianera le dedicó. Fue un segundo, quizá menos. La mirada de una gitana: fría y dura, capaz de penetrar hasta el alma. Ana se irguió, dispuesta a enfrentarse al reto, pero se encontró con la mirada del Conde. «¡Escucha y aprende!», le dijo su rostro.

La Trianera cantó a palo seco, sin música, sin nadie que gritara, palmeara o jaleara. Una debla: un canto a las diosas gitanas. Su voz cascada y vieja, débil, destemplada, se coló sin embargo en lo más profundo de quienes la escuchaban. Cantaba con las manos entreabiertas y temblorosas por delante de sus pechos, como si con ello tomara fuerzas, y lo hizo a las muchas penas de los gitanos: a las injusticias, a la cárcel, a los amores rotos… en unos versos sin metro que solo encontraban sentido en el ritmo que la voz de la Trianera les quería conceder y que siempre culminaban con una loa en jerga gitana. «Deblica barea», magnífica diosa.

La debla parecía no tener fin. La Trianera podría haberla alargado cuanto su imaginación o sus recuerdos le hubieran permitido, pero al final dejó caer las manos sobre las rodillas y alzó la cabeza que había mantenido inclinada mientras cantaba. Los gitanos, Ana entre ellos, con la garganta tomada, estallaron una vez más en aplausos; muchos con los ojos anegados en lágrimas. Milagros también aplaudía, mirando de reojo a su madre.

En ese momento, al ofrecerle su aplauso y al ver que también su hija lo hacía, Ana se alegró de que Melchor no estuviera presente. Sus manos chocaron entre sí con desidia por última vez y aprovechó el jaleo para escabullirse entre la gente. Se apresuró al presentir la mirada del Conde y la Trianera clavada en su espalda; los imaginó sonriendo engreídos, ellos y todos los suyos. Empujó a los gitanos que todavía celebraban el cante y, una vez fuera del corro, se dirigió al portal de su casa, en una de cuyas jambas buscó apoyo.

¡Los García! ¡Rafael García! Su padre escupía cuando oía ese nombre. Su madre…, su madre falleció dos años después de que Melchor fuera aherrojado al banco de una galera, y lo hizo maldiciendo a Rafael García, jurando venganza desde el más allá.

«¡Ha sido él! —mascullaba su madre una y otra vez mientras pedían limosna en las calles de Málaga, frente a la cárcel donde Melchor esperaba ser conducido al Puerto de Santa María para embarcar en galeras—. Rafael le ha denunciado al sargento de la ronda del tabaco. Miserable. Ha violado la ley gitana. ¡Hijo de puta! ¡Malnacido! ¡Perro sarnoso…!»

Y cuando la pequeña Ana veía que la gente se apartaba de ellos, le daba un codazo para que no asustase a los parroquianos con sus gritos.

—¿Por qué lo ha denunciado? —le preguntó un día la niña.

Su madre entrecerró los ojos y torció la boca con desprecio antes de contestar:

—Las rencillas entre los Vega y los García vienen de antiguo. Nadie sabe por qué exactamente. Hay quien dice que por un borrico, otros que si por una mujer. ¿Algunos dineros? Quizá. Ya no se sabe. Lo cierto es que son dos familias que siempre se han odiado.

—¿Solo por…?

—No me interrumpas, niña. —La madre acompañó sus palabras con un fuerte pescozón—. Atiende bien lo que voy a decirte porque eres una Vega y tendrás que vivir como tal. Los gitanos siempre hemos sido libres. Todos los reyes y príncipes de todos los lugares del mundo han pretendido doblegarnos y nunca lo han conseguido. Jamás podrán con nuestra raza; somos mejores que todos ellos, más inteligentes. Necesitamos poco. Tomamos lo que nos conviene: lo que el Creador ha puesto en este mundo no es propiedad de nadie, los frutos de la tierra pertenecen a todos los hombres y, si no nos gusta un lugar, nos marchamos a otro. Nada ni nadie nos ata. Nos da igual el riesgo, ¿qué nos importan a nosotros leyes o pragmáticas? Eso es lo que siempre han defendido los Vega y todos aquellos que se consideran gitanos de raza. Así es como siempre hemos vivido. —Tras una pausa, la madre había continuado—: Poco antes de que detuvieran a tu padre, murió el jefe del consejo de ancianos. Los García presionaron a los demás para que fuera elegido uno de su familia y tu padre se opuso. Les echó en cara que los García ya no vivían como gitanos, que trabajaban en las herrerías como los payos, de acuerdo con ellos, que hacían negocios con ellos, se casaban por la Iglesia y bautizaban a sus hijos. Que habían renunciado a la libertad.

»Un día apareció Rafael en la huerta de la Cartuja; buscaba a tu padre. —Ana creyó recordar ese día. Su madre y sus tías le ordenaron que se apartara, como a los demás chiquillos, y ella lo hizo… pero regresó a hurtadillas al lugar en que Rafael se había plantado, amenazante, rodeado de miembros de la familia Vega—. Venía armado con un cuchillo y quería pelea, pero tu padre no estaba. Alguien le dijo que había ido a buscar tabaco a Portugal. La sonrisa que se dibujó entonces en el rostro de ese malnacido fue lo suficientemente delatadora.

En el callejón de San Miguel, cuando los ancianos se levantaron de sus sillas, hombres y mujeres empezaron a retirarse, algunos a sus casas, otros se dispersaron por los patios interiores de los corrales de vecinos, en grupos, charlando y bebiendo. Las guitarras, castañuelas y panderetas seguían sonando, pero ahora en manos de la juventud; niñas y muchachos tomaron el relevo e hicieron suya la fiesta.

Ana paseó la vista por el callejón: Milagros bailaba con alegría junto a muchachas de su edad. ¡Qué bonita era! Lo mismo que había dicho su abuelo cuando se la mostraron por primera vez. No había transcurrido ni un día desde que su padre volvió de galeras —apenas unas horas en las que Melchor supo de la muerte de su esposa y conoció a una nieta de cuatro años a la que no se atrevió a tocar, temeroso de que su suciedad y sus manos agrietadas pudieran dañarla— cuando Melchor Vega se hizo con un gran cuchillo y se encaminó, todavía harapiento y débil, en busca de su delator. Su hija hubiera querido impedírselo, pero no se atrevió.

Rafael salió a su encuentro, armado también, acompañado de los suyos. No se dirigieron una sola palabra; sabían qué era lo que estaba en juego y por qué. Los hombres se tentaron con los cuchillos, los brazos extendidos, las armas una mera extensión de sus cuerpos. Rafael lo hizo con fuerza y agilidad, manteniendo firme su mano. La de Melchor, por el contrario, temblaba levemente. Giraron uno en torno al otro, los miembros de sus familias permanecían en silencio. Pocos fueron los que fijaron su atención en el tembloroso cuchillo que exhibía Melchor: la mayoría lo hizo en su rostro, en su actitud, en el ansia y la decisión que revelaba todo él. ¡Quería matar! ¡Iba a matar! Poco importaba su estado, su debilidad, sus heridas, sus ropas desastradas, su mugre o sus temblores; el presentimiento… la seguridad de que Melchor mataría a Rafael se hizo patente.

Esa certeza fue la que llevó a Antonio García, tío de Rafael y entonces jefe del consejo, a interponerse entre los contendientes antes de que cualquiera de ellos lanzara la primera cuchillada. Ana, con Milagros en sus brazos, contra su pecho, suspiró aliviada. A la llamada de Antonio García intervinieron los ancianos; los hombres de la familia Vega fueron conminados a tratar el asunto antes de que este se resolviese con la sangre. El consejo, con la oposición de los Vega y los representantes de dos familias más de los que vivían en la huerta de la Cartuja, dictaminó que no había prueba alguna de que Rafael hubiera delatado a Melchor, de modo que si este mataba a Rafael, todos saldrían en defensa de los García y se iniciaría una guerra contra los Vega. Asimismo decidió que si Melchor mataba a Rafael, cualquier gitano podría vengarse en otro miembro de los Vega y matarlo a su vez; en ese caso la ley gitana no iría en su contra, el consejo permanecería al margen.

Al anochecer, el tío Basilio Vega se dirigió allí donde estaban Melchor y los suyos. Milagros dormía en brazos de su madre.

—Melchor —le dijo tras anunciarle las decisiones del consejo—, sabes que todos apoyaremos lo que decidas. ¡Nadie conseguirá acobardarnos!

Y le entregó a la niña, que despertó al contacto con su abuelo. Milagros permaneció quieta, como si fuera consciente de la trascendencia de aquel momento. «¡Sonríele!», suplicó Ana en silencio, con las manos entrecruzadas, agarrotadas, pero la niña no lo hizo. Transcurrieron unos instantes hasta que Basilio y Ana pudieron contemplar cómo Melchor apretaba los labios y con mano firme acariciaba el cabello de la pequeña. Supieron entonces cuál había sido su decisión: someterse al consejo por el bien de la familia.

Aquella niña que había evitado un baño de sangre bailaba y cantaba ahora en el callejón de San Miguel. Desde la puerta de su casa, Ana se recreó en la visión de su hija; la contempló bella, altiva, decidida, entregada, jugueteando a ofrecer su cuerpo a un joven… De repente, la mujer negó violentamente con la cabeza y se separó de la puerta, confundida. El joven recibía los pasos de su hija con displicencia, indolente a su entrega, indiferente, casi burlándose de ella. ¿Acaso no se daba cuenta Milagros? Ese joven… Ana entrecerró los ojos para centrar la visión. Se trataba de un muchacho mayor que su niña, atezado, atractivo, fuerte, correoso. Y Milagros bailaba ignorando el desaire de su pareja; sonreía, sus ojos refulgían, irradiando sensualidad. Entonces, apostada tras las sillas que rodeaban una hoguera ya convertida en ascuas, vio a la Trianera, que palmeaba con una mueca burlona, de victoria, el evidente y público deseo de la muchacha, una Vega, la nieta de Melchor, por uno de sus nietos: Pedro García.

—¡Milagros! —chilló la madre echando a correr hacia ella.

Agarró a su hija del hombro y la zarandeó hasta detener el baile. La Trianera convirtió su mueca burlona en una sonrisa. Cuando Milagros hizo ademán de responder, su madre acalló cualquier queja con un par de sacudidas más. Los guitarristas casi habían detenido su rasgueo cuando la Trianera los incitó a continuar. Unos hombres se acercaron. El joven Pedro García, envalentonado en la actitud de su abuela, quiso humillar todavía más a las mujeres Vega y continuó bailando alrededor de Milagros como si la intervención de su madre no fuera más que una insignificante contrariedad. Ana lo vio venir, soltó a su hija y, tal como el gitano se acercaba, largó el brazo y le abofeteó con el revés de la mano. Pedro García trastabilló. Milagros abrió la boca pero no consiguió que surgiera palabra alguna. Las guitarras callaron. La Trianera se levantó. Otras gitanas de diversas familias acudieron raudas.

Antes de que unas y otras se enzarzaran en una pelea, los hombres se interpusieron entre ellas.

—¡Hija de puta!

—¡Perra!

—¡Miserable!

—¡Ramera!

Se insultaban mientras forcejeaban por liberarse de los hombres, empujándolos para lanzarse sobre las otras, Ana más que nadie. Acudieron más gitanos, José Carmona entre ellos, y lograron hacerse con la situación. José zarandeó a su esposa como esta había hecho con su hija; luego, con la ayuda de dos de sus parientes, logró arrastrarla al otro lado del callejón.

—¡Marrana! —continuó gritando Ana a medio camino, forzando la cabeza hacia atrás para volverla en dirección a la Trianera.

La gitanería de la huerta de la Cartuja no era sino una aglomeración de míseras chozas construidas con arcilla y maderos —algunas no más que simples cobertizos de cañas y telas— que había ido extendiéndose a partir de las que inicialmente se levantaron adosadas al muro que circundaba las tierras de los monjes, entre el monasterio y Triana. Melchor fue bien recibido por las gentes. Muchos lo saludaron en la calle, a su paso; otros se asomaron a las puertas de aquellas chozas sin ventanas. El exiguo resplandor de las velas que iluminaban su interior y algunos fuegos a lo largo de la calle luchaban contra las sombras de la gitanería.

—Melchor, tengo un borrico con el que nunca llegará a pillarte la ronda del tabaco. ¿Te interesa? —exclamó un gitano viejo sentado en una silla a la puerta de una choza, al tiempo que señalaba una de las muchas caballerías atadas o trabadas en la calle.

Melchor ni siquiera miró al animal.

—Para eso tendría que bajarme de él y cargarlo sobre mis hombros —contestó dando un manotazo al aire.

Los dos rieron.

Caridad andaba detrás de Melchor; aquel terreno no era más que un barrizal en el que se hundían sus pies descalzos. Por un momento pensó que no tendría fuerzas para avanzar en el fango; la fiebre la atenazaba, le ardía la garganta y le quemaba el pecho. ¿Habría pedido ya su agua aquel hombre? Le había oído pero no llegó a entender una palabra de la conversación sobre el borrico. Los gitanos habían hablado en su jerga.

—¡Melchor! —gritó una mujer que daba de mamar a una criatura, ambos senos al descubierto—, te sigue una negra, negra, negra. ¡Jesús, qué negra! A ver si me va a agriar la leche.

—Tiene sed —se limitó a contestar el gitano.

Un par de chozas más allá, advertidos de su llegada, le esperaba un grupo de hombres.

—Hermano —saludó Melchor a uno menor que él al tiempo que se tomaban de los antebrazos.

Un chiquillo casi desnudo había corrido para arrebatarle el bastón de dos puntas, con el que ya alardeaba frente a los demás niños.

—¡Melchor! —le devolvió el saludo el gitano, apretando sus antebrazos.

Caridad, sintiéndose desfallecer, presenció cómo el hombre al que había seguido saludaba a gitanos y gitanas y revolvía el cabello a los niños que se le acercaban. ¿Y su agua? Una mujer reparó en ella.

—¿Y esa negra? —inquirió.

—Quiere beber.

En ese momento las rodillas de Caridad cedieron y se desplomó. Los gitanos se volvieron y la miraron, arrodillada en el barro.

La misma mujer que había preguntado por Caridad, la vieja María, resopló.

—Parece que necesita alguna cosa más que beber, sobrino.

—Pues solo me ha pedido agua.

Caridad trataba de mantener la vista en el grupo de gitanos; la visión se le había nublado; la conversación que mantenían le resultaba ininteligible.

—Yo no puedo con ella —dijo la vieja María—. ¡Niñas! —gritó dirigiéndose a las más jóvenes—. ¡Echadme una mano para levantar a esta negra y meterla en el palacio!

En cuanto las gitanas rodearon a Caridad, los hombres se desentendieron del problema.

—¿Un trago de vino, tío? —le ofreció a Melchor un joven.

Melchor pasó un brazo por los hombros del gitano y lo achuchó.

—La última vez que bebí de tu vino… —comentó mientras se dirigían a la siguiente choza—, ¡el vinagre y la sal con que nos curaban las heridas en galeras eran más suaves que ese brebaje!

—Pues a los borricos les gusta.

Entre carcajadas, entraron en la choza. Tuvieron que inclinarse para pasar bajo la puerta. Se componía de una única estancia que servía para todo: dormitorio de la familia del joven, cocina y comedor, carecía de ventanas y solo contaba con un simple agujero en el techo a modo de chimenea. Melchor se sentó a una mesa desportillada. Los más viejos ocuparon otras sillas o banquetas y el resto permaneció de pie, más de una docena de gitanos que llegaban hasta la misma puerta.

—¿Estás tratándome de borrico? —reanudó la conversación Melchor cuando su sobrino lanzó unos vasos sobre la mesa. La invitación se limitaba a los mayores.

—A usted, tío, de corcel alado lo menos. El otro día, en el mercado de Alcalá —continuó el gitano mientras escanciaba el vino—, logré vender aquel rucio que vio usted en su última visita, ¿recuerda? Aquel que se dolía hasta de las orejas. —Melchor asintió con una sonrisa—. Pues le solté una botella de vino y no vea usted cómo corría la pobre bestia, ¡parecía un potro de pura raza!

—Tú sí que debiste de correr para salir de Alcalá cuanto antes —intervino el tío Juan, sentado a la mesa.

—Como alma que lleva el diablo, tío —reconoció el sobrino—, pero con mis buenos dineros, que esos no se los devuelvo ni al diablo por más que me hiciera correr.

Melchor levantó el vaso de vino y, después de que los demás se sumaran al brindis, dio cuenta de él de un solo trago.

—¡Vigilad! —se escuchó desde la puerta—, no vaya a ser que ahora el tío Melchor se nos escape corriendo como un potrillo.

—¡Lo podríamos vender por bueno! —soltó otro.

Melchor rió e hizo un gesto a su sobrino para que le sirviera más vino.

Después de un par de rondas, de bromas y comentarios, quedaron solo los mayores: Melchor, su hermano Tomás, el tío Juan, el tío Basilio y el tío Mateo, todos ellos de la familia Vega, todos atezados, todos con un rostro surcado de profundas arrugas, espesas cejas que se juntaban sobre el puente de su nariz y mirada penetrante. Los demás charlaban fuera. Melchor se desabotonó su chaquetilla azul y dejó a la vista la camisa blanca y una faja de seda encarnada y brillante. Rebuscó en uno de los bolsillos interiores y sacó un atado de una docena de cigarros medianos que puso sobre la mesa, junto a la jarra de vino que les había dejado el sobrino.

—Tabaco puro habano —anunció, e hizo un gesto para que cada cual cogiera uno.

—Gracias —se escuchó de boca de algunos de ellos.

—A tu salud —murmuró otro.

En pocos minutos la choza se llenó de un aromático humo azulado que aplacó cualquiera de los otros olores de la pequeña vivienda.

—Tengo una buena partida de tabaco en polvo —comentó el tío Basilio tras lanzar al aire una bocanada de humo—. De la fábrica de Sevilla, español, muy fino y molido. ¿Te interesa?

—Basilio… —le recriminó Melchor con voz cansina, arrastrando las sílabas.

—¡Es de una calidad excelente! —se defendió el otro—. Tú puedes conseguir mejor precio que yo. Los curas te lo quitarán de las manos. A nosotros nos aprietan mucho con los precios. ¿Qué más te da de dónde venga?

Melchor rió.

—No me importa de dónde viene, sino cómo ha llegado. Ya lo sabes. No quiero traficar con tabaco que alguien ha llevado escondido en el culo. Solo de pensarlo siento escalofríos…

—Está bien envuelto en tripa de cerdo —terció su hermano Tomás en defensa del negocio.

Los demás asintieron. Sabían que cedería; siempre lo hacía, nunca se negaba a una petición de la familia, pero antes tenía que quejarse, alargar la discusión, hacerse de rogar.

—Aun así. ¡Lo han llevado en el culo! Algún día os pillarán…

—Es la única forma de burlar a los celadores de la fábrica —le interrumpió Basilio—. Cada día, al finalizar la jornada, desnudan a varios trabajadores, al azar.

—¿Y no les miran el culo? —rió Melchor.

—¿Te imaginas a uno de esos soldados metiendo el dedo en el culo de un gitano para ver si lleva tabaco? ¡Ni se les ocurre!

Melchor negó con la cabeza, pero la forma como lo hizo, complaciente, les indicó que el trato estaba cerrado.

—Un día uno de esos tarugos reventará y entonces…

—Los payos descubrirán otra forma de consumir el polvo —sentenció el tío Juan—. ¡Sorbiéndolo por el culo!

—Seguro que a muchos les gustaría más que por las narices —aventuró Basilio.

Los gitanos se miraron por encima de la mesa durante unos instantes y estallaron en carcajadas.

La conversación se alargó en la noche. El sobrino, su esposa y tres chiquillos entraron cuando los murmullos de la calle empezaron a decaer. Los niños se acostaron en dos jergones de paja que se hallaban en una esquina de la choza. Su padre observó que la jarra de vino estaba vacía y acudió a llenarla.

—Tu negra ha bebido… —empezó a decirle la mujer desde los jergones.

—No es mía —la interrumpió Melchor.

—Bueno, pues de quien sea, pero la has traído tú —continuó ella—. La tía le ha dado un bebedizo de cebada hervida con claras de huevo y le está bajando la calentura.

Luego el matrimonio se tumbó junto a sus hijos. Los hombres continuaron charlando, con su vino y sus cigarros. Melchor quería saber de la familia, y los demás le dieron buena cuenta de ello: Julián, casado con una Vega, herrero ambulante, había sido detenido cerca de Antequera mientras arreglaba los aperos de labranza de unos agricultores. «¡No llevaba cédula!», masculló el tío Juan. Los gitanos no podían trabajar como herreros, ni tampoco abandonar su domicilio. Julián estaba encarcelado en Antequera y ya habían hecho gestiones para conseguir su libertad. «¿Necesitáis algo?», se ofreció Melchor. No. No lo necesitaban. Tarde o temprano lo soltarían; comía de la caridad y no había cosa que molestase más a los funcionarios reales. Además, habían buscado la intercesión de un noble de Antequera y este se había comprometido a obtener su libertad. Tomás sonrió, Melchor también lo hizo: siempre había un noble que los sacaba de apuros. Les gustaba protegerlos. ¿Por qué lo hacían? Habían hablado de ello en numerosas ocasiones: era como si aquellos personajes de alta alcurnia se sintieran algo gitanos con sus favores, como si con ello quisieran demostrar que no eran como el común de la gente e hicieran suyas las ansias de libertad de la raza de sangre negra; como si participasen de un espíritu, de una forma de vida que les estaba vedada en su rutina y sus rígidas costumbres. Algún día se cobrarían el favor y les pedirían que cantasen o bailasen para ellos en una fiesta en algún palacio suntuoso, e invitarían a sus amigos e iguales para alardear de aquellas relaciones prohibidas.

—Hemos tenido noticias de que hace más o menos un mes —intervino el tío Mateo—, cerca de Ronda, la Hermandad confiscó los animales del Arrugado…

—¿Quién es el Arrugado? —preguntó Melchor.

—Aquel que siempre va encogido, el hijo de Josefa, la prima de…

—Ya, ya —le interrumpió Melchor.

—Le quitaron un caballo y dos borricos.

—¿Los ha recuperado?

—Los borriquillos, no. Se los quedaron los soldados y los vendieron. El caballo también lo vendieron, pero el Arrugado siguió al comprador y lo recuperó la segunda noche. Dicen que fue bastante fácil: el payo que lo compró lo dejó suelto en un cercado, él solo tuvo que entrar y cogerlo. Le gustaba ese caballo al Arrugado.

—¿Tan bueno es? —se interesó Melchor después de un nuevo sorbo de vino.

—¡Quita! —contestó su hermano—. Es un penco miserable que anda agarrotado, tieso, pero como lo hace igual que él, encogido, el hombre… pues se siente a gusto.

Otros miembros de la familia, le explicaron después a Melchor, se hallaban acogidos a sagrado en una ermita en el camino de Osuna desde hacía más de siete días. Les venía persiguiendo el corregidor de Málaga por la denuncia de unos payos malagueños.

—Ahora, como es habitual, están todos peleándose y discutiendo —informó el tío Basilio—: el corregidor los quiere para sí; la Santa Hermandad se ha presentado en la ermita y reclama que los gitanos son suyos; el cura dice que él no quiere saber nada, y el vicario, al que ha llamado el cura, alega que la justicia no los puede extraer de sagrado y que se dirijan al obispo.

—Siempre es lo mismo —comentó Melchor con el recuerdo de las veces que él mismo había tenido que buscar refugio en iglesias o conventos—. ¿Los extraerán?

—Da igual —contestó el tío Basilio—. De momento están dejando que se harten de discutir entre ellos. Todos tienen inmunidad fría, o sea que cuando salgan la alegarán y tendrán que ponerlos en libertad otra vez. Perderán sus armas y sus caballerías, pero poco más.

Era ya de madrugada. Melchor bostezó. El sobrino y su familia dormían en los jergones y la gitanería permanecía en silencio.

—¿Continuamos por la mañana? —propuso.

Los demás asintieron y se levantaron. Melchor se limitó a colocar la pierna en la mesa y empujarse hacia atrás hasta que la silla, sostenida únicamente sobre dos de sus patas, se apoyó contra la pared de la choza. Entonces cerró los ojos mientras escuchaba cómo salían sus parientes. «Inmunidad fría», sonrió para sí antes de que el sueño le venciese. Los payos siempre caían en las mismas trampas, la única posibilidad de sobrevivir para su pueblo, tan perseguido y vilipendiado en todo el país. A veces, cuando un gitano que se había refugiado en sagrado sabía que, en caso de ser extraído, la pena sería mínima o inexistente, se ponía de acuerdo con el alcalde para que lo extrajese por la fuerza, vulnerando con ello el asilo eclesiástico. A partir de ahí, si el alcalde o los justicias no lo restituían al mismo lugar del que había sido extraído, ya gozaba de lo que se conocía como inmunidad fría. Y no lo hacían; nunca lo hacían. En la siguiente ocasión en que lo detuvieran, quizá por un delito mayor, como simplemente andar libre por los caminos, podría alegar que la vez anterior no lo habían restituido a sagrado, librándose así de la condena. «Inmunidad fría», se repitió Melchor dejándose llevar por el sueño.

Melchor pasó la mañana siguiente en la gitanería, fumando, sentado en un taburete en la calle, junto a unas mujeres que fabricaban cestas con las cañas que recogían en las orillas del río, ensimismado en aquellas manos expertas que trenzaban y daban forma a unas canastas que luego tratarían de vender por calles y mercados. Escuchó sus conversaciones sin intervenir; todas conocían a Melchor. De vez en cuando, alguna desaparecía y al poco volvía con un traguito de vino para el tío. Comió en casa de su hermano Tomás, puchero de gallina un tanto podrida, y volvió a reclinar la silla para echarse una siesta. En cuanto despertó, se dispuso a regresar al callejón de San Miguel.

—Gracias por la comida, hermano.

—No hay de qué —contestó Tomás—. No te olvides de esto —añadió entregándole el «tarugo» del que habían hablado la noche anterior: una tripa de cerdo rellena de tabaco en polvo—. El tío Basilio confía en obtener un buen beneficio.

Melchor cogió el «tarugo» con una mueca de asco, lo guardó en uno de los bolsillos interiores de su chaquetilla y abandonó la barraca. Luego empezó a recorrer la calle que lindaba con la pared del huerto de los cartujos. Le hubiera gustado seguir viviendo allí, con los suyos, pero su hija y su nieta, sus seres más queridos, lo hacían con los Carmona, en el callejón, y él no podía alejarse de quien era sangre de su sangre.

—¡Sobrino! —El grito de una mujer interrumpió sus pensamientos. Melchor se volvió hacia la vieja María, en la puerta de su choza—. Te dejas a tu negra —añadió esta.

—No es mía.

Contestó con hastío; ya lo había dicho en varias ocasiones.

—Ni mía —se quejó la mujer—. Ocupa mi jergón, y las piernas le salen por debajo. ¿Qué quieres que haga yo con ella? ¡Llévatela! Tú la trajiste, tú te la llevas.

«¿Llevármela?», pensó Melchor. ¿Qué iba a hacer él con una negra?

—No… —empezó a decir.

—¿Cómo que no? —le interrumpió la vieja María poniéndose en jarras—. He dicho que se va contigo y así será, ¿entendido?

Varios gitanos se arremolinaron junto a ellos al oír el escándalo. Melchor observó a la anciana, pequeña, enjuta y arrugada, plantada en la puerta de la choza con su delantal coloreado, retándole. Él…, él era respetado por cuantos vivían en la gitanería, pero ante sí tenía nada menos que a la vieja María. Y cuando una gitana como la vieja María se ponía en jarras y te atravesaba con los ojos…

—¿Qué quieres que haga con ella?

—Lo que te plazca —contestó la vieja sabiéndose vencedora.

Varias gitanas sonrieron; un hombre resopló, otro ladeó la cabeza con una mueca y un par de ellos renegaron por lo bajo.

—No podía moverse… —arguyó Melchor señalando el barro de la calle—, se cayó aquí…

—Ahora ya puede. Es una mujer fuerte.

La vieja María le dijo que la mujer negra se llamaba Caridad y entregó a Melchor un odre con el resto del bebedizo de cebada con yemas de huevo que la enferma debía tomar hasta que las calenturas desaparecieran por completo.

—Devuélvemelo la próxima vez que vengas por aquí —le advirtió—. ¡Y cuídala! —le exhortó la vieja cuando ya emprendían la marcha.

Melchor se volvió extrañado hacia ella y la interrogó con la mirada. ¿Qué le importaba? ¿Por qué…?

—Sus lágrimas son tan tristes como las nuestras —se adelantó la vieja María imaginando sus pensamientos.

Y de tal guisa, con Caridad notablemente recuperada tras él y el odre colgando del bastón a modo de pértiga sobre su hombro, Melchor se presentó en el callejón de San Miguel, inundado de humo, ahogado en el repique de los martillos sobre el yunque.

—¿Y esa? —le interrogó con acritud su yerno José en cuanto le vio cruzar la puerta del corral de vecinos. Tenía aún el martillo en la mano e iba ataviado con un delantal de cuero sobre el torso desnudo y sudoroso.

Melchor se irguió con el odre todavía colgando del bastón, a su espalda, Caridad quieta tras él, sin entender la jerga gitana. ¿Quién era aquel desabrido de José Carmona para pedirle explicación alguna? Alargó el desafío durante unos instantes.

—Canta bien —se limitó a responder al fin.