Llevaba cinco días allí encerrada. Nada podía hacer en el cuartucho infecto que compartía con un albañil, la hermana del albañil, que aseguraba dedicarse a lavar ropa en el Manzanares, y un tercer huésped sin duda dedicado a actividades turbias por más que el hombre sostuviese, con igual empeño que la lavandera, que era tajador.
—Voy en busca del escribano. No salgas de la posada —le había susurrado Melchor la primera mañana, cuando los demás huéspedes estaban todavía desperezándose—. No hables con nadie ni les cuentes de mí y mucho menos del rapé.
Hizo ademán de marcharse, pero se detuvo. Toqueteó la empuñadura de su navaja y lanzó una mirada asesina a los demás, lavandera incluida, los tres pendientes de ellos. Entonces se volvió y besó en la boca a Caridad.
—¿Has entendido, morena? Quizá me retrase, pero volveré, no te quepa duda. Espérame y vigila la cama, no vaya a ser que la amiga de Pelayo la venda como «media con limpio».
«Media con limpio» —Caridad ignoraba el significado y Melchor tampoco se lo explicó antes de andar escaleras abajo— era una expresión acuñada en el Madrid de los suplicantes, de los mendigos y holgazanes, malhechores y todo tipo de gentes que, sin recursos económicos, vagabundeaban por la gran ciudad, unos a la espera de alguna merced real —una renta, un empleo en la administración, el resultado de un pleito—, otros pendientes del azaroso negocio que los tenía que enriquecer en aquella magnífica corte y los más, atentos al rateo y al chamarileo, cuando no al robo. Muchos de ellos, llegada la noche, acudían a algunas casas donde por dos cuartos se les alquilaba una cama que tenían que compartir con un compañero, siempre que este fuese limpio, es decir, que no tuviese piojos, sarna o tiña.
Madrid era incapaz de absorber la incesante inmigración. Encerrada en la cerca que la rodeaba, más allá de la cual estaba prohibida la construcción, dos tercios de la propiedad de su superficie se los repartían la Corona y la Iglesia; el tercio restante, amén del que aquellas dos instituciones decidían arrendar, tenían que disputárselo los cerca de ciento cincuenta mil habitantes que colmaban la Villa y Corte a mediados de siglo; además, tenían que hacerlo sobre unas casas mal compuestas, de estancias minúsculas, oscuras y carentes de cualquier comodidad, fruto todo ello de la construcción de «casas a la malicia», ardid que durante los siglos anteriores habían utilizado los madrileños para burlar la regalía de aposento por la que estaban obligados a ceder gratuitamente al rey parte de sus viviendas para el uso de los miembros de la corte. De esa forma, y pese a las pragmáticas reales acerca de la calidad en las construcciones que debían ornar la capital del reino, más de la mitad de las diez mil casas que se alzaban en Madrid en el siglo anterior eran de un solo piso, inhábiles por lo tanto para acoger a los ministros y criados de la Corona. Ya entrado el siglo XVIII, con la total conversión de la regalía de aposento en contribuciones económicas, el caserío de Madrid fue reformándose y las edificaciones de una sola planta fueron reconstruidas o simplemente elevadas para acoger a la inmigración que no cesaba de llegar a la capital.
Al albur de esa necesidad nacieron las posadas secretas, como la que alojaba a Melchor y Caridad. Si bien la ciudad disponía de suficientes mesones y botillerías, no abundaban las posadas públicas, que además de ser caras estaban constantemente vigiladas y fiscalizadas por los alcaldes de corte y los alguaciles durante sus rondas. Por eso surgieron las posadas secretas, que aunque nadie sabía a ciencia cierta cuántas eran sí se sabía que todas se asemejaban al sucio y desordenado cuartucho del desván donde Caridad dejaba correr las horas sin un cigarro que llevarse a los labios y con el que acallar el hambre que no lograba saciar la inconsistente olla podrida con la que Alfonsa pretendía alimentar a sus huéspedes, y en la que los garbanzos, los nabos, las cebollas y las cabezas de ajo parecían no haber dejado sitio al puerco, el carnero, la ternera o la gallina.
Hacía cinco días que Melchor había salido de la posada y Caridad vivía atenazada por la angustia. ¿Le habría sucedido algo? Milagros y su madre habían ido desvaneciéndose en sus pensamientos a medida que transcurrían los días. Melchor, Melchor y Melchor. ¡El gitano constituía su única preocupación! Le había dicho que no saliera de la posada, se recordaba una y otra vez mientras recorría el cuartucho arriba y abajo, oprimida entre aquellas paredes, asqueada del hedor que ascendía de la calle. No tenía más contacto con el exterior que el bullicio y el tránsito a través de un ventanuco en lo alto del desván, muy por encima de su cabeza. Insultó a aquella ventana inútil. Se sentó en la cama. Le había dicho que la vigilase… Ella sonrió con tristeza. «¿Dónde te has metido, maldito gitano?» Podía salir, pero no sabía adónde ir ni qué hacer. No iba a acudir a los justicias para denunciar la desaparición de un gitano contrabandista. Además, Melchor también le había dicho que no hablara de él con nadie. Hasta el fulgor del falso zafiro que le había regalado y que apretaba en su mano parecía haberse apagado.
A lo largo de esos días, el albañil y la que se decía su hermana habían cejado en sus intentos de obtener de ella más allá de un monosílabo, pero Juan, el tajador, insistía en sonsacarle y la interrogaba una y otra vez, persistente pese al silencio y la mirada baja con la que Caridad recibía sus preguntas.
—¿Dónde está tu amo? ¿Qué negocios le han traído a Madrid?
El tajador sorprendió a Caridad regresando a la posada la mañana del quinto día cuando ya los otros dos se habían marchado. Juan era un hombre de mediana edad, alto, calvo, de rostro picado por la viruela y de dientes tan negros como las largas uñas que sobresalían de sus dedos y que en ese momento contrastaban con la hogaza de pan blanco que agarraba. Caridad no pudo impedir que sus ojos se desviasen un breve instante hacia la hogaza: tenía hambre. El otro se percató de ello.
—¿Quieres un pedazo?
Caridad vaciló. ¿Qué hacía allí el tajador?
—La he comprado en la Red de San Luis —dijo el hombre al tiempo que la partía en dos y le ofrecía una de las mitades—. Tú y yo podríamos conseguir muchas como esta. Cógela —insistió—, no voy a hacerte nada.
Caridad no lo hizo. El tajador se acercó a ella.
—Eres una mujer deseable. Quedan pocas negras en España, todas se han ido blanqueando.
Ella retrocedió un par de pasos hasta que su espalda dio contra la pared. Vio cómo los ojos encendidos del tajador, taladrándola, se adelantaron a su llegada.
—Toma, coge el pan.
—No lo quiero.
—¡Cógelo!
Caridad obedeció y lo agarró con la mano libre del zafiro falso.
—Así me gusta. ¿Por qué ibas a rechazarlo? Me ha costado mis buenos dineros. Come.
Ella mordisqueó la media hogaza. El tajador la miró hacerlo unos segundos antes de lanzar la mano hacia uno de sus pechos. No llegó a tocarlo; Caridad lo había previsto y la apartó de un manotazo. El tajador insistió y ella volvió a rechazarle.
—¿Quieres ponérmelo difícil? —masculló el hombre, al tiempo que, visiblemente excitado, lanzaba el pan sobre uno de los camastros y se frotaba las manos. Los dientes negros destacaban tras una sonrisa procaz.
El pan y el zafiro cayeron al suelo en el momento en que Caridad extendió los brazos para repeler la embestida del tajador. Tras un forcejeo, logró detenerlo agarrándolo de las muñecas. Su propia reacción la sorprendió y la hizo dudar: ¡era la primera vez que se enfrentaba a un blanco! El hombre aprovechó su indecisión: se soltó, gritó algo incomprensible y la abofeteó. No le dolió. Lo miró a los ojos. Volvió a golpearla y ella continuó mirándole. La pasividad de la mujer ante su violencia excitó todavía más al tajador. Caridad pensó que volvería a pegarle, pero en vez de eso se abrazó a ella y empezó a morderle cuello y orejas. Trató de librarse de él, pero no lo consiguió. El hombre, frenético, la agarraba ahora del pelo rizado y buscaba su boca, sus labios…
De repente la soltó y se dobló. Ella ladeó la cabeza, como si quisiera escuchar con mayor atención el sordo y largo quejido que surgía directamente de la garganta del tajador. Había visto hacerlo a su amiga María, la mulata con la que hacía los coros, un domingo de fiesta en el ingenio azucarero: María había permitido que el negro que la acosaba se acercase a ella, que la abrazase, que se encelase y entonces le había golpeado con la rodilla en los testículos. Aquel negro se había doblado y había aullado igual que el tajador, con ambas manos agarrando su entrepierna. Caridad respiraba con agitación mientras buscaba el zafiro con la mirada. Se agachó y extendió el brazo para cogerlo; le temblaban las manos. No podía controlarlas. El sofoco parecía querer reventar dentro de ella. Cogió la piedra, también el pan, a su lado, y se levantó, confusa ante el cúmulo de sensaciones tan nuevas para ella.
—¡Te mataré!
Fijó la atención en el tajador: se estaba reponiendo y casi lograba mantenerse erguido. Lo haría, la mataría; sus facciones contraídas lo proclamaban; la navaja que destelló en una de sus manos la azuzó como si ya se dispusiera a clavársela. ¡La posadera era su única posibilidad de salvación! Caridad corrió escaleras abajo. La puerta del piso estaba cerrada. La aporreó con fuerza, pero sus golpes se vieron superados por los gritos del tajador que descendía tras ella.
—¡Puta! ¡Te voy a cortar el cuello!
Caridad se lanzó por el último tramo de escaleras. Chocó con dos mujeres al irrumpir en la calle de los Peligros, una vía estrecha que no superaba los cinco pasos. Las quejas de las mujeres se enredaron en aquella algarabía que había estado escuchando durante cinco días y que ahora estallaba en toda su crudeza. Miró repetidamente hacia ambos lados de la calle sin saber qué hacer. Una de las mujeres trataba de recoger un sinfín de garbanzos que se habían desparramado por el suelo a causa del tropiezo; la otra la insultaba. La gente permanecía atenta; muchos de los transeúntes se habían detenido y contemplaban la escena, igual que el tajador, parado a la puerta del edificio. Tres pasos escasos los separaban. Cruzaron sus miradas. Allí, en público, Caridad trató de serenarse: no se atrevería a matarla. En el semblante resignado del hombre, que guardó la navaja y se llevó una mano al mentón, vio que él había llegado a la misma conclusión. Caridad dejó escapar el aire con un bufido, como si lo hubiese estado reteniendo desde que empezara a descender por las escaleras.
—¡Ladrona! —reverberó entonces entre los edificios—. ¡El pan! ¡Me ha robado el pan!
Caridad corrió su mirada desde la media hogaza de pan, todavía en su mano, al tajador, que sonreía.
—¡A la ladrona!
El grito que escuchó a sus espaldas acalló su intento de negar la acusación. Alguien trató de agarrarla del brazo. Se soltó. La mujer que recogía garbanzos la miraba, la que la insultaba se abalanzó sobre ella, igual que el tajador. Caridad esquivó a la mujer y la empujó contra el hombre, momento en que aprovechó para escapar y precipitarse calle abajo.
Los otros salieron en su persecución. Ella corrió, ciega. Chocó contra hombres y mujeres, sorteó a algunos y manoteó para liberarse de otros que pretendían detenerla. El ruido y los gritos de quienes trataban de darle alcance la espoleaban en una carrera inconsciente. Superó la bocacalle de los Peligros y se encontró en una amplia avenida. Allí estuvo a punto de ser atropellada por un lujoso carruaje tirado por dos mulas enjaezadas. Desde el pescante, el cochero la insultó al tiempo que chasqueaba el látigo en su dirección. Caridad trastabilló. Circulaban más carruajes: carrozas, calesas y curiosas literas con una mula delante y otra detrás. Caridad serpenteó entre ellas hasta que encontró una bocacalle y se adentró en ella corriendo; parecía que el griterío se le hubiera adherido a los oídos, no era consciente de que este quedaba ya muy lejos.
Había cesado la persecución. No merecía la pena molestarse por una vulgar morena que había robado un pedazo de pan. El tajador, pues, se encontró en mitad de la calle de Alcalá rodeado de todo tipo de carruajes, cocheros y lacayos, los de los nobles ataviados con librea; otros, los que acompañaban a quienes sin pertenecer a la nobleza gozaban del permiso real para utilizar carrozas, sin ella. Los alaridos con que había azuzado a quienes hasta ese momento creía que lo acompañaban se ahogaron en su garganta ante la mirada de desprecio de la mayoría de los cocheros y de los lacayos que acompañaban a pie las carrozas de sus señores. Él, un sucio y vulgar rufián, tenía más que perder si se significaba precisamente allí, entre los grandes.
—¡Aparta! —le conminó a gritos un cochero.
Uno de los lacayos hizo ademán de dirigirse hacia él. El tajador disimuló y desapareció por donde había venido.
Solo el ahogo y la opresión que atenazó su pecho lograron poner fin a la frenética carrera de Caridad. Se detuvo, apoyó las manos en sus rodillas y empezó a toser. Superó una arcada entre tos y tos. Volvió la cabeza y solo alcanzó a ver a algunas personas que curioseaban antes de proseguir su camino, indiferentes. Se irguió y buscó el aire que le faltaba. Frente a ella, al final de una calle estrecha, se alzaban, una a cada lado, dos torres coronadas por chapiteles con cruces. En la de la izquierda se veía también un campanario: una iglesia. Pensó, antes de volver una vez más la mirada atrás, que quizá pudiera refugiarse en ella. Nadie la perseguía, pero ignoraba dónde se encontraba. Cerró los ojos con fuerza y notó el acelerado palpitar de su corazón en las sienes. Le parecía que había cruzado todo Madrid. Se había alejado de la posada y no sabía cómo regresar a ella. No sabía dónde estaba la posada. No sabía dónde estaba ella. No sabía dónde estaba Melchor. No sabía…
Justo delante de donde se encontraba, a escasos pasos, vio una verja de hierro que daba acceso a un gran patio de la parte trasera de la iglesia. Estaba abierta. Se encaminó hacia ella preguntándose si la admitirían en el templo. Solo era una negra descalza, sudorosa y vestida con harapos de esclava. ¿Qué contestaría al cura si la interrogaba? ¿Que huía porque la acusaban de robar pan? Una hogaza de pan que todavía llevaba en las manos.
Un olor putrefacto, más incluso que el de las calles de Madrid rebosantes de los excrementos que sus vecinos lanzaban por las ventanas, golpeó sus sentidos al traspasar la verja de hierro y acceder al cementerio anejo a la iglesia. Nadie vigilaba en aquel momento los enterramientos. «Quizá esté más segura aquí que en la iglesia», pensó al tiempo que se escondía entre un pequeño monumento funerario y una pared de nichos. Conocía el origen de aquel hedor: era el que desprendían los cadáveres en descomposición, como los de los esclavos huidos, los cimarrones que a veces encontraban entre los cañaverales.
Mordió el pan con el olor a muerto mezclado en su saliva, como si pudiese masticarse de lo denso que era, y se dispuso a ordenar los acontecimientos y pensar qué era lo que podía hacer a partir de entonces. Tenía tiempo hasta el anochecer, cuando salieran los fantasmas… y allí debía de haberlos a cientos.
No muy lejos del cementerio de la parroquia de San Sebastián, donde cinco días después iba a hallar refugio Caridad, estaba la de Santa Cruz, cuya torre de ciento cuarenta y cuatro pies de altura dominaba la plazuela de igual nombre. Era en este lugar donde el sábado de Ramos, antes de proceder a su inhumación en el cementerio de la iglesia, la cofradía de la Caridad exponía las calaveras de aquellos que habían sido condenados a muerte y degollados, tras rescatarlas de los caminos en los que se exhibían para intimidar a los ciudadanos. La parroquia de San Ginés se ocupaba de los ahorcados y la de San Miguel de los ajusticiados por garrote vil.
En la misma plazuela de Santa Cruz, bajo sus soportales, se encontraba el mayor mercado de mano de obra doméstica. Allí se apostaban los criados sin trabajo y sobre todo las nodrizas y las amas de cría a la espera de que acudieran a contratarlas. Madrid necesitaba muchas nodrizas para la cría del cada vez más elevado número de niños expósitos y abandonados, pero sobre todo eran contratadas por las mujeres que no querían dar de mamar a sus hijos para no castigar sus pechos. Las «vanidades de la teta», lo llamaban quienes propugnaban la lactancia materna.
Pero en aquella plazuela se hallaba también uno de los estancos para la venta de tabaco al por menor que mayores beneficios procuraban a la hacienda real, junto a los de Antón Martín, Rastro y Puerta del Sol, del total de veintidós que se contaban en Madrid. La venta de tabaco se complementaba con dos tercenas: almacenes del Estado que vendían al por mayor, nunca por debajo de un cuarterón de tabaco en polvo o en hoja, por lo que solo los consumidores capaces de comprar tal cantidad, con el dispendio que ello significaba, accedían a ellas.
La misma mañana en que dejó a Caridad en la posada, Melchor comprobó que el de Santa Cruz, con la venta de tabaco en polvo como única actividad, parecía más una botica destinada al suministro de medicinas y remedios que los que comerciaban con el incipiente pero ya imparable tabaco de humo que consumían las clases más humildes. En el centro del mostrador, a la vista del público, como estaba ordenado, se veía una balanza de precisión para pesar el polvo de tabaco; en las estanterías de las paredes se alineaban las vasijas de barro vidriado o de hojalata que lo contenían e impedían que perdiera su fragancia, como sucedía si se guardaba en bolsitas de papel, algo que estaba terminantemente prohibido.
Ramón Álvarez, el estanquero, torció el gesto ante el gitano, su desvaída casaca amarilla, sus aros en las orejas, las miles de arrugas que surcaban su rostro atezado y aquellos ojos que parecían escudriñar en el interior de la gente, pero de mala gana se prestó a hablar con él ante la insistencia de Carlos Pueyo, el viejo escribano público que lo acompañaba y con el que ya había llevado a cabo algunos tratos tan oscuros como fructíferos. La esposa de Álvarez quedó al cuidado del negocio mientras Carlos y Melchor seguían el apático ascenso del estanquero al piso superior del establecimiento, donde estaba su domicilio.
Con todo, cualquier atisbo de suspicacia en Ramón Álvarez desapareció en cuanto sorbió una muestra del rapé que le proporcionó Melchor. Su rostro se iluminó con la sola mención de la cantidad de libras de las que disponía el gitano.
—Nunca te arrepentirás de tratar conmigo —le recriminó el escribano al estanquero por su recelo inicial.
Melchor fijó su mirada en el viejo escribano: con esas mismas palabras había puesto fin a su reunión cuando, tras presentarse en su escritorio, habían estado tratando, por recomendación de Eulogio, de la situación de su hija Ana en el presidio de gitanos de Málaga. Le habló de la vasija de rapé a la hora de negociar el coste y pago de sus honorarios y los del embudista que sería necesario para mediar ante las autoridades para la liberación de la gitana. «Son caros los embudistas, pero se mueven bien en la corte y saben a quién hay que comprar», sentenció Carlos Pueyo.
En ese momento, en aquel piso que escondía el hedor de las calles de Madrid en los aromas del tabaco que durante años se había almacenado en los bajos, Melchor reconoció en el rostro del estanquero la misma codicia que mostrara el escribano.
—¿Dónde tienes el rapé?
Idéntica pregunta le había efectuado el otro. El gitano, con igual gravedad, repitió la respuesta:
—No te interesa. Está a tan buen recaudo como puedan estarlo tus dineros para comprarlo.
Ramón Álvarez se movió con diligencia: conocía el mercado, conocía a quien pudiera estar interesado en aquella mercancía prohibida y, sobre todo, conocía a quien pudiera pagar su elevado coste. Él no era más que un estanquero, a sueldo de la Corona, que percibía unos reales al día, como todos los que se hallaban al frente de establecimientos con ventas elevadas. Existían otros, aquellos que vendían menores cantidades o los que, en los pueblos y por no soportar el negocio el sueldo y los gastos de un estanco, eran obligados por la Corona a suministrar tabaco en tiendas de artículos diversos e iban a la décima: un diez por ciento del total vendido.
Pero por más que los estanqueros gozasen de una posición privilegiada, pues estaban libres de cargas y obligaciones, de repartos, de bagajes o de ser llamados al ejército; exentos del pago de portazgos, pontazgos o barcajes y no podían ser agraviados u ofendidos, aquellos reales resultaban insuficientes para acomodar su vida al boato y lujo de quienes gozaban de similares prerrogativas. Madrid era una ciudad cara, y una partida de rapé de la calidad que acreditaba la de Melchor era uno de los mejores negocios que podían llegar a hacer porque, además, no influía sobre ventas de polvo de tabaco español.
Mientras el estanquero se dedicaba a conseguir los dineros —«Esta misma noche dispondré de ellos y cerraremos el trato», se comprometió ante la posibilidad de que se le escapase el negocio—, Melchor se dispuso a ir en busca de sus parientes.
La calle de la Comadre de Granada. Siempre recordaría ese nombre. Chocante; ¿por qué una calle de la capital se llamaba de forma tan rara? Allí vivía el Cascabelero con su familia, como muchos otros gitanos, y si ya no lo hacían, seguro que obtendría noticias. Preguntó para llegar. «Hacia abajo. Bastante cerca», le indicaron. La calle de la Comadre pertenecía al Madrid humilde de los jornaleros. A ambos lados de lo que no era más que un simple camino de tierra que iba a parar al barranco de Embajadores se abrían con monotonía decenas de casas bajas y míseras, de estrechas fachadas y con pequeños huertos en sus traseras, cuando no algunos otros edificios que se añadían a los primeros, con los que compartían habitaciones y salida. Melchor se daba cuenta de que iba a descubrir su presencia en Madrid, pero lo cierto era que no podía afrontar aquella operación él solo. Podían robarle, sin más, hacerse con la tinaja y matarle.
—Sigue hacia arriba —le indicó una mujer después de recorrer la calle en un par de ocasiones sin dar con la vivienda—, y una vez superes la calle de la Esperancilla, la segunda o la tercera de las casas…
Y aun cuando no le robasen, ¿cómo iba a transportar la tinaja hasta Madrid y moverse con ella? Podía contar con la ayuda de Caridad, pero no quería mezclarla; prefería correr el riesgo de ser traicionado. Tenían que ser otros, y nadie mejor que alguien emparentado con él, por escasa que fuera la sangre Vega que corriera por sus venas.
Cualquier asomo de duda se desvaneció al insondable cruce de miradas que se produjo entre Melchor y el Cascabelero, ambos agarrados de los antebrazos, apretando, transmitiéndose afecto, prometiéndose lealtad. Al mero contacto con su pariente, convertido en patriarca de los suyos como lo demostraba el respetuoso silencio de cuantos rodeaban a la pareja, Melchor supo que estaba enterado de su sentencia de muerte.
—¿Y la tía Rosa? —se interesó Melchor después de decirse todo con los ojos.
—Falleció —contestó el Cascabelero.
—Era una buena gitana.
—Lo fue, sí.
Melchor saludó uno por uno a los miembros de la extensa familia del Cascabelero. Su hermana, viuda. Zoilo, el hijo mayor, picador de toros, lo presentó con orgullo su padre antes de indicarle a su nuera y a sus nietos. Dos hijas más con sus respectivos maridos, una de ellas con un bebé en brazos y otros chiquillos escondidos tras sus piernas, y el cuarto, Martín, un muchacho que recibió su saludo con rostro de admiración.
—¿Usted es el Galeote?
—Últimamente hemos hablado bastante de ti —le confió el Cascabelero mientras Melchor asentía a la pregunta y le palmeaba la mejilla.
Cerca de veinte personas se hacinaban en aquella pequeña casa de la calle de la Comadre.
Mientras las mujeres preparaban la comida, Melchor, el patriarca y los demás hombres se acomodaron en el pequeño huerto trasero, bajo un voladizo, unos en sillas desvencijadas, otros sobre simples cajones.
—¿Qué edad tienes? —preguntó Melchor a Martín, el muchacho asomado por la cortinilla que a modo de puerta daba acceso al huerto.
—Voy a cumplir quince años.
Melchor buscó el consentimiento del Cascabelero.
—Ya eres todo un gitano —le dijo al ver que su padre asentía—, ven con nosotros.
Esa misma tarde, en la escribanía, Carlos Pueyo le confirmó que el estanquero disponía de los dineros para comprar el rapé.
—Habría sido capaz de vender a su esposa y a su hija por conseguirlo para esta misma noche —afirmó el escribano ante el gesto de sorpresa con el que el gitano recibió la noticia—. Por la esposa poco le hubieran dado —bromeó—. La hija, sin embargo, tiene sus encantos.
Pactaron la venta a partir de las once de la noche, hora hasta la que tenía que estar abierto el estanco.
—¿Dónde? —preguntó Melchor.
—En el estanco, por supuesto. Tiene que comprobar la calidad, pesar el rapé… ¿Algún problema? —añadió el escribano ante la actitud reflexiva del gitano.
Quedaban siete horas.
—Ninguno —afirmó este.
Junto al Cascabelero y todos los hombres de su familia, el joven Martín incluido, Melchor abandonó Madrid por la puerta de Toledo. Sonrió con Caridad en la mente al llegar al matorral en el que permanecía escondida la tinaja. «¿Ves como está, morena?», se dijo mientras Zoilo y sus cuñados la desenterraban. ¿Qué harían después de cerrar el negocio? Zoilo y su padre habían sido tajantes.
—Desde que has puesto los pies en la calle de la Comadre, ten por seguro que los García ya saben que estás en Madrid.
—¿Hay Garcías aquí?
—Sí. Una rama de ellos, sobrinos del Conde. Vinieron desde Triana.
—Debió de ser…
—Más o menos mientras estabas en galeras. Tu tía Rosa los odiaba. Nosotros empezamos a odiarlos y ellos nos odian a nosotros.
—No quisiera crearos problemas —dijo Melchor.
—Melchor —el patriarca le habló con seriedad—, los Costes y los que están con nosotros te defenderemos. ¿Pretendes que el fantasma de tu tía venga a apalearme por las noches? Los García se lo pensarán dos veces antes de meterse en este lío.
¿Defenderían también a Caridad? Al hablarle de la sentencia habían incluido a la mujer; sin embargo nadie le preguntó por ella; no era gitana. Mientras estuviera en Madrid tendría que andar siempre protegido por los hombres del Cascabelero, vivir con ellos, pero dudaba que estuvieran dispuestos a buscarse problemas por una morena.
Hicieron tiempo hasta el anochecer para regresar con la tinaja. Abandonarían Madrid, decidió Melchor durante la espera. Dejaría arreglado lo de Ana y ellos dos irían a contrabandear con tabaco, mano a mano, sin unirse a partida alguna. ¡Jamás había disfrutado tanto pasando tabaco como lo había hecho con la morena en Barrancos! El riesgo… el peligro adquiría otra dimensión ante la sola posibilidad de que la detuvieran a ella, y eso le insuflaba vida. Sí. Harían eso. De vez en cuando él volvería a Madrid, solo, a comprobar cómo iban las gestiones para liberar a su hija.
Accedieron a la capital por el hueco de una casa que hacía de cerca. Ni siquiera pagaron.
—Otro picador de toros —explicó el Cascabelero.
Se dirigieron a la plazuela de Santa Cruz cargados con la tinaja. Si alguien en la oscuridad de las calles de Madrid tuvo la tentación de hacerse con aquel tesoro, a buen seguro desistió ante el cortejo que lo acompañaba.
Pasadas las once de la noche, Melchor y sus gitanos se hallaban en el piso superior del estanco, serios y en silencio, amenazadores, tanto como los dos acompañantes que se había procurado el estanquero. Este y su esposa comprobaron la calidad y pesaron a satisfacción las libras de rapé. Ramón Álvarez asintió y, en silencio, entregó a Melchor una bolsa con los dineros. El gitano desparramó las monedas sobre una mesa y las contó. Luego tomó algunas de oro y se las ofreció al escribano.
—Quiero a mi hija Ana libre en un mes —exigió.
Carlos Pueyo ni se dejó amedrentar ni cogió los dineros.
—Melchor, los milagros ahí delante, cruzada la plazuela, en la iglesia de Santa Cruz. —Ambos enfrentaron sus miradas un instante—. Haré cuanto esté en mi mano —añadió el escribano—, es lo más que puedo prometerte. Te lo he dicho en varias ocasiones.
El gitano dudó. Se volvió hacia Zoilo y el Cascabelero, que se encogieron de hombros. Se lo había recomendado Eulogio y le había parecido una persona capaz de moverse —la rápida venta del rapé era buena prueba de ello—, sin embargo, llegado el momento de la entrega de dineros, su confianza flaqueaba. Pensó en Ana encarcelada en Málaga y en el rechazo de su querida nieta Milagros, unida a los García por matrimonio, y se dijo que aquellos dineros tenían poca importancia. ¡Miles podía conseguir si los suyos los necesitaban!
—De acuerdo —cedió.
La tensión desapareció tan pronto como el escribano alargó la mano y Melchor dejó caer en ella las monedas. Luego, allí mismo, entregó otras a los Costes, sin olvidar al joven Martín que solo se atrevió a cogerlas cuando su padre le hizo un gesto afirmativo.
—¡Habrá que celebrarlo! —levantó la voz Zoilo.
—Vino y fiesta —añadió uno de sus cuñados.
El estanquero se llevó las manos a la cabeza y su mujer palideció.
—La ronda…, los alcaldes… —advirtió el primero—. Si nos encuentran con rapé… Silencio, os lo ruego.
Pero los gitanos no callaron.
—Melchor, ahí delante —intervino entonces el escribano señalando hacia un lado— está la cárcel de Corte y la Sala de Alcaldes. Allí hay alguaciles y es donde se reúnen las rondas. Exceptuando el palacio del Buen Retiro, con el rey y sus guardias, estáis eligiendo el sitio menos indicado de la ciudad para armar bulla.
Melchor y el Cascabelero comprendieron y acallaron con gestos de las manos a los gitanos. Luego, empujados por el estanquero y su esposa, abandonaron el edificio sin poder reprimir algunos comentarios y risas por lo bajo.
—En unos días pasaré por tu escribanía para saber de los trámites del asunto de mi hija —advirtió Melchor al escribano, parapetado este junto al estanquero tras la puerta del estanco.
—No tengas tanta prisa —contestó aquel.
Melchor se disponía a replicar cuando la puerta se cerró y quedaron ante el majestuoso edificio —dos pisos más la buhardilla y tres grandes torres coronadas por chapiteles— destinado a la cárcel de Corte y Sala de Alcaldes, allí donde se administraba justicia. Lo habían evitado y rodeado cuando llegaron cargados con la tinaja y ahora advirtieron que el escribano tenía razón: por sus alrededores se movían los alguaciles que iban y venían, con varas gruesas en sus manos y ataviados con trajes de golilla, como los que se usaban en épocas anteriores, los cuellos erectos y aprisionados en las tiras de cartón forrado, y que habían sido prohibidos por el rey al común de la gente.
—Vamos con los jóvenes a divertirnos —le propuso el Cascabelero a Melchor.
El Galeote dudó. Caridad le estaría esperando.
—¿Tienes algo mejor que hacer? —insistió el otro.
—Vamos —cedió Melchor, incapaz de decirle que le esperaba una negra, por hermosa que esta fuera. Al fin y al cabo, al día siguiente abandonarían Madrid.
Se apostaron junto a una de las paredes de la iglesia de Santa Cruz, allí donde, por encima del nivel de la calle de Atocha, se alzaba la lonja que daba acceso al pórtico principal del templo y en la que dormían algunos desahuciados que no debían de ser de interés para los alguaciles. A una señal de Zoilo se escabulleron rodeando la lonja y se encaminaron calle Atocha abajo. Sabían que corrían un riesgo: en las calles de Madrid, pasadas las doce de la noche (hora que las campanas ya habían anunciado hacía rato), todo ciudadano que fuera sorprendido armado, como lo iban ellos, y sin farol que alumbrase sus pasos, debía ser detenido. Sin embargo, cuando dejaron atrás la lonja del convento de los Trinitarios Calzados y se hallaban lejos de la cárcel y de sus muchos funcionarios, empezaron a charlar con indolencia, seguros de que ninguna ronda iba a atreverse con seis gitanos. Rieron a carcajadas al cruzar la plazuela de Antón Martín, donde a menudo se apostaba uno de los alcaldes de cuartel, y continuaron descendiendo despreocupadamente por la calle de Atocha haciendo caso omiso a hombres y mujeres borrachos, tropezando con mendigos tirados en el suelo y llegando incluso a retar a aquellos que reconocían embozados en sus capas largas, los rostros ocultos en la noche bajo sus sombreros chambergos de ala ancha, apostados a la espera de algún incauto a quien atracar.
Al final de la calle, pasaron por el Hospital General y se internaron en el prado de Atocha. En aquel lugar, la cerca que rodeaba Madrid no finalizaba con los últimos edificios de la ciudad sino que se abría por detrás de huertas y olivares para llegar a rodear el sitio real del Buen Retiro con sus muchas construcciones y jardines anexos. No tardaron en oír la música y el alboroto: los vecinos de Lavapiés y del Rastro se juntaban en los descampados para beber, bailar y divertirse.
Llevaban dinero. La inquietud por Caridad desapareció en Melchor al ritmo de la fiesta, del vino, el aguardiente o incluso el chocolate, de Caracas, escuchó Melchor que exigía el Cascabelero, el mejor, con azúcar, canela y unas gotas de agua de azahar. Comieron los dulces que anunciaban los vendedores ambulantes: rosquillas, «tontas» o «listas», según las endulzasen o no con un baño de azúcar, clara de huevo y zumo de limón; bartolillos a la crema y los deliciosos barquillos que voceaban los vendedores. A la vista de unas bolsas que parecían no menguar por más monedas que salieran de su interior, se les unieron otros gitanos y algunas mujeres con las que los hombres no fueron más allá del flirteo, ya que el patriarca siempre estaba atento a la honra de sus hijas.
—Ve tú —animaron sin embargo los demás al joven Martín—, tienes dinero y estás soltero. ¡Disfruta de estas payas!
Pero el gitano se excusó y permaneció junto a Melchor, el Galeote que había sobrevivido a la tortura y que contrabandeaba con tabaco, capaz de matar a su propio yerno por el honor de los Vega. Martín lo escuchaba con atención, riendo sus bromas, sintiéndose orgulloso cuando se dirigía a él. A lo largo de la noche, Melchor y Martín hablaron de los Vega, del honor, del orgullo, de la libertad, de la gitanería y de lo que hubiera complacido al gitano de Triana que su nieta eligiera a alguien como él en lugar de a un García. «Debía de estar perturbada», alegaba Melchor. «Seguro», asentía el muchacho. Fandangos y seguidillas los acompañaron hasta el amanecer junto a todo tipo de gentes. Los gitanos, ataviados con sus ropas coloridas, se mezclaron con manolos y manolas, ellos con su chaquetilla y su chaleco coloreados, faja de seda, calzón ajustado, media blanca, zapato con gran hebilla casi en la punta, capa franjeada y montera, siempre armados con una buena navaja y un perenne cigarro en los labios; las mujeres: jubón, brial y basquiña, muy volanteada, cofia o mantilla y zapato de seda.
Melchor echó en falta el sentimiento gitano más que sus acompañantes; el hechizo de aquellas voces rotas que surgían espontáneas desde el rincón más insospechado de la gitanería de la huerta de la Cartuja. Sin embargo, la alegría y el jaleo continuó resonando en sus oídos cuando la música cesó y la luz del día vino a encontrarles en un prado en el que ya solo remoloneaban los rezagados.
—¿Tenéis hambre? —preguntó entonces Zoilo.
Saciaron su apetito en el mesón de San Blas, en la misma calle de Atocha, entre carreteros, arrieros y ordinarios de Murcia y La Mancha, que eran los que paraban en aquel lugar. Igual que habían hecho durante la fiesta de la noche anterior, alardearon de su bolsa e hicieron tiempo con pan con manteca en rebanadas previamente tostadas, mojadas en agua, fritas con la manteca y espolvoreadas con azúcar y canela. Luego prosiguieron con pollo guisado en salsa hecha con sus propios higadillos machacados hasta que estuvo cocinado el plato principal: una hermosa cabeza de cordero partida por la mitad, aderezada con perejil, ajos majados, sal, pimienta, y lonchas de tocino por debajo de las ternillas, atada de nuevo para ser asada envuelta en pliegos de papel de estraza. Dieron buena cuenta de los sesos, la lengua, los ojos y las carnes adheridas, algunas tiernas, otras gelatinosas, todo ello regado con vino de Valdepeñas, fuerte y recio, sin aguar, como correspondía a aquel mesón repleto de hombres sucios y vocingleros que les miraban de reojo con la envidia patente en sus rostros y ademanes.
—¡Una ronda para todos los presentes! —gritó Melchor, saciado, achispado por el vino.
Antes de que aquellos hombres pudieran agradecer la generosidad, un grito retumbó en el local:
—¡No queremos beber tu vino!
Melchor y el Cascabelero, sentados de espaldas, percibieron la tensión en el rostro de Zoilo y sus dos cuñados, enfrentados estos a la puerta. Martín, junto a Melchor, fue el único del grupo que volvió la cabeza.
—No creía que fueran tan rápidos —comentó el patriarca a Melchor.
La mayoría de los clientes, fascinados ante la reyerta que se avecinaba, se arrinconaron en el lado opuesto a aquel donde se hallaban los gitanos y abrieron espacio a los recién llegados. Pocos fueron los que abandonaron el local. El Cascabelero y Melchor mantenían la mirada al frente.
—Cuanto antes, mejor —dijo este al tiempo que reprimía un suspiro por no haberse retirado antes. De haberlo hecho, estaría con Caridad, a salvo. ¿O no? Igual no, ¿quién sabía? Chasqueó la lengua—. Lo hecho, hecho está —murmuró para sí.
—¿Qué dices?
—Que nos esperan —contestó el Galeote poniéndose en pie, la mano ya en la empuñadura de su navaja.
El Cascabelero lo imitó, los demás también. Los García debían de ser ocho, quizá más, no podía saberse con seguridad al verlos arracimados en la puerta.
—¡Estúpidos! —escupió Melchor tan pronto como cruzó su mirada con el que parecía el jefe de la partida—. El vino que paga un Vega únicamente irá a mojar las tumbas de los García, allí donde todos deberíais estar.
—Manuel —se escuchó de boca del Cascabelero, ya rodeado de su gente—, vas a cometer el mayor error de tu vida.
—La ley gitana… —trató de replicar este.
—¡Deja ya de hablar! —le interrumpió Melchor—. Ven a por mí si tienes cojones.
Uno de los allí presentes jaleó la bravata.
El chascar de las navajas abriéndose al tiempo restalló en el interior del mesón; las hojas brillaron aun en la penumbra.
—¿Por qué…? —empezó a preguntar el Cascabelero a Melchor.
—Aquí no tienen espacio suficiente —contestó el otro—. Estaremos más o menos igualados. Fuera nos machacarían.
Tenía razón. Por más que los García apartaron mesas y sillas a su paso, su grupo no pudo llegar a abrirse frente a los Vega. Seis contra seis, siete a lo más. «El resto vendrá luego», pensó Melchor al lanzar el primer navajazo, que sajó con asombrosa facilidad el antebrazo del García que tenía frente a sí. Los demás seguían tentándose, sin llegar a entrar en liza. Entonces se dio cuenta de otra circunstancia aún más importante: no sabían pelear. Aquellos gitanos no habían corrido sierras y campos; vivían en Madrid, acomodados, y sus pendencias no eran contra contrabandistas o delincuentes que luchaban con saña, despreciando incluso sus vidas. Lanzó otro navajazo, el brazo extendido, y el García herido retrocedió hasta empujar al pariente que tenía a su espalda.
Con todo, un sudor frío empapó la espalda de Melchor en aquel preciso instante. ¡Martín! Permanecía a su lado, como siempre, y mientras el resto continuaba sin decidirse, entrevió cómo el joven se lanzaba trastornado, ciego, sobre otro de los García. ¡La navaja! ¡No dominaba…! Escuchó el aullido aterrorizado que surgió de boca del Cascabelero cuando el golpe del adversario hirió la muñeca de su hijo menor y lo desarmó.
—¡Quietos! —gritó Melchor justo en el momento en que el García se disponía a atacar el cuello del muchacho.
La navaja se detuvo. El mundo entero pareció detenerse para Melchor. Dejó caer su arma y esbozó una sonrisa triste en dirección al rostro atemorizado del joven gitano Vega.
—Aquí me tenéis, perros malnacidos —se rindió entonces, abriendo los brazos.
No lo miró, no quiso humillarlo, pero supo que el Cascabelero mantenía la vista en el suelo, quizá en su propia navaja. Se acercó a los García, y antes de que estos se abalanzasen sobre él, tuvo oportunidad de revolver el cabello de Martín.
—La sangre de los Vega tiene que continuar viviendo en ti, no en los viejos como yo —sentenció antes de que lo sacaran del mesón entre insultos, patadas y empellones.
No se atrevió a carraspear para no ser descubierta por más que sintiera el hedor a muerto agarrado a su boca reseca. La noche primaveral se le había echado encima y tenía sed, mucha sed, un apremio que sin embargo desaparecía tan pronto como la más suave de las brisas acariciaba su cuerpo y erizaba su vello; entonces temblaba sintiéndose asediada por los fantasmas que, estaba convencida, surgían de las muchas tumbas de aquel cementerio. Y mientras los hombres situados tras la lápida contra la que Caridad se protegía efectuaban sus apuestas y posturas en unos susurros que a ella se le antojaban aullidos, los escalofríos por el contacto con los muertos vivientes se sucedían una y otra vez.
Habían accedido al cementerio justo cuando ella se disponía a abandonarlo para correr en busca de una fuente en la que saciar su sed. Cinco, seis, siete hombres, no llegó a contarlos, a los que el propio sacristán les franqueó el paso; luego, a lo largo de la noche, oyó que algunos abandonaban el cementerio, probablemente limpios de sus dineros, y que otros nuevos se sumaban a la partida. Un simple farol sobre una cruz funeraria iluminaba la lápida sobre la que llevaban ya un par de horas jugando a los naipes. El sacristán vigilaba el paso de la ronda por la calle. En un par de ocasiones les advirtió de la cercanía de los alguaciles y, en la repentina y más absoluta oscuridad, Caridad aguantó la respiración, igual que todos ellos, hasta que el peligro pasaba y se reanudaba el juego prohibido.
Fue en aquellas dos ocasiones, la tenue iluminación del farol atajada entre prisas y temores, cuando Caridad sintió con más ímpetu la presencia de los espíritus. Rezó. Rezó a Oshún y a la Virgen de la Caridad del Cobre, porque los muertos no solo descansaban en sus tumbas, sino que estaban mezclados en la tierra sobre la que ella se sentaba, la misma tierra con la que había jugueteado para pasar el tiempo, aquella sobre la que se le había caído el resto de la hogaza de pan que había limpiado distraídamente antes de continuar mordisqueándola. Lo había oído de boca de los jugadores furtivos:
—Este olor es insoportable —susurró uno de ellos.
—Precisamente por eso estamos aquí —obtuvo como contestación—. Este es el peor de Madrid. Poca gente se acerca.
—Pero tanto… —quiso insistir el primero.
—Puedes ir a otro cementerio si lo deseas —replicó una voz diferente, calma—. El de San Sebastián es el mejor para burlar la prohibición de jugar. Aquí no caben los muertos y cada primavera se hace una monda, la última fue hace pocos días: retiran los cadáveres que llevan enterrados dos años y los trasladan a la fosa común, muchos de los restos se mezclan con la tierra y nadie le da la menor importancia. Por eso huele así: ¡a muerto, joder! ¿Juegas o no juegas?
Y Caridad no podía hacer nada por liberarse de todos esos muertos que la rodeaban, del hedor que le arañaba la garganta y la sumía en oscuros presagios. ¡Melchor! ¿Qué habría sido de él? ¿Por qué la había abandonado en la posada? Algo grave debía de haberle sucedido, ¿o no? ¿Podía… habría sido capaz el gitano de…? No. Seguro que no. El último beso que le dio antes de despedirse y los momentos felices de Barrancos acudían en tropel a su mente para ahuyentar esa posibilidad. Y mientras tanto, igual que hizo en Triana, en silencio, con la mano prieta sobre la piedra que le había regalado, trataba de concentrarse y emplazar a sus dioses: «Eleggua, ven a mí, dime si Melchor aún vive, si está sano». Pero todos sus esfuerzos eran vanos y sentía que los fantasmas la toqueteaban… De repente dio un brinco. Se levantó del suelo como si una gran ballesta la hubiera lanzado hacia el cielo. Temió que fueran los muertos que venían a por ella. Se restregó con fuerza el cabello, el rostro, el cuello… Un pringoso líquido caliente empapaba su cabeza.
—¡Virgen santísima! —resonó en el cementerio—. ¿Qué es esto?
La exclamación surgió del hombre que se había encaramado a la tumba tras cuya lápida se escondía Caridad y que, por lo demás, ni siquiera osó moverse, sorprendido, aterrorizado, incapaz de reconocer en la oscuridad qué era aquella mancha negra que se movía con frenesí. El chorro de orina que consiguió lo que no habían logrado los espíritus, que Caridad descubriese su escondite, menguó paulatinamente hasta convertirse en un hilillo.
Caridad tardó en reaccionar tanto como el hombre en adaptar su visión a la oscuridad. Cuando ambos lo lograron, se encontraron frente a frente: ella oliéndose el brazo al comprender lo que había sucedido; él con el pene, ahora encogido, todavía en la mano.
—¡Es una negra! —se escuchó entonces de uno de los jugadores que habían acudido al escándalo.
—Pero que muy negra —añadió otro.
Una sonrisa apareció en el rostro de Caridad, que mostró sus dientes blancos en la noche. A pesar del asco que sentía, esos eran humanos, no fantasmas.
Allí parada frente a los hombres, el candil en manos de uno de ellos iluminándola, los comentarios se sucedieron:
—¿Y qué hacía ahí escondida?
—Ahora entiendo mi mala suerte.
—¡Tiene unas buenas tetas la jodida!
—Lo tuyo no es mala suerte. Ni siquiera sabes aguantar los naipes en la mano.
—Hablando de manos, ¿vas a quedarte toda la noche con el rabo en ella?
—¿Qué hacemos con la morena?
—¿Nosotros?
—Que vaya a lavarse. ¡Está empapada en orines!
—A las negras les da igual.
—Señores, los naipes nos esperan.
Un murmullo de aprobación se alzó de entre los hombres y, sin conceder mayor importancia a la presencia de Caridad, le dieron la espalda para volver a reunirse en torno a la tumba sobre la que jugaban.
—Un poco más abajo, siguiendo la calle de Atocha, en la plazuela de Antón Martín, encontrarás una fuente. Allí podrás lavarte —dijo el hombre que había orinado sobre ella y que acababa de esconder su miembro bajo el calzón.
Caridad giró la cabeza a la mención de la fuente: la tremenda sensación de sed que había venido acuciándola y la sequedad de su boca aparecieron de nuevo, junto a la imperiosa necesidad de lavarse. El jugador se disponía a ir con sus compañeros cuando Caridad le interrumpió.
—¿Dónde? —preguntó.
—En la plazuela de… —empezó a repetir antes de comprender que Caridad no conocía Madrid—. Escucha: sales del cementerio y doblas la esquina hacia la izquierda… —Ella asintió—. Bien. Es esta calle estrecha de aquí detrás. —Señaló la pared de nichos que cerraba el cementerio—. La del Viento. Continúas andando y rodeas la iglesia, siempre hacia la izquierda, y llegarás a una calle más grande, esa es la de Atocha. Desciendes por ella y encontrarás la fuente. No tiene pérdida. Está muy cerca.
El hombre no esperó respuesta y también le dio la espalda.
—¡Ah! —exclamó no obstante, volviendo la cabeza—, y lo siento. No sabía que estabas escondida ahí.
La sed azuzó a Caridad.
—Adiós, morena —escuchó que le decían los jugadores cuando se escabullía a paso vivo del cementerio, ante la mirada extrañada del sacristán que vigilaba.
—Límpiate bien.
—No digas a nadie que nos has visto.
—¡Suerte!
«Dos veces a la izquierda», se repitió Caridad al rodear el campanario y la iglesia de San Sebastián. «Y ahora descender por la calle grande». Superó una nueva bocacalle y a la luz de los faroles de dos edificios vislumbró la plazuela y, en su centro, la fuente: un alto monumento coronado por un ángel, estatuas de niños por debajo y el agua brotando de la boca de grandes peces.
Caridad no pensó en otra cosa más que en lavarse y saciar su sed. No se fijó en un par de embozados que se escondían del resplandor de los hachones de dos grandes construcciones. Ellos, sin embargo, no le quitaron ojo cuando se introdujo en el pilón de la fuente para acercar sus labios al caño que surgía de la boca de uno de los delfines. Bebió, bebió copiosamente mientras los dos hombres se acercaban a ella. Luego, ya mojadas las piernas y los bajos de su camisa de esclava, se arrodilló, metió la cabeza bajo el chorro y dejó que el agua fresca corriera por su nuca y su cabello, por sus hombros y por sus pechos, sintiendo que se purificaba, que se liberaba de la suciedad y de todos los espíritus que la habían asediado en el cementerio. ¡Oshún! La orisha del río, la que reina sobre las aguas; eran muchas las veces que le había rendido tributo en Cuba, allá en la vega. Se levantó, alzó la vista al cielo, por encima del ángel que coronaba la fuente.
—¿Dónde estás ahora, mi diosa? —suplicó en voz alta—, ¿por qué no acudes a mí? ¿Por qué no me montas?
—Si no lo hace ella, yo estaré encantado de montarte.
Caridad se volvió sorprendida. Los dos hombres, al pie del pilón, abrieron sobremanera los ojos en una mirada libidinosa ante el cuerpo que se les mostraba bajo la empapada camisa grisácea que se adhería a sus voluptuosos senos, a su estómago y a sus anchas caderas.
—Puedo darte ropa seca —ofreció el otro.
—Pero primero tendrás que quitarte esa —rió el primero en tono procaz.
Caridad cerró los ojos, desesperada. Huía de un tajador que había querido forzarla y ahora…
—Ven aquí —la incitaron.
—Acércate.
No se movió.
—Dejadme tranquila.
Su petición se quedó entre el ruego y la advertencia. Escrutó el lugar más allá de ellos: solitario, oscuro.
Los dos hombres se consultaron con la mirada y asintieron con una sonrisa, como si se planteasen un vulgar juego.
—No tengas miedo —dijo uno.
El otro agitó su mano, llamándola a acercarse.
—Ven conmigo, negrita.
Caridad retrocedió hacia el centro de la fuente hasta que su espalda dio contra el monumento.
—No seas necia, te lo pasarás bien con nosotros.
Uno saltó por encima del pilón.
Caridad miró a ambos lados: no podía escapar, estaba atrapada entre dos de los grandes delfines de los que surgía el agua.
—¿Adónde irías? —preguntó el otro hombre al darse cuenta de sus intenciones, al tiempo que también superaba el pilón, por el lado opuesto, cerrándole cualquier posibilidad de huir—. Seguro que no tienes adónde ir.
Caridad se apretó todavía más contra el monumento y notó la piedra arañando su espalda justo antes de que los dos al tiempo saltaran sobre ella. Intentó defenderse a patadas y puñetazos, con la joya falsa de Melchor aprisionada en su puño. No pudo. Gritó. La agarraron y sintió asco al escuchar cómo reían a carcajadas, como si no bastara con forzarla y tuvieran que humillarla todavía más con sus burlas. La manosearon y tironearon de su camisa, peleando por desnudarla: uno trataba de romper la prenda, el otro pretendía sacársela por la cabeza. Notó que le clavaban las uñas en la entrepierna y le apretaban los pechos mientras continuaban riendo y escupiendo procacidades…
—¡Alto! ¿Quién va?
De repente se sintió sola; la camisa sobre su rostro le impedía ver. El violento chapoteo de los hombres corriendo le indicó que huían. Cuando se quitó la camisa de los ojos, se encontró frente a dos hombres vestidos de negro alumbrados por el candil que portaba uno de ellos. El otro llevaba un bastón en la mano. Ambos lucían rígidos cartones que pretendían ser blancos en sus cuellos.
—Tápate —le ordenó el del candil—. ¿Quién eres? —inquirió mientras ella se esforzaba por cubrir uno de sus pechos al aire—. ¿Qué estabas haciendo con esos hombres?
Caridad bajó la mirada al agua. El tono autoritario del blanco la llevó a reaccionar como hacía en la vega. No contestó.
—¿Dónde vives? ¿En qué trabajas?
—Acompáñanos —decidió el otro con voz cansina ante el infructuoso interrogatorio, al tiempo que repicaba con la vara sobre el pilón.
Se encaminaron calle Atocha abajo.