Sevilla, 1752
Milagros no había vuelto al palacio de los condes de Fuentevieja desde el día en que lo hizo en solicitud de ayuda para liberar a sus padres. Habían transcurrido casi tres años y aquella muchacha a la que el malcarado secretario de su excelencia no le había permitido superar el lúgubre pasillo que llevaba a las cocinas, se desenvolvía ahora con soltura en uno de sus lujosos salones. Entre aquellas mujeres nobles y ricas que se sangraban con asiduidad con el único objetivo de dar palidez a sus mejillas e iban vestidas con faldas ahuecadas mediante miriñaques, mujeres de cintura y torso encorsetados, peinados altos, complicados y profusamente ornamentados, que amenazaban con vencer los armazones de alambres sobre los que descansaban y derrumbarse sobre sus cabezas, siempre enjoyadas y encintadas, la gitana se sabía observada y deseada por los hombres invitados a la fiesta que celebraba el conde. El secretario, al recibirla esa noche de finales de febrero junto a uno de los porteros, había desviado una mirada lasciva sobre sus pechos.
—Tú —quiso vengarse la gitana al tiempo que se preguntaba si reconocía en ella a la niña de la que se burló años antes—, ¿a qué viene ese babeo?
El hombre reaccionó e irguió la cabeza azorado.
—No está hecha la miel para la boca del asno —le escupió Milagros.
Algunos gitanos que la acompañaban mostraron su sorpresa. El portero reprimió una carcajada. El secretario se disponía a replicar cuando Milagros clavó sus ojos en él y le retó en silencio: «¿Quieres ofenderme y arriesgarte a que me vaya? ¿En qué posición quedarían entonces tus señores ante sus invitados?». El secretario cedió, no sin antes dirigir una mueca de desprecio al grupo de gitanos.
¡Claro que no la había reconocido! Tres años y la maternidad de una hija preciosa habían configurado el esplendoroso cuerpo de una mujer de diecisiete, joven pero pleno. Atezada, de bellas facciones pronunciadas y largo cabello castaño cayendo revuelto a su espalda, toda ella emanaba orgullo. Milagros no necesitaba cotillas ni prendas elegantes para lucir sus encantos: una sencilla camisa verde y una larga falda floreada que caía hasta casi cubrir sus pies descalzos insinuaban la voluptuosidad de piernas, hombros, caderas, estómago… y pechos firmes y turgentes. El tintineo de sus muchos abalorios siguió los pasos de portero y secretario hasta el gran salón donde, después de la cena, los condes y sus ilustres invitados los esperaban charlando, bebiendo licores y sorbiendo rapé. Después de saludar a los anfitriones y a cuantos curiosos desearon acercarse a conocer a la famosa Milagros de Triana, mientras los gitanos se acomodaban y afinaban sus guitarras, ella deambuló de aquí para allá, entre la gente, contemplándose en los inmensos espejos o toqueteando con indolencia alguna figurilla, exhibiéndose a la luz de la imponente lámpara de cristal que colgaba del techo ante hombres y mujeres, alardeando de aquella sensualidad que estallaría en breve.
El rasgueo ya acompasado de varias guitarras reclamó su presencia donde estaban sus acompañantes, en una esquina del salón expresamente despejada para acoger al grupo de cuatro hombres y otras tantas mujeres. La Trianera permanecía vigilante, con sus muchas carnes aposentadas en un sillón de madera labrada en dorados y tapizado en seda colorada, como si de un trono se tratase y que, encaprichada de él nada más verlo, había obligado a fuerza de aspavientos a desplazar desde el otro extremo del salón a un par de criados.
Reyes y Milagros cruzaron miradas frías y duras; sin embargo, cualquier sensación perturbadora desapareció del ánimo de la joven tan pronto como se arrancó con su primera canción. Aquel era su universo, un mundo en el que nada ni nadie tenían la menor importancia. La música, el cante y el baile la hechizaban y la transportaban al éxtasis. Cantó. Bailó. Brilló. Embelesó a la concurrencia: hombres y mujeres que a medida que transcurría la noche fueron perdiendo sus rígidos portes y sus aristocráticos aires para sumarse al jaleo, los gritos y las palmas de los gitanos.
En los breves descansos, los gitanos de la familia de los García dejaban las guitarras y acudían a rodearla mientras ella flirteaba, coqueta, con los hombres que se le acercaban. Pedro no estaba, él nunca estaba. Y Milagros escrutaba en el rostro de los hombres, en el deseo que podía llegar a oler, cuál de ellos estaba dispuesto a premiarla a cambio de un guiño pícaro, un gesto atrevido, una sonrisa o una atención superior a la que prestaba a los demás. Algunas monedas, una pequeña joya o cualquier accesorio que llevaran: un botón de plata, quizá una tabaquera ricamente labrada. Aquellos nobles civilizados y cultos satisfacían su vanidad pretendiéndola con desvergüenza en presencia de sus mujeres, que, algo apartadas, como si se tratara de otro espectáculo, cuchicheaban y reían los ímprobos esfuerzos de sus maridos por elevarse sobre los demás y obtener la presa.
Un reloj de bolsillo. Tal fue el trofeo que conquistó esa noche y que rápidamente pasó a manos de la Trianera, que lo sopesó y lo escondió entre sus ropas. Milagros permitió que el vencedor la tomara de la mano y rozara los labios en su dorso. De reojo, comprobó cómo una mujer con un gran lazo dorado en el escote, a juego con una multitud de otros lazos pequeños que adornaban su moño, recibía las felicitaciones de algunas compañeras mientras gesticulaba con displicencia, restando toda importancia a la joya de la que acababa de desprenderse su hombre. «Se divierten con ello», pensó Milagros: nobles acaudalados, civilizados y corteses unidos entre ellos por matrimonios de inclinación.
Los gitanos continuaron tocando sus guitarras, entrechocando castañuelas y palmas, y Milagros cantó y bailó para los nobles. Lo harían hasta que don Alfonso y sus ilustres invitados se cansaran, aunque a la vista de los caldos, pasteles, dulces y chocolate que durante toda la noche fueron sirviendo los criados, Milagros supo que sería eterna. Así fue; el sarao se alargó hasta el amanecer, mucho después de que la gitana, extenuada, se hubiera visto obligada a ceder el puesto a las que la acompañaban, que pugnaron sin éxito por emularla.
La Trianera, que dormitaba en su trono, se levantó por primera vez en la noche cuando don Alfonso puso fin a la fiesta. La vieja gitana despertó de forma instintiva en el momento en que el conde dirigió un gesto casi imperceptible hacia su mayordomo. El conde debía pagarles, aunque solo él decidía la cuantía. Muchos invitados se habían retirado ya. Entre los que quedaban, algunos habían perdido su porte señorial a causa del licor. Don Alfonso, con la bolsa de los dineros en la mano, no parecía contarse entre estos últimos, ni tampoco el hombre con el que se acercó hasta el grupo de gitanos.
—Una grata velada —les felicitó el conde extendiendo la bolsa.
Reyes se la arrancó de la mano.
—Una noche interesante —agregó su acompañante.
Sin prestar atención a la Trianera, don Alfonso se dirigió entonces a Milagros.
—Creo haberte presentado ya a don Antonio Heredia, marqués del Rafal, de visita en Sevilla.
La gitana observó al hombre: viejo, peluca blanca empolvada, rostro serio, casaca negra abierta, estrecha y bordada en las bocamangas, chupa, corbata de encaje, calzón, medias blancas y zapatos bajos con hebilla de plata. Milagros no se había fijado en él, no había sido uno de los que la asediaran.
—Don Antonio es el corregidor de Madrid —añadió el conde tras conceder a la gitana aquellos instantes.
Milagros acogió las palabras con una levísima inclinación de cabeza.
—Como corregidor —explicó entonces don Antonio—, también soy juez protector y privativo de los teatros cómicos de Madrid.
Ante la mirada expectante del corregidor, Milagros se preguntó si debía mostrarse impresionada por aquella revelación. Enarcó las cejas en señal de incomprensión.
—Me ha impresionado tu voz y… —el corregidor giró un par de dedos en el aire— tu forma de bailar. Deseo que vengas a Madrid a cantar y bailar en el Coliseo del Príncipe. Formarás parte de la compañía…
—Yo… —le interrumpió la gitana.
En esta ocasión fue el conde quien enarcó las cejas. El corregidor irguió la cabeza. Milagros calló, sin saber qué decir. ¿Ir a Madrid? Se volvió hacia los gitanos, a sus espaldas, como si esperase ayuda por su parte.
—Mujer —la voz del conde sonó áspera en sus oídos—, don Antonio te acaba de hacer una oferta generosa. ¿No pretenderás desairar al corregidor de su majestad?
—Yo… —volvió a titubear Milagros, perdido cualquier atisbo de la altivez con que se había desenvuelto a lo largo de la noche.
Reyes se adelantó un paso.
—Excúsenla sus excelencias. Solo está abrumada… y confundida. Comprendan sus mercedes que no esté acostumbrada a tan gran honor. Cantará en Madrid, por supuesto —terminó afirmando.
Milagros no podía apartar la mirada del rostro del corregidor, que fue templando la rigidez de sus facciones a medida que escuchaba las palabras de la Trianera.
—Excelente decisión —llegó a ver que pronunciaban sus labios.
—Mi secretario y el de don Antonio se ocuparán de arreglarlo todo —terció entonces el conde—. Mañana… —detuvo sus palabras, sonrió y miró hacia uno de los grandes ventanales por el que ya se colaban los primeros rayos de luz—. Bueno, ya es hoy —se corrigió—. Antes del anochecer acudid a su presencia.
Los aristócratas no les concedieron más tiempo. Se despidieron, y el uno con la mano apoyada en el hombro del otro, charlando, encaminaron sus pasos hacia la gran puerta de doble hoja que cerraba la estancia. La carcajada del conde antes de cruzarla despertó a Milagros de la conmoción: solo quedaban ellos en el salón, aparte del mayordomo que los vigilaba y un par de criados que, tan pronto como el eco de las carcajadas se perdió en los pasillos del gran palacio, se separaron de las paredes junto a las que permanecían hieráticos. Uno suspiró, el otro desentumeció sus músculos. La luz del sol y de las velas todavía encendidas en la gran lámpara de cristal revelaron una estancia que reclamaba ser devuelta al esplendor con que los había recibido; los muebles estaban en desorden; había vasos aquí y allá, jícaras manchadas de chocolate, bandejas, platillos con restos de comida y hasta abanicos y algunas prendas olvidadas por las señoras.
—¿Madrid? —alcanzó a preguntarse entonces Milagros.
—¡Madrid! —La voz de la Trianera reverberó contra el alto techo del salón—. ¿O acaso pretendías desairar el corregidor y enemistarnos de nuevo con los principales del reino?
Milagros frunció el entrecejo hacia la Trianera. Sí, iría a Madrid, se convenció entonces. «A cualquier lugar lejos de ti y los tuyos», pensó.
Se dispusieron a viajar a Madrid en una larga galera de las que semanalmente recorrían el trayecto que unía Sevilla con la Villa y Corte, un carro de cuatro ruedas cubierto con un toldo de lienzo y tirado por seis mulas. La galera estaba capacitada para el transporte de quince viajeros con sus respectivos equipajes, que aquella mañana de marzo de 1752 se habían reunido alrededor de ella.
En esta ocasión, los gitanos iban a salir de Triana con todos los permisos y pasaportes en regla, firmados y sellados por cuantas autoridades eran precisas, y bajo la salvaguarda del mismísimo corregidor de Madrid, como acreditaba la carta que su secretario les había expedido, no sin antes mostrar su extrañeza por la gitana vieja que los García pretendían incluir en la comitiva. «¿Quién si no cuidará de la niña mientras canta para su excelencia?», arguyó Rafael el patriarca. El secretario negó con la cabeza, pero lo cierto era que le importaba poco el número de gitanos que se desplazasen a Madrid, así que accedió. En cambio, no se calló ante la referencia hecha a su amo.
—No te equivoques —le avisó—. La mujer no cantará para el señor corregidor; lo hará en el Coliseo del Príncipe para todos los que acuden a presenciar las comedias.
—Pero algún día acudirá su excelencia, ¿no? —Rafael García guiñó un ojo al funcionario pretendiendo hacerle partícipe de la fascinación que Reyes, su mujer, había exagerado al contar la escena del palacio de los condes.
El secretario suspiró.
—Y hasta el rey —ironizó—. Su majestad, también.
Rafael García mudó el semblante y reprimió una réplica.
—¿Cuántos dineros le pagará el señor corregidor? —preguntó en su lugar.
El secretario sonrió avieso, molesto por tener que tratar con gitanos.
—Lo ignoro, pero de lo que sí estoy seguro es de que no ocupará la plaza de primera dama. Supongo que una ración de unos siete u ocho reales al día sin derecho a partido.
—¡Siete reales! —protestó el Conde. ¡Solo el reloj que había conseguido Milagros la noche anterior valía cien veces más!
El otro ensanchó la sonrisa.
—Eso es lo que hay. Las nuevas no cobran a partido —silabeó ante la mueca de ignorancia del gitano—: un sueldo que perciben trabajen o no. Cobrará exclusivamente por día de trabajo, a ración… Sí, siete u ocho reales.
Rafael García no pudo evitar un gesto de decepción. Su hijo y dos gitanos más que lo acompañaban también mostraron su descontento.
—En ese caso… —El gitano dudó, pero terminó expresando su amenaza—: Por ese sueldo Milagros no irá a Madrid.
—Escucha —anunció el otro con seriedad—, no sería la primera cómica que termina en la cárcel por negarse a acatar las órdenes del corregidor y de la junta que rige los teatros de la corte. Madrid no se mide en reales, gitano. Madrid es… —El hombre hizo revolotear sus manos en el aire—. Son muchos los cómicos de compañías ambulantes o de teatros menores de todo el reino que pierden dinero al ser llamados a Madrid. Tú eliges: Madrid o la cárcel.
Rafael García eligió, y un mes después su nieto Pedro contemplaba fumando cómo Milagros cargaba las escasas pertenencias de la familia en la galera, mientras Bartola, su niñera, sostenía en brazos a la hija de ambos.
Entre bulto y bulto, Milagros miraba a la pequeña. Era igual que su madre, decían unos, mientras que otros afirmaban que había salido a su padre y algunos más buscaban parecidos con los García. Nadie mencionó a los Vega. Se secó el sudor de la frente con una de las mangas. No se atrevió a bautizar a la niña con el nombre de Ana. Muchos eran los gitanos que traían noticias de las detenidas en Málaga, ninguna para ella. Nunca llegó a pedirles que hablasen con Ana Vega. ¡No soportaría otra respuesta como la que recibió cuando mandó al Camacho! Quizá algún día… Mientras tanto, nada sabía de su madre, y eso la atormentaba. Sin embargo, sí que bautizó a su hija con el nombre de María, en secreto homenaje a la vieja curandera que había sido sustituida por Bartola, que iba a acompañar al matrimonio en su viaje a la corte.
Doce personas más subieron al carro tras ellos: varios ordinarios cargados con bultos; un petimetre afrancesado que miraba con asco cuanto le rodeaba; una muchacha tímida que iba a servir a la capital; un hombre que decía ser comerciante de telas, dos frailes y un matrimonio. Ninguno de los gitanos había viajado en galera, y salvo los ordinarios, que iban y venían de ciudad en ciudad, era evidente que tampoco lo habían hecho los demás pasajeros. Tal era la aversión a los viajes en la época. La galera iba repleta y todos ellos trataron de acomodarse en un espacio sin bancos, entre la multitud de variopintas mercancías y enseres que llevaban consigo, sobre un suelo que no era de tablas como el de los carros que conocía Milagros, sino que consistía en un entramado de resistentes cuerdas en forma de red encima de las cuales se amontonaron sin orden ni concierto personas y equipajes. Debían viajar tumbados, como comprobó la joven que hacía uno de los ordinarios. Entre empujones, las dos gitanas extendieron los jergones que llevaban junto a uno de los laterales del carro y se sentaron sobre ellos con la espalda apoyada contra el precario apoyo de unas esteras de esparto a modo de barandas.
De tal guisa, acompañados por un carro que transportaba aceite de oliva y otro arriero al frente de una recua de seis animales cargados de mercaderías, afrontaron el largo camino. Milagros respiró hondo en el momento en que el carretero arreó a las mulas para que tirasen de la pesada galera e iniciasen la marcha. Luego se dejó mecer por el cascabeleo de las guarniciones que adornaban a las caballerías y el repiqueteo metálico de las ollas y sartenes que colgaban del exterior de la galera. Cada uno de los tintineos de aquellos cascabeles la alejaba un paso más de Triana, del Conde, de la Trianera, de los García y de las desgracias que habían asolado su vida. De vez en cuando, el restallar del látigo obtenía de los animales un empujón que se alargaba unos instantes, hasta que recuperaban su caminar apático. Madrid, evocó una vez más la gitana. Llegó a odiar a la villa cuando se enteró del secuestro del abuelo, pero al cabo de un mes llegó otro ordinario con la noticia de que había escapado, y ella, al ritmo de los juramentos e imprecaciones de los miembros de su nueva familia, se reconcilió con aquella ciudad. ¿Sería igual en un teatro de Madrid, junto a cómicos y músicos profesionales que en los mesones o los saraos sevillanos? Esa incertidumbre era lo único que la inquietaba. Recordaba el suplicio que le supuso cantar villancicos en la parroquia de Santa Ana, con el maestro de capilla amonestándola sin tregua y los músicos despreciándola, y temía que le sucediera lo mismo. Solo era una gitana, y los payos…, los payos siempre se comportaban igual con los gitanos. Con todo, Milagros estaba dispuesta a sufrir aquel escarnio, cien como ellos si menester fuese, para apartar a Pedro de su familia de Triana, de su vida indolente y de sus noches perdidas en… Mejor no saberlo. Cerró los ojos con fuerza y apretó a su pequeña contra el pecho. En Madrid, Pedro solo la tendría a ella. Cambiaría. ¿Qué más daban los dineros que tanto importaban a los García? Sin ellos no habría vino, ni mesones, ni botillerías, ni… mujeres.
Pedro se había opuesto enérgicamente a trasladarse a Madrid, pero ni con su nieto favorito transigió el Conde. Suspendidas las liberaciones de gitanos poco después de la de José Carmona, muchos eran los que confiaban en que algún día el rey se replantearía la situación. Y ellos se estaban esforzando por conseguirlo. «¡Es el corregidor de Madrid!», había gritado el Conde a su nieto.
—Escucha, Pedro —prosiguió con otro tono de voz—, todos estamos acercándonos a los payos. Dentro de poco, unos meses a lo sumo, presentaremos al arzobispo de Sevilla las reglas de lo que será la hermandad de los gitanos; hemos elegido como sede el convento del Espíritu Santo, aquí, en Triana. Estamos trabajando en ello. ¡Los gitanos con una hermandad religiosa! —añadió como si estuviese planteando una locura—. ¿Quién podía imaginárselo? Ya no solo somos los García, sino todas las familias de la ciudad, unidas. ¿Pretendes indisponerte… indisponernos a todos con un personaje tan cercano al rey como el corregidor de Madrid? Ve allí. No será para toda la vida.
Tanta era la proximidad de los gitanos a aquella Iglesia capaz de encarcelar o liberar a la gente que hasta los frailes que acudían a hacer confesiones generales a Triana habían llegado a destacar, por encima de la de los demás ciudadanos, la piedad y el espíritu religioso con que estos habían acudido a hacerlo.
—¡Niégate! —lo azuzó un día Milagros ante las constantes quejas de su esposo—. Vayámonos, escapemos de Triana. Yo me casé contigo contra la voluntad de parte de mi familia, rebélate tú también. ¿Quién es tu abuelo para decidir lo que debemos o no debemos hacer?
Tal y como presumía, Pedro no osó desobedecer a su abuelo y a partir de aquel día no se produjeron más discusiones, aunque Milagros se guardó mucho de mostrar su alegría.
Emplearon once inacabables días en llegar a Madrid. Jornadas a lo largo de las cuales se les fueron uniendo otros transportes y viajeros con igual destino al tiempo que otros se apeaban en alguna encrucijada. Los caminos eran malos y peligrosos, por lo que las gentes se buscaban unas a otras. Además, los carreteros y arrieros gozaban de ciertos privilegios que molestaban a los lugareños: podían dejar que sus caballerías pastasen, o hacer leña en tierras comunales, y siempre era preferible defender unidos esos derechos. Entumecida, tratando constantemente de acallar el llanto lastimero de una niña de año y medio incapaz de soportar el tedio y la monotonía, Milagros se animó al presentir la cercanía de la gran ciudad. Incluso las mulas aligeraron su paso cansino a medida que el estrépito se hizo más y más perceptible. Hacía poco que el sol había superado el amanecer, y la galera donde viajaban se vio embutida entre los centenares de carros y las miles de bestias de carga que diariamente entraban en la ciudad para abastecer a la Villa y Corte. Una multitud de labradores, agricultores, hortelanos, comerciantes y trajineros, con sus carros, pequeños o grandes, a pie, cargados o tirando de mulas y bueyes, tenían que acceder personalmente a Madrid para vender sus productos y mercaderías. A fin de impedir el acaparamiento y los aumentos de precio, el rey había prohibido que tratantes, chalanes o regatones de la corte adquirieran comestibles para su reventa en las cercanías de Madrid o en los caminos que llevaban a la ciudad; solo podían hacerlo a partir de las doce del mediodía, en las plazas y mercados, después de que los ciudadanos hubieran tenido oportunidad de adquirirlos en los cajones y puestos de venta a sus precios de origen.
A través de una rendija del toldo que tapaba el lateral de la galera, Milagros contempló el barullo de gentes y animales. Se encogió ante el griterío y el desorden. ¿Qué les esperaba en una ciudad que día tras día requería de todo aquel ejército de proveedores?
Accedieron a Madrid por la puerta de Toledo, y en la calle del mismo nombre, en uno de los muchos mesones establecidos en ella, el de la Herradura, pusieron fin a un viaje que se les había hecho interminable. Les habían dicho que, en cuanto llegaran, acudieran al Coliseo del Príncipe para recibir instrucciones. Milagros y la vieja Bartola se pelearon con los demás viajeros para descargar los jergones y demás enseres mientras Pedro se informaba a través del carretero y los ordinarios.
El sol de un día fresco pero radiante iluminó la variopinta muchedumbre que accedía a la ciudad y a la que se sumaron ellos. Pedro en cabeza, libre de equipaje, y las dos mujeres arrastrando los bultos y cargando a la pequeña María. Pocos fueron los que prestaron atención al grupo de gitanos mientras estos recorrían la calle de Toledo en dirección a la plaza de la Cebada, en uno de los barrios más poblados y humildes de Madrid. Los ciudadanos deambulaban entre los mesones, botillerías, colchonerías, esparterías, herrerías y barberías que flanqueaban la calle de Toledo.
Milagros y Bartola se turnaban para llevar a María. En ello estaban, pasando a la niña de los brazos de una a los de la otra, cuando Pedro, que había girado la cabeza ante su retraso, se precipitó sobre ellas a tiempo de impedir que la pequeña agarrase una de las camisas que colgaban de la puerta de un mísero cuchitril que exponía ropas usadas.
—¿Queréis que la niña enferme? —les recriminó a las dos—. ¡Malaje! —anunció después con la mirada fija en el rostro demacrado del propietario de la tienda.
Porque en la calle de Toledo se abrían prenderías llevadas por comerciantes cuyos rostros enjutos mostraban el destino que les esperaba a los muchos que, llevados por la necesidad, se veían obligados a adquirir a bajo precio las ropas de los fallecidos en los hospitales. Si los gitanos quemaban las prendas de sus muertos tras el entierro, los payos las compraban sin importarles que en sus costuras estuviera la simiente de todo tipo de males y enfermedades, y las faldas, los calzones y las camisas retornaban una y otra vez a las prenderías en espera de un nuevo desgraciado al que contagiar en un vicioso círculo de muerte.
Milagros aupó a su niña hasta acomodarla contra su cadera; comprendía lo que había originado la reacción de Pedro y asintió antes de continuar andando. Así llegaron hasta la plaza de la Cebada, un gran espacio irregular en el que, además de ejecutarse a los reos condenados a morir ahorcados, se vendía grano, tocino y legumbres. Muchos de los labradores que ascendían junto a ellos por la calle de Toledo se desviaron hacia la plaza. Alrededor de los cajones del mercado holgazaneaban centenares de personas. Otros campesinos continuaron en dirección a la plaza Mayor.
Pedro, sin embargo, los guió hacia la derecha, hacia una calleja que bordeaba la iglesia y el cementerio de San Millán; continuaron por ella hasta la plaza de Antón Martín. Allí, mientras las mujeres y los niños se refrescaban en la fuente que echaba agua por boca de los delfines, volvió a preguntar por el Coliseo del Príncipe. Sin éxito. Un par de hombres eludieron al gitano y avivaron el paso. Pedro crispó la mandíbula y acarició la empuñadura de su navaja.
—¿Qué buscas? —se oyó cuando se disponía a interrogar a un tercero.
Milagros observó a un alguacil de negro que, vara en mano, se dirigía hacia su esposo. Ambos hombres hablaron. Algunos viandantes se detuvieron para presenciar la escena. Pedro le mostró los documentos. El alguacil los leyó y preguntó por la cómica a la que se referían los papeles.
—Mi esposa: Milagros de Triana —respondió con sequedad el gitano al tiempo que la señalaba.
Junto a la fuente, Milagros se vio escrutada de arriba abajo por alguacil y curiosos. Dudó. Se sintió ridícula con el jergón enrollado bajo un brazo, pero alzó el mentón y se irguió frente a todos ellos.
—¡Orgullosa gitana! —la premió a gritos el alguacil—. Veremos si eres capaz de ser igual de engreída en el tablado, cuando los mosqueteros te abucheen. En Madrid nos sobran mujeres bellas y nos faltan buenas cómicas.
La gente rió y Pedro hizo ademán de revolverse contra ellos. El alguacil le detuvo alzando la vara a la altura de su pecho.
—No seas tan susceptible, gitano —le advirtió arrastrando las palabras—. Dentro de pocos días, cuando se inaugure la temporada de comedias, todo Madrid y sus alrededores censurará… o ensalzará a tu esposa. De ella dependerá. No hay término medio. Acompañadme —se ofreció en el momento en que Pedro depuso su actitud—, el Príncipe está muy cerca. Me viene de ronda.
Desde la misma plaza ascendieron un trecho para rodear el colegio de Loreto e introducirse en una callejuela situada a su derecha. Milagros se esforzó por mantener el mismo porte altivo con que su esposo desfiló frente al coro de madrileños que habían presenciado la escena, pero, cargada con María a un lado y el jergón al otro, seguida por Bartola resoplando y renegando en su nuca con los otros dos jergones y el resto de los bultos, los pocos pasos que el alguacil y Pedro les llevaban por delante le parecieron una distancia insalvable. «¡Te iremos a ver, gitana!», oyó Milagros, y se volvió hacia un hombre bajo y gordo tocado con un gran sombrero negro que le daba aspecto de seta. «No nos hagas gastar nuestros dineros en balde», escuchó de otro. «¿Dónde queda ahora el lujo y el boato del palacio de los condes de Fuentevieja?», se lamentó, molesta ante las risotadas y comentarios que se sucedieron a su paso.
Una manzana más y se plantaron en la bocacalle de la del Príncipe; poco más allá, desde la esquina de la calle del Prado el alguacil señaló a su derecha, hacia un edificio de líneas rectas y sobria fachada de piedra cuyo tejado a dos aguas sobresalía muy por encima de los colindantes.
—Ahí lo tenéis —indicó con orgullo—, el Coliseo del Príncipe.
Milagros trató de hacerse una idea de las dimensiones del teatro, pero la estrechez de la calle a la que hacía frente se lo impidió. Volvió la cabeza a su izquierda, hacia un muro corrido y sin ventanas que se extendía a lo largo de la calle del Prado.
—La huerta del convento de Santa Ana —explicó el alguacil al percatarse de hacia dónde dirigía la mirada la joven gitana. Luego señaló en dirección a la parte alta de la misma calle—. Allí, en la lonja que da acceso al convento, hay una hornacina con la imagen de la madre de la Virgen a la que acuden a venerar muchos de los de vuestra raza. Deberías encomendarte a ella antes de entrar —terminó riendo.
Milagros dejó a María en el suelo de tierra. ¡Santa Ana! En su parroquia trianera había cantado villancicos para los payos después de haber sido humillada por el maestro de capilla y los músicos. ¡Qué lejos le parecían aquellos días! Sin embargo, ahora reaparecía la misma santa junto al teatro donde tendría que volver a cantar delante de los payos. No podía ser simple casualidad, debía de tener algún significado…
—¡Vamos! —La orden del alguacil distrajo sus pensamientos. Los gitanos se disponían a dirigirse al teatro cuando el alguacil les detuvo con un movimiento de su vara y explicó—: Por allí entra el público. Los cómicos acceden por una puerta trasera, en la calle del Lobo.
Rodearon la manzana hasta dar con la puerta. El alguacil habló con un portero que vigilaba la entrada y que le franqueó el paso al instante.
—¿Piensas entrar con un jergón bajo el brazo? —se mofó el hombre tras invitar a Milagros a seguirle—. ¡Los demás no podéis entrar! —advirtió acto seguido Pedro y a Bartola.
Pedro lo consiguió, aduciendo que era su esposo. «¿Quién va a impedir que la acompañe?», dijo con arrogancia. El jergón quedó fuera, con Bartola, María y los demás bultos. En cuanto se cerró la puerta a su espalda, se encontraron en una amplia estancia a la que se abrían una serie de habitaciones.
—Los vestuarios —comentó el alguacil.
Milagros no los miró; tampoco miró las varias sillas de manos dispuestas junto a una de las paredes y que habían captado el interés de su esposo. La atención de la gitana permanecía fija en la cara posterior del decorado: un inmenso y simple lienzo blanco que, entre tramoyas, ocupaba casi todo el frente del lugar reservado a los espectadores. A su trasluz vislumbró sombras de personas: algunas se movían y gesticulaban, otras permanecían quietas. No logró entender lo que decían. ¿Declamaban? Se oyó un grito autoritario y se hizo el silencio, al que siguió una nueva orden. La figura de una mujer que hacía aspavientos. Una sombra que se acercaba a la mujer. Discutían. La voz de la mujer, terca, impertinente, se alzaba por encima de la otra hasta lograr acallarla. El hombre se quedaba solo. Milagros llegó a percibir los brazos caídos a sus costados. La mujer desapareció de su visión, no así sus alaridos, que ganaban fuerza a medida que se acercaban a ella por el lateral del telón.
—¿Quién se habrá creído que es ese gañán? —El grito precedió a la intempestiva aparición de una mujer de mediana edad, rubia, bien vestida, tan exuberante como acalorada—. ¡Decirme a mí, a mí, cómo debo cantar mi papel! ¡A mí, la gran Celeste!
Camino del vestuario, la mujer pasó junto a Milagros sin siquiera mirarla.
—¡Ni dos días aguantará esta comedia en cartel! —prosiguió Celeste, indignada, pero su ofuscación se desvaneció como por ensalmo al toparse con Pedro García unos pasos más allá.
El alguacil, a su lado, se destocó con deferencia.
—¿Y tú quién eres? —interrogó la mujer al gitano plantándose en jarras frente a él.
Milagros no llegó a observar la sonrisa con la que su esposo acogió aquel repentino interés: a su espalda, desde el mismo lugar por el que había aparecido la mujer, más de una veintena de personas se apresuraban tras ella. «Celeste —clamaba un hombre—, no te molestes». «Celeste… » Tampoco ellas se preocuparon por su presencia; pasaron por su lado, a derecha e izquierda, hasta llegar a rodear a Celeste, a Pedro e incluso al alguacil. Mientras, la mirada gitana de Pedro, con los ojos levemente entrecerrados, había conseguido hacer titubear a la mujer.
—No… —trató de oponerse esta a los ruegos de los que habían llegado; su voluntad atrapada en el bello rostro del gitano.
—Celeste, por favor, recapacita —se escuchó—. El primer galán…
A la sola mención del primer galán, la mujer reaccionó.
—¡Ni hablar! —aulló apartando a los demás de su lado—. ¿Dónde están mis silleteros? ¡Que vengan mis silleteros! —Miró a su alrededor hasta localizar a dos hombres desastrados que atendieron prestos a su llamada. Luego hizo ademán de dirigirse a una de las sillas de manos, pero antes se acercó a Pedro—. ¿Nos volveremos a ver? —inquirió en un dulce susurro, los labios rozando la oreja del gitano.
—Como que me llamo Pedro —aseguró aquel en igual tono.
Celeste sonrió con un deje de picardía, se volvió y se introdujo en la caja de la silla de manos dejando tras de sí el aroma de su perfume. Los silleteros agarraron las dos varas, alzaron la silla y enfilaron la puerta que daba a la calle del Lobo entre murmullos.
—Demasiada mujer para ti —le advirtió el alguacil cuando la puerta volvió a cerrarse y los murmullos trocaron en discusiones—. Medio Madrid la pretende y el otro medio quisiera tener las agallas necesarias para hacerlo.
—Siendo así —alardeó Pedro con la mirada todavía puesta en la puerta—, medio Madrid terminará envidiándome y el otro medio aclamándome. —Luego se volvió hacia el alguacil, que se estaba calando el sombrero y lo taladró con la mirada—. ¿Usted en qué mitad se cuenta?
El hombre no supo qué responder. Pedro presintió un arranque de autoridad y se adelantó.
—Alrededor de este tipo de mujeres siempre revolotean otras muchas. ¿Me entiende? Si usted está conmigo… —el gitano dejó transcurrir unos instantes—, también podría ser envidiado.
—¿Quién será envidiado?
Los dos se volvieron. Milagros había logrado abrirse paso entre la gente y se hallaba junto a ellos.
—Yo —contestó Pedro—, por poseer a la mujer más bella del reino.
El gitano pasó un brazo por encima de los hombros de su esposa y la atrajo hacia sí. Su atención, sin embargo, permanecía fija en el alguacil: necesitaba alguien que le introdujera en la capital, y quién mejor que un representante del rey. Por fin, el hombre asintió.
—Vamos en busca del director de la compañía —dijo de inmediato, como si aquel movimiento de su cabeza no hubiera sido exclusivamente dirigido al gitano—. ¿Dónde está don José? —preguntó a un cómico al que agarró del brazo sin contemplaciones.
—¿Para qué quiere saberlo? —soltó este tras zafarse con violencia de la mano que le atenazaba.
El alguacil dudó ante la resuelta actitud del cómico.
—Ha llegado una nueva —explicó señalando a Milagros.
Los que estaban a su alrededor se volvieron como impulsados por un resorte. La voz corrió entre los demás.
—¡Eh…! —trató de llamar la atención de sus compañeros el cómico.
—¿Dónde está el director? —insistió el alguacil.
—Llorando —ironizó el hombre—. Debe de estar llorando sus penas en el tablado. No hay manera de que Nicolás y Celeste se pongan de acuerdo a la hora de dirigir los ensayos.
—Si el primer galán la tratase con más respeto, el director no tendría de qué lamentarse.
—¿La gran Celeste? —En el rostro del cómico apareció una mueca de burla—. ¡Excelsa, soberbia, magnífica! Si las obras dependieran del capricho de esa mujer, o del de la segunda dama incluso, ninguno de vosotros disfrutaríais de las comedias.
El alguacil optó por no discutir, golpeó el aire con una mano y se encaminó al escenario. Accedieron a él por uno de los laterales del decorado junto a los demás miembros de la compañía. Todavía abrazada por su esposo, que la apretaba como si quisiera protegerla de las miradas y los cuchicheos que se sucedían a su paso, Milagros se detuvo tan pronto como pisó las tablas. Pedro la instó a seguir los pasos del alguacil. Ella se negó y se deshizo del brazo del gitano con un movimiento de su hombro. Luego, sola, se adelantó hasta casi el borde del escenario, donde se elevaba por encima del patio. Sintió un escalofrío. Como si aquel estremecimiento hubiera circulado libremente, algunos de los cómicos callaron y observaron a la gitana en pie frente al coliseo vacío, descalza, sus sencillas ropas sucias y arrugadas por el largo viaje, el cabello enmarañado pegado a su espalda. Conocían muy bien sus sentimientos: pasión, anhelo, ansiedad, pánico… Y Milagros, con la garganta agarrotada, sentía a unos y otros donde posaba la mirada: en los bancos de la luneta a sus pies, el patio por detrás, la cazuela para las mujeres o los alojeros; en la tertulia superior, escondrijo de curas e intelectuales, en las decenas de lámparas apagadas, en las magníficas columnas, en los aposentos laterales y en los palcos fronteros que se elevaban sobre ella en tres órdenes, de madera dorada y ricamente trabajada, redondeados y salientes… ¡Amenazantes!
—¡Dos mil personas!
Milagros se volvió hacia un hombre calvo, enjuto y con barba, que era quien había hablado.
—Don José Parra, el director de la compañía —lo presentó el alguacil.
Don José la saludó con un imperceptible movimiento de su cabeza.
—Dos mil —repitió entonces en dirección a Milagros—. Ese es el número de personas que estarán pendientes de ti cuando subas al tablado. ¿Te atreverás? ¿Estás dispuesta?
Milagros apretó los labios y reflexionó unos instantes antes de contestar. Con todo, fue Pedro quien lo hizo:
—Si ella contestara que no se atreve, ¿nos daría usted licencia para regresar a Triana?
El director sonrió con paciencia antes de extender los brazos; en una mano llevaba los papeles de Milagros enrollados en forma de tubo.
—¿Y contrariar a la junta? Si estáis aquí es que ya sabéis que eso no es posible. Son muchos los cómicos de fuera que no desean venir a Madrid porque pierden dinero. ¿No es así? —preguntó dirigiéndose hacia Milagros, que asintió—. El corregidor me anunció tu llegada y parecía entusiasmado. ¿Qué es lo que tanto impresionó a su señoría, Milagros?
—Canté y bailé para él.
—Hazlo para nosotros.
—¿Ahora? —objetó sin pensar.
—¿No te parecemos un auditorio adecuado?
Con la mano en la que portaba los papeles don José señaló a la gente que se hallaba en el escenario. Serían cerca de una treintena; miembros de la compañía: damas y galanes, los sobresalientes de todos ellos, el guardarropa, el «barbas», el supernumerario y los «graciosos», el que hacía de viejo, el apuntador, los cobradores y el maestro de música. A ellos había que sumar a los músicos de la orquesta, a quienes no se consideraba parte de las compañías, al tramoyista y al personal del teatro que se había apresurado a curiosear en el escenario al aviso de que había llegado la nueva.
—Mi esposa está cansada —terció Pedro García.
Milagros no prestó atención a la excusa: su mirada permanecía clavada en don José, que tampoco hizo caso al gitano y que se la sostuvo sonriente, provocativo.
Ella afrontó el reto. Estiró su brazo derecho y con la mano abierta, los dedos rígidos, a palo seco, se arrancó con un fandango al estilo de los que se cantaban en los campos del reino de Granada cuando llegaba el tiempo de recoger la aceituna verde. El sonido de su voz en el teatro vacío la sorprendió y tardó unos segundos de más en imprimir a sus manos y a sus caderas el ritmo alegre de aquellas coplas. El director ensanchó su sonrisa, muchos otros sintieron cómo se les erizaba el vello. Uno de los músicos hizo ademán de correr a coger su guitarra, pero don José lo detuvo alzando el tubo que formaban los documentos de Milagros y, volteándolos en el aire, indicó a la gitana que se volviese, que cantara hacia el patio desierto.