27

En el cuartel del Barquillo de Madrid, al noroeste de la ciudad, en humildes casas bajas de un solo piso, vivían los llamados «chisperos», gentes tan altivas, orgullosas y soberbias como los manolos del Rastro o de Lavapiés, pero dedicadas a la herrería y al comercio de utensilios de hierro. Allí era donde vivían los García junto a otros muchos gitanos, y por allí, desde hacía diez días, deambulaba el joven Martín Costes con su brazo vendado, procurando no llamar la atención cuando recorría una y otra vez aquellas callejas solitarias y sucias.

Su padre y su hermano Zoilo le dijeron que comprendían lo que hacía, que estaban con él, pero que las cosas eran así. «No ha salido bien», reconoció el Cascabelero, avergonzado. Luego intentaron convencer al joven de que no siguiera. «Será una pérdida de tiempo», dijo uno. «El tío Melchor ya estará muerto o camino de Triana», aseguró el otro. «¿Qué pierdo con probar?», replicó el joven.

Preguntó con discreción y dio con la casa de Manuel García, en la calle del Almirante. Desde el primer momento supo que el Galeote estaba todavía allí dentro: a diferencia de las demás viviendas, siempre había un par de gitanos entrando y saliendo de esta o remoloneando por sus alrededores sin apartarse mucho de la puerta. A mitad del día, como si de un cambio de guardia se tratase, los sustituían otros: cuchicheaban entre ellos, señalaban hacia la casa; a menudo uno de los recién llegados entraba en ella, salía y reanudaban los cuchicheos hasta que los primeros abandonaban el lugar con una sonrisa en la boca, golpeándose la espalda como si ya estuvieran saboreando los vinos que pensaban beber.

—¿Tú lo has visto? —preguntó el Cascabelero a su hijo menor.

No. No lo había visto, tuvo que reconocer. Debía cerciorarse. Una noche, con la calle del Almirante en la más absoluta oscuridad, Martín se arrimó bajo la ventana que se abría a ella.

—Están esperando instrucciones de Triana —le soltó a su padre tras despertarlo intempestivamente a su regreso—. Está dentro, seguro.

No iban a desatar una guerra de familias. Esa fue la decisión que, para desesperación del joven gitano, le comunicó su padre después de tratar la cuestión con los jefes de otras familias amigas.

—Hijo —trató de excusarse el Cascabelero—, vi la muerte en tus ojos. Hacía mucho tiempo que no vivía una sensación similar. No quiero que mueras. No quiero que ninguno de los míos muera. ¡Nadie está dispuesto a que mueran los suyos a causa de un gitano de Triana condenado por asesinar al marido de su hija! El tío Melchor… El Galeote está hecho de otra pasta. Él se entregó por ti. ¿Qué crees que pensaría si después de todo, después de entregarse a los García, tú mismo u otros Vega muriesen por su culpa?

—Pero… ¡Lo matarán!

—Contéstame: ¿hoy está vivo? —preguntó su padre con voz grave.

—Sí.

—Eso es lo que cuenta.

—¡No!

El joven gitano se levantó de la silla.

—Prométeme —le rogó su padre tratando de retenerlo agarrándolo de la camisa— que no harás nada que pueda ponerte en peligro.

—¿Quiere que se lo prometa por el recuerdo de mi madre, una Vega?

El Cascabelero lo soltó y bajó la mirada al suelo.

Desde entonces, Martín no hacía más que rondar la casa donde retenían a Melchor. No podía enfrentarse a los García. Si los pillaba por sorpresa quizá pudiera con uno, pero no con ambos vigilantes. Además, dentro había mujeres, quizá más hombres. Pensó hasta en provocar un incendio, pero el Galeote moriría con los demás. Trató de acceder por la parte posterior. Se coló en una herrería en ruinas y estudió los huertos interiores. Imposible. Lo más que había era un ventanuco tras el que ni siquiera sabía si se encontraba el Galeote. ¿Y si cogía el caballo de su padre, el que usaba para picar los toros? Sonrió al imaginarse asaltando la casita a caballo. También se le ocurrió la posibilidad de denunciarlo a los alguaciles, mas sacudió los hombros al solo pensamiento, como si con ello pudiera alejar de sí tal idea. Los días pasaban y Martín no lograba concebir más que planes descabellados. Un joven de quince años, solo, contra toda una familia. Y cuando anochecía, regresaba a la calle de la Comadre, vencido, mudo, para encontrar un silencio todavía más opresivo; hasta los niños parecían haber perdido el ánimo que los empujaba a gritar, jugar y pelearse.

No cedió. Continuó yendo al Barquillo a insultar entre dientes a los García. Por lo menos estaría ahí. «Más de un mes pueden tardar en recibir de Triana las instrucciones que dices que esperan», le decía Zoilo. «¿Estarás allí todo ese tiempo?» No contestó a su hermano mayor. Estaría, ¡claro que estaría! ¡Le debía la vida al Galeote! Quizá entonces tuviera una oportunidad, cuando lo sacasen para llevarlo a Triana o cuando… ¿Acaso iban a matarlo en su casa?

La noche del décimo día, después de desesperar rondando la casa de los García, Martín se encaminó de nuevo hacia la calle de la Comadre. El murmullo que le había parecido oír se hizo presente tan pronto como dobló la esquina de Real del Barquillo: un rosario callejero, el mismo que tantas veces había oído a lo lejos. Dos veces al día, por la mañana y por la noche, de las muchas iglesias de la villa partían procesiones de madrileños que recorrían las calles rezando el rosario. Cerca de mil quinientas cofradías de todo tipo podían contarse en Madrid. La procesión se desplazaba calle Barquillo arriba, en sentido opuesto al que él tenía que recorrer. Pensó en cambiar de dirección y dar un rodeo, como siempre hacía. Los rosarios callejeros se distinguían porque sus miembros conminaban a cuantos ciudadanos encontraban a su paso a sumarse a ellos, a veces hasta a bofetadas si no lo hacían de buena voluntad. ¡Solo le faltaba terminar aquella noche rezando el rosario junto a una reata de brutos! No era inusual que si dos de aquellas procesiones cruzaban sus caminos, los devotos de una u otra advocación terminaran a palos y puñetazos, cuando no a cuchilladas.

Martín hizo amago de cambiar de dirección, pero se detuvo. Una idea acababa de cruzar por su mente; «¿Por qué no?», pensó. Corrió hacia ellos y se mezcló entre las gentes del rosario.

—Por la calle del Almirante —dijo entre dientes.

Alguien por delante de él preguntó por qué.

—Allí… esas gentes son las que más necesitan… —Vaciló, no recordaba cómo se decía—. ¡La iluminación de Nuestra Señora! —acertó a explicar por fin, originando un murmullo de asentimiento.

«Por la calle del Almirante», escuchó entonces que se transmitían de uno a otro cofrade hasta la cabeza de la procesión. Entre la cantinela de misterio y misterio, Martín se sorprendió tratando de mirar la imagen de la Virgen que abría camino entre unos hachones. ¿Pretendía su ayuda?

Notó que le flojeaban las piernas mientras se acercaban a la casa de los García, caminando con lentitud, todos apretujados en el estrecho callejón. ¿Y si no tenía éxito? La duda le atenazó. Los cánticos monótonos, repetitivos, le impidieron pensar con claridad. ¡Ya llegaban! El Galeote. Él le había salvado de la muerte. Salió de la fila y en la oscuridad de la noche propinó una fuerte patada sobre la puerta de la casa, que se abrió de par en par, saltó dentro y, sin ni siquiera preocuparse de los sorprendidos García que se hallaban en su interior, gritó cuan fuerte pudo:

—¡Puta Virgen! ¡Me cago en la Virgen y en todos los santos!

Los García no tuvieron oportunidad de echarle la mano encima. Acababan de levantarse de las sillas cuando una riada de gente airada y vociferante se coló en la casa. Martín hincó las rodillas en tierra y empezó a santiguarse con desesperación.

—¡Ellos! ¡Han sido ellos! —aulló, señalándolos con la mano libre.

De nada sirvieron las navajas que mostraron Manuel García y su gente. Decenas de personas indignadas, encolerizadas, se abalanzaron sobre los gitanos. Martín se levantó y buscó a Melchor. Vio una puerta cerrada y rodeó a la gente que se ensañaba con los García hasta llegar a ella. La abrió. Melchor esperaba en pie, atónito, con las manos atadas a la espalda.

—¡Vamos, tío!

No le permitió reaccionar: lo empujó fuera de la habitación y tiró de él. Los de la procesión estaban pendientes de los García; aun así, algunos trataron de impedirles el paso. «¡Son aquellos, son aquellos!», gritaba Martín, distrayéndolos y colándose entre ellos. En unos pasos se plantaron ante la puerta que daba a la calle, taponada por el gentío.

—Este hombre… —empezó a decir Martín señalando a Melchor.

Los de la puerta lo miraron con expectación, en espera de sus siguientes palabras. Melchor comprendió las intenciones del joven y los dos al tiempo se abalanzaron contra ellos como si de un muro se tratase.

Varios de los hombres cayeron al suelo. Martín y Melchor también. Los de atrás retrocedieron. Otros trastabillaron. En el exterior reinaba la oscuridad. La Virgen se tambaleó. La mayoría de los cofrades desviaron su atención hacia la imagen. Martín, envuelto entre piernas y brazos, volvió a agarrar a Melchor, que no podía moverse con las manos atadas a la espalda, lo ayudó a levantarse, pisotearon a varios y corrieron.

Fueron muchos los que no entendieron lo sucedido; entre quejidos e imprecaciones se escuchó el sonido de unas carcajadas que se alejaban calle del Almirante abajo.

El joven Martín se sorprendió cuando Melchor, después de agradecer su ayuda con un par de besos sinceros, se negó a ir a casa del Cascabelero y en su lugar le pidió que lo guiara hasta la calle de los Peligros.

—De acuerdo, tío —asintió el muchacho reprimiendo su curiosidad—, pero los otros García… en cuanto sepan de su fuga…

—No te preocupes. Tú llévame allí.

Once días con sus noches enteras. Melchor llevaba la cuenta. «¿Continuará la morena en la pensión?», pensaba al tiempo que apremiaba al muchacho. Una desgreñada Alfonsa, a la que levantaron del lecho tras aporrear repetidas veces la puerta de su piso, dio al traste con las esperanzas del gitano. «Se fue con el tajador —dijo—; eso aseguró la lavandera». Ya no estaba; sus huéspedes iban y venían al capricho de sus bolsas, que era mucho, por cierto, añadió cuando Melchor quiso ver a la lavandera. Del tajador tampoco sabía nada. ¿Acaso le había pedido a él referencia alguna cuando se presentó en plena noche acompañado de una negra y de Pelayo? Fueron innumerables las posibilidades que llegó a barajar Melchor acerca de la suerte de Caridad durante su encierro, a cual más inquietante; ninguna de ellas era, sin embargo, que se hubiera ido voluntariamente con otro hombre.

—¡No puede ser! —espetó.

—Gitano —replicó la posadera con simulado hastío—, la abandonaste, la dejaste sola durante varios días. ¿Por qué te extraña que se fuera con otro hombre?

Porque la escuchaba cantar. Porque era la única compañía que tenía. Porque la amaba y ella… ¿Lo amaba Caridad? Nunca se lo había confesado, pero estaba seguro, porque por más mujeres que hubiera conocido a lo largo de su vida, jamás llegó a sentir como había sentido con Caridad la unión del cuerpo y el espíritu para proporcionar al placer una dimensión desconocida para él. Algo así como si no pudiera llegar a saciar su deseo, ansia que, sin embargo, quedaba satisfecha con el simple roce del dorso de su mano sobre la mejilla de la morena. Absurdo y turbador: deseo y satisfacción constantes, entrecruzándose sin cesar. ¡Claro que la morena lo amaba! Porque la escuchó gritar de placer, porque le sonreía y lo acariciaba; porque sus cantos empezaron a desprenderse de la pena y de la aflicción que parecían perseguirla sin tregua.

Alfonsa sostuvo la mirada del gitano, entristecida ahora, desvanecido ya el fulgor que desprendía la noche en que se presentó con Caridad. Había echado al tajador tras tener conocimiento de lo sucedido; no le interesaban los escándalos en su pensión. Luego recogió las cosas de Caridad y dio buena cuenta de los dineros que guardaba en el hatillo. Los documentos terminaron ardiendo en el fogón, y el traje colorado y el sombrero malvendidos en una prendería. Si algún día la mujer volvía y negaba su versión, no tenía más que insistir en que aquello era lo que le había dicho la lavandera. Y si preguntaban por el hatillo, le bastaría decir que debían habérselo repartido entre el tajador y la lavandera…

—Tío… —Martín trató de llamar la atención de Melchor ante la consternación que percibió en él—. Tío —tuvo que insistir.

—Vamos —terminó reaccionando el gitano no sin antes clavar sus ojos, de nuevo centelleantes pero con un brillo aterrador, en la posadera—: Mujer, si me entero de que me has engañado, volveré para matarte.

El muchacho se encaminó hacia la calle de la Comadre.

—Espera —le conminó Melchor a la altura de la de Alcalá.

Era noche cerrada, reinaba un silencio casi absoluto. El Galeote cogió de los hombros a Martín y lo miró de frente.

—¿Pretendes llevarme a casa de tu padre?

Martín asintió.

—No creo que deba ir —se opuso el gitano.

—Pero…

—Tú me has liberado y te estaré agradecido de por vida, pero allí no había nadie más que tú, ningún otro Costes, ningún gitano aliado de los Costes. —Melchor dejó transcurrir unos instantes—. Tu padre… tu padre decidió no luchar por mí, ¿cierto? —La mirada del muchacho, clavada en el suelo, fue suficiente respuesta para Melchor—. Acudir ahora a su casa no significaría más que humillarlo y avergonzarle, a él y a toda tu familia.

Melchor ahorró a Martín los recelos que asimismo le asaltaban: si no le habían ayudado, ¿qué garantías tenía de que no le vendiesen de nuevo a los García? Quizá no el Cascabelero, pero sí todos aquellos que le rodeaban y con los que debía haber consultado antes de tomar la decisión de abandonarlo a su suerte. No era algo que hubiera podido resolver él solo.

—¿Lo entiendes? —añadió.

Martín alzó la cabeza. Él mismo se sentía avergonzado por la actitud de su familia.

—Sí —contestó.

—No te preocupes por mí, ya me espabilaré. Debo… debo encontrar a una persona…

—¿La morena? —le interrumpió Martín.

—Sí.

—¿Es a la que también condenaron en Triana?

—Sí. No lo comentes con nadie.

—Se lo juro por la sangre de los Vega —afirmó el muchacho.

Cumpliría, se dijo Melchor.

—Bien. El problema eres tú.

Martín acogió las palabras con extrañeza.

—Tienes que desaparecer, muchacho. Aquí, en Madrid, un día u otro te matarán. Sé que te dolerá lo que voy a decir, pero no te fíes de nadie, ni siquiera de tu padre. Él, probablemente… seguro que no te desea ningún mal, pero podría verse obligado a elegir entre tú y el resto de la familia. Debes marcharte de Madrid. Ve a despedirte de tu padre y márchate, esta misma noche si es posible. No busques protección en los de tu familia aunque sea en otras ciudades, aunque tu padre insista, porque te encontrarán. Tampoco sé dónde hay otros Vega, me temo que todos están detenidos. Sin embargo, hay un lugar en la raya de Portugal, Barrancos, donde encontrarás protección. Toma el camino a Mérida y después desvíate hacia Jerez de los Caballeros. Desde allí es fácil llegar. Busca a un estanquero llamado Méndez y dile que vas de mi parte; él te ayudará y te enseñará el arte del contrabando. Tampoco te fíes de él, pero mientras le seas útil no tendrás problemas.

Melchor miró al muchacho de arriba abajo. Solo contaba quince años, pero acababa de demostrar mayor arrojo y valía que su propio padre. Era gitano. Un Vega, y los de su estirpe salían adelante.

—¿Me has entendido?

Martín asintió.

—Pues aquí nos separamos, aunque presiento que si el demonio no me reclama antes, volveremos a encontrarnos.

Melchor todavía lo mantenía agarrado de los hombros. Un ligero temblor se trasladó a las palmas de sus manos. Acercó al muchacho y lo abrazó con fuerza. ¡El nieto que su hija no le había concedido!

—Otra cosa —le advirtió después de separarse—: ahí fuera hay gente peor que los García. No empuñes la navaja hasta que hayas aprendido a utilizarla con soltura. —Melchor lo zarandeó al recuerdo de su embate en el mesón, la navaja por delante como si se tratase de una pica—. No te dejes cegar por la ira en las reyertas, eso solo te llevará al error y a la muerte, y piensa que de nada sirve el valor si no se pliega a la inteligencia.

El amanecer alcanzó a Melchor recostado contra la pared del almacén de bacalao del portillo de Embajadores, con el barranco que había detrás de la cerca abriéndose a sus pies. Ahí terminaba la ciudad; ahí se había escondido para pasar el resto de la noche tras despedirse del joven Martín. La noche y el cansancio le habían sumido en un sueño constantemente interrumpido por la imagen de Caridad. En unas ocasiones, Melchor trataba de convencerse de la imposibilidad de que la morena hubiera escapado con el tajador; en otras, se veía atenazado por la angustia cuando daba vueltas a su paradero. Sin moverse, trató de ordenar sus ideas: lo buscarían, los García y los suyos lo estarían buscando; no podía acudir a nadie y no tenía ni un real. Ni siquiera su navaja o la casaca amarilla. Resopló. Mal comienzo. Los García se lo habían quitado todo. Debía encontrar a Caridad. «No es posible que se haya ido con otro hombre», se dijo una vez más a la luz del sol, pero entonces… ¿por qué no había esperado en la posada? Diez, once, veinte días si fuera necesario. La morena era capaz de ello, era paciente como la que más y contaba con dineros suficientes como para haber hecho frente a los gastos. Al tiempo que un escalofrío recorría su columna vertebral, desechó de su mente la posibilidad de que le hubiera sucedido alguna desgracia, de que alguien la hubiera forzado y matado. No. La justicia, tal vez. ¿La habrían detenido? En ese caso habrían detenido también a Alfonsa por esconderla en una posada secreta; además la morena tenía sus documentos en regla y nunca se metía en líos, cuando menos voluntariamente, sonrió el gitano al recuerdo de las playas de Manilva y las corachas de tabaco que le habían robado. Solo se le ocurría… Era una mujer tremendamente deseable, voluptuosa, negra como el ébano, llamativa, fascinante para un Madrid entregado a la lujuria. Cualquier rufián podría obtener muy buenos beneficios de ella. Se le encogió el estómago y tembló al imaginar a Caridad de mano en mano, ignominiosamente vendida en cualquier tugurio asqueroso. ¡Daría con ella! Se levantó entumecido, apoyándose en la pared. Absorto en sus pensamientos, no se había percatado de que las gentes de Madrid ya estaban en pie, trabajando. Debajo del barranco, en un llano, se comerciaba con caballerías. Estiró el cuello y la brisa le trajo la algarabía del mercadeo y los relinchos y rebuznos de los animales, no así su olor, velado por el que provenía del almacén de bacalao. Las aguas con las que los empleados de la Junta de Abastos remojaban el bacalao salado para su venta posterior se vertían al barranco. Madrid consumía bacalao, más que cualquier otro pescado, como sardinas, merluzas o bonitos. Los piadosos cristianos españoles pagaban a sus enemigos acérrimos, los heréticos ingleses, ingentes cantidades de dinero por el abasto del suficiente bacalao salado para sus innumerables días de abstinencia. Los caballos, el olor a pescado le trajo a la memoria Triana, el Guadalquivir, el puente de barcas que la unía con Sevilla, el callejón de San Miguel y la gitanería. Allí, entre naranjos, había encontrado a Caridad. Y Milagros, ¿qué sería de su niña? ¿Le habría perdonado ya? El Carmona mereció aquel navajazo. Suspiró mientras pensaba que Ana era la única que podía arreglarlo. Era su madre. A ella la escucharía… si conseguía su liberación.

Madrid vivía en las calles, que terminaron convirtiéndose también en el hogar del gitano, confundido entre el ejército de mendigos que las poblaban; llevaba la pierna derecha entablillada por debajo del calzón para simular una cojera, e iba ataviado con una vieja montera y una manta raída, ambas hurtadas, con la que se tapaba hasta cubrir parte del rostro incluso en el calor del verano.

Melchor se lanzó en busca de Caridad. Recorrió los barrios de los once cuarteles en los que se dividía Madrid. Ya fuera en Lavapiés, en Afligidos, en Maravillas o en cualquier otro, dejaba transcurrir los días sentado en calles y plazas, atento a las rondas de los alcaldes que podían detenerle, tanto como al diario ir y venir de las mujeres madrileñas: a misa, a comprar comida, con cántaros a por agua, a hornear el pan, a lavar la ropa, a vender los remiendos que hacían en sus casas o a todo tipo de mandados; pocas de ellas permanecían en el interior de sus lúgubres viviendas más de lo estrictamente necesario, y el gitano escuchaba el bullicio de sus conversaciones y presenciaba sus numerosas disputas.

Los hombres. Ellos eran la causa de las riñas más enconadas entre las mujeres de una sociedad en la que solteras, viudas y abandonadas superaban por millares a las casadas. Se repetía que no sería difícil reconocer a una negra entre todas aquellas mujeres. Vio varias; a unas las desechó incluso desde la distancia, a otras las persiguió cojeando hasta llevarse una decepción. En los días festivos, casi cien al año gracias al celo eclesiástico, veía a las madrileñas abandonar sus casas sonrientes, coquetas, acicaladas y ataviadas a la española: cinturas estrechas y generosos escotes, mantillas y peinetas, y las seguía al soto de Migascalientes, a la pradera del Corregidor o a la fuente de la Teja, donde flirteaban con los hombres y merendaban, cantaban y bailaban hasta que estos se liaban a pedradas entre ellos. Tampoco allí encontró a la morena.

Sin embargo, era por la noche cuando Melchor más se movía. Buscaba prostitutas.

—Todavía eres bella —las halagaba—. Pero… —simulaba dudar—, quisiera algo especial.

Antes de que le insultaran o le escupieran como habían hecho algunas de ellas, Melchor les mostraba sus dineros.

—¿Como qué? —podían responder a la vista de las monedas.

—Una niña virgen…

—En tu vida tendrás dinero suficiente.

—Pues… una negra. Una negra, sí. ¿Sabes de alguna?

Las había. Lo llevaron de aquí para allá, a callejones oscuros y a habitaciones míseras. En todas las ocasiones, malbarató con las celestinas los pocos dineros que tanto le costaba reunir a base de trapicheos.

—¡No! Una negra de verdad —insistía después si percibía que aquella mujer conocía del oficio—. Quiero una negra, negra. Joven, hermosa. Pagaré lo que sea. Encuéntramela y te pagaré bien.

Dinero. Aquel era su mayor problema. Sin dinero no podía alimentar la avidez de las varias meretrices a las que había encargado que buscasen a Caridad. Su sustento lo tenía arreglado con la Iglesia, pero hacía ya tiempo que no fumaba un cigarro o bebía una buena jarra de vino. «¡Mucho debo de quererte, morena!», se decía al pasar de largo cualquiera de los numerosos mesones y botillerías. Si el hambre acuciaba, se sumaba a las largas colas de indigentes que se plantaban a las puertas de un convento en espera de la sopa boba que diariamente se repartía en la mayoría de ellos. También estaba atento a la ronda de pan y huevo que noche tras noche salía de la iglesia de los Alemanes para atender a los necesitados. Tres hermanos de la cofradía del Refugio —uno de ellos sacerdote—, junto a un criado que iluminaba las calles con un farol, alternaban en sus rondas los barrios de Madrid para recoger a los muertos, trasladar a los enfermos a los hospitales, ofrecer consuelo espiritual a los agonizantes y alimento a los demás: un pedazo de pan y dos huevos cocidos; huevos grandes como correspondía a una hermandad de prestigio, porque los pequeños, los que pasaban por un agujero que los cofrades tenían hecho en una tablilla de madera para comprobar su grosor, los desechaban.

Hurtaba, y todo, salvo una navaja que decidió guardar, lo destinaba a pagar la búsqueda de Caridad. Recordó la forma en que Martín le había liberado y, al igual que hizo el muchacho, se introducía en las filas de los rosarios callejeros hasta que mediante insidias logró enfrentar a dos de ellos, uno que había partido de San Andrés, el otro del convento de San Francisco, que fueron a cruzarse en la plazuela de la puerta de Moros. En el caos que se originó con la pelea logró hacerse con varios objetos que luego revendió. Ardid similar utilizó con un grupo de ciegos. Melchor se sentía atraído por aquel ejército de invidentes que recorría las calles y plazas de Madrid; España era país de ciegos, tantos que algunos médicos extranjeros achacaban ese mal a la costumbre de sangrarse para presentar la piel pálida o restablecer los humores del cuerpo. Los ciegos se desplazaban en grupos llamando a la gente para recitarles historias, tocar música y cantar, siempre con una ristra de pliegos pinzados a un cordel en los que constaban las letras de las canciones o el texto de las obras que recitaban y que imprimían en pequeños talleres clandestinos, sin autorización, sin pago de tasas reales y sin someterlos a censura. Vendían los pliegos a muy bajo precio a quienes los escuchaban, y los humildes los compraban; hablaban de ellos mismos, de los manolos de la capital, ensalzaban su gallardía, sus costumbres y su denuedo por mantener vivo el espíritu español al tiempo que se mofaban y despreciaban todo lo que tuviera aire afrancesado. Los ciegos eran desconfiados por naturaleza, y bastaba con colarles una moneda falsa para que se liasen a bastonazos y las gentes que los rodeaban a puñetazos. El gitano lo consiguió en dos ocasiones, en las que aprovechó el barullo para hurtar cuanto pudo, pero la tercera vez que lo intentó fue como si los ciegos lo olieran y le insultaron a gritos antes de que se acercase.

También lo reconocieron algunas prostitutas. «¿Sigues empeñado en tu negra?», le soltó una de ellas. «¡No me molestes!», gritó una segunda. «¡A otra con ese cuento, imbécil!»

¿Cuánto tiempo llevaba tras la morena? El verano y parte del otoño habían quedado atrás; el frío arreciaba y hasta había tenido que buscar refugio por las noches en alguno de los muchos hospitales de Madrid. Añoró el clima templado de Triana. En ocasiones no lo admitieron, aduciendo que ya estaba lleno, y tenía que dirigirse al gran hospital de los Alemanes, de donde partía la ronda de pan y huevo, y que ocupaba toda una manzana entera entre la Corredera Baja de San Pablo y la calle de la Ballesta.

Caridad no estaba, tuvo que convencerse un día que amaneció plomizo y frío. De vez en cuando interrumpía su búsqueda para conocer las gestiones para la liberación de su hija; iba tan a menudo a la escribanía de Carlos Pueyo, en el portal de Roperos de la calle Mayor, que el escribano ya no le atendía y le remitía a un oficial malcarado que lo despedía de malos modos. Un día que lo recibió fue para decirle que el embudista quería más dinero, echando por tierra las ilusiones que se había hecho Melchor. El gitano protestó. El otro se encogió de hombros. Melchor gritó.

—Si prefieres dejarlo aquí y que no continuemos… —le interrumpió el escribano.

Melchor echó mano de su navaja. El oficial que atendía al escribano, advertido, se plantó tras él y le encañonó con un mosquete.

—No es ese el camino, Melchor —cortó con calma Carlos Pueyo—. Los funcionarios son avaros. Exigen más dinero, eso es todo.

—Lo tendrá —le escupió el gitano al tiempo que guardaba su navaja y sopesaba si lanzarle o no una amenaza. No lo hizo—. Deme tiempo —pidió en su lugar.

Todo el del mundo, obtuvo. ¿Qué le quedaba? No daba con Caridad pese a haber recorrido una y otra vez Madrid y sus lupanares. Ver libre a su hija había ido ganando terreno en sus anhelos hasta convertirse en una obsesión, y dependía de aquel escribano que le sangraba amparado tras un embudista al que ni siquiera conocía. Ese día gastó los pocos reales que le quedaban en cigarros y vino, a rostro descubierto, sin manta alguna que le cubriera, con la pierna derecha cosquilleando sin cesar, libre de la presión de las tablas que la habían mantenido inútil durante meses. El tabaco, concluyó para sí mientras giraba y giraba en sus manos una jarra de vino ya vacía; esa era la única manera de obtener el dinero que le exigía el escribano. Luego, con los sentidos embotados, ajeno al bullicio de la gente, cruzó la ciudad en dirección a la puerta de Segovia. Nada tenía que recoger para afrontar el viaje, de nadie tenía que despedirse. Estaba solo. Antes de cruzar el puente sobre el ruin Manzanares, volvió la vista hacia Madrid.

—No lo he conseguido, morena —susurró con la voz tomada; el palacio real en construcción se alzaba en un cerro sobre él, nublado a causa de las lágrimas que acudían a sus ojos—. Lo siento. De verdad lo siento, Cachita.