Abandonaron Triana por el puente de barcas y se internaron en las callejuelas sevillanas. Melchor se encaminó a la casa de un viejo escribano público que ya no estaba en activo.
—Necesitamos pasaportes falsos para poder movernos por Madrid —escuchó Caridad que pedía, sin disimulo, el gitano al anciano.
—¿La negra también? —inquirió este señalándola desde detrás de un escritorio de madera maciza abarrotado de libros, pliegos y papeles.
Melchor, que se había sentado en una de las sillas de cortesía frente al escritorio, giró la cabeza hacia ella.
—¿Vienes conmigo, morena?
¡Claro que quería ir con él!, pero… Melchor intuyó los pensamientos que cruzaban la mente de Caridad.
—Iremos a Madrid a procurar la liberación de Ana. Mi hija lo arreglará todo —añadió convencido.
«¿Cómo va Ana a arreglar la muerte de José?», se preguntó Caridad. Sin embargo, se aferró a aquella esperanza. Si Melchor confiaba en su hija, ella no era quién para objetar, así que asintió.
—Sí —confirmó entonces Melchor al escribano—, la negra también.
El anciano tardó media mañana en falsificar los documentos que les debían permitir el desplazamiento hasta Madrid. Utilizando una vieja provisión de la Audiencia de Sevilla elevó a Melchor al grado de «castellano viejo» por los méritos de sus ancestros en las guerras de Granada, en las que algunos gitanos acompañaron a los ejércitos de los Reyes Católicos como herreros. Añadió un segundo documento: un pasaporte que le autorizaba a ir a Madrid para procurar por la libertad de su hija. A Caridad, quien le mostró los papeles de manumisión que le habían entregado en el barco, la convirtió en su criada. Aunque no fuera gitana, también necesitaba pasaporte.
Mientras él componía los documentos, la pareja esperaba en el zaguán de entrada a la casa. Caridad se había apoyado en la pared, agotada, sin atreverse a dejar que su espalda se deslizase por los azulejos hasta quedarse sentada en el suelo, poder ocultar el rostro y tratar de poner orden en lo que había vivido aquella mañana; Melchor pretendía huir de la sangre que manchaba su casaca amarilla y recorría de arriba abajo el pequeño espacio.
—Es bueno este hombre —comentó para sí, sin buscar la atención de su oyente—. Me debe muchos favores. Sí, es bueno. ¡El mejor! —añadió con una risotada—. ¿Sabes, morena? Los escribanos públicos se ganan la vida con las tasas que cobran por los papeles de los juicios, a tanto por hoja, a tanto por letra. ¡Salen caras las malditas letras! Y como cobran por garabatear en los papeles, son muchos los escribanos que promueven pleitos, rencillas y querellas entre la gente. Así se hacen juicios y ellos obtienen beneficios por escribir los papeles. Siempre que pasaba por su partido, Eulogio me encargaba que organizase algún altercado: denunciar a uno; robar a otro y esconder el botín en casa de un tercero… En una ocasión me indicó el domicilio de un rufián que explotaba los encantos de su esposa. ¡Magnífica hembra! —exclamó después de detenerse, alzar la cabeza y agitar el aire con el mentón—. Si hubiera sido mía…
Interrumpió su discurso y se volvió hacia Caridad, que mantenía la vista fija en sus manos temblorosas. La esposa del rufián nunca había sido suya, pero Caridad… Al sorprenderla acostada con José había sentido como si efectivamente hubiera sido suya alguna vez y el Carmona se la hubiera robado.
Caridad no desviaba la mirada de sus manos. Poco le importaban los enredos de Melchor y el escribano público. Solo podía pensar en la terrible escena que había vivido. ¡Se había desarrollado con tanta rapidez…! La aparición de Melchor, su propia vergüenza al sentirse desnuda, la pelea, el navajazo y la sangre. Milagros la había seguido hasta la casa de su padre sin dejar de preguntar por las razones, mientras ella balbucía excusas, y luego… Se agarró las manos con fuerza para evitar que temblaran.
Melchor reinició su ir y venir a lo largo del zaguán, ahora en silencio.
Consiguieron los documentos más una carta de recomendación que el viejo escribano dirigió a un compañero de profesión que ejercía en Madrid.
—Creo que todavía vive —comentó—. Y es de toda confianza —añadió al tiempo que guiñaba un ojo al gitano.
Los dos compinches se despidieron con un sentido abrazo.
Para no tener que atravesar Triana, salieron de Sevilla por la puerta de la Macarena y se dirigieron al poniente, hacia Portugal, por el mismo camino que casi un año antes habían tomado Milagros, Caridad y la vieja María. «¿Qué habrá sido de ella?», pensó la antigua esclava tan pronto como su mirada abarcó el campo abierto. Si la vieja María hubiera estado allí quizá no habría sucedido lo que sucedió: que Milagros, a la que tanto quería, la hubiese rechazado, la hubiera echado de su presencia a gritos, la golpeara con violencia. Caridad se acarició uno de los senos pero ¿qué daño podían causarle los puños de su amiga? Le dolía por dentro, en lo más íntimo y recóndito de su cuerpo. Si por lo menos María hubiera estado ahí… Sin embargo, la vieja había desaparecido.
—¡Canta, morena!
Un sendero solitario entre huertas y campos de cultivo. El gitano caminaba por delante de Caridad con su inmensa y descolorida casaca amarilla colgando de los hombros; ni siquiera se había vuelto hacia ella.
¿Cantar? Tenía motivos para hacerlo, para llorar su tristeza y clamar por su desdicha con la voz, como hacían los esclavos negros, pero…
—¡No! —gritó ella. Era la primera vez que se negaba a cantar para él.
Después de detenerse un instante, Melchor dio un par de pasos.
—¡Has matado al padre de Milagros! —estalló Caridad a sus espaldas.
—¡Con el que tú estabas acostada! —chilló a su vez el gitano volviéndose de súbito y acusándola con el dedo.
La mujer abrió las manos en gesto de incomprensión.
—¿Qué…? ¿Y qué podía hacer? Vivía con él. Me obligaba.
—¡Negarte! —repuso Melchor—. Eso es lo que tendrías que haber hecho.
Caridad quiso responderle que lo habría hecho de haber sabido algo de él. Quiso decirle que había sido esclava durante demasiados años, una obediente esclava negra, pero las palabras se le convirtieron en un sollozo.
En esta ocasión fue el gitano quien abrió las manos. Caridad estaba plantada frente a él, a solo unos pasos; su ya gastada camisa de bayeta se movía al ritmo de su llanto.
Melchor dudó. Se acercó.
—Morena —susurró.
Hizo ademán de abrazarla, pero ella dio un paso atrás.
—¡Lo has matado! —le recriminó de nuevo.
—No es así —replicó el otro—. Él se buscó la muerte. —Antes de que Caridad interviniera, continuó—: Para un gitano hay una gran diferencia.
Dio media vuelta y reemprendió el camino.
Ella lo contempló alejarse.
—¿Y Milagros? —gritó.
Melchor apretó los dientes con fuerza. Estaba seguro de que la niña lo superaría. Tan pronto como él liberara a su madre…
—¿Qué pasa con Milagros? —insistió Caridad.
El gitano volvió la cabeza.
—Morena, ¿vienes o no?
Lo siguió. Con Sevilla a sus espaldas, arrastró los pies descalzos tras los pasos del gitano dejándose llevar por un llanto seco y profundo, igual que aquel que vertió cuando la separaron de su madre o de su pequeño Marcelo. Entonces fueron los amos blancos quienes forzaron su triste destino, pero ahora… ahora había sido la propia Milagros la que había renegado de su amistad. Las dudas sobre su culpa la perseguían: ella solo había obedecido a unos y a otros, como siempre hacía. En el dolor revivió los aplausos con los que Milagros la acogió aquella primera vez en que se vistió su traje colorado. Las risas, el cariño, ¡la amistad! Los padecimientos sufridos tras la detención de los gitanos. Tantos momentos juntas…
Así cavilando llegaron a un convento a cuyas puertas Melchor la obligó a esperar.
Salió de él con dineros y una buena mula aparejada con alforjas.
—Otros frailes que, como los de Santo Domingo de Portaceli —comentó el gitano de nuevo en camino—, no volverán a confiar en mí cuando vean que no les traigo el tabaco que les he prometido.
Caridad recordó el episodio y al prior alto y de pelo canoso que no había tenido las agallas suficientes para enfrentarse a unos gitanos que le traían menos corachas de las que habían acordado. «Todo por mi culpa», se acusó.
—Pero lo primero es mi hija —continuó el gitano—, y necesitamos este dinero para multiplicarlo y comprar voluntades en la corte. Seguro que su Dios lo entiende así, y si su Dios lo entiende, ellos tendrán que entenderlo también, ¿o no?
Melchor hablaba sin esperar respuesta mientras caminaban. Sin embargo, cuando se detenían, caía en la melancolía que Caridad conocía tan bien; entonces hablaba solo, aunque a veces se volvía en busca de una aprobación que ella no le concedía.
—¿Estás de acuerdo, morena? —le preguntó una vez más. Caridad no contestó; Melchor no le dio importancia y prosiguió—: Tengo que conseguir que liberen a mi hija. Solo Ana será capaz de meter en vereda a esa niña. ¡Casarse con un García! ¡El nieto del Conde! Ya verás, morena, que todo volverá a ser igual en cuanto Ana aparezca…
Caridad dejó de escucharle. «Todo volverá a ser igual». Las lágrimas empañaron la visión del gitano que tiraba de la mula por delante de ella.
—Y si los frailes no están conformes —decía Melchor—, que me busquen. Podrían hacer partido con los García, que también estarán en ello. Seguro, morena. A estas horas ya estará reunido el consejo de ancianos que dictará nuestra sentencia de muerte. Quizá tú te salves, aunque lo dudo. Imagino la sonrisa de satisfacción de Rafael y la de la ramera de su esposa. Esconderán el cadáver del Carmona para que la justicia del rey no intervenga y pondrán en marcha la justicia gitana. En poco tiempo todos los gitanos de España se enterarán de nuestra sentencia y cualquiera podrá ejecutarla. Aunque no todos los gitanos obedecen a los García y a los ancianos de Triana —añadió al cabo de un buen rato.
Cruzaron pueblos sin detenerse. Compraron tabaco y comida con el dinero de los frailes y durmieron a la intemperie, siempre en dirección al noroeste, hacia la raya de Portugal. Durante las noches, Melchor prendía alguno de los cigarros y lo compartía con Caridad. Los dos aspiraban con fuerza hasta llenar sus pulmones; ambos se dejaban llevar por la placentera sensación de letargo que les producía el tabaco. Melchor no volvió a pedirle que cantara y ella tampoco se decidió a hacerlo.
—Milagros lo superará —escuchó que afirmaba Melchor una de aquellas noches, de repente, rompiendo el silencio—. Su padre no era un buen gitano.
Caridad calló. Día tras día, en silencio, en la más profunda intimidad, volvía a sentir los golpes de Milagros sobre sus pechos y sus sueños se veían turbados por el rostro airado de la joven mientras la insultaba y le escupía a gritos su rechazo.
Llegaron a la sierra de Aracena. Melchor evitó transitar por las cercanías de Jabugo y dio un rodeo para llegar a Encinasola y de allí a Barrancos, en aquel territorio de nadie entre España y Portugal del que había hablado el herrero con quien se habían topado durante su huida por el Andévalo.
El gitano fue amistosamente recibido por el propietario del establecimiento que proveía de tabaco a los contrabandistas españoles.
—Te dábamos por muerto, Galeote —le dijo Méndez tras un afectuoso saludo—. Los hombres del Gordo contaron que tu herida…
—No era mi momento. Todavía tenía cosas que hacer por aquí —le interrumpió Melchor.
—Nunca me gustó el Gordo.
—Me robó dos corachas de tabaco en las playas de Manilva, luego ordenó asesinar al nieto de mi primo.
Méndez asintió, pensativo.
Así se enteró Caridad de la muerte del capitán de la partida de contrabandistas que la había engañado en la playa y que tantos disgustos y problemas había ocasionado. Percibió que Melchor la miraba de reojo cuando Méndez le preguntó por la mujer armada con un trabuco que se había enfrentado a toda una partida de hombres y que disparó a un contrabandista, de los dos grandes perros que acabaron a dentelladas con la vida del Gordo, y de cómo aquella mujer había huido con lo que todos consideraban ya el cadáver del Galeote.
—Te salvó la vida —afirmó Méndez—. Estarás agradecido.
Caridad aguzó el oído. Melchor intuyó su interés y volvió a mirarla de soslayo antes de contestar:
—Los payos, incluidas vuestras mujeres, tenéis una idea errónea del agradecimiento.
Se hospedaron en las instalaciones del vendedor de tabaco y, al igual que en la venta de Gaucín, Melchor se ocupó de dejar bien claro a cuantos mochileros y contrabandistas aparecieron por el lugar que Caridad era suya y por lo tanto intocable. Los tres primeros días, Melchor los pasó reunido con Méndez.
—No te alejes mucho, morena —le indicó el gitano—, por aquí siempre ronda mala gente.
Caridad le hizo caso y remoloneó por las cuadras y los alrededores del establecimiento, mirando el paisaje que se extendía a sus pies y pensando en Milagros; curioseando a las gentes que iban y venían con sus sacos y mochilas, y recordando a Milagros de nuevo; buscando refugio a su pena en el tabaco que allí abundaba y pensando en ella… y en Melchor.
—¿Quién era la mujer que te salvó del Gordo? —le preguntó una noche estando los dos tumbados en jergones contiguos en una habitación grande que compartían con otros contrabandistas. No tuvo que bajar la voz; en el otro extremo de la estancia, un mochilero disfrutaba de una de las muchas prostitutas que acudían al olor del dinero. No era la primera vez que sucedía.
Durante unos instantes solo se escucharon los jadeos de la pareja.
—Alguien que me ayudó —contestó Melchor cuando Caridad ya daba por inútil la pregunta—. No creo que volviera a hacerlo —añadió con un deje de tristeza que a la mujer no le pasó inadvertido.
Los jadeos se convirtieron en aullidos sordos antes de alcanzar el éxtasis. Aquellas mujeres disfrutaban con los hombres, pensó Caridad, algo que a ella le parecía vedado.
—Canta, morena —la interrumpió el gitano.
¿Acaso sabía lo que pensaba? Quería cantar. Necesitaba cantar. Deseaba que todo volviera a ser como antes.
Esperaban la llegada de una partida de rapé francés, le explicó Melchor cuando Caridad le preguntó cuánto tiempo estarían allí y por qué no iban a Madrid a procurar la liberación de Ana.
—Generalmente entra por Cataluña —continuó el gitano—, pero los de la ronda del tabaco vigilan cada vez más y es complicado. Es muy difícil y caro conseguirlo, pero obtendremos buenos beneficios.
El consumo de rapé, el grueso tabaco en polvo elaborado en Francia, estaba prohibido en España; solo se permitía sorber el finísimo polvo español, de color oro y perfumado con agua de azahar en la fábrica de tabacos de Sevilla, mejor que cualquier rapé a decir de muchos. Aunque existían otros tipos de polvo, como el de palillos, el de barro, el vinagrillo o el cucarachero, el de color de oro era el mejor. Sin embargo, el gusto por todo lo francés, incluido el rapé, se imponía incluso contra las órdenes de la Corona, y los primeros en saltárselas no eran otros que los mismos cortesanos. El rey había dictado severísimas penas para quien defraudara con rapé: los nobles e hidalgos podían ser castigados con fuertes multas y cuatro años de destierro la primera vez que fueran condenados; el doble de la multa y cuatro años de presidio en África en la segunda ocasión, y destierro perpetuo y pérdida de todos sus bienes a la tercera. A los demás, al pueblo llano, se les sentenciaba a multas, azotes, galeras, e incluso a la muerte.
Pero la elegancia de sorber rapé en lugar de polvo español, unido al riesgo y la atracción por lo prohibido, conllevó que en la mayoría de los salones de la corte y de la nobleza se continuara aspirando. ¿Cómo iba un petimetre a humillarse utilizando polvo español por más que su calidad estuviese reconocida en toda Europa? Y el consumo de rapé se hallaba tan en auge en la propia corte que las autoridades llegaron, ingenuamente, a permitir las denuncias secretas: el denunciante tenía derecho a percibir la multa que se impusiera al acusado y el juez debía entregársela en mano y reservar su identidad; pero España no era país para guardar secretos, y el rapé continuó siendo objeto de contrabando y aspirándose.
Méndez le había prometido una buena variedad: polvo oscuro y grueso como el serrín, elaborado en Francia mediante técnicas que cada fábrica mantenía en secreto. Las hojas de tabaco más carnosas y gruesas se mezclaban con algunos elementos químicos (nitratos, potasas o sales) y con elementos naturales (vino, aguardiente, ron, zumo de limón, melaza, pasas, almendras, higos…). El tabaco y las mezclas de cada fábrica se mojaban, se cocían, se dejaban fermentar durante seis meses, se prensaban en rollos y se volvían a dejar añejar otros seis u ocho meses. Los aristócratas franceses rayaban personalmente los rollos o carottes con pequeños raspadores, pero eso en España no se estilaba, por lo que el rapé venía ya preparado y listo para ennegrecer las narices, barbas y bigotes de quienes lo consumían, hasta el punto de que en la corte ya no se usaban pañuelos blancos, sino grises para disimular la mucosidad ocasionada por los constantes estornudos.
—¿Lo llevaremos a Madrid? —preguntó Caridad.
—Sí. Allí lo venderemos.
Melchor dudó, pero al final decidió esconderle las penas que podían imponerles si los detenían en posesión de una partida de rapé. Estaban los dos sentados al sol, sobre una gran roca desde la que se divisaba todo el valle del río Múrtiga, dejando transcurrir las horas con indolencia.
—¿Cuánto tiempo debemos esperar?
—No lo sé. Tiene que llegar de Francia, primero en barco y luego hasta aquí.
Caridad chasqueó la lengua en señal de fastidio: cuanto antes llegaran a Madrid, antes liberarían a Ana y ella, la madre de Milagros, podría arreglar las cosas. Melchor malinterpretó el chasquido.
—¿Sabes una cosa, morena? —dijo entonces—. Creo que podríamos sacar algo de provecho a nuestra espera.
Al despuntar el alba del día siguiente, con las primeras luces, cargando los sacos a las espaldas como simples mochileros, Caridad y Melchor cruzaron la raya y se internaron en tierras españolas. Méndez informó al gitano de que los curas de Galaroza necesitaban tabaco.
—A partir de ahora, morena —le advirtió Melchor nada más iniciar el descenso de Barrancos por un abrupto y escondido sendero de cabras—, silencio, mira bien dónde pisas y… ni se te ocurra cantar.
Ella no pudo reprimir una risilla nerviosa. La idea de contrabandear con Melchor la emocionaba.
Fueron quizá los días más maravillosos en la vida de Caridad. Días mágicos e íntimos: los dos caminando en silencio por veredas solitarias, entre árboles y campos de cultivo, escuchándose respirar el uno al otro, rozándose, escondidos al sonido de alguna caballería que se acercaba. Luego se sonreían al comprobar que no se trataba de la ronda del tabaco. Melchor le habló de los caminos, del tabaco, del contrabando y de sus gentes, explicándole las cosas con más detalle del que jamás había usado con nadie. Caridad escuchaba embelesada; de vez en cuando se detenía a recoger algunas hierbas con intención de secarlas a la vuelta: romero, poleo…, otras muchas no las conocía, pero era tal su aroma que también se hizo con ellas. Melchor la dejaba hacer; soltaba el saco y se sentaba a observarla, atraído por sus movimientos, su cuerpo, su voluptuosidad; atrás fue quedando el recelo por lo del Carmona.
No tenían prisa. El tiempo era suyo. Los caminos eran suyos. El sol era suyo, también la luna que alumbró aquella primera noche al raso que compartieron con el lejano aullar de los lobos y el correteo de los animales nocturnos.
Casi un mes, que se les hizo corto, tardó en llegar el rapé prometido. Melchor y Caridad volvieron a salir de contrabando por la zona en varias ocasiones.
—Canta, morena —le pidió el gitano.
Habían hecho noche de regreso a Barrancos, libres ya de la carga de tabaco y del riesgo de que la ronda les prendiera con ella a cuestas. La primavera estaba en plena eclosión y se escuchaba el correr de las aguas del arroyo junto al que Melchor decidió detenerse. Después de comer algo de carne en adobo, pan y algunos tragos del vino que portaban en un odre de cuero, el gitano se tumbó en el suelo, sobre una vieja manta.
Caridad fumaba cerca de la orilla del arroyo, a pocos pasos. Se volvió a mirarlo. Había accedido a cantar siempre que Melchor se lo pedía a partir de cuando decidió hacerlo días después de llegar a Barrancos. Sin embargo, tan pronto como entonaba los primeros lamentos, el gitano se perdía en su propio mundo y su presencia se desvanecía. Caridad llevaba días compartiendo su vitalidad. No quería que volviera a sumirse en aquel hoyo que con tanta ansia parecía reclamarlo; deseaba sentirlo vivo.
Se acercó a él, se sentó a su lado y le ofreció de fumar. El gitano lo hizo y le devolvió el cigarro. El murmullo de las aguas del arroyo se mezcló con los pensamientos de uno y otro. Poco a poco, su respiración delató el deseo.
—¿Y si después cambia todo y ya no cantas igual?
Caridad no encontraba palabras con las que contestar. Cambiaría, sin duda, pero era algo que anhelaba con todo su cuerpo.
—¿Te refieres a que mi canto ya no sea triste? —preguntó.
—Sí.
—Quisiera ser feliz. Una mujer… feliz.
Melchor se sorprendió acercándose a ella con una ternura que jamás había tenido con mujer alguna, con delicadeza, como temeroso de quebrarla. Caridad se entregó a sus besos y caricias. Gozó y descubrió mil rincones en su ser que parecían querer responder con frenesí al solo roce de la yema de un dedo. Se supo querida. Melchor la amó con cariño. Melchor le habló con dulzura. Lloró, y el gitano se quedó inmóvil hasta comprender que aquellas lágrimas no brotaban acongojadas, y le susurró al oído cosas bonitas que jamás había escuchado. Caridad jadeó y llegó a aullar igual que hacían los lobos en la espesura de las sierras.
Luego, a la luz de la luna, desnuda, con el agua del arroyo lamiéndole las rodillas, insistió hasta conseguir que Melchor se acercase. Le lanzó agua de una patada, igual que hacía Marcelo con ella en la vega tan pronto como pisaban un simple charco. El gitano se quejó y Caridad volvió a patear el agua y a salpicarle. Melchor hizo amago de volver a tumbarse, pero de súbito se volvió y se abalanzó sobre ella. Caridad lanzó un grito y escapó río arriba. Jugaron desnudos en el arroyo, corrieron y se salpicaron como pudieran hacerlo unos chiquillos. Exhaustos, bebieron y fumaron, mirándose, conociéndose el uno al otro, y volvieron a hacer el amor y siguieron tumbados hasta que el sol estuvo bien en lo alto.
—Ya no cantas igual.
Se lo reprochó en la habitación de la casa de Méndez. Habían juntado sus jergones, pero, como si estuvieran de acuerdo sin haberlo hablado, no hacían el amor allí donde contrabandistas y mochileros se acostaban con las prostitutas. Preferían salir en busca del amparo del cielo.
—¿Prefieres que no lo haga? —preguntó ella, interrumpiendo su cántico.
Melchor meditó la contestación; ella le propinó un cariñoso puñetazo en el hombro por el retraso en su respuesta.
—Morena, nunca pegues a un gitano.
—Las esclavas negras podemos pegar a nuestros gitanos —afirmó categórica.
Y continuó cantando.
Existía un camino carretero que unía Madrid con Lisboa a través de Badajoz. Desde Barrancos les hubiera sido sencillo dirigirse a Mérida por Jerez de los Caballeros, seguirlo hasta Trujillo, Talavera de la Reina, Móstoles, Alcorcón y entrar en la capital por la puerta de Segovia; poco más de setenta leguas era lo que los separaba de Madrid, casi dos semanas de camino. Emplearon casi el mismo tiempo moviéndose presurosos por senderos solitarios y desconocidos para Melchor. La tranquilidad de la que habían disfrutado en Barrancos quedaba atrás; tenían el rapé y necesitaban liberar a Ana. Sin embargo, un gitano vestido de amarillo, una negra y una mula cargada con una gran tinaja de barro sellada que olía a tabaco perfumado, no podían circular por los caminos principales.
Pero si el gitano tenía que utilizar todo su instinto y a menudo dejar a Caridad y la mula a resguardo para ir a las ventas o casas de labor a preguntar por la ruta, no sucedía lo mismo con Madrid: había estado en dos ocasiones a lo largo de su vida. «Conozco Madrid», aseguraba. Además, la villa era con frecuencia el objeto de los comentarios de los contrabandistas, quienes intercambiaban todo tipo de experiencias, direcciones y contactos. En Madrid se movía mucho dinero: allí residía el rey rodeado y servido por una nutrida corte; la nobleza de España casi en pleno; embajadores y comerciantes extranjeros; miles de clérigos; un verdadero ejército de altos funcionarios con recursos suficientes y muchas ganas de aparentar una alta cuna de la que carecían, y sobre todo un sinfín de petimetres afrancesados cuyo único objetivo parecía ser disfrutar de los placeres de la vida.
A menos de media legua de Madrid, se detuvieron. Melchor tomó una buena muestra del rapé y enterraron la tinaja en un matorral.
—¿Te acordarás de dónde…? —Caridad se mostró preocupada al comprender que el gitano se proponía dejar allí escondida la tinaja.
—Morena —la interrumpió él con seriedad—: te aseguro que antes me acordaré de volver a este lugar que de cómo se regresa a Triana.
—Pero ¿y si alguien…? —insistió Caridad.
—¡Malaje! —volvió a interrumpirla el gitano—. ¡No llames a la mala suerte!
Más allá, en una venta, vendieron la mula.
—Ya nos mirarán bastante contigo al lado como para ir tirando de este animal —se burló cariñosamente Melchor—. Además, no creo que podamos cruzar de noche con la mula.
A la vista de la ciudad, se escondieron entre las huertas de las afueras. Melchor se sentó contra un árbol y cerró los ojos.
—Despiértame cuando anochezca —le dijo tras exagerar un bostezo.
Desde el otro lado de la vega del Manzanares, donde se encontraban, Caridad dejó correr su mirada por el Madrid que se alzaba frente a ellos. Su punto más alto era un palacio en construcción a cuyos pies se entreveía una gran ciudad abigarrada en su caserío. ¿Qué les depararía ese lugar? Sus pensamientos regresaron a Milagros… y a Ana. ¿Tendría razón el gitano cuando sostenía que Ana lo arreglaría todo?
Pasaron un par de horas hasta que el sol empezó a ponerse sobre Madrid, coloreando sus edificios y arrancando destellos rojizos de los campanarios y de las agujas de las torres que sobresalían por encima de ellos.
A la luz de la luna se encaminaron en dirección al puente de Toledo. Desde Portugal, como venían ellos, deberían haber cruzado por el de Segovia, pero Melchor lo descartó.
—Está muy cerca de lo que fue el alcázar de los reyes y de muchas casas de nobles y principales de la corte, y en esos lugares siempre hay más vigilancia.
Cruzaron el puente con sigilo, encorvados, arrimados al pretil, tanto, que en lugar de salvarlos en línea recta recorrieron los balconcillos semicirculares que se abrían sobre el Manzanares. Si tenía que haber vigilancia, no estaba presente, aunque lo cierto era que entre el río y la puerta de Toledo por la que se accedía a la ciudad todavía se abría una más que considerable extensión de huertas y cerrillos, cuando no verdaderos barrancos sobre los que se elevaban los últimos edificios de Madrid.
Porque Madrid no tenía arrabales y su contorno estaba perfectamente delimitado por aquellos últimos edificios: estaba prohibido construir más allá de la cerca que ceñía la ciudad, y la creciente población se hacinaba en su interior. Melchor recordaba bien aquella cerca. No se trataba de una muralla ancha como la que rodeaba Sevilla o muchas de las ciudades y hasta de los pueblos del reino, por modestos que estos pudieran ser, sino de una simple tapia de mampostería. Y lo cierto era que la cerca de Madrid, interrumpida y combinada en muchos de sus tramos por las propias fachadas de los últimos edificios de la ciudad, solo era respetada por los ciudadanos en caso de epidemias. En esos supuestos sí que se cerraban los accesos a la ciudad, pero mientras no existiera tal peligro, la cerca ofrecía innumerables brechas en su recorrido, brechas que, en cuanto se reparaban, aparecían en otro tramo. Resultaba tan sencillo abrir un hueco en una tapia como contar con la complicidad de alguno de los propietarios de las casas cuyas fachadas se alzaban a modo de cerca.
Melchor y Caridad cruzaron las huertas y llegaron frente a la puerta de Toledo: un par de simples vanos rectangulares, cerrados en la noche, sin adorno alguno y levantados en la cerca que cerraba la calle de igual nombre. A la derecha, en lugar de la tapia, se hallaba el matadero de vacas y carneros, con varias puertas que daban al exterior y que permitían la entrada del ganado directamente desde el campo.
«Solo hay que esperar a que aparezca algún metedor que conozca una forma de entrar —recordaba haber oído Melchor de boca de un contrabandista, en una venta—. Entonces te sumas a él, pagas y entras». «¿Y si no aparece?», planteó otro. El primero soltó una carcajada. «¿En Madrid? Hay más tránsito nocturno que de día».
Se apostaron delante del matadero y esperaron escondidos junto a un corral que servía como pajar y secadero de pieles; Melchor recordaba que le habían asegurado que a través de las puertas de aquel matadero se introducía furtivamente mucha gente.
Sin embargo, pasó el tiempo y nada indicaba que alguien pretendiera franquear esa noche la cerca de Madrid. «¿Y si son aún más silenciosos que nosotros?», pensó Melchor.
—Morena —dijo entonces en voz alta, dispuesto a llamar la atención de cualquiera que se moviera por aquellos lugares e indicando con un dedo sobre sus labios a Caridad que permaneciera en silencio—, de no ser porque te oigo respirar, dudaría de que estuvieras conmigo. ¡Qué negra y callada eres! Detrás de esas puertas y del matadero, en toda esta zona de Madrid, se abren los barrios del Rastro y Lavapiés. Buena gente la que vive ahí, «manolos», los llaman. ¡Menudo nombre! Arrogantes y temerarios, prestos a liarse a navajazos por una palabra mal dicha o una mirada indiscreta a sus hembras. ¡Y qué hembras! —Suspiró al tiempo que abría su navaja procurando silenciar los chasquidos del engranaje; había oído ruidos sospechosos. Luego se acercó a Caridad y le susurró—: Estate atenta y no te acerques a los que vienen. ¡Qué hembras! —repitió casi a voz en grito—, te lo digo yo, ¡solo les falta ser gitanas! La última vez que estuve en Madrid, después de que el rey me honrase con la gracia de remar en sus galeras…
Los atacantes creyeron que iban a pillar desprevenido al gitano. Melchor, en tensión, con los sentidos alerta y empuñando la navaja, no quería matar a ninguno de los dos hombres que intuyó se acercaban; los necesitaba.
—¡Vosotros…! —interrumpió el discurso de Melchor uno de los salteadores.
No logró decir más. Melchor se volvió y asestó un navajazo a la mano en la que percibió el destello de la hoja de un cuchillo, y casi antes de que el arma tocase suelo, ya había rodeado al hombre y apretaba el filo de la navaja contra su garganta.
El gitano quiso lanzar una amenaza de muerte pero no le surgieron las palabras: resoplaba. «¡Ya no soy tan joven!», se resignó. Y, como si pretendiera discutir sus propias sensaciones, apretó la navaja contra el cuello de su presa que fue quien, a la postre, chilló en su lugar.
—¡Quieto, Diego! —suplicó a su compañero, sorprendido este a solo un paso de ellos.
El tal Diego dudó mientras trataba de acostumbrar su visión a la oscuridad.
—Diego… por Nuestra Señora de Atocha… —repitió el primero.
Recuperado el resuello, Melchor se vio capaz de hablar.
—Hazle caso, Diego —le aconsejó el gitano—. No quiero haceros daño. Podemos terminar bien todo esto. Solo queremos entrar en Madrid, como vosotros.
A Melchor se le había olvidado comentar a Caridad que aquellas gentes a las que llamaban «manolos», no solo eran osados, orgullosos e indolentes, sino que también eran fieles. Convertidos en adalides de las atávicas formas de vida española, se hallaban en lucha permanente con lo que consideraban la superficialidad y frivolidad de la nobleza y las clases pudientes afrancesadas. El honor que había llegado a salpicar la historia de España con tantos y tantos episodios épicos y que ahora era puesto en duda por las autoridades, les obligaba a cumplir sus compromisos como si con ello defendiesen la identidad que pretendían robarles.
—¡Palabra de honor! —escuchó Melchor de boca de ambos.
«Esto es lo que diferencia a los “manolos” de los gitanos», se dijo Melchor, sonriente, mientras con total confianza aflojaba su presión sobre la garganta, cerraba la navaja y la escondía de nuevo en su faja: la palabra que pudiera dar un gitano a un payo carecía de importancia.
Melchor incluso ayudó a vendar con un jirón arrancado de la camisa de Pelayo, que así se llamaba el primer asaltante, la herida que este presentaba en su mano. Luego, Caridad y él los siguieron hasta el matadero de la puerta de Toledo, donde tras un intercambio de contraseñas, un hombre les franqueó el paso. Melchor regateó en el pago que le exigió el hombre del matadero.
—No pretendo comprarte una de las vacas —le echó en cara al tiempo que contaba algunas monedas.
Diego y Pelayo no pagaron con dineros; en su lugar abrieron el saco que portaban, rebuscaron en su interior y le entregaron una diminuta piedra que destelló rojiza a la luz de la linterna con la que les había recibido el matarife. Entre los dineros del uno y la piedra de los otros, el hombre se dio por satisfecho y los acompañó hasta la calle Arganzuela a través de un estrecho callejón que cruzaba entre las casas que lindaban con la parte posterior del matadero.
—Piedras falsas, ¿a eso os dedicáis? —inquirió Melchor ya en la calle.
—Sí —reconoció Pelayo—. Buen negocio; aun falsas, se venden por mucho dinero.
Melchor lo sabía, de sobra conocía el precio de los abalorios. Excepto las perlas, que no eran consideradas piedras preciosas, el rey había prohibido el uso y compraventa de todas las que fueran falsas: diamantes, rubíes, esmeraldas, topacios.
—A las mujeres y a los hombres que no pueden comprar las finas, que son la gran mayoría de la gente de Madrid —prosiguió Pelayo—, les sigue gustando lucirlas aunque sean falsas. Es una mercadería muy rentable.
El gitano tomó nota del negocio mientras Caridad permanecía atenta al entorno. La oscuridad era casi absoluta: solo algunas velas y candiles iluminaban mezquinamente el interior de unas casas que, contra la luna, lucían un solo piso, aunque a diferencia de las chozas de la gitanería, tenían tejado a dos aguas. Entre las sombras, sin embargo, percibió la presencia de gente que se movía de un lado a otro y oyó risas y conversaciones. En la calle, más allá de donde se encontraban, una pareja iluminaba sus pasos con un farol. Pero lo que más llamó su atención fue el hedor que se respiraba y se preguntó a qué sería debido. Entonces comprendió que lo que pisaba con sus pies descalzos no era otra cosa que los excrementos que se acumulaban en el suelo de tierra.
—Tenemos que irnos —anunció Pelayo—. ¿Adónde os dirigís vosotros?
Melchor conocía a un gitano emparentado con los Vega que vivía en Madrid: el Cascabelero, un miembro de la familia de los Costes que se había casado con una prima Vega hacía más de veinticinco años; varios de los Vega de la gitanería de la huerta de la Cartuja, él incluido, habían acudido a la gran boda con la que se selló la alianza entre las dos familias. Aun así, la duda le había venido persiguiendo desde que pergeñara su plan ya en Barrancos, cuando Méndez le habló de la partida de rapé que estaba esperando. ¿Y si habían detenido también a los gitanos de Madrid y no encontraba a ninguno? Se dijo que la capital era diferente: no estaba considerada oficialmente lugar de residencia autorizada de gitanos, por lo que allí no se habría detenido a nadie, como había sucedido en lugares similares. Pese a ello y estar prohibido vivir en Madrid, las pragmáticas reales ordenando la expulsión de los gitanos madrileños se repetían una y otra vez, tal era la obstinación de estos por permanecer en la villa.
Seguro que habría gitanos descendientes de aquella prima en Madrid, pero desde su última visita, antes de ser condenado a galeras, bien podían haber emparentado con otras familias enemigas de los Vega. Tendría que comprobarlo. De lo que sí estaba seguro Melchor era de que, hasta que no lo hiciese, los gitanos de Madrid no debían saber de la presencia de Caridad; la sentencia de muerte que con toda seguridad habría dictado el consejo de ancianos de Triana ya sería conocida incluso allí. Milagros…, su niña, había escupido a sus pies y Ana estaba encarcelada en Málaga. No podía arriesgarse a perder también a la morena.
—Pelayo —dijo el gitano—, os compro una piedra de esas si nos acompañáis a algún lugar de confianza en el que podamos dormir. Sobre todo que sea discreto.
Accedieron. Siguieron todos juntos por la calle de Toledo y algo más adelante giraron a la derecha por la del Carnero. Con los chillidos de los animales que eran sacrificados durante la noche, llegaron al cerrillo del Rastro, un montículo de tierra que se alzaba entre los edificios, junto al matadero viejo, y que se mantenía inculto para orear aquella zona. En la noche, chapotearon en el reguero de sangre que descendía desde el matadero por la calle de Curtidores y, siempre en dirección a la derecha, atravesaron Mesón de Paredes y Embajadores. Allí se despidieron de Diego, que se introdujo con las piedras falsas en una casa. Pelayo continuó con Melchor y Caridad hasta una posada secreta en la calle de los Peligros. Según les dijo, conocía a Alfonsa, la viuda que la regentaba, así que no tendrían problemas. Ella no daría parte a los alguaciles, como estaban obligados a hacer los posaderos con todos los huéspedes que alojaban.
Les costó despertar a Alfonsa.
—¿Acaso esperabas al duque de Alba? —le espetó Melchor ante la mirada torcida que les dirigió la posadera después de hablar con Pelayo.
La mujer fue a contestar, pero enmudeció a la vista de los dineros que le mostró el gitano. Pelayo se despidió. Alfonsa cobró lo suyo, y Caridad y Melchor siguieron sus pasos y ascendieron por una oscura escalera, tan estrecha como empinada, los tres en fila rozando las paredes húmedas y desconchadas, hasta llegar al desván: un cuartucho inmundo que tendrían que compartir con otros tres huéspedes que ya dormían. Alfonsa les señaló un camastro.
—No dispongo de más —adujo sin ánimo alguno de excusarse antes de volver la espalda para bajar a su casa, en el piso inferior.
—¿Y ahora? —preguntó Caridad.
—Ahora espero que te acurruques en un ladito de esa cama para que podamos dormir un poco. Ha sido un día duro.
—Quiero decir…
—Ya sé lo que quieres decir, morena —la interrumpió Melchor al tiempo que tiraba de ella y trataba de sortear los enseres esparcidos por el suelo de los otros huéspedes—. Mañana iré a ver quién nos puede echar una mano.