Podía desaparecer sin más, como hacía en Triana. ¿Quién le había pedido explicaciones alguna vez? Podría hacerlo en ese mismo momento en que Nicolasa estaba en Jabugo. Ella volvería, encontraría el chozo vacío y comprendería que las amenazas al fin se habían cumplido. «¿No me dijiste que nunca me fiara de un gitano?», «Mientes», «Te quedarás conmigo»… Esas eran las réplicas de la mujer, en algunas ocasiones como si quisiera restar importancia a las amenazas de Melchor, y en otras como si buscara en sus ojos sus verdaderas intenciones. Él le había dicho que le dejase morir. ¡Se lo había dicho! Estaba dispuesto a ello. Le advirtió que la abandonaría y ella decidió no hacerle caso: lo trasladó al chozo, agonizante, eso le contó Nicolasa tan pronto como recuperó la conciencia tras bastantes días de fiebres y de juguetear con la muerte. Había buscado, le dijo también, un cirujano, en el que gastó todos los dineros del Gordo que le quedaban a Melchor.
—¿Todos? —gritó Melchor desde el jergón en el que se hallaba postrado. El dolor por la pérdida de su bolsa fue superior al lacerante desgarro que sintió en las suturas de la herida.
—Los cirujanos no quieren curar a gitanos —le contestó ella—. A fin de cuentas, ¿qué más te da? Si hubieras muerto tampoco los tendrías. Hice lo que consideré oportuno.
—Pero hubiera muerto rico, mujer —se quejó él.
—¿Y?
—¿Quién sabe lo que hay tras la muerte? Seguro que a los gitanos nos permiten regresar a por lo nuestro para pagar al diablo.
Dos meses después, cuando Nicolasa pudo cargar con él desde el jergón hasta la silla dispuesta en la entrada del chozo para que le diese el aire de la sierra y el cirujano dejó de visitarle por considerarlo curado, la mujer confesó a Melchor que también había tenido que entregarle el caballo del Gordo… y sus dos monedas de oro.
—Amenazó con denunciar tu presencia al alguacil.
Enfurecido, Melchor hizo amago de levantarse de la silla, pero ni siquiera consiguió mover las piernas y a punto estuvo de caer al suelo. Los perros ladraron antes de que Nicolasa le reprendiese. Volver a andar con cierta soltura le costaría otro par de meses más.
—Espera a que llegue la primavera —le recomendó ella ante un nuevo intento por partir—. Todavía estás muy débil, el invierno es crudo y la sierra peligrosa. Los lobos están hambrientos. Además, quizá hayan liberado a los tuyos; tómate tiempo.
Nicolasa le había ido transmitiendo las noticias que recogía en Jabugo acerca de la suerte de los gitanos; mochileros y contrabandistas sabían cosas. Primero se vio obligada a confirmarle aquellas palabras del Gordo que a punto habían estado de costarle la vida: sí, todos los gitanos del reino habían sido detenidos a la vez; Sevilla y con ella Triana no habían sido la excepción. Melchor no le preguntó por qué no se lo había dicho en su momento: ya conocía la respuesta. En noviembre, sin embargo, Nicolasa sí corrió a contarle la buena nueva: ¡los liberaban!
—Seguro —reiteró—. La gente habla de partidas de gitanos de Cáceres, Trujillo, Zafra o Villanueva de la Serena que han vuelto a sus pueblos y al tabaco. Los han visto y han hablado con ellos.
»Tómate tiempo —volvió a suplicarle aquel día.
Nicolasa solo pedía tiempo. «¿Para qué?», se preguntaba la mujer sin hallar respuesta. Melchor estaba decidido; lo veía en sus ojos, en los esfuerzos que el perezoso gitano, que antes dejaba transcurrir las horas sentado a la puerta del chozo, hacía para volver a andar; en la melancolía que podía palparse en él cuando perdía la vista en el horizonte. ¿Y ella? Solo rezaba por el día siguiente…, rezaba para que, al regresar de adondequiera que hubiera ido, lo encontrase allí. En secreto, había ordenado a los perros que se quedaran con Melchor, pero los animales, sensibles a su desasosiego, no la obedecían y se pegaban a sus piernas, como prometiéndole que ellos nunca le fallarían. ¿Para qué quería aquel tiempo, se preguntaba, si cuando tenía un presentimiento aciago malvivía corriendo desde la pocilga o el saladero para comprobar, escondida, que todavía no la había abandonado? Pero lo quería; había llorado por él las lágrimas que había negado a sus propios hijos durante las eternas jornadas en que se vio obligada a velar sus fiebres y delirios, lo había alimentado como a un pajarillo, le había lavado el cuerpo y curado la herida y las llagas, ¡mil promesas a Cristo y a todos los santos habían partido de su boca si le permitían vivir! Tiempo… ¡habría dado una mano por solo un día más a su lado!
—De acuerdo —cedió Melchor tras recapacitar. Sentía que debía partir incluso a riesgo del frío y la debilidad. Su instinto le decía que ese era el momento, pero Nicolasa…, el sucio rostro de la mujer le convenció—. Partiré con la primavera —afirmó, seguro de que ya no cabría discusión al respecto.
—¿No me engañas?
—No quieres entender, mujer. ¿Cómo sabrías que no vuelvo a engañarte si te aseguro que no?
Con anterioridad a la llegada de la primavera, sin atreverse a mirar por la ventana, Milagros escuchaba el griterío que formaban en el callejón de San Miguel los centenares de gitanos que habían acudido a su boda. Pese a las circunstancias, la invitación de los García y los Carmona a sus familiares dispersos produjo la llegada masiva de gitanos de todos los puntos de Andalucía y algunos otros más lejanos; ¡hasta de Cataluña se habían desplazado varios de ellos! Milagros observó su sencillo vestido: blanco, como el de las novias payas, adornado con algunas cintas de colores y flores; después de la misa lo mudaría por otro de color verde y rojo que le había regalado su padre.
Unas lágrimas corrieron por las mejillas de la muchacha. Su padre se acercó a ella y la agarró de los hombros.
—¿Estás preparada?
José Carmona había ratificado el compromiso concertado por Inocencio; era consciente de que su libertad se debía a esa boda y no rompería la palabra que había dado el patriarca.
—Me gustaría que estuviera conmigo —contestó Milagros.
José apretó los hombros de su hija, como si no se atreviese a acercarse a ella y manchar el vestido blanco. Tal y como augurara la Trianera, Ana no había obtenido la libertad y el gitano había acogido la noticia con disimulado agrado. Ana Vega no habría consentido aquella boda, y las discusiones y los problemas se habrían reproducido. Con Ana en Málaga y en ausencia de Melchor, José disfrutaba de su hija como no recordaba haberlo hecho en su vida. Exultante ante su compromiso con Pedro García, Milagros había compartido con su padre aquella felicidad; desde que había regresado de La Carraca, José vivía embelesado en el cariño que en todo momento le manifestaba su hija. ¿Para qué quería él que liberaran a su mujer? Sin embargo, a fin de calmar a Milagros, ambos acudieron a reclamar ante las autoridades, pero sus gestiones fueron baldías. ¿Qué importaba que esa tal Ana Vega estuviera casada y que hubiera testigos que afirmasen que había vivido con arreglo a las leyes? ¡Imposible! ¡Mentían! Había sido condenada por la justicia malagueña y desde entonces la lista de denuncias y castigos que acumulaba era interminable.
—El día antes de que el corregidor de Málaga contestara a nuestro oficio —les dijo un funcionario mientras repicaba con un dedo sobre los papeles extendidos sobre el escritorio—, tu esposa se lanzó a dentelladas contra un soldado y le arrancó media oreja. ¿Cómo quieres que liberen a semejante animal? ¡Atenta a lo que vas a decir, muchacha! —se adelantó el hombre al intento de replicar por parte de Milagros—. Ten cuidado no sea que tú acabes en la cárcel de la ciudad y tu padre vuelva a La Carraca.
Milagros pidió a su padre que fueran a Málaga para intentar ver a Ana.
—Tenemos prohibido viajar —se opuso aquel—. Dentro de poco contraerás matrimonio, ¿qué sucedería si te detuvieran?
Ella bajó la vista.
—Pero…
—Estoy intentando llegar a ella a través de terceros —mintió José—. Todos estamos haciendo lo posible, hija, no te quepa duda.
José Carmona fue de los últimos gitanos puestos en libertad. A partir del año 1750 se sucedieron ante el Consejo las denuncias de presiones por parte de los gitanos para influir en los expedientes secretos, y las autoridades consideraron que todo aquel que con anterioridad al mes de diciembre no hubiera conseguido superar el examen, debía ser considerado culpable… de ser gitano. Miles de ellos, Ana Vega incluida, se enfrentaron a partir de entonces a la esclavitud de por vida.
—Tu madre siempre estará con nosotros —retomó la conversación José el día de la boda, tratando de parecer convincente—. Algún día volverá. ¡Seguro!
Milagros frunció los labios; quería creer a su padre. Su afirmación resonó extraña en el interior del piso de los Carmona, libre del griterío entre el que hasta entonces habían venido conversando. Padre e hija se miraron: el silencio reinaba en el callejón.
—Ya vienen —anunció José.
Reyes y Bartola por parte de los García; Rosario y otra anciana llamada Felisa por los Carmona. Las cuatro gitanas habían cruzado solemnemente el callejón para dirigirse a casa del padre de la novia. La gente les abría paso y callaba a medida que se acercaban al edificio. En el momento en que sus figuras se perdieron más allá del patio de entrada al corral de vecinos, hombres y mujeres se arremolinaron en silencio bajo la ventana del domicilio de Milagros.
—Te quiero, mi niña —se despidió José Carmona al escuchar los pasos de las gitanas ya en la puerta abierta del domicilio. No necesitó que las viejas le conminaran—. Vamos, morena —añadió hacia Caridad encaminándose ya escaleras abajo.
Caridad dirigió una sonrisa forzada hacia Milagros —sabía el porqué de la presencia de las viejas, la muchacha se lo había contado—, y siguió los pasos de José, que, tras enterarse de la ayuda que había prestado a su hija durante la detención y posterior fuga, había terminado aceptándola con ellos.
La Trianera no se anduvo con remilgos.
—¿Estás lista, Milagros? —inquirió.
No se atrevió a mirar a las mujeres a los ojos. ¡Qué diferente hubiera sido si entre ellas estuviera la vieja María! Rezongaría, se quejaría, pero al final la trataría con una ternura que no esperaba de esas. Había rogado a su padre que la buscase, que se interesase por su suerte. Ella misma continuaba preguntando a cuantos gitanos nuevos aparecían por Triana por si hubiera decidido ir a algún otro lugar. Nadie sabía nada; nadie le dio razón.
—¿Estás lista? —repitió la Trianera interrumpiendo sus pensamientos.
—Sí —titubeó. ¿Estaba lista?
—Túmbate en el jergón y levántate la falda —escuchó que le ordenaban.
Le había dolido el manoseo de aquel bellaco joven de Camas, cuando el canalla introdujo uno de sus dedos repugnantes en el interior de su cuerpo. Se había sentido mancillada… ¡y culpable! Y en ese momento el temor volvió a asaltarla.
—Milagros —Rosario Carmona le habló con dulzura—, hay mucha gente esperando en el callejón. No los impacientemos y crean que… Túmbate, haz el favor.
¿Y si el de Camas le había robado la virginidad? No se casaría con Pedro, no habría boda.
Se tumbó sobre el jergón y, con los párpados temblando de la fuerza con que los mantenía cerrados, se levantó falda y enaguas y descubrió su pubis. Notó que alguien se arrodillaba a su lado. No se atrevió a mirar.
Transcurrieron los segundos y nadie hacía nada. ¿Qué…?
—Abre las piernas —interrumpió sus pensamientos la Trianera—. ¿Cómo pretendes…?
—¡Reyes! —reprendió Rosario a la mujer por su tono—. Niña, abre las piernas, por favor.
Milagros se limitó a entreabrirlas con timidez. La Trianera alzó la cabeza y negó en dirección a Rosario Carmona; «¿Qué hago ahora?», le preguntó con gesto impertinente. Unos días antes, Rosario había tratado de hablar con Milagros. «Ya sé lo que es», contestó ella eludiendo la conversación. ¡Todas las gitanas lo sabían! Además, la vieja María le había dicho en qué consistía, pero nunca la preparó para ello ni entró en detalles, y ahora, tumbada en el jergón, desnuda de cintura para abajo, mostraba impúdicamente su intimidad a cuatro mujeres que en aquel momento se le aparecían como unas desconocidas. ¡Ni siquiera su madre la había visto así!
—Niña… —quiso rogarle Rosario.
Pero la Trianera interrumpió sus palabras agarrando las piernas de Milagros y abriéndolas cuanto pudo.
—Ahora encoge las rodillas —le ordenó acompañando sus palabras con el decidido movimiento de sus manos.
—¡No te muerdas el labio, muchacha! —advirtió otra de las mujeres.
Milagros obedeció y dejó de hacerlo justo en el momento en que los dedos de la Trianera envueltos en un pañuelo toquetearon su vulva hasta encontrar el orificio de entrada a la vagina, donde los hincó con tal vigor, que le pareció como si le hubieran asestado una puñalada: se combó sobre la espalda, con los puños cerrados a sus costados y las lágrimas mezclándose con el sudor frío que empapaba su rostro. Al sentir cómo los dedos arañaban su vagina reprimió un aullido de dolor. Sin embargo, abrió desmesuradamente la boca cuando la Trianera hurgó en su interior.
—¡No grites! —le exigió Rosario.
—¡Aguanta! —le conminó otra.
Un aguijonazo. Los dedos abandonaban su interior.
Milagros dejó caer a peso la espalda sobre el jergón. Las cabezas de las cuatro gitanas se cernieron sobre el pañuelo mientras Milagros llenaba sus pulmones de un aire que le faltaba desde el primer momento. Mantuvo los ojos cerrados y gimió al tiempo que ladeaba la cabeza sobre el jergón.
—¡Bien, Milagros! —escuchó que decía Rosario.
—¡Bravo, muchacha! —la felicitaron las demás.
Y mientras Rosario le recomponía falda y enaguas, Reyes García se dirigió a la ventana y en actitud triunfante mostró el pañuelo manchado de sangre a los gitanos que esperaban abajo. Los vítores no se hicieron esperar.
Milagros los había mantenido escondidos y se los entregó por sorpresa antes de salir hacia la iglesia, después de que la Trianera y las otras tres gitanas permitieran que su padre y Caridad accedieran de nuevo al piso; un collar de coral, una pulserita de oro y una mantilla de raso negra estampada con flores coloridas que había conseguido prestados para la boda. La gitana ensanchó la boca en una sonrisa tras entrar en la iglesia de Santa Ana y reparar en Caridad, situada en primera fila, a la vera de su padre, tratando de permanecer tan erguida como los gitanos que la rodeaban y ataviada con su vestido colorado, la mantilla sobre los hombros y las joyas en cuello y muñeca. En lo que no reparó la muchacha fue en lo forzado de la sonrisa con que Caridad respondió a la suya: presentía que tras el matrimonio, su amistad decaería.
—¿Seguiremos siendo amigas después de la boda? —se había atrevido a preguntarle Caridad con voz temblorosa, después de un largo circunloquio plagado de carraspeos y titubeos, algunos días antes de la boda.
—¡Claro que sí! —afirmó Milagros—. Pedro será mi marido, mi hombre, pero tú siempre serás mi mejor amiga. ¿Cómo podría olvidar lo que hemos pasado juntas?
Caridad ahogó un suspiro.
—Vivirás conmigo —había asegurado Milagros después.
El torrente de gratitud y cariño que destilaron los ojillos de su amiga le impidieron reconocer que ni siquiera había planteado aquella posibilidad a Pedro.
—Te quiero, Cachita —susurró en su lugar.
Sin embargo, lo cierto era que ambas se habían ido distanciando. Milagros no había vuelto a cantar en la parroquia ni en la posada después de los villancicos de Navidad. De vez en cuando Rafael García contrataba para ella saraos particulares en casas de nobles y principales sevillanos, de los que obtenían mayores beneficios que las míseras monedas con que les premiaban los clientes de Bienvenido. Caridad había sido excluida de aquellas fiestas por orden de la Trianera. Con esos dineros y tantos otros que los padres de los novios tuvieron que pedir prestados, pudieron pagar los fastos de una boda que se iba a prolongar tres días; no había familia gitana en España que no se arruinase a la hora de celebrar un enlace matrimonial.
En el fugaz cruce de miradas, Milagros fue incapaz de reconocer la impostura en la sonrisa de su amiga: su atención se centraba en Pedro García, el joven gitano que, vestido con chaquetilla morada, calzón blanco, medias rojas, zapatos de punta cuadrada con hebillas de plata y montera en mano, parecía alentarla con su magnífica presencia a ponerse a su altura, frente al altar. ¿Estaría ella tan guapa y elegante?, dudó la muchacha.
Pedro extendió una mano y con su solo roce la aprensión por su aspecto se desvaneció entre un millar de alfilerazos, como si las pavesas de la mayor fragua trianera hubieran estallado en su derredor. El gitano presionó su mano en el momento en que se volvieron hacia el párroco y Milagros cerró sus sentidos a todo lo que no fuera el contacto de sus manos, a su aroma, a su estremecedora cercanía; no había logrado percibir todo ello en la vorágine de la ceremonia gitana que acababan de celebrar, y en la que el abuelo de Pedro había partido un pan en dos pedazos para que, una vez salados, los intercambiasen entre ellos para considerarse casados conforme a su ley. Allí, en la iglesia, el respetuoso silencio del lugar contrastando con los gritos y las felicitaciones que todavía resonaban en sus oídos, Milagros permaneció ajena a sermones y oraciones, y la misa transcurrió para ella entre sentimientos contradictorios. Frente al altar, dispuesta a contraer matrimonio con un García, su madre, el abuelo y la vieja María arremetieron contra su ánimo; ninguno de ellos habría consentido aquel enlace. «Nunca olvides que eres una Vega», resonó en su memoria. A cada asalto de duda que asomaba a su mente, Milagros se refugiaba en Pedro: apretaba su mano y él respondía; un futuro feliz se abría ante ellos, lo presentía, y le miraba para deshacerse del rostro contrariado del abuelo, ¡qué guapo era! «Se lo dije, madre, lo quiero a él, ¿qué me recrimina? Se lo advertí». «Lo quiero, lo quiero, lo quiero».
El repique de campanas al término de la celebración puso fin a su lucha interna. Contempló el anillo que portaba en su dedo; Pedro lo había introducido en él, sonriéndole, acariciándola con la mirada, prometiéndole felicidad con su presencia. ¡Su hombre! Desde la iglesia fue llevada casi en volandas hasta el callejón. No tuvo oportunidad de cambiarse de ropa como tenía previsto. En cuanto llegó, las mujeres la recibieron con cestas repletas de pasteles que los gitanos terminaron lanzándose entre ellos. Bailó con su ya esposo en el patio de los García, sobre un lecho de dulces de yema de huevo que pisotearon hasta convertirlos en una masa que se pegaba a sus pies y salpicaba su cuerpo. Pedro la besó con pasión y ella se estremeció de placer; volvió a besarla y Milagros creyó fundirse. Luego, en el mismo lugar, sobre los dulces de yema, bailó con los demás miembros de las dos familias y, sin tiempo para pensar, se vio obligada a salir al callejón, abarrotado de gitanos que bebían, comían, cantaban y bailaban. Allí, como si el mundo fuera a acabarse, a un ritmo frenético, pasó de mano en mano hasta el anochecer; ni siquiera volvió a ver a Caridad, ni pudo volver a bailar con Pedro para deshacerse en otro de aquellos maravillosos besos.
La gran afluencia de invitados hacía que todas las casas del callejón estuvieran a rebosar. A los novios, sin embargo, les habían reservado una estancia en el piso del Conde. Los comentarios obscenos de los jóvenes que les siguieron hasta la misma puerta, tan pronto como Pedro la agarró de la mano y tiró de ella interrumpiendo públicamente uno más de sus bailes enfrentada a un rostro desconocido, se hicieron ininteligibles para Milagros, agotada, perdida ya la cabeza por el vino, los gritos y las mil vueltas a las que se había visto sometida durante todo el día.
Intentó sentarse en algún lugar en cuanto los dos se quedaron solos; temía desplomarse, pero su joven esposo no se lo iba a permitir.
—Desnúdate —la apremió al tiempo que él se quitaba la camisa.
Milagros lo miró sin verlo, entre una nube espesa, la cabeza dándole vueltas.
Pedro empezó a quitarse los calzones.
—¡Venga!
Milagros llegó a escuchar que la urgía entre el atronador rugido de aquellos mismos jóvenes que los habían acompañado y que ahora estaban bajo la ventana.
El miembro de Pedro, grande y erecto, la hizo reaccionar y retrocedió un paso.
—No tengas miedo —le dijo él.
Milagros no percibió ternura alguna en su voz. Lo vio acercarse a ella y luchar por quitarle el vestido. Su pene la rozó una y otra vez mientras forcejeaba con sus ropas. Entonces se volvió a ver desnuda, como por la mañana con la Trianera, pero en esta ocasión de cuerpo entero. Él le apretó los pechos y mordisqueó sus pezones. Corrió las manos por sus nalgas y su entrepierna. Jadeaba. Chupó algunos restos resecos de yema de huevo azucarada adheridos a su piel mientras jugueteaba con sus dedos entre los labios de su vulva buscando… Un escalofrío recorrió el cuerpo de Milagros cuando él alcanzó su clítoris. ¿Qué era aquello? Sintió que su vulva se lubricaba y que su respiración se aceleraba. El cansancio que la mantenía distante se desvaneció y se atrevió a echar los brazos por encima de los hombros de su esposo.
—No tengo miedo —le susurró.
Sin separar sus cuerpos, trastabillaron y rieron hasta llegar a tumbarse sobre una cama con patas que Rafael e Inocencio habían pedido prestada para la ocasión. Milagros abrió las piernas, como cuando lo de Reyes, y Pedro penetró en ella. El dolor que sintió la muchacha se perdió en sus entrecortadas declaraciones de amor.
—Te quiero…, Pedro. ¡Cuánto… cuánto he soñado con este momento!
Él no contestó a las promesas que surgieron de boca de Milagros. Apoyado en la cama sobre las manos, su torso alzado sobre ella, la miraba con el rostro congestionado mientras procuraba el máximo contacto con su pubis, empujando con firmeza, atrapándola para fundirse con ella. El dolor fue desapareciendo en Milagros al tiempo que sus palabras. Un goce hasta entonces ignorado, imposible de imaginar, empezó a fluir de su bajo vientre para instalarse en el más secreto de los rincones de su cuerpo. Pedro continuaba empujando y Milagros se estremecía ante un placer que se le asemejó terrorífico… por inacabable. Jadeó y sudó. Sintió sus pezones erectos, como si pretendieran reventar y no lo consiguieran. Se apretó contra él y le clavó las uñas en los antebrazos persiguiendo liberarse de unas sensaciones que amenazaban con enloquecerla. ¿Qué fin podía tener aquel placer que reclamaba satisfacción, que exigía alcanzar un cenit desconocido para ella? De repente Pedro estalló en su interior con un aullido que se prolongó durante su última acometida y la incontrolable ansiedad de Milagros terminó desvaneciéndose, decepcionada entre el griterío que no había cesado y que entonces volvió a llenar la estancia para recordarle que todo había terminado. Pedro se dejó caer sobre ella y llenó su cuello de besos.
—¿Te ha gustado? —preguntó arrimando los labios a su oreja.
¿Le había gustado? Deseaba más, ¿o no? ¿Qué era lo que tenía que esperar?
—Ha sido maravilloso —contestó en un susurro.
Súbitamente, Pedro se levantó, se vistió los calzones y con el torso desnudo se asomó a la ventana, desde donde saludó a los gitanos que esperaban abajo. La segunda vez en el mismo día que alguien alardeaba en público a través de la ventana por causa suya, se lamentó Milagros al oír los vítores que arreciaron. Luego, él se acercó a la cama y le acarició la mejilla con el dorso de su mano.
—La gitana más bella del mundo —la halagó—. Duerme y descansa, preciosa, te quedan por delante dos días de fiesta.
Terminó de vestirse y bajó al callejón.
—Ven a calentarme, morena —le ordenó José Carmona.
Caridad dejó de torcer el cigarro. Trabajaba para José casi desde el mismo día en que, tras la fiesta de bodas, el Conde se había negado en redondo a que continuara al lado de Milagros y viviese con los García. Entonces José Carmona la acogió en su casa, conmovido por el llanto de su hija, aunque Caridad llegó a dudar de si las lágrimas de su amiga eran por ella o por la bofetada con que la Trianera había acallado las quejas y lamentos de Milagros en la que sería su nueva casa. Luego, el gitano se procuró hojas de tabaco para que ella las torciese y así engrosar su paupérrima bolsa. De ahí a que la llamara a su lecho para calentarlo ni siquiera transcurrió una semana.
—¿No me has oído, morena?
Los hábiles dedos de Caridad se crisparon sobre la hoja que formaba la capa del cigarro. Las capas eran las mejores, en las que el comprador fijaba su atención. Nunca hubiera hecho algo similar: estropear aquella buena hoja de tabaco que tan cuidadosamente había elegido para cubrir el torcido, pero, como si sus dedos tuvieran vida propia, observó atónita cómo se rasgaba a medida que sus uñas se clavaban en ella.
Se levantó de la mesa en la que trabajaba y se dirigió al jergón donde se encontraba José Carmona. Sabía que el gitano la manosearía durante un rato, la montaría por delante o por detrás, se quejaría de su indiferencia una vez más, «Mejor sería fornicar con una mula», le había dicho en la última ocasión, y terminaría roncando agarrado a ella.
Se despojó de su camisa de esclava con los dientes prietos y los ojos humedecidos y se tumbó al lado del gitano. José metió la cabeza entre sus pechos y le mordisqueó los pezones. Le dolieron sus dentelladas y, sin embargo, nada hizo por impedirlas; merecía aquel castigo, se repetía noche tras noche. Caridad había cambiado. Lo que hasta aquel momento de su vida no le había producido ninguna sensación —pasar de mano en mano como el animal que le habían enseñado a ser en la vega tabaquera— ahora la asqueaba y le repugnaba. ¡Melchor! Lo estaba traicionando. José Carmona recorrió su cuerpo con las manos. Caridad no pudo impedir encogerse, en tensión. El gitano siquiera se apercibió. ¿Qué habría sido de Melchor? Muchos lo daban por muerto, Milagros entre ellos. Los rumores sobre una reyerta entre contrabandistas en la que al parecer se había visto implicado habían llegado hasta Triana, pero nadie estaba en condiciones de afirmar nada con certeza. Todos hablaban de lo que les habían contado otros que a su vez habían recibido la noticia de terceros. Sin embargo ella sabía que no, que Melchor no estaba muerto. José no le permitía cantar, decía que le cansaban los cantos de negros, aunque renunció a impedirle tararear por lo bajo aquellos ritmos que, junto al aroma del tabaco, la transportaban a sus orígenes. Y Caridad canturreaba mientras trabajaba imaginando que el hombre que permanecía tumbado tras ella era Melchor. En las noches cerradas, cuando José dormía profundamente, buscaba a sus dioses: Oshún, Oyá… ¡Eleggua!, el que dispone de las vidas de los hombres a su antojo, el que le había permitido vivir cuando Melchor la encontró bajo un árbol. Entonces fumaba y cantaba hasta embriagar sus sentidos y disponerlos para recibir la presencia del mayor de los dioses. Melchor vivía. Eleggua se lo confirmó.
José Carmona culebreó encima del cuerpo de Caridad tratando de introducirse en ella. Ella no quería abrir sus piernas.
—¡Muévete, maldita negra! —le exigió una noche más el gitano.
Y lo hizo, con la culpa asolando el último rincón de su conciencia, pero ¿qué podía hacer si no? Perdería a Milagros. José la echaría. Rafael García la expulsaría del callejón sin contemplaciones. Era allí, con los suyos, con los gitanos, junto a su nieta, donde debía esperar a Melchor. Cerró los ojos rendida al reencuentro con aquella sensación tan nueva y desconocida para ella ante un hombre que la montaba: repugnancia.
—¡Morena!
Caridad entreabrió los ojos. La incipiente luz del amanecer todavía dejaba en sombras la mayor parte de la casa. Le costó entender. José roncaba abrazado a ella. Trató de desperezar su visión. Una mancha amarilla, desleída, se hallaba en pie junto a ella.
—¿Qué haces ahí?
Caridad se incorporó de un salto al reconocer la voz.
—¿Y mi hija? ¿Dónde está Ana?
¡Melchor! Caridad se encontró sentada en el jergón ante él, con los pechos al aire. Tiró de la manta para tapárselos; una oleada de calor sofocante acudió a su rostro. José refunfuñó en sueños.
El gitano no fue capaz de impedir que su mirada se centrase en aquellos pechos negros y las grandes areolas que rodeaban sus pezones. Él los había deseado… y ahora…
—¿Por qué estás acostada con ese…, ese…? —No le surgieron las palabras; en su lugar señaló hacia José con la mano temblorosa.
Caridad se mantuvo en silencio, la mirada escondida.
—Despierta a ese canalla —le ordenó entonces.
La mujer zarandeó a José, que tardó en comprender.
—Melchor —saludó con voz pastosa al tiempo que se levantaba desgreñado y trataba de recomponer su camisa—, ya era hora de que volvieses. Siempre has tenido el don de desaparecer en los momentos…
—¿Y mi hija? —le interrumpió el abuelo, con el rostro congestionado—. ¿Qué hace la morena en tu lecho? ¿Y mi nieta?
El Carmona se llevó la mano al mentón y se lo frotó antes de contestar.
—Milagros está bien. Ana continúa detenida en Málaga.
José dio la espalda a su suegro y se dirigió a la alacena para servirse un vaso de agua de una jarra que Caridad mantenía siempre llena.
—No hay forma de que la suelten —añadió ya de frente, tras sorber un trago—, parece que la sangre Vega siempre origina problemas. ¿La morena? —añadió con un gesto despectivo hacia Caridad—, calienta mis noches, poco más puede esperarse de ella.
Caridad se sorprendió escrutando a Melchor: las arrugas que surcaban su rostro parecían haberse multiplicado, pero pese a la casaca amarilla que colgaba de sus hombros como un saco, no había perdido su porte de gitano ni aquella mirada capaz de atravesar las piedras. Melchor percibió el interés de Caridad y volvió la cabeza hacia ella, quien no aguantó su mirada y alzó todavía más la manta con la que cubría sus pechos; le había fallado, sus ojos se lo reprochaban.
—Canta bien —dijo entonces Melchor con un tremendo deje de tristeza que erizó el vello de Caridad.
—¿Cantar dices? —rió José.
—¡Qué sabrás tú! —murmuró Melchor arrastrando las palabras, la vista todavía en Caridad. Llegó a desearla, pero había renunciado a su cuerpo para continuar escuchando aquellos cantos que rezumaban dolor, y ahora la encontraba en manos del Carmona. Negó con la cabeza—. ¿Qué has hecho por la libertad de mi hija? —saltó de repente, con voz cansina.
Con esa pregunta Caridad supo que ya no era objeto de atención por parte de Melchor y alzó la mirada para contemplar a los dos gitanos a la luz del amanecer: el abuelo descarnado en su casaca amarilla; el herrero, de pecho, cuello y brazos fuertes, plantado con soberbia frente al viejo.
—Por mi esposa… —le corrigió José arrastrando las palabras— he hecho cuanto se puede hacer. Tú tienes la culpa, viejo: el estigma de tu sangre la ha llevado a la perdición, como a todos los Vega. Solo el indulto del rey la sacaría de la cárcel.
—¿Qué haces entonces aquí, disfrutando de mi negra, en lugar de estar en la corte procurando ese indulto?
José se limitó a negar con la cabeza y a fruncir los labios, como si aquello fuera imposible.
—¿Dónde está mi nieta? —inquirió entonces el abuelo.
Caridad tembló.
—Vive con su esposo —contestó José—, como es su deber.
Melchor esperó unas explicaciones que no llegaron.
—¿Qué esposo? —terminó preguntando.
El otro se irguió amenazador.
—¿No lo sabes?
—He caminado día y noche para llegar aquí. No, no lo sé.
—Rafael García, el nieto del Conde.
Melchor trató de hablar pero sus palabras se convirtieron en un balbuceo ininteligible.
—Olvídate de Milagros. No es tu problema —le espetó José.
Melchor boqueó en busca de aire. Caridad lo vio llevarse una mano al costado y doblarse con un rictus de dolor.
—Estás viejo, Galeote…
Melchor no escuchó el resto de las palabras de su yerno. «Estás viejo, Galeote», las mismas palabras que le había escupido el Gordo en el camino de Barrancos. Caridad entregada al Carmona, su hija detenida en Málaga, y Milagros, su niña, lo que más quería en ese perro mundo, viviendo con Rafael García, obedeciendo a Rafael García, ¡fornicando con el nieto de Rafael García! La herida que creía curada pugnaba ahora por reventar su estómago. Había renunciado a vengarse de Rafael García por Milagros, la criatura que Basilio puso en sus brazos a su regreso de galeras. ¿De qué había servido? Su sangre, la sangre de los Vega, precisamente la de aquella niña, se mezclaría con la de quienes le habían traicionado y robado diez años de su vida. Se retorció de dolor. Deseaba morir. ¡Su niña! Trastabilló. Buscó algún lugar en el que encontrar apoyo. Caridad se levantó de un salto para ayudarle. José dio un paso hacia él. Ninguno de los dos llegó. Antes de que lo consiguieran, el dolor mudado en cólera, enajenado, ciego de ira, sacó la navaja de su faja y tal como la abría se abalanzó sobre su yerno.
—¡Traidor, hijo de puta! —aulló al tiempo que hundía el arma en el pecho del Carmona, allí donde su corazón.
Solo llegó a comprender en toda su magnitud lo que había hecho al enfrentarse a los sorprendidos ojos de José Carmona, que ya presentían su muerte. ¡Acababa de asesinar al padre de su nieta!
Caridad, desnuda, se quedó quieta a medio camino y presenció las convulsiones que anunciaron la muerte del gitano, tendido en el suelo, con un gran charco de sangre formándose a su alrededor. Melchor trató de erguirse, pero no lo consiguió por completo, y llevó la mano ensangrentada que sostenía la navaja a la herida que le había infligido el Gordo.
—Traidor —repitió entonces más para Caridad que hacia el cadáver del Carmona—. Era un perro traidor —quiso excusarse ante la atemorizada expresión de la mujer. Pensó un instante. Recorrió la habitación con la mirada—. Vístete y ve a buscar a mi nieta —la apremió—. Dile que su padre la manda llamar. No le hables de mí; nadie debe enterarse de que estoy aquí.
Caridad obedeció. Mientras cruzaba el callejón y volvía con Milagros, preocupada esta por el pertinaz silencio con que la mujer negra acogía sus preguntas, Melchor arrastró con grandes dificultades el cadáver de José hasta esconderlo en la habitación contigua. ¿Cuál sería la reacción de Milagros? Era su padre y lo quería, pero el Carmona se lo había merecido… No le dio tiempo a limpiar el rastro de sangre que cruzaba la estancia, ni la gran mancha que brillaba húmeda en el centro, ni la hoja de su navaja, ni su casaca amarilla; Milagros solo lo vio a él y se lanzó a sus brazos.
—¡Abuelo! —gritó. Luego las palabras se atragantaron en su boca, mezcladas con sollozos de alegría.
Melchor dudó, pero al final la abrazó también y la meció.
—Milagros —susurraba una y otra vez.
Caridad, tras ellos, no pudo evitar seguir con la mirada el rastro de sangre hasta la habitación, antes de volver a centrarla en nieta y abuelo, y volver otra vez a la mancha de sangre del centro de la habitación.
—Vámonos, niña —soltó de repente Melchor.
—¡Pero si acaba de llegar! —respondió Milagros separándose de él con una amplia sonrisa en su boca, sus brazos todavía agarrándolo, con la intención de contemplarlo por entero.
—No… —rectificó Melchor—. Quiero decir que nos vamos de aquí… de Triana.
Milagros vio la casaca manchada de su abuelo. Torció el gesto y comprobó sus propias ropas, impregnadas de sangre.
—¿Qué…?
La muchacha miró más allá de Melchor.
—Vámonos, niña. Iremos a Madrid, a suplicar la libertad de…
—¿Y esa sangre? —le interrumpió ella.
Se separó del abuelo y evitó que este pudiera retenerla. Descubrió el rastro. Caridad la vio temblar primero y luego llevarse las manos a la cabeza. Ninguno de los dos la siguió a la habitación contigua, desde la que no tardó en llegarles un alarido que se mezcló con el martilleo de los herreros, que ya habían iniciado su jornada. Caridad, como si el desgarrador grito de su amiga la empujara, retrocedió hasta dar con su espalda en la pared. Melchor se llevó una mano al rostro y cerró los ojos.
—¿Qué ha hecho? —La acusación surgió rota de la garganta de Milagros; la muchacha buscaba apoyo en el dintel del hueco entre las habitaciones—. ¿Por qué…?
—¡Nos traicionó! —reaccionó Melchor alzando la voz.
—Asesino. —Milagros destilaba ira—. Asesino —repitió arrastrando las letras.
—Traicionó a los Vega casándote…
—¡Él no fue!
Melchor irguió el cuello y entrecerró los ojos hacia su nieta.
—No, él no fue, abuelo. Fue Inocencio. Y lo hizo para liberar a madre de la cárcel de Málaga.
—Yo… no lo sabía… lo siento… —acertó a decir Melchor, sobrecogido ante el dolor de su nieta. Con todo, rectificó al instante—: Tu madre nunca habría aceptado ese arreglo —afirmó—. ¡Un García! ¡Te has casado con un García! Ella habría elegido la cárcel. ¡Tu padre debería haber hecho lo mismo!
—¡Familias y querellas! —sollozó Milagros, como ajena a las palabras de su abuelo—. Era mi padre. No era ni un Vega ni un García ni siquiera un Carmona…, era mi padre, ¿lo entiende? ¡Mi padre!
—Ven conmigo. Abandona a los…
—Era todo lo que tenía —se lamentó.
—Me tienes a mí, niña, y conseguiremos la libertad de tu…
Milagros escupió a los pies de su abuelo antes de que terminara la frase.
El desprecio de aquel salivazo por parte de la persona a quien más quería en el mundo se reflejó en forma de un temblor en sus facciones y en los párpados que cubrían sus ojos. Melchor calló incluso cuando la vio gritar y abalanzarse sobre Caridad.
—¿Y tú?
Caridad no podía apartarse; tampoco se hubiera movido un ápice paralizada como estaba. Milagros chillaba frente a ella.
—¿Qué has hecho tú? ¿Qué has hecho tú? —le requería una y otra vez.
—La morena no ha hecho nada —intervino Melchor en su defensa.
—¡Eso es! —chilló Milagros—. ¡Mírame! —le exigió. Y como quiera que Caridad no alzara la vista, la abofeteó—. ¡Puta negra de mierda! Eso es: nunca haces nada. ¡Nunca has hecho nada! ¡Has permitido que lo asesinara!
Milagros empezó a golpearla sobre los pechos con los dos puños, de arriba abajo. Caridad no se defendió. Caridad no habló. Caridad no fue capaz de mirar a Milagros.
—¡Nunca haces nada! —aullaba la muchacha a cada golpe. Y cada uno de ellos arrancaba lágrimas de los ojos de Caridad—. ¡Tú lo has matado!
Por primera vez en su vida Caridad sintió el dolor en toda su intensidad y se dio cuenta de que, a diferencia de lo que sucedía cuando el capataz o el amo la maltrataban, aquellas heridas no sanarían jamás.
Una pegaba y gritaba; la otra lloraba.
—Asesina —sollozó Milagros dejando caer los brazos al costado, incapaz de golpear una sola vez más.
Durante unos instantes solo se escuchó el martilleo que venía de las forjas. Milagros se derrumbó en el suelo, a los pies de Caridad, que no se atrevió a moverse; Melchor tampoco.
—Morena —escuchó que le decía este—, recoge tus cosas. Nos vamos.
Caridad miró a la gitana, esperando, deseando que Milagros dijera una palabra…
—Vete —escupió ella sin embargo—. No quiero verte más en mi vida.
—Recoge tus cosas —insistió el gitano.
Caridad fue en busca del hatillo, el traje colorado y el sombrero de paja. Mientras ella se hacía con sus escasas pertenencias, Melchor, sin atreverse a mirar a su nieta, calculó el alcance de sus actos: si los pillaban en el callejón de San Miguel o en Triana, los matarían. Y aun cuando huyesen, el consejo de ancianos dictaría sentencia de muerte contra él y con seguridad contra la morena, y la pondrían en conocimiento de todas las familias del reino. En manos de Milagros estaba el que pudieran escapar vivos de Triana.
Caridad volvió con sus cosas y miró por última vez a quien había sido la única amiga de su vida. Titubeó al pasar a su lado encogida, llorando, maldiciendo entre gemidos. Ella no podía haber detenido a Melchor. Recordaba haber corrido hacia él, y lo siguiente que había visto era el cuerpo malherido de José.
Milagros le había dicho que no quería verla más. Intentó decirle que ella no había tenido ninguna culpa, pero en ese momento Melchor la empujó fuera del piso.
—Lo siento por ti, niña. Confío en que algún día se aplaque tu dolor —dijo a su nieta antes de irse.
Luego ambos abandonaron el edificio, presurosos. Necesitaban tiempo para huir. Si Milagros daba la voz de alarma, no llegarían a la salida del callejón.