La parroquia de Santa Ana de Triana, en el corazón del arrabal, era la que contaba con mayor número de «personas de comunión» en Sevilla —más de diez mil—, y era atendida por tres párrocos, veintitrés presbíteros, un subdiácono, cinco clérigos menores y dos coronas. Pero pese a tal número en fieles y sacerdotes, Santa Ana estremeció a Milagros. La obra era una maciza construcción gótica de planta rectangular y tres naves, la central más ancha y alta que las demás, interrumpida en su mitad por el coro. Había sido erigida en el siglo XIII por orden del rey Alfonso X como muestra de gratitud a la madre de la Virgen María por haberle sanado milagrosamente un ojo.
Milagros la vio oscura y colmada de retablos dorados, estatuas o pinturas de Cristos dolientes y lacerados, santos, mártires y vírgenes que la escrutaban y parecían interrogarla. La muchacha trató de librarse de aquella opresión cuando notó que sus pies descalzos pisaban una superficie rugosa; miró al suelo y saltó a un lado al tiempo que reprimía un juramento que quedó en bufido: se hallaba sobre una de las muchas lápidas bajo las que reposaban los restos de los benefactores de la iglesia. Se arrimó a Caridad y las dos permanecieron quietas. Un sacerdote apareció bajo el arco de Nuestra Señora de la Antigua, en la nave del Evangelio, tras el que se encontraba la sacristía. Lo hizo en silencio, tratando de no molestar a los fieles, mayoritariamente mujeres que durante nueve días seguidos rezaban y se encomendaban a santa Ana, ya para alcanzar la deseada fecundidad ya para proteger sus notorios embarazos; era sabido en Triana y en toda Sevilla que desde antiguo la santa matrona intercedía por la concepción de las mujeres.
Milagros observó a unos pasos de ellas al sacerdote y a Reyes cuchicheando; ella la señalaba una y otra vez, y el cura la miraba con displicencia. La Trianera había venido a sustituir a la vieja María en su vida. «¿Dónde está la terca anciana?», se preguntó Milagros una vez más de las miles que lo había hecho durante aquellos días. La echaba en falta. Podrían perdonarse, ¿por qué no? Trató de desterrar a la vieja de su mente cuando el sacerdote le hizo un autoritario gesto para que le siguiera: a María no le hubiera gustado que se hallase allí, entregándose a la Iglesia y preparando su bautizo; seguro que no. Al pasar junto a Reyes, la Trianera hizo amago de apartar a Caridad.
—Ella me acompaña —dijo Milagros tirando de su amiga para que no se detuviese junto a la gitana.
Tras la huida de la vieja María y hasta el regreso de sus padres, Cachita era la única persona que le quedaba de aquellas con las que había convivido, y la muchacha la buscaba más que nunca, incluso a costa de dejar de encontrarse con Pedro en alguna ocasión, aunque también se había visto obligada a reconocer que desde que las dos familias habían pactado la boda, su joven prometido había variado de actitud siquiera fuera sutilmente: seguía sonriéndole, charlando con ella y dejando caer los ojos en aquel tierno gesto que conseguía emocionarla, pero había algo… algo diferente en él que no acertaba a descubrir.
El sacerdote la esperaba bajo el arco de la Virgen de la Antigua.
—Me acompaña —repitió Milagros cuando este también quiso oponerse al paso de Caridad.
La mueca de reproche con que el hombre de Dios acogió sus palabras indicó a la muchacha que quizá se había excedido en la dureza de su tono, pero aun así accedió a la sacristía con Caridad. Empezaba a estar cansada de que todo el mundo le dijera qué tenía que hacer; María no lo hacía, solo se quejaba y refunfuñaba, pero Reyes… ¡la acompañaba allá adonde fuera! En la posada de Bienvenido incluso le apuntaba las canciones que debía interpretar. Intentó oponerse, pero las guitarras obedecían a la Trianera y no le quedaba más remedio que plegarse a ellas. Fermín y Roque ya no formaban parte del grupo, Sagrario tampoco. Todos habían sido sustituidos por miembros de la familia García, y solo los García participaban. La Trianera hasta había prohibido que Caridad acompañase las canciones y los bailes. «¿Qué sabrá una negra de palmear fandangos o seguidillas?», le espetó a Milagros. Y durante el tiempo que duraba el espectáculo, Caridad permanecía en pie, quieta, como si estuviese adosada a la pared de la cocina de la posada, sin siquiera un mal cigarro que echarse a la boca. Reyes se hacía cargo de todos los dineros que obtenían para entregárselos a Rafael, el patriarca, y a diferencia de la costumbre de la vieja María, el Conde no parecía dispuesto a premiar a Caridad con papantes.
El único momento en que Milagros lograba escapar del control de la Trianera era por la noche, cuando dormía. Inocencio se había negado a que lo hiciese en el corral de vecinos de los García hasta consumada la boda, y Caridad y ella continuaban en la vieja y desolada vivienda en la que había transcurrido su infancia. Con todo, la Trianera les había endosado una vieja tía viuda para que controlase a Milagros. Bartola se llamaba la mujer…
—¿Cuáles son los mandamientos de la Santa Madre Iglesia?
La pregunta logró que Milagros tornase a la realidad: se hallaban las dos en pie, en el interior de la sacristía, frente una mesa de madera labrada tras la que el sacerdote, ya sentado, la interrogaba con gesto adusto. No las invitó a sentarse en las sillas de cortesía. La muchacha no tenía ni idea de aquellos mandamientos. Iba a reconocer su ignorancia, pero recordó el consejo que un día, de muy niña, le había dado el abuelo: «Eres gitana. Nunca digas la verdad a los payos». Sonrió.
—Los sé…, los sé… —respondió entonces—. Los tengo aquí en la puntita de la lengua —añadió tocándosela. El sacerdote esperó unos instantes, los dedos de las manos cruzados sobre el tablero de la mesa—. Pero no quieren salir los muy…
—¿Y las oraciones? —le interrumpió el religioso antes de que la muchacha soltara alguna inconveniencia—. ¿Qué oraciones conoces?
—Todas —contestó ella con seguridad.
—Dime el padrenuestro.
—Su paternidad me ha preguntado si las conozco, no si las sé.
El sacerdote no modificó su semblante. Sabía del carácter de los gitanos. En mala hora le habían encargado que se ocupase de aquella gitana descarada, pero el primer párroco parecía tener mucho interés en bautizarla y en atraer a la comunidad gitana a la iglesia, y él no era más que un simple presbítero sin curato y escasos beneficios. La falta de reacción por parte del religioso envalentonó a Milagros, que llegó a similar conclusión: los curas querían que se bautizase.
—¿Qué tres personas forman la Santísima Trinidad? —insistió el hombre.
—Melchor, Gaspar y Baltasar —exclamó Milagros reprimiendo una risotada. Había escuchado esa expresión de boca de su abuelo, en la gitanería, cuando pretendía burlarse del tío Tomás. Todos se echaban a reír.
En esta ocasión incluso Caridad, que permanecía un paso por detrás de Milagros, parada con su traje de esclava y el sombrero de paja en las manos, dio un respingo. El sacerdote se sorprendió ante aquella reacción.
—¿Tú lo sabes? —le preguntó.
—Sí… padre —contestó Caridad.
El religioso trató de conminarla con gestos a que las enumerara, pero Caridad ya había bajado la mirada y la mantenía en el suelo.
—¿Quiénes son? —terminó inquiriendo.
—El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo —recitó ella.
Milagros se volvió hacia su amiga y en esa postura escuchó las siguientes preguntas, todas ellas dirigidas a Caridad.
—¿Estás bautizada?
—Sí, padre.
—¿Sabes el Credo, las demás oraciones y los mandamientos?
—Sí, padre.
—¡Pues enséñaselas! —estalló el hombre señalando a Milagros—. ¿No querías estar acompañada? Como sacerdote, cuando una persona adulta… o que lo parece —agregó con sorna— desea acceder al santo sacramento del bautismo, tengo obligación de conocerla y de atestiguar que rige su vida por las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. Escucha: la primera se limita a lo que debe creer todo buen cristiano, y eso está contenido en el Credo. La segunda se refiere a cómo debe obrar, para lo que necesita conocer los mandamientos de Dios y los de la Santa Iglesia, y por último, la tercera: qué puede esperar de Dios, y eso se encuentra en el padrenuestro y las demás oraciones. No vuelvas por aquí sin tener todo eso aprendido —añadió abandonando la idea de adoctrinar a la gitana en el catecismo del padre Eusebio. ¡Se conformaría si aquella desvergonzada fuese capaz de recitar el Credo!
Sin concederle oportunidad de réplica, el sacerdote se levantó de la mesa y movió repetidamente el dorso de ambas manos con los dedos extendidos, como si espantara a un par de animalillos molestos, indicándoles que abandonaran la sacristía.
—¿Cómo ha ido ahí dentro? —se interesó la Trianera, que las esperaba en uno de los accesos a la iglesia, donde había aprovechado para limosnear con discreción, augurando fertilidad a cada una de las jóvenes feligresas que se encaminaban al interior.
—Ya estoy medio bautizada —respondió Milagros con seriedad—. Es cierto —insistió ante la suspicacia que se mostró en el rostro de la vieja gitana—, solo falta la otra mitad.
Pero Reyes no era ninguna paya desaborida y tampoco se quedó atrás.
—Pues vigila, niña —contestó señalándola con un dedo que deslizó en el aire de lado a lado, a la altura de la cintura de la muchacha—, no vaya a ser que te corten de través, para bautizar la mitad que falta, y el gracejo se te escape por algún costado.
A Milagros no le entraban ni las oraciones ni aquellos mandamientos de Dios o de la Iglesia que pretendía enseñarle Caridad y que esta recitaba cansinamente, igual que hacía los domingos en las misas del ingenio cubano. La vieja Bartola, harta de repeticiones entrecortadas matutinas, y sentada en la desvencijada silla que, como si se tratase del mayor tesoro, había traído con ella desde el otro lado del callejón y acomodado junto a la ventana en casa de Milagros, solucionó el problema con un grito.
—¡Cántalas, muchacha! Si las cantas te entrarán.
A partir de aquel día, los apáticos balbuceos se convirtieron en cantinelas y Milagros empezó a aprender oraciones y preceptos a ritmo de fandangos, seguidillas, zarabandas o chaconas.
Fue precisamente esa facilidad natural, ese don que poseía la gitana para absorber música y canciones, lo que le creó los mayores problemas y sinsabores cuando llegó la hora de aprender los villancicos que debía cantar en Santa Ana.
—¿Sabes leer partituras?
Antes de que Milagros contestara, el propio maestro de capilla dio un manotazo al aire al comprender lo ridículo de su pregunta.
—Lo único que sé leer son las líneas de la mano —replicó la joven—, y me ha bastado un suspiro para leer muchas desgracias en la suya.
Milagros estaba tensa. Los miembros de la capilla de música de Santa Ana al completo la juzgaban, y no le había sido difícil imaginar qué era lo que pensaban de ella los niños del coro, el tenor, los demás cantantes y el organista; salvo los niños del coro, todos eran músicos profesionales. ¿Qué hacía una gitana descalza y sucia cantando villancicos en su iglesia?, había podido leer en sus rostros la muchacha.
Y lo que pudo leer ahora en el del maestro, calvo y panzudo, fue una mueca de triunfo que terminó transformándose en un grito atronador.
—¿Leer las líneas de la mano? ¡Fuera de aquí! —El hombre le señaló la salida—. ¡La iglesia no es lugar para sortilegios gitanos! ¡Y llévate a tu negra! —añadió hacia Caridad, apostada lejos de todos ellos.
La propia Trianera, que las esperaba mientras volvía a limosnear en el exterior de la iglesia, esta vez con descaro, como si el hecho de que Milagros fuese a cantar villancicos le concediese una especie de patente, corrió a contarle a su esposo de la expulsión de la muchacha.
—Si ya estuviera casada con Pedro, abofetearía a esa niña caprichosa —le dijo como colofón.
—Ya tendrás oportunidad de hacerlo —se limitó a asegurarle el otro, que se apresuró a acudir a Santa Ana antes de ser llamado a capítulo por el párroco.
Regresó ofuscado: había tenido que pedir mil veces perdón y humillarse frente a un sacerdote colérico. Ya en el callejón, Rafael vio a Milagros, que escuchaba embelesada a Pedro como si nada hubiera sucedido en aquel día radiante de invierno. Desechó la posibilidad de abordarla entonces y buscó la ayuda de Inocencio, con el que regresó a donde charlaban los jóvenes gitanos.
La muchacha ni siquiera los vio llegar, pero Pedro sí, y por los andares y resoplidos de su abuelo pudo prever lo que se avecinaba; se apartó un par de pasos.
—No liberarán a tus padres —le soltó el Conde a Milagros de improviso.
—¿Qué…? —balbució ella.
—Que no los liberarán, Milagros —mintió Inocencio en ayuda del Conde, que había prometido al párroco que Milagros volvería y se comportaría.
—Pero… ¿por qué? Dijeron que los expedientes ya habían salido hacia Málaga y La Carraca.
—Tan sencillo como que van a decir que ha aparecido un nuevo testigo que desmiente todas las demás informaciones secretas —contestó el Conde—. No solo había que estar casado por la Iglesia, también se trataba de acreditar que no se vivía como gitanos, y con los Vega de por medio, poco les va a costar demostrarlo.
Milagros se llevó las manos al rostro. «¿Qué he hecho?», se preguntó desconsolada.
—¿Qué más les da que cante o no cante en la iglesia? —trató de defenderse.
—No lo entiendes, muchacha. Para ellos no hay nada más importante que recuperar para Dios a las ovejas descarriadas. Y esas ovejas descarriadas hoy, después de haber expulsado a los judíos y los moriscos, somos nosotros: los gitanos. Hace varios años que no se cantan villancicos en Santa Ana, y los curas han accedido a recuperar esa tradición ¡cantándolos una gitana! El que tú cantases villancicos en la iglesia significaba mostrar públicamente que habían conseguido atraernos a su seno. ¡Hasta el arzobispo de Sevilla estaba al tanto del proyecto! Pero ahora…
Los dos patriarcas cruzaron una mirada de complicidad tan pronto como se percataron del temblor que asaltó el mentón de Milagros; la muchacha estaba al borde de las lágrimas. Ambos hicieron ademán de marcharse.
—¡No! —los detuvo ella—. ¡Cantaré! ¡Lo juro! ¿Qué se puede hacer? ¿Qué puedo…?
—No lo sabemos, niña —contestó Inocencio.
—Quizá si fueras a pedir perdón… —apuntó Rafael torciendo la boca en señal de que aun así pocas posibilidades tenía.
Y pidió perdón. A los curas. Al maestro. A todos los miembros de la capilla de música, niños incluidos. Caridad la contempló: en pie, cabizbaja, achicada frente a ellos, sin saber qué hacer con aquellas manos acostumbradas a revolotear alegres a su alrededor, arañando cada una de las palabras que le había recomendado Inocencio que dijera.
—Lo siento. Disculpadme. No pretendía ofender a nadie y menos a Jesucristo y a la Virgen en su propia casa. Os ruego que me perdonéis. Me esforzaré por cantar.
La Trianera había dejado de perseguir a los ciudadanos en busca de limosna y había entrado en la iglesia para recrearse en la humillación de la muchacha. «Ya tendrás oportunidad», le había asegurado su esposo, y por Dios que tendría oportunidad de propinarle la bofetada que se merecía.
Después de que varios niños del coro y algunos de los músicos de más edad aceptasen sus disculpas, uno de los presbíteros la conminó a arrodillarse en el suelo frente al altar mayor y a rezar para expiar su falta. Allí, frente a las dieciséis tablas que componían el retablo que se ajustaba a la cabecera ochavada de la iglesia, Milagros, durante las dos horas largas que duraron los ensayos de la capilla de música, balbució la cantinela que llevaba aprendida. Las Navidades se acercaban y había que tener todo preparado.
Pese a sus disculpas, los siguientes días, en los que Rafael dispuso que ya no se cantara en la posada para que Milagros se volcase en Santa Ana, constituyeron un verdadero martirio para una muchacha que, con la libertad de sus padres sobre la conciencia, tenía que morderse la lengua ante los gritos del maestro, que una y otra vez detenía los ensayos para culparla e insultarla, clamando al cielo por la desdicha de tener que bregar con una inculta que nada sabía de solfeo, ni de canto, ni era capaz de sustituir la música de palmas y guitarras por la del órgano.
—¡Una gitana! —se desgañitaba señalándola—, ¡una sucia mendiga que lo que más ha hecho es cantar vulgares romances para borrachos y prostitutas! ¡Ladronas todas las de su ralea!
Milagros, expuesta al escarnio delante de todos, aguantaba sin siquiera esconder las lágrimas que le corrían por las mejillas y cuando volvía a sonar la música se esforzaba en cuerpo y alma. Presentía… tenía la seguridad de que el objetivo del maestro y los demás era impedir que cantase en Navidad y que harían todo lo que fuera para conseguirlo.
Sus sospechas se confirmaron tres días antes de Navidad. El maestro se presentó en el ensayo acompañado por los tres párrocos de Santa Ana; otros presbíteros estaban apostados junto a la sacristía. En esa ocasión no la insultó, pero sus quejas e interrupciones fueron constantes, todas ellas seguidas de desesperadas miradas hacia los párrocos tratando de transmitirles la imposibilidad de que aquello saliera bien.
—Ni siquiera pretendo —se lamentó el maestro en una de las ocasiones— que cante un aria al estilo italiano, aunque eso sería lo que merecería este gran templo. He elegido un villancico español, clásico, con coplas y seguidillas, ¡pero ni así!
Milagros vio a los sacerdotes hablar entre sí y comprobó aterrada cómo su inquietud iba convirtiéndose, con los aspavientos del maestro, en la seguridad de que habían cometido un error. ¡No cantaría! Toda ella tembló. Miró hacia Caridad, quieta en el mismo lugar. Observó horrorizada que el primer párroco abría sus manos en un inequívoco gesto de renuncia.
¡Se iban! Milagros creyó desfallecer. El maestro escondió una sonrisa al tiempo que hacía una pequeña reverencia al paso de los párrocos. «¡Hijo de puta!», masculló por lo bajo la muchacha. El desmayo mudó en ira; ¡perro hijo de puta!
—¡Hijo de…! —estalló antes de que otro grito la interrumpiera.
—¡Maestro! —Reyes, gorda cuan era, cruzaba la iglesia a la carrera. Se detuvo para hacer una torpe genuflexión y santiguarse frente al altar mayor, se levantó y continuó haciéndose cruces sobre la frente y el pecho hasta llegar donde ellos—. Reverendos padres —resopló abriendo los brazos para impedir que continuasen andando—, ¿saben lo que se dice entre mi gente?
El maestro suspiró, los párrocos permanecieron impasibles, como si le concedieran la gracia de exponerlo.
—Al burro viejo, la mayor carga y el peor aparejo —soltó la Trianera.
Alguien de la capilla de música rió, quizá uno de los niños del coro.
—¿Saben lo que significa?
Milagros corría la mirada de unos a otros, incrédula.
—Cuéntanoslo —volvió a concederle el primer párroco con una mirada de aquiescencia.
—Sí. Se lo diré, reverendo padre: significa que los viejos, esos —señaló hacia los cantantes, todos pendientes de la gitana—, son los que tienen que llevar la mayor carga y el peor aparejo. No la niña. No lo conseguirá con ella —añadió hacia el maestro—; solo es una simple gitana, como su merced no se cansa de repetir, una pecadora que pretende ser bautizada. Somos nosotros, los gitanos, los que queremos venir a esta iglesia y escuchar cantar a una de las nuestras para honrar al Niño Jesús en el día en que nació. Escuche. Escuchen todos. Se los sabe. Sabe los villancicos. ¡Silencio todos! —se atrevió a imponer Reyes. Astuta, percibía que su discurso había complacido a los curas, ahora… ahora les tenía que complacer el canto de Milagros—. Canta, niña, canta como tú sabes.
Milagros se arrancó con un villancico, a su manera, dejando de lado las complejas instrucciones que le había venido proporcionando el maestro. Su voz se alzó y resonó en el interior de la iglesia vacía de fieles. Los párrocos se volvieron hacia la muchacha. Detrás de ellos, en la sacristía, uno de los presbíteros se apoyó en la pared y se dejó llevar por el villancico con los ojos cerrados; otro, de más edad, acompañó el ritmo de los cánticos con su mano. No la aplaudieron como en la posada, nadie chilló groserías, pero tan pronto como puso fin al villancico, la muchacha supo que los había cautivado.
—¿La ha escuchado? —Se enfrentó Reyes al maestro.
El hombre asintió con la boca fruncida, sin atreverse a mirar a los curas.
—Pues a partir de ahí, ¡cargue usted a los burros viejos!
Milagros, incapaz de mover un solo músculo para comprobarlo, se preguntó si alguno de ellos sonreiría ahora.
—Que sean los burros viejos los que se adapten al ritmo de la niña, a su tono, a su solfeo o como quiera usted llamar a todas esas zarandajas; ella no es más que una gitana ignorante, la burra joven.
Durante unos instantes tanto Reyes como Milagros creyeron oír hasta cómo meditaban los sacerdotes.
—Así sea —sentenció el primer párroco tras cruzar una mirada con los demás—. Maestro, la muchacha cantará a su manera, tal y como acaba de hacerlo, y que los demás se adapten a ella.
Y allí estaba Milagros la mañana del día de Navidad del año de 1749, vestida de prestado por los curas con un manto negro de paño basto con mangas que le cubría de la cabeza a los pies, descalzos. El día anterior había sido bautizada tras demostrar que sabía murmurar las oraciones y los mandamientos. No le exigieron mayores conocimientos y, como adulta que era, la asperjaron en lugar de sumergirla en la pila bautismal en presencia de sus padrinos: Inocencio y Reyes. Ahora la muchacha miraba de reojo, nerviosa, al gentío que poco a poco se iba acumulando en el interior de Santa Ana, todos limpios, todos con sus mejores galas; los hombres de riguroso negro, a la española, ya que pocos afrancesados que vistieran a lo militar se contaban en el arrabal; las mujeres, sobrias, cubiertas con mantillas negras o blancas, rosarios de nácar y plata, algunos de oro, e infinidad de abanicos que revoloteaban con el constante movimiento de manos enguantadas. Milagros trataba de imaginarse en la posada, donde con la ayuda de la vieja María y Sagrario había logrado dominar el temblor de sus manos y la opresión en el pecho que casi no le permitía respirar, pero el ambiente de la iglesia en nada se parecía al alboroto de los vasos de vino o aguardiente corriendo de mesa en mesa y los hombres abalanzándose sobre las prostitutas. Toda Triana se había dado cita en la iglesia, toda Triana estaba pendiente de los villancicos que iba a cantar la gitana recuperando una tradición perdida hacía bastantes años.
Fijó su atención en el maestro de capilla, panzudo y calvo. Lucía unos anteojos que no le conocía de los ensayos y que le proporcionaban un aspecto grave que contrastaba con sus frenéticas idas y venidas para ordenar y reordenar al coro. No se dignó mirar a Milagros a través de aquellos nuevos anteojos. Entre el rumor de las gentes que esperaban el inicio de la misa y el sonido de los centenares de abanicos y de las cuentas de los rosarios entrechocando, la muchacha añadió al nerviosismo que ya sentía el temor de que el maestro pudiera hacerle una mala jugada. Los últimos ensayos, acomodados a su forma de cantar, habían resultado magníficos, cuando menos eso le había parecido a la gitana, pero ¿quién le aseguraba que el maestro, herido en su orgullo, no se vengaría el día en que toda Triana estaba pendiente de ella? Los curas se enfadarían y la libertad de sus padres volvería a estar en el aire.
Lo que ignoraba la muchacha era que otros habían pensado lo mismo después de que Reyes contara su enfrentamiento público con el maestro de capilla. A Rafael e Inocencio les bastó con una mirada para entenderse, y la misma mañana de Navidad, al amanecer, tres gitanos, dos García y un Carmona, esperaban al maestro a la puerta de su casa. Pocas palabras fueron menester para que el hombre comprendiera que debía hacer de aquella jornada la más esplendorosa de su vida.
En estas había empezado la misa, solemnemente concelebrada por los párrocos titulares de Santa Ana, los tres ataviados con lujosas casullas bordadas en hilo de oro; los demás diáconos seguían la ceremonia desde el mismo altar mayor o desde el coro, casi al final de la nave principal. Milagros observó las filas de fieles más cercanas a la cabecera, en las que se encontraban las familias de los prohombres de Triana. En uno de los extremos de la primera reconoció a Rafael e Inocencio con sus esposas, humildes en sus vestiduras y en su actitud, como si en esta ocasión hubieran dejado la soberbia gitana en sus casas. Los demás, Caridad incluida, debían de hallarse al fondo del templo, suponiendo que hubieran logrado acceder a él, puesto que Santa Ana no era capaz de acoger a todos sus fieles.
Sonó la música y se elevaron los cantos litúrgicos; una música y unos cánticos al estilo italiano que, desde la llegada de los Borbones al trono de España, buscaban más el deleite de los feligreses que elevar en ellos la pasión espiritual como hasta entonces pretendían los compositores con el uso del contrapunto; la razón contra el oído, tal era la discusión en boga entre los maestros de capilla de las grandes catedrales. Milagros encontró la tranquilidad que necesitaba en la leve melodía. En pie, quieta al lado de los músicos, era como si le hablaran a ella antes que a nadie; sus notas le llegaban nítidas, limpias de cuchicheos, ruidos o rumores. Cerró los ojos, escondida en el manto negro que la tapaba de pies a cabeza, y se dejó llevar por la maravillosa polifonía de las voces del coro de niños hasta verse envuelta en un delirio musical en el que, por primera vez desde hacía tiempo, ella no era la protagonista.
Luego, de forma repentina, terminó el maravilloso coro que llenaba la iglesia y dio paso a las palabras de los oficiantes. Milagros contestó al grosero contraste de aquella voz bronca pero pretendidamente melosa abriendo los ojos, humedecidos por unas lágrimas que ni siquiera había sentido brotar. Miró a su alrededor con la visión nublada, sin hacer nada por corregirlo, como si quisiera alargar el momento que acababa de vivir. Entonces percibió su presencia; la percibió igual que hacía unos momentos había vibrado al son de los violines. Por más que sus ojos le mostrasen una mancha borrosa entre Rafael e Inocencio, sabía que era él. Por fin se los limpió con el antebrazo y la sonrisa de su padre restó importancia a su aspecto demacrado, a la herida reseca que le cruzaba una de las mejillas para llegar hasta la frente, al ojo tremendamente hinchado y morado o a las improvisadas y absurdas ropas con las que era evidente que le habían vestido para acudir a la iglesia. Milagros quiso correr hacia él, pero un gesto por su parte se lo impidió. «Canta», silabeó él con los labios. «¿Y madre?», preguntó ella en la misma forma al tiempo que recorría a los presentes sin dar con ella. «Canta», repitió él cuando sus miradas volvieron a encontrarse. «¿Y madre?» La expresión con la que su padre recibió la nueva pregunta la dejó helada. De repente Milagros se dio cuenta: el maestro la miraba incrédulo, los de la capilla también y hasta los sacerdotes ante el altar mayor; los cantantes… ¡La iglesia entera estaba pendiente de ella! No había entrado en el momento en que debía hacerlo. Tembló.
—Canta, mi niña —la animó su padre antes de que fueran los murmullos de las gentes los que rompieran el silencio.
Milagros, hechizada por el inmenso amor en que se vio envuelta por aquellas tres palabras, dio un paso adelante. El maestro volvió a dar entrada a los músicos. La primera nota surgió quebrada y tímida de la garganta de la gitana. La segunda se hinchó ante el llanto con que su padre acogió aquella voz que creía que no volvería a oír nunca. Cantó al niño recién nacido. El estribillo que atacaron los niños del coro le permitió correr la mirada entre los fieles y los reconoció entregados a ella. Luego, cuando el coro cesó, extendió las manos y se irguió como si quisiera que su voz partiera de las mismas nervaduras de los arcos del techo abovedado de Santa Ana para continuar cantando el milagro del nacimiento de Jesús.
El párroco tuvo que carraspear en un par de ocasiones antes de continuar con la misa cuando Milagros puso fin al villancico, pero ella solo prestaba atención a su padre, que se esforzaba por reprimir las lágrimas y mantenerse altivo.
Al fondo de la iglesia, estrujada entre dos hombres, tal era el gentío, Caridad, con el vello erizado, se preguntaba qué había sido de la vieja María y de Melchor. Aunque hubiera sido en una iglesia, estaba segura de que les hubiera gustado escuchar a Milagros.