—Es una Vega —susurró el Conde para no despertar a los demás de la familia que dormían con ellos.
Rafael García y su esposa permanecían con los ojos abiertos en la oscuridad, tendidos y completamente vestidos sobre un montón de paja y ramas secas que hacía las veces de colchón. Reyes se arrebujó bajo una manta gastada. Era vieja y tenía frío. Las fraguas siempre habían mantenido caldeados los pisos superiores, pero Rafael todavía no había llegado a un acuerdo definitivo con los herreros payos y seguían trabajando con forjas portátiles y agujeros en el suelo.
—Podríamos ganar mucho dinero —insistió la Trianera.
—¡Es la nieta del Galeote! —volvió a oponerse Rafael, que en esta ocasión levantó la voz.
Ruidos de cuerpos removiéndose y alguna que otra palabra ininteligible expresada en sueños respondieron a su grito. Reyes esperó hasta que el rumor de las respiraciones se aquietó.
—Hace meses que no se sabe nada de Melchor. El Galeote debe de estar muerto, alguien habrá dado cuenta de él…
—Hijo de puta —la interrumpió su esposo, de nuevo con un susurro—. Debería haberlo hecho yo mismo hace mucho tiempo. Aun así, la muchacha sigue siendo su nieta, una Vega.
—La muchacha es una mina de oro, Rafael. —Reyes dejó transcurrir unos instantes y resopló hacia el techo desconchado del piso; sus siguientes palabras le suponían un tremendo esfuerzo—: Es la mejor cantante que he escuchado nunca —logró reconocer.
El éxito de Milagros había corrido de boca en boca, y como muchos otros gitanos, Reyes, movida por la curiosidad, había ido a escucharla a la posada. Lo hizo desde la misma puerta, agazapada tras el cada noche más numeroso público. Y, pese a no verla, la escuchó. ¡Dios si la escuchó!
—De acuerdo, canta bien, ¿y qué? —inquirió el Conde como si quisiera dar la conversación por finalizada—. Sigue siendo una Vega y nos odia tanto como su abuelo y su madre. ¡Así se quede muda!
—Casémosla con Pedro —insistió ella, reiterando la propuesta que había originado la discusión.
—Estás loca —repitió a su vez Rafael.
—No. Esa chica está enamorada de nuestro Pedro. Siempre lo ha estado. La he visto espiarle y perseguirle. Se derrite cuando lo tiene delante. Hazme caso. Sé de lo que hablo. Lo que ignoro es si Pedro estaría dispuesto a…
—¡Pedro hará lo que se le diga!
Después de aquel alarde de autoridad, el Conde permaneció en silencio. Reyes sonrió de nuevo al techo desconchado. Que fácil era dirigir a un hombre por poderoso que fuera… Bastaba con aguijonear su orgullo.
—Si se casa con Pedro, tendrá que obedecerte a ti —dijo Reyes entonces.
Rafael lo sabía, pero le gustó escucharlo: ¡él mandando sobre una Vega!
Sin embargo, Reyes había percibido un cambio de actitud, lejos de la ira que le llenaba la boca tan pronto como mencionaba a los Vega. Rafael ya acariciaba los dineros. «¿Y cómo lo arreglaríamos?», podía preguntar ahora. O quizá: «María, la curandera, se opondrá». «Acudirá al consejo de ancianos si es necesario». Cualquiera de esas cuestiones podía ser la siguiente.
La vieja. Resultó ser la vieja.
—¿Una anciana cascarrabias? —se limitó a decir Reyes—. En realidad, la niña es una Carmona. Sin sus padres presentes, será Inocencio, como patriarca de los Carmona, el que decida. No se atrevería si estuvieran el Galeote o la madre, pero sin ellos…
—¿Y la negra? —la sorprendió preguntando el Conde—. Siempre va acompañada de esa negra.
Reyes reprimió una carcajada.
—No es más que una esclava estúpida. Dale un cigarro y hará lo que quieras.
—Aun así, me da mal fario esa negra —gruñó su esposo.
Una tarde, en el callejón, Pedro García salió de la herrería de su familia al paso de Milagros y le sonrió. Muchos eran los que le sonreían o buscaban su conversación desde que cantaba en la posada, pero Pedro no. También sus amigas habían acudido a ella para tratar de engatusarla con zalamerías y formar parte del grupo. «¿Alguna de ellas hizo algo por ti cuando el consejo te prohibió vivir en el callejón?», zanjó el asunto la vieja María.
Aquella tarde, ante un encuentro que la anciana adivinó forzado, frunció el ceño como había hecho al escuchar la idea de Milagros de ampliar los bailes de la posada con alguna de sus amigas. Tiró de la muchacha, que no se movió, embobada, a un par de pasos del joven García. La vio balbucir y acalorarse como… como una ridícula y tímida niña avergonzada.
—¿Qué tal estás…? —pretendió interesarse el gitano antes de que María bufara hacia él.
—¡Hasta ahora, bien! —zanjó la vieja—. ¿No piensas moverte? ¿No tienes nada que hacer?
El joven no hizo caso de la presencia y los gritos de la anciana. Ensanchó la sonrisa y mostró unos perfectos dientes blancos que destacaron en lo oscuro de su tez. Luego, como si se viera forzado a marchar contra su voluntad, entornó los ojos y cerró los labios en lo que pudiera ser el esbozo de un beso.
—Nos veremos —se despidió.
—No te acerques a ella —le advirtió María cuando el joven ya les daba la espalda.
«No es para ti», estuvo a punto de añadir, pero el tremendo palpitar del corazón de Milagros que llegó a sentir en el antebrazo del que la tenía cogida, la turbó y se lo impidió.
—Vamos —la obligó la anciana volviendo a tirar de ella—. ¡Vamos, morena! —le gritó a Caridad.
El empeño que tuvo que poner María para continuar camino contrastó con la mueca de satisfacción de la Trianera, que, escondida tras una pequeña ventana del piso superior de la herrería, asintió satisfecha al tiempo que las observaba cruzar el callejón y dirigirse al edificio donde vivían los Carmona: la curandera maldiciendo de forma ostentosa, Milagros como si flotase sobre el suelo, y la morena… la morena detrás de ellas, como una sombra.
Iban a ver a Inocencio. Si se necesitaba dinero para liberar a los padres de Milagros, ellas lo tenían, y confiaban en tener más, pese a los sobornos que se veían obligadas a pagar a los alguaciles para que les permitiesen seguir cantando en la posada y no rebuscasen en los archivos si habían sido detenidas en la redada y liberadas de Málaga. María tanteó la bolsa con las monedas; solo habían tenido que ceder en un aspecto.
—La negra debe dejar de bailar —le advirtió una noche Bienvenido, contento también con los beneficios.
La anciana masculló.
—Me cerrarán la posada —insistió Bienvenido—. Podemos sobornar a los funcionarios para que permitan cantar a una muchacha, incluso bailar, pero ya han sido varios los frailes y sacerdotes que han denunciado, horrorizados, la impudicia de las danzas de Caridad, y con ellos, María, nada podemos hacer. Me he comprometido con el alguacil a que la negra no vuelva a bailar. No me concederá otra oportunidad.
Y no se la hubieran concedido, reconoció para sí la anciana. Desde que Sevilla perdió el monopolio del comercio con las Indias en beneficio de Cádiz, la riqueza había menguado, los comerciantes se habían empobrecido y se ahondaron las diferencias entre quienes vivían en la más absoluta miseria, la gran mayoría, y una minoría de funcionarios corruptos, nobles soberbios propietarios de grandes extensiones de tierras y miles de eclesiásticos, regulares o seculares. Para ellos era un momento propicio para llevar al pueblo la doctrina cristiana de la resignación con sermones, misas, rosarios y procesiones. Nunca había habido tantos sermones públicos amenazando con todo tipo de penas y males la vida licenciosa de los fieles. Y lo que no sucedía en Madrid, en la corte, con sus dos teatros de comedias y sus compañías fijas de comediantes, la de la Cruz y la del Príncipe, lo había conseguido el arzobispo de Sevilla para el territorio de su archidiócesis: la prohibición del teatro, la ópera y las comedias.
«Mientras en Sevilla no se representen comedias, sus gentes se hallarán libres de la peste», había profetizado ya a finales del siglo anterior un ardoroso padre jesuita. Y la ciudad que había sido cuna del arte dramático, la que había levantado el primer teatro cubierto de España, veía cómo los vecinos tenían que esconderse y acudir embozados para disfrutar del cante de una virtuosa muchacha gitana. Sin embargo, los bailes de Caridad, con sus pechos bamboleándose y su bajo vientre y sus caderas golpeando el aire, eran una provocación carnal merecedora de la condenación eterna.
—Tú no bailarás más —indicó María a Caridad cuando ya la gente requería su presencia.
María escrutó el rostro de la negra en busca de alguna reacción. No la supo encontrar; quizá la noticia le alegraba. Entre el griterío, los abucheos de la gente y la evidente complacencia de un alguacil escondido entre ella, Caridad pareció acoger sus palabras con absoluta indiferencia.
En cuanto a Milagros… todavía se la veía embobada, con una sonrisa estúpida en los labios. Lo cierto era que Pedro García, se vio obligada a reconocer María, podía encandilar a cualquier muchacha: gitano altanero y orgulloso, de tez curtida, cabello largo y negro y ojos de igual color e intensa mirada, guapo y fuerte por más que el hambre se empeñase en mostrar sus efectos en su cuerpo de diecisiete años.
—¡Eres una Vega! —María se detuvo a la puerta de la casa de Inocencio; el reproche surgió de su boca al solo pensamiento de la niña y aquel… aquel sinvergüenza besándose o tocándose o…—. ¡Y él un García! —chilló entonces—. ¡Olvídate de ese muchacho!
El joven Pedro García permanecía plantado en el interior de la herrería, las piernas abiertas y los brazos en jarras frente a su abuelo y a su padre, Elías, los tres apartados de los demás miembros de la familia García que peleaban con las forjas portátiles.
—No tendré problemas con esa niña —alardeó sonriente el joven.
—Pedro, no se trata de un amorío más —le advirtió el Conde, preocupado por el recuerdo de los escarceos de su nieto, todos con mujeres payas, por fortuna, en los que había tenido que acudir en su ayuda. En algunas ocasiones había bastado con amenazar a padres o esposos engañados, en otras había tenido que apoquinar algunos dineros que luego, frente a los demás miembros de la familia, había simulado recuperar con una sobrecarga de trabajo; el joven le gustaba y era su preferido—. Te casarás con la muchacha —sentenció—. Debes cumplir la ley gitana con ella: no la tocarás hasta que se haya consumado la boda.
El joven gitano respondió con un aspaviento burlón. Abuelo y padre endurecieron sus facciones al tiempo, gesto más que suficiente para que el otro entendiera la trascendencia de lo que se estaba fraguando.
—Podrás… deberás hablar con ella, incluso hacerle algún regalo, pero nada más. Prohibido salir juntos del callejón si no os acompañan miembros adultos de las familias; no quiero quejas de la vieja o de los Carmona. Te prometo que no tendrás que soportar un noviazgo largo. ¿Has entendido?
—Sí —confirmó este con seriedad.
—Buen gitano —le felicitó su abuelo palmeándole en la mejilla.
El Conde se disponía a volverse cuando advirtió la expresión de su nieto, que lo interrogaba con las cejas ostensiblemente alzadas sobre sus ojos.
—¿Qué? —preguntó a su vez.
—¿Y mientras tanto? —inquirió Pedro meneando la cabeza de un lado al otro—. Esta noche me espera la esposa de un carpintero sevillano…
Padre y abuelo soltaron una sonora carcajada.
—¡Diviértete cuanto quieras! —le animó el Conde entre risas—. Móntala también por mí. Tu abuela ya no…
—¡Padre! —le recriminó Elías.
—¿Quiere venir conmigo, abuelo? —propuso el nieto—. Le aseguro que esa mujer tiene para los dos.
—¡No digas necedades! —intervino de nuevo el padre del joven.
—¡Usted no la ha visto! —insistió Pedro mientras el Conde sonreía—. Tiene un culo y un par de tetas…
—Quería decir…
El abuelo dio un golpe al aire con su mano.
—Sabemos lo que querías decir —interrumpió a su hijo—. En cualquier caso, tú, Pedro, ten cuidado de no enfadar a la niña Vega; a poco que se parezca a su abuelo, será orgullosa —añadió mudando el semblante con el recuerdo del Galeote—. La muchacha no debe saber tus correrías. —Rafael García aprovechó el momento de seriedad para advertir a su nieto—: Pedro: tu abuela, yo, tu padre, nuestra familia tiene mucho interés en ese matrimonio. No nos falles.
—¡Vieja!
Eran muchos los que la llamaban «vieja», pero María sabía reconocer cuándo lo utilizaban como un apelativo cariñoso y cuándo con ánimo de ofenderla. En aquella ocasión no le cupo duda alguna de que se trataba de lo segundo. No hizo caso al grito que había surgido de la herrería y continuó cruzando el patio del corral de vecinos, sola. Milagros se había negado a acompañarla a comprar y, para su desesperación, se había quedado en el piso superior cuchicheando con Caridad… Sobre Pedro García, sin duda.
Hacía días que el joven la acosaba y, sin disimulo alguno, ni para María ni para quien quiera que lo presenciase, se hacía el encontradizo en el callejón de San Miguel. Solo Milagros parecía no darse cuenta y una y otra vez se deshacía en su presencia, hasta que María espantaba al gitano. Luego venían las discusiones, que la curandera zanjaba mencionando las palabras de la madre de Milagros: «Nunca olvides que eres una Vega». Se refería al odio entre ambas familias. Pero lo que no podía impedir era que Milagros cuchichease con Caridad, siempre atenta a sus palabras, impasible con su cigarro en la boca, y eso la irritaba hasta tal punto que había pensado no comprar más tabaco para la morena.
—¡Vieja! —volvió a oír, esta vez ya desde el mismo patio.
Se volvió y distinguió a Inocencio en la puerta de la herrería que comunicaba interiormente con el patio, donde ya volvían a acumularse algunos hierros viejos y herrumbrosos que los gitanos, sin embargo, eran incapaces de trabajar con los medios de que disponían.
—¡Ten cuidado con la lengua, Inocencio! —se revolvió ella.
—Nada he dicho que pueda molestarte —replicó el patriarca de los Carmona mientras se acercaba.
—Pero lo vas a hacer, ¿me equivoco?
—Eso dependerá de cómo te lo tomes.
Inocencio había llegado a su altura. También era viejo, como todos los patriarcas. Quizá no tanto como el Conde y mucho menos que María, pero lo era: un gitano viejo, acostumbrado a mandar y a que le obedeciesen.
—Di lo que tengas que decir —le animó ella.
—Deja de interponerte entre Milagros y el joven García.
La anciana titubeó. Nunca habría esperado tal advertencia.
—Haré lo que tenga por conveniente —acertó a decir—. Es una Vega. Está bajo mi…
—Es una Carmona.
—¿Los mismos Carmona que la defendisteis en el consejo de ancianos? —rió con sarcasmo—. La expulsasteis del callejón y me la entregasteis. Incluso su padre consintió. La muchacha está bajo mi protección.
—¿Y por qué vive en el callejón, entonces? —replicó Inocencio—. El castigo ha sido anulado, lo sabes. Los Vargas la han perdonado. Es una Carmona y depende de mí, como todos.
«Quizá tenga razón», reflexionó María; no pudo evitar un estremecimiento al pensarlo.
—¿Por qué no has reclamado antes tu autoridad? Va a hacer un mes que estamos…
—La muchacha se siente Vega —reconoció Inocencio—. No me interesan sus dineros ni mucho menos tener un conflicto con los Vega, aunque ahora…
—Melchor volverá —trató de amedrentarle ella.
—No le deseo ningún mal a ese viejo loco.
Parecía sincero.
—Entonces, ¿por qué ahora? ¿Por qué quieres fomentar su relación con Pedro García? ¿No podrías encontrar otro hombre para Milagros? Alguien que no fuera un García, alguien que no fuera ese libertino; todo el mundo conoce sus andanzas. Encontrarías muchos pretendientes para la muchacha y todas las familias estaríamos de acuerdo.
—No puedo.
María le pidió explicaciones extendiendo frente a ella una de sus manos agarrotadas.
—Me habéis pedido la liberación de Ana y José, y para eso necesito la ayuda de Rafael García.
La mano de la anciana, a la altura de sus pechos secos, empezó a crisparse. Inocencio se percató.
—Sí —afirmó entonces—. El Conde ha puesto como condición el matrimonio de la muchacha con su nieto.
María cerró la mano con fuerza y la agitó desesperada. Sus dedos contraídos en forma de garfio no le permitieron convertirla en el puño con el que hubiera deseado golpear al propio Inocencio. Sintió como si a través de aquellos dedos torcidos se le escapasen las razones.
—¿Por qué es necesaria la intervención de Rafael? —inquirió pese a conocer la respuesta.
—Es el único que puede conseguir que los párrocos de Santa Ana aporten una cédula de matrimonio para los padres de la muchacha. Sin ese papel no hay libertad. Siempre ha sido quien ha tratado con ellos en nombre del consejo de ancianos; a mí ni siquiera me recibirían. Y esa es su única condición: Milagros y Pedro deben contraer matrimonio.
—Ana Vega nunca consentirá en recuperar su libertad a cambio de esa unión.
—Ana Vega se plegará a lo que ordene su esposo —zanjó Inocencio—, y los Carmona nada tienen contra los García.
—Hasta que vuelva la madre, no consentiré esas relaciones —se revolvió la curandera.
A la luz de la mañana que entraba en el patio para colarse entre la herrumbre retorcida, los dos se retaron con la mirada. Inocencio negó con la cabeza.
—Escucha, vieja: careces de autoridad. Harás lo que te he dicho; en caso contrario te desterraremos de Triana y me haré cargo de la muchacha aunque sea a la fuerza. Ella desea el regreso de sus padres… y tengo entendido que tampoco ve con malos ojos una relación con el nieto de Rafael. ¿Qué más puedes pretender? José Carmona pertenece a mi familia: es el hijo de mi primo y haré todo lo que esté en mi mano para liberarlo, como a todos los que faltan. No voy a permitir que por tu tozudez el Conde se eche atrás. ¡Está procurando la libertad de una Vega! ¡La hija del Galeote, su enemigo acérrimo! ¿Quieres que hable con Milagros? —María llegó a retroceder un paso, como si Inocencio la hubiera empujado con tal amenaza; sus pies descalzos se arañaron con uno de los hierros—. ¿Quieres que le diga que estás poniendo en peligro la libertad de sus padres?
La anciana sintió un repentino mareo. La boca se le llenó de saliva y el color ocre de la herrumbre, que ahogaba el fulgor de los rayos del sol, bailó confuso ante ella desde todos los rincones del patio. Inocencio hizo ademán de ayudarla, pero ella lo rechazó de un torpe manotazo. ¿Qué sucedería si efectivamente hablaba con Milagros? La niña estaba cautivada por el joven García. La perdería. Se sintió desfallecer. La figura de Inocencio se desdibujó ante ella. Entonces apretó con fuerza el pie sobre el hierro que había pisado, hasta notar cómo se le clavaba una de sus aristas y cómo empezaba a correr la sangre por su planta encallecida. El dolor real, físico, la reanimó para encararse con el Carmona, que contemplaba en silencio cómo alrededor del pie de la anciana se formaba un pequeño charco oscuro que empapaba la tierra.
Los dos comprendieron qué significaba el daño que la anciana se infligía y cuyos signos de dolor trataba de reprimir en su rostro: se rendía.
—Guarda tu sangre… María. Ya eres vieja para despreciarla —le recomendó el patriarca de los Carmona antes de darle la espalda y regresar a la herrería.
Horas después, la anciana se separó de Milagros tan pronto como Pedro García salió a su paso. Lo hizo en silencio y cojeando, con el pie vendado, tratando no obstante de mantener erguida la cabeza. Milagros se sorprendió ante la inesperada libertad que le ofrecía quien hasta entonces había luchado denodadamente por impedirle el trato con el joven. Y además… ¡no mascullaba improperios! La sonrisa y la cálida mirada con que Pedro la invitó a acercarse y charlar con él la llevaron a olvidarse por completo de la anciana e incluso a hacer un imperioso gesto con la mano a Caridad para que también se alejase. Desde ambos lados del callejón, la Trianera en uno, Inocencio en el otro, los dos a la vista, como testigos que quisieran verificar el cumplimiento de un pacto, intercambiaron miradas de asentimiento ante la retirada de María.
Por la noche, la propia anciana se vio forzada a reconocer que la voz con que Milagros embriagó a las gentes que la escuchaban en la posada se alzó matizada por un sentimiento que hasta entonces nunca había existido. Fermín, a la guitarra, volvió la cabeza hacia ella y le preguntó con la mirada qué había sucedido; también lo hicieron Roque y Sagrario. María no contestó a ninguno de ellos. No le había explicado el porqué de su cambio a Milagros, no quería hacerlo, y la muchacha tampoco había preguntado, quizá temerosa de que si lo hacía se rompiese el encanto.
Esa misma noche el Conde volvió a hablar con su esposa, ambos tumbados sobre el jergón de paja y ramas. Había conseguido la cédula de matrimonio y el compromiso de los curas de testificar en el expediente secreto a favor de José Carmona y la mujer Vega; también contaba con el apoyo del alguacil de Triana. Reyes lo felicitó.
—No te arrepentirás —añadió.
—Eso espero —dijo él—. Ha costado mucho dinero. Más del que Inocencio me ha proporcionado. He tenido que firmar documentos por los que me obligo a pagar esa deuda.
—Recuperarás esos dineros con creces.
—También he tenido que prometer a los curas que el Carmona y la Vega se casarán por la Iglesia en cuanto sean libres, que la muchacha se bautizará y que cantará villancicos en la parroquia de Santa Ana esta Navidad. Habían oído hablar de ella.
—Lo hará.
—Quieren comprobar que efectivamente los gitanos nos acercamos a la Iglesia, que nuestro empeño sea público, que todo el mundo lo vea y se dé cuenta. ¡Me han obligado a confesarme! No sé…
—¿No era eso lo que se acordó en el último consejo? ¿Les has hablado de crear una cofradía?
—Se han reído. Pero creo que en el fondo les ha complacido. —El Conde guardó unos instantes de silencio—. ¿Y si la Vega se niega a contraer matrimonio por la Iglesia?
—¡No seas ingenuo, Rafael! A Ana Vega nunca la pondrán en libertad. Desde que está en Málaga arrastra más condenas que un malhechor. Está detenida entre las gitanas simplemente por no estar en la cárcel. No la liberarán.
—Entonces… no podrá casarse.
—Mejor para ti. Ana Vega nunca lo hubiera hecho.
Reyes se giró hasta darle la espalda, dando por finalizada la conversación, pero Rafael insistió.
—Me he comprometido. Si no se casa…
—¿Y qué puedes hacer si no la liberan? Tú ya tienes la excusa, y para entonces Pedro ya estará casado con la muchacha —le interrumpió ella—. Si tanto desean los curas que la Vega se case, que hablen con el rey para que la indulte.
A mediados de diciembre, cuando tuvieron confirmación de que el expediente secreto ya había sido diligenciado y remitido a La Carraca y a Málaga, las familias García y Carmona se reunieron en el patio del corral de vecinos de la novia, libre de hierros retorcidos y oxidados, como merecía la ocasión; Inocencio había ordenado trasladarlos a la herrería. Días antes, había vuelto a abordar a María.
—¿Se lo dices tú o se lo digo yo? —le preguntó.
—Tú eres el patriarca —soltó la anciana sin pensar. Con todo, antes de que Inocencio le tomara la palabra, rectificó—: Lo haré yo.
El piso seguía tan vacío como cuando regresaron a Triana; la mayor variación desde entonces consistía en un montón de carbón bajo el nicho en el que se hallaba el hornillo para cocinar, un viejo caldero y un cucharón, tres tazones descascarillados de loza de Triana, todos diferentes, y algunos alimentos colocados en una alacena de obra que no habían podido rapiñar los soldados.
—Espéranos abajo —ordenó María a Caridad.
En cuanto Milagros oyó que la anciana echaba a Caridad con aquellas dos palabras pronunciadas severamente, se dirigió a la ventana que abría al callejón y se acodó en el alféizar. No quería escuchar sus monsergas. Era consciente de que llevaban días evitando hablar del asunto, pero ella estaba viviendo los mejores de su vida: Inocencio le había asegurado la libertad de sus padres, cantaba y era admirada casi tanto por su voz como por la relación que mantenía con Pedro García. ¡Las demás gitanas, sus amigas, la envidiaban! Inclinó el busto fuera de la ventana, como si quisiera huir de las quejas de la vieja. ¿Qué sabría ella del amor? ¿Qué sabría del encanto que se creaba entre Pedro y ella cuando se encontraban? Charlaban y reían por cualquier cosa: de los vestidos de la gente, de un simple hierro retorcido, del chiquillo que tropezaba… Reían y reían. Y se miraban con ternura. Y a veces se rozaban. Y cuando sucedía eso era como la quemadura de una pavesa al saltar de la fragua: un alfilerazo. A Milagros nunca le habían alcanzado las chispas de la fragua, pero Pedro le dijo que esa era la sensación que él mismo había sentido un día en que se acercaron el uno al otro más de lo conveniente. Él se separó simulando embarazo, Milagros hubiera deseado que ese instante se alargara de por vida. Los dos se volvieron hacia el callejón por si alguien los había visto. «¡Sí, como una pavesa!», confirmó ella, con las piernas todavía trémulas. Debía de ser eso, sin duda. ¿Qué sabía la vieja de las pavesas que se clavaban como alfileres? ¡No! No quería escuchar los sermones de María.
Sin embargo, la anciana habló.
—Dentro de unos días… —Milagros fue a taparse los oídos—, Inocencio te prometerá en matrimonio al nieto del Conde.
No llegó a tapárselos. ¿Había oído bien? Se volvió de un salto. María olvidó su discurso ante la expresión de alegría de la muchacha.
—¿Qué ha dicho? —preguntó ella casi gritando. El tono agudo en que lo hizo asaeteó a la vieja curandera.
—Lo que has oído.
—Repítalo.
No quería hacerlo.
—Te casarás con él —cedió al cabo.
Milagros emitió otro gritillo agudo y se llevó las manos al rostro; las separó de inmediato para mostrárselas a la anciana, como invitándola a compartir su alegría. Ante la pasividad de la curandera cejó en su intento. Lloró y se movió de un lado al otro con los puños apretados. Giró sobre sí misma y volvió a gritar entre sollozos. Se asomó a la ventana y alzó la mirada al cielo. Luego se volvió hacia María, algo más tranquila pero con lágrimas corriendo por sus mejillas.
—Puedes oponerte —se atrevió a decir la curandera.
—¡Ja!
—Yo te ayudaría, te apoyaría.
—Usted no lo entiende, María: le quiero.
—Eres una…
—¡Le quiero! Le quiero, le quiero, le quiero.
—Eres una Vega.
La muchacha se plantó firme frente a ella.
—Hace muchos años de esas querellas. Yo no tengo nada que ver…
—¡Es tu familia! Si tu abuelo te oyera…
—¿Y dónde está mi abuelo? —El grito llegó a escucharse hasta en el callejón—. ¿Dónde está? Nunca está cuando se le necesita.
—No…
—Y los Vega, ¿dónde están esos Vega con los que se le llena la boca? —la interrumpió Milagros, airada, escupiendo las palabras—. No queda ni uno, ¡ni uno! Todos están detenidos, y los que no, como aquellos que encontramos con los Fernández, prefieren seguir con otra familia a volver a Triana. ¿De qué Vega me habla, María?
La anciana no supo responder.
—Ese joven no te conviene, niña —optó por decir, sabiendo la inutilidad de su advertencia. Pero tenía que hacérsela, a costa incluso de la reacción de la muchacha.
—¿Por qué? ¿Porque es un García que no tiene la culpa de lo que hizo su abuelo? ¿Porque usted lo ha decidido? ¿O quizá lo decidió mi abuelo, esté donde esté?
«Porque es un bellaco hipócrita y un mujeriego que solo quiere tu dinero y que te convertirá en una desgraciada». La contestación rondó la cabeza de la anciana. No la creería. «Y además un García, sí, nieto del hombre que llevó a tu abuelo a galeras; nieto del hombre que llevó a la muerte a tu abuela y a la miseria a tu madre».
—No quieres entenderlo —lamentó en su lugar.
María dejó a la muchacha con la réplica en su boca. Dio media vuelta y abandonó el piso.
Ahora Milagros, en el patio limpio de hierros del corral de vecinos, mientras los Carmona y los García se felicitaban y bebían el vino que habían comprado con los dineros de su última noche en la posada, echaba de menos a la anciana. No había vuelto a verla desde entonces. Cinco días en los que se había cansado de preguntar por ella. Hasta se había atrevido a asomarse a la gitanería acompañada por Caridad, sin resultado; luego habían recorrido las calles de Sevilla, también infructuosamente. Salvo por la presencia de Pedro, que había estado unos minutos con ella para después dedicarse a beber, charlar y reír con los demás gitanos, y por la de Caridad, Milagros se sentía extraña entre aquellas gentes. Empezaban a verse de nuevo trajes coloridos y adornos en el cabello, cintas de colores y flores; los gitanos podían pasar hambre, pero no iban a vestir como los payos. Los conocía a todos, cierto, pero… ¿cómo sería la vida con ellos? ¿Cómo sería su día a día una vez cruzado el callejón, en el edificio que habitaban los García? Observó a la Trianera, tan gorda como ufana, paseando como si fuera una verdadera condesa entre la gente, y se le encogió el estómago. Quiso ir en busca del apoyo de Pedro cuando los dos patriarcas, Rafael e Inocencio, reclamaron silencio. Y mientras la gente se arremolinaba a su alrededor, el primero llamó a su lado a su hijo Elías y a su nieto Pedro y el Carmona a ella.
—Inocencio —anunció Elías García en voz alta y tono formal—, en tu condición de jefe de la familia Carmona, quiero pedirte en matrimonio para mi hijo Pedro, aquí presente, a Milagros Carmona, hija de José Carmona. Mi padre, Rafael García, jefe de nuestra familia, ha comprometido en su nombre y en el mío propio el pago de buenos dineros para obtener la libertad de los padres de Milagros, con cuyo desembolso entendemos cumplida la ley gitana y el precio de la muchacha.
Antes de que Inocencio contestara, Milagros cruzó una nerviosa mirada con Pedro. Él le sonrió y la animó. Su serenidad logró tranquilizarla.
—Elías, Rafael —escuchó que respondía Inocencio—, los Carmona consideramos suficiente precio el pago para obtener la libertad de uno de nuestros familiares y su esposa. Yo os entrego a Milagros Carmona. Pedro García —añadió Inocencio dirigiéndose al joven—, te concedo a la muchacha más bella de Triana, la mejor cantante que hasta la fecha ha dado nuestro pueblo. Una mujer que te proporcionará hijos, te será fiel y te seguirá allá donde vayas. La boda se celebrará tan pronto como entre el año nuevo. Sé feliz con ella.
Luego, Inocencio y Rafael García avanzaron y sellaron el pacto públicamente, cara a cara, mediante un vigoroso y largo apretón de manos. En ese momento, Milagros sintió la fuerza de aquella alianza como si cada uno de los patriarcas estuviera atenazando su propio cuerpo. ¿Y si María tenía razón?, le asaltó la duda. «Recuerda siempre que eres una Vega»; las palabras que había querido transmitirle su madre cruzaron por su cabeza como un relámpago. Pero no tuvo tiempo de pensar en ello.
—¡Que nadie ose romper este compromiso! —escuchó que exclamaba Rafael García.
—¡Maldito el que se atreva! —se adhirió Inocencio—. ¡Que no muera ni en el cielo ni en la tierra!
Y con aquel juramento gitano acogido con aplausos, Milagros supo que su destino acababa de decidirse.
Fue la primera fiesta que se celebró desde que se había iniciado la liberación de los gitanos de arsenales y cárceles. Los gitanos del callejón de San Miguel aportaron la poca comida y bebida que tenían. Aparecieron un par de guitarras y algunas castañuelas y panderetas, todas rotas y deterioradas. Pese a ello, hombres y mujeres buscaron su espíritu y arañaron los instrumentos hasta obtener de ellos la música que, tiempos ha, hubieran podido llegar a crear. Milagros cantó y bailó, jaleada por todos, achispada a causa del vino, aturdida ante la sucesión de consejos y felicitaciones que no dejaba de recibir; lo hizo con otras gitanas y en varias ocasiones con Pedro, que en lugar de moverse a su ritmo, la acompañó con movimientos cortos y secos, soberbios y altivos, como si en lugar de bailar para los gitanos que palmeaban estuviera gritándoles a todos que aquella mujer iba a ser suya, solo suya.
Al anochecer, la Trianera se arrancó a palo seco con una debla que alargó y alargó con su voz rota hasta conseguir que las lágrimas apareciesen en los rostros de las gitanas y que los hombres buscasen esconderlos para llevarse un furtivo antebrazo a los ojos. Milagros no fue ajena a aquellos sentimientos de dolor que afloraban en todos ellos y tembló como los demás. En varias ocasiones creyó notar que la abuela de Pedro la retaba. «Hasta ahora tu éxito no es más que fruto de las alegres y tontas tonadas que cantas en una mísera posada», parecía escupirle. ¿Y qué del dolor del pueblo gitano?, le desafiaba la vieja, ¿qué del cante hondo y profundo, aquel que los gitanos guardamos para nosotros?
Milagros aceptó el reto.
El largo quejido que brotó de ella acalló los aplausos en que estallaron los gitanos tan pronto como la voz de la Trianera dejó de acechar sus penas, como si con su repentino silencio les hubiera facilitado el consuelo. Milagros cantó sin siquiera plantarse en el centro del círculo, con Caridad y otras gitanas a sus costados. ¡Ella no se sentía libre! Al contrario, la voz de la vieja Reyes había logrado transportarla a un atardecer en la ribera del río, frente a la iglesia de la Virgen del Buen Aire, la capilla abierta de los mareantes de Sevilla, y a su abuelo postrado de rodillas. «¿Dónde está, abuelo?», pensó mientras la voz se rompía en su garganta y surgía de ella atormentada, como un lamento desgarrado. «Canta hasta que la boca te sepa a sangre», le había dicho María. ¿Y la vieja? ¿Y sus padres? Milagros creyó saborear aquella sangre justo cuando la Trianera rendía la cabeza, vencida. No llegó a verla pero lo supo, porque los gitanos guardaron un prolongado silencio cuando terminó, a la espera de que la reverberación de su último suspiro desapareciera del callejón. Luego la aclamaron tal y como podían hacer los sevillanos en la posada.
—Me voy —Pedro García aprovechó el estruendo para anunciárselo a su abuelo en un aparte.
—¿Adónde, Pedro?
El joven le guiñó un ojo.
—Hoy no es el día… —quiso oponerse aquel.
—Diga usted que me ha enviado a un recado.
—No, Pedro, hoy no puede ser.
—¿Por una Vega? —le echó en cara el joven. Rafael García dio un respingo al tiempo que su nieto dulcificaba las facciones y sonreía antes de continuar—: Usted era igual que yo, ¿me equivoco? Somos iguales. —Pedro le pasó un brazo por los hombros y lo estrujó contra sí—. ¿Va usted a impedir que disfrute para guardar las formas ante una Vega?
—Ve y diviértete —cedió el patriarca al instante.
—A la iglesia. Diga que he ido a rezar el rosario —se burló el joven, camino ya de la salida del callejón.
Cuando Pedro se encontraba cerca de la plaza del Salvador, después de cruzar el puente de barcas e internarse en Sevilla, su abuelo no tuvo más remedio que acercarse a Milagros: la muchacha llevaba bastante rato buscando con la mirada a su prometido.
—Ha ido a hablar con el párroco de Santa Ana sobre tu bautizo —la tranquilizó.
¡Ni siquiera Milagros iba a creerse que Pedro se hubiera unido a alguna de las más de cien procesiones que recorrían las calles de Sevilla cantando avemarías o rezando el rosario! Milagros sabía de la necesidad de su bautizo; se lo había comentado Inocencio cuando le anunció también que por Navidad cantaría villancicos en la parroquia. Se trataba de una condición para la liberación de sus padres. Y justo en el momento en que Pedro cruzaba la plaza del Salvador y llegaba a la calle de la Carpintería, ella aceptó la excusa del Conde y volvió a unirse a la fiesta.
Oculto en la esquina de la plaza del Salvador, Pedro escrutó la calle donde vivían los carpinteros, algunos de ellos reconvertidos en fabricantes de guitarras, antes de lanzarse a cruzarla para llegar hasta la casa donde le esperaba la exuberante pero insatisfecha esposa del artesano. Un minúsculo retal de tela de color amarillo como dejado al azar tras la reja de una de las ventanas del taller le indicaba cuándo estaba sola. El corazón le palpitaba acelerado y no solo por el deseo: el riesgo de que el marido se presentara, generalmente borracho, como ya le había sucedido en una ocasión en que tuvo que esconderse hasta que su esposa logró dormirlo, aumentaba el placer que ambos obtenían. Se permitió una sonrisa en la oscuridad a su recuerdo: «Ahora llegará —chillaba nerviosa la mujer mientras Pedro la montaba frenéticamente, ella con las piernas alzadas, abrazada a sus caderas con los muslos—, abrirá la puerta y escucharemos sus pisadas —reía entre jadeos—, nos pillará y…». Sus palabras se ahogaron en un largo gemido al alcanzar el orgasmo. Esa noche el carpintero no llegó a presentarse, recordó el joven con otra sonrisa cuando la sombra a la que prestaba atención se perdió más allá de la calle de la Cuna y la de la Carpintería quedó solitaria. Entonces se internó en ella presuroso.
Abandonó la casa al cabo de una hora y anduvo la calle distraído, con el tacto, el sabor, el olor y los gemidos de la mujer todavía agarrados a sus sensaciones, hasta llegar a la altura de un retablo dedicado a la Virgen de los Desamparados pintado en la misma calle.
—¡Perro asqueroso!
El insulto le sorprendió. No la había visto: una sombra encogida junto al retablo. La vieja María continuó hablando:
—Ni siquiera el día en que te has comprometido con la niña eres capaz de reprimir tu… tu lujuria.
Pedro García miraba de hito en hito a la vieja curandera, arrogante, pretendiendo un respeto que… ¡Estaba sola en una calle perdida de Sevilla, en plena noche! ¿Qué respeto podía esperar por más gitana anciana que fuera?
—¡Juro por la sangre de los Vega que Milagros no se casará contigo! —amenazó María—. Le contaré…
El gitano dejó de escuchar. Tembló al solo pensamiento de su abuelo y de su padre encolerizados si la muchacha se negaba a contraer matrimonio. No lo pensó. Agarró a la curandera del cuello y su voz mudó en un gorjeo ininteligible.
—Vieja imbécil —masculló.
Apretó con una sola mano. María boqueó y clavó sus dedos atrofiados, como si de garfios se tratase, en los brazos de su agresor. Pedro García no hizo nada por librarse de ellos. Cuán fácil era, descubrió mientras transcurrían los segundos y los ojos de la anciana amenazaban con saltarle de las órbitas. Apretó más, hasta notar cómo crujía algo en el interior del cuello de la anciana. Resultó sencillo, rápido, silencioso, tremendamente silencioso. La soltó y María se desplomó, pequeña y arrugada como era.
La hermandad que cuidaba del culto al retablo se ocuparía del cadáver, pensó antes de dejarla allí tirada, y avisarían a las autoridades, que la exhibirían, o quizá no, en algún lugar de Sevilla por si alguien la reclamaba. Lo más probable es que la enterraran en una fosa común a costa de las dádivas de los piadosos feligreses.