No tenían comida. Las dos monedas que les había proporcionado Santiago les duraron otros tantos días. Tampoco podían acudir a los demás gitanos: todos estaban igual; pocos disponían de dineros y había muchas bocas que alimentar en sus propias familias. Las negociaciones con los herreros sevillanos se alargaban y las fraguas del callejón continuaban trabajando con pequeños fuelles portátiles de piel de carnero. Las autoridades, sin embargo, habían decidido proporcionar carbón a los gitanos y estos trabajaban el hierro martilleándolo sobre simples piedras que terminaban partiéndose. También estaban amedrentados: la amenaza de ser detenidos y volver a Málaga o a La Carraca disuadía a hombres y mujeres de hurtos —aun cuando había quien todavía se arriesgaba— y del resto de sus astutos procedimientos para obtener recursos. Gitanas y niños se limitaban a sumarse al ejército de mendigos que poblaban las calles de Sevilla en espera de una mísera moneda de las que repartía la Iglesia. Pero para conseguir una de ellas —salvo en la angosta calle de los Pobres, en la que los monjes cartujos conseguían que accedieran a ella en fila de a uno para abandonarla por el otro lado con su limosna—, había que pelear no solo con los verdaderamente desahuciados, sino con multitud de artesanos, albañiles y labradores que preferían vivir de la caridad de la generosa ciudad a sudar sus labores. Sevilla era un hervidero de gentes voluntariamente desocupadas. Incluso el procedimiento hasta entonces más seguro, robar polvo de tabaco, había fracasado.
En la vieja fábrica de tabaco de San Pedro, frente a la iglesia del mismo nombre, trabajaban más de mil personas en turnos de día y noche. Se trataba de la mayor industria manufacturera sevillana y una de las más importantes de todo el reino: contaba con cuadras para doscientos caballos destinados al funcionamiento de los molinos, cárcel propia, capilla y todos los espacios necesarios para la elaboración del tabaco: recepción y almacenaje de los matules con el tabaco en rama, «desmanojado», tendido en las azoteas, nuevo almacenaje una vez seco, trituración en los molinos, cernido en los cedazos, lavado, nuevo secado y una última trituración con molinos de piedra muy fina. Sin embargo, desde el siglo XVII, la fábrica había ido creciendo desordenadamente con la demanda cada vez mayor de tabaco, que en cincuenta años había llegado a multiplicarse por seis en cuanto al consumo de polvo y por quince en el de cigarros, de modo que la fábrica se había convertido en un verdadero barrio en el interior de la ciudad, compuesto por una enrevesada red de pasillos y callejuelas angostas y estancias poco útiles, por lo que se había iniciado la construcción de una nueva fábrica extramuros, junto a la puerta de Jerez, capaz de atender al incremento de la demanda de cigarros, pero las obras, iniciadas hacía veinte años, no habían logrado todavía superar el zócalo. Mientras tanto, la fábrica de San Pedro tenía que continuar trabajando y, sobre todo, controlando los robos y los fraudes. Sus procedimientos de seguridad eran rutinarios pero eficaces: a la salida del trabajo, en fila, uno a uno, todos los operarios eran minuciosamente examinados por los porteros en busca de tabaco. Además, el superintendente nombraba uno o más operarios que elegían a algunos de los que ya habían sido examinados, para un segundo control. Si encontraban tabaco a un trabajador, el portero que no lo había hallado en el primer registro era despedido y sustituido por quien sí lo había hecho, y el empleo de portero, con una buena paga, era ambicionado por todos los trabajadores.
Sobre los gitanos recién liberados recaían la mayoría de los segundos registros. Y quiso la necesidad de obtener dinero para alimentar a su familia que uno de ellos no tomó las precauciones necesarias al confeccionar la camisa de tripa de cerdo que, a rebosar de polvo de tabaco, se había introducido por el ano. «Quítate la ropa. Ven. Siéntate. Ahora en pie. Los zapatos, también los zapatos. Agáchate que te vea el cabello. Más agachado. Mejor arrodíllate». Y el comprimido tarugo de tabaco en polvo, movimiento va movimiento viene, terminó rasgándose. El gitano aulló de dolor, se dobló por la mitad con las manos agarradas al estómago, y el vigilante se vio sorprendido por una cagalera de polvo de tabaco que se deslizó por los muslos desnudos del ladrón. Tiempo después, el gitano fue condenado a muerte, como desde entonces sucedió con todos los que robaran tabaco con el método del tarugo.
La noticia del gitano y el tarugo llegó a oídos de Milagros el mismo día en que había resuelto acudir a solicitar el favor de la condesa de Fuentevieja. De camino al palacio recordó al abuelo, que ya había pronosticado que tarde o temprano aquello sucedería. ¿Dónde estaría? ¿Viviría siquiera? Se sorprendió a sí misma sonriendo al recuerdo de sus cautelas con respecto al tabaco que salía del culo de los gitanos. Desde su llegada a Triana no había tenido oportunidad de sonreír; todo eran malas noticias, todo eran problemas. A menudo, desde que habían cruzado sus miradas durante el consejo de ancianos, se hacía ilusiones con Pedro García. Por verlo, espiaba a hurtadillas el callejón desde la ventana de su casa y hasta se las había ingeniado para cruzarse con él, pero el joven no parecía reparar en su presencia. Sin embargo, tampoco sonreía cuando se imaginaba paseando o charlando con él; solo… solo sentía un turbador e inquietante vacío en el vientre que desaparecía tan pronto como María la despertaba de su ensueño con alguna de sus quejas.
En cuanto a sus amigas, muchas habían regresado de la prisión malagueña, todas ellas sucias y sin adornos, con sus ropas hechas jirones y la tristeza acomodada en sus almas. Ninguna reía. No había lugar para fiestas en el callejón ni para reuniones o correrías de amigas; el único objetivo que las movía junto a sus madres, hermanas, tías y primas, era el de conseguir unas monedas.
La condesa no la recibió. La vieja María esperó en la calle. Habían decidido que Caridad no las acompañase, y Milagros tuvo problemas para acceder a palacio por la entrada de los criados.
—¿La hija de Ana Vega? ¿Quién es Ana Vega? —le preguntó una desconocida sirvienta tras mirarla con displicencia de arriba abajo.
Después de mucho insistir, alguien tuvo la generosidad de reconocer a la gitana que les leía la buenaventura y le permitieron acceder a un pasillo que daba a las cocinas. La condesa se estaba arreglando, le dijeron. ¿Esperar? Tardaría horas en hacerlo, ¡ni siquiera había llegado el peluquero!
Allí la dejaron, y Milagros se vio obligada a apartarse para permitir el constante desfile de sirvientes y proveedores del conde que entraban y salían. Su estómago gruñía ante las cestas repletas de carnes o verduras, frutas y pasteles que pasaban por su lado; pensó que ellas podrían comer todo un año con aquellas viandas. Al final, alguien debió de quejarse de aquella sucia gitanilla descalza que entorpecía el paso, pero entonces otro debió de acordarse de ella y habló con un tercero, quien a su vez lo hizo con algún mayordomo para que, a la postre, con semblante adusto, como si fuera una pequeña molestia que debía despachar con rapidez, apareciera el secretario del conde. Fue una conversación rápida y cortante, en el mismo pasillo, aunque nadie osó entonces pasar por allí. «Sus excelencias ya han intercedido por los gitanos», afirmó el secretario tras escuchar a una nerviosa Milagros que pugnaba por mantener la firmeza en su tono de voz. ¿Por quiénes? No lo sabía, tendría que revisar la correspondencia y no estaba dispuesto a hacerlo, pero habían sido varios, él mismo había preparado las cartas, comentó con indiferencia. «¿Dos más? ¿Sus padres? ¿Por qué? ¿Amigas de la condesa?», repitió incrédulo.
—Amigas…, no —rectificó Milagros ante el rictus de desprecio con el que el hombre vestido de negro de pies a cabeza recibió tal afirmación—, pero habían estado en sus salones privados, leyéndoles la buenaventura a ella y a la condesi… a la excelencia de su hija y a las excelencias de sus amigas, y habían bailado para los condes y sus invitados en Triana, y ellos les habían premiado con dinero…
—Y si de tantos privilegios habían disfrutado por parte de sus excelencias —dijo el secretario interrumpiendo el atropellado discurso de la muchacha—, ¿por qué tus padres no han sido liberados junto a los demás gitanos?
Milagros dudó, el hombre percibió su indecisión. Ella se mantuvo en silencio y el hombre de negro volvió a insistir. «¿Qué más da?», pensó la muchacha.
—No están casados por la Iglesia —soltó.
El secretario negó con la cabeza sin esconder una mueca de satisfacción por poder eximir a sus señores de las súplicas de otra detestable pedigüeña.
—Muchacha, una cosa es interceder por gitanos que cumplen con las leyes del reino, eso… eso no es más que una diversión para sus excelencias. —La humilló haciendo revolotear una mano con afectación—. Pero jamás ayudarán a quienes vulneran los preceptos de nuestra santa madre Iglesia.
Cuando la vieja María la vio abandonar el palacio inflamada por la ira, revolviéndose entre el ansia de llorar o estallar en insultos contra los condes, negó con la cabeza.
—¿Qué esperabas, niña? —masculló por lo bajo antes de que llegara hasta ella.
Habían pensado que aquella era su última oportunidad. Días antes, Inocencio, el patriarca de los Carmona, había resoplado cuando María y Milagros acudieron a él en busca de ayuda.
—Aprecio a tu padre —reconoció ante la muchacha—, es un buen hombre, pero quedan muchos detenidos, y entre ellos varios miembros de nuestra familia. Estamos luchando por su libertad, pero cada vez es más complicado. Las autoridades no hacen más que poner trabas. Parece… parece como si no quisieran permitir más excarcelaciones. Pese a las recomendaciones que hicimos en el consejo de ancianos, son muchos los gitanos de toda España que están reclamando sus bienes, y eso preocupa al rey, que no está dispuesto a pagar. Es como si su conciencia se hubiera tranquilizado lo suficiente con los primeros liberados. Entiéndeme —le dijo entonces adoptando una postura fría—, tenemos poco dinero para comprar voluntades, y como jefe de la familia tengo que volcarme en quienes tienen verdaderas posibilidades de salir. Tu padre es el que menos tiene. —Acompañó esas últimas palabras con una mirada todavía más fría hacia María, sugiriendo que si carecía de posibilidades lo era por haberse casado con una Vega que se había negado a hacerlo por la Iglesia.
Pero Inocencio Carmona también las convenció de que no fuera ella quien suplicase por su libertad cuando Milagros, después de insistir ante el patriarca sin resultado alguno, juró que se presentaría ante el asistente de Sevilla, el arzobispo o el mismísimo rey si se terciaba.
—No lo hagas, muchacha —le aconsejó con sincera preocupación—. No tienes documentos. No constas como detenida en la redada de julio, tampoco como presa en Málaga ni como liberada. Para ellos eres una gitana huida. La nueva pragmática real te obliga a presentarte a las autoridades en el plazo de treinta días. Y, dadas las circunstancias de tus padres…, no sería extraño que te encarcelasen. ¿Estás bautizada?
Milagros no contestó. No lo estaba. Reflexionó unos instantes.
—Por lo menos estaría con mi madre —susurró al cabo.
Ni María ni Inocencio dudaron de la veracidad del sacrificio que la muchacha se planteaba.
—Tampoco —la decepcionó Inocencio—. Hace tiempo que a Málaga ya no envían a ninguna mujer. Tras las primeras expediciones, las demás fueron recluidas aquí mismo, en Sevilla. Te encarcelarían lejos de ella. Milagros: en Triana, entre las demás gitanas, pasas inadvertida, eres una más, y pensarán que de las liberadas, pero si cometes algún error, si te pillan por los caminos, te detendrán y ni siquiera conseguirás que te lleven con tu madre.
Los Carmona, su familia, no las defendían. Los condes tampoco. Fray Joaquín había desaparecido y ellas estaban atadas de pies y manos. Si estuviera el abuelo… ¿qué haría el abuelo? Seguro que liberaba a su hija, aunque tuviera que incendiar Málaga entera para lograrlo.
Mientras tanto ellas tenían hambre.
Regresaban Milagros y la vieja María del palacio de los condes de Fuentevieja. Cruzaron la Cava Nueva por San Jacinto y la bordearon en silencio para dirigirse al callejón de San Miguel. María fue la primera en verla: negra como el azabache al sol de finales de otoño, con su sombrero de paja calado hasta las cejas y los faldones de su camisa grisácea arremangados, revolviendo entre la basura acumulada en la zanja que un día sirviera de defensa del arrabal. La vieja se detuvo y Milagros siguió su mirada en el momento en que un mendigo arrebataba de las manos de Caridad algo que acababa de encontrar. Ella ni siquiera hizo ademán de pelear por su tesoro; humilló la cabeza, sumisa.
Entonces Milagros permitió que las lágrimas que no había llorado a la salida de palacio acudiesen en tropel a sus ojos.
—¡Morena…! —La vieja María trató de llamar a Caridad pero se le atragantó la voz. Milagros se volvió hacia ella sorprendida, los ojos anegados. La otra trató de restarle importancia con un gesto de la mano, carraspeó un par de veces y gritó de nuevo, esta vez con voz firme—: ¡Morena, sal de ahí no te vayan a confundir con una mula negra y se te coman!
Al oído de la voz de la curandera, Caridad, en el hoyo, alzó la cabeza y las miró por debajo del ala de su sombrero. Hundida en la basura hasta las pantorrillas, sonrió con tristeza.
Vendieron lo poco que tenían, cintas de colores, pulseras, collares y pendientes, por una miseria, pero esa no era la solución, y Milagros lo sabía. Si al menos hubieran dispuesto del collar de perlas y el medallón de oro que les había regalado Melchor… Pero aquellas joyas habían quedado en la gitanería, a disposición de la rapiña de los soldados. Seguro que no fueron objeto de inventario y terminaron en la bolsa de alguno de ellos. A medida que pasaban los días, en la casa vacía de muebles y enseres, con la manta, la raída frazada de Caridad y la tela de la tienda extendidas para dormir, Caridad miraba de reojo, compungida, el hatillo que descansaba en un rincón. En su interior estaban el vestido colorado y la piedra de imán que le había regalado Melchor, lo único que había poseído en su vida y que se resistía a vender.
El hambre seguía acuciándolas. El importe de la última venta: un collar de cuentas y una pulserita de plata de Milagros, no había sido destinado a comida sino a una nueva falda, oscura y remendada, para la muchacha. Solo la vieja camisa larga de esclava de Caridad parecía resistir el paso del tiempo; las ropas de las gitanas se deshilachaban y rasgaban. María decidió que la niña no podía ir enseñando los muslos a través de una falda y unas enaguas destrozadas, ni aquellos pechos que ya parecían querer reventar una camisola que pocos meses antes podía parecer holgada. El torso podía tapárselo con el largo pañuelo floqueado de la vieja, pero las piernas, donde los gitanos se encontraban con el deseo, no. Necesitaba una falda a riesgo incluso del hambre.
Por lo menos, trataba de consolarse la vieja, no les cobraban alquiler. Nunca nadie había pretendido rentas por aquellas casas de vecinos del callejón de San Miguel. Y ello no se debía a la raza de sus habitantes: simplemente no se sabía de quién eran realmente. Una situación que se repetía en toda Sevilla, donde la dejadez de los propietarios, en su mayoría instituciones de toda índole —desde obras pías hasta colegios—, había llevado con el tiempo al olvido de su verdadera titularidad.
Sin embargo, con el paso de los días faltó el pan. Milagros no sabía pedir limosna, y María no se lo hubiera permitido. Caridad tampoco sabía, pero lo hubiera hecho si se lo hubieran pedido en lugar de continuar yendo a la Cava a revolver entre las basuras. Por su parte, la curandera, que solo era llamada en casos de extrema gravedad para ejercer su oficio, se veía incapaz de exigir un pago que le constaba no podían efectuarle los gitanos.
Al final, la anciana se vio obligada a aceptar la propuesta que Milagros había dejado caer hacía ya algún tiempo recordando las monedas que de vez en cuando obtenía con la familia de los Fernández.
—Cantarás —le anunció una mañana, tras amanecer y encontrarse con que no tenían qué desayunar.
Milagros asintió con un par de alegres palmadas al aire, como si ya estuviera preparándose para ello. Hacía tiempo que no cantaba, pues en el callejón ya no sonaban las guitarras: nadie tenía una. Caridad resopló tranquilizada: pensaba en su hatillo, que continuaba tirado en un rincón. Era lo último que quedaba por vender, y sus esfuerzos por conseguir restos de comida en la Cava se mostraban de todo punto infructuosos.
Sin embargo, ni la una ni la otra imaginaban el agobio que había supuesto para la anciana adoptar esa decisión: las noches sevillanas eran extremadamente peligrosas, más aún para una muchacha como Milagros y una exuberante mujer negra como Caridad que lo que buscaban era exacerbar el deseo de los hombres para que aflojasen sus bolsas y soltasen unas monedas. Cuando la muchacha había cantado en los caminos, con los Fernández, lejos de alcaldes y justicias, estaban protegidas por gitanos dispuestos a acuchillar a quien se sobrepasase, pero en Sevilla… Además, los gitanos tenían prohibidos sus bailes.
—Esperadme aquí —les dijo a las otras dos—. Y tú —añadió señalando a Caridad con su índice atrofiado—, deja de ir a las basuras o en verdad se te comerán.
Instintivamente, Caridad se llevó una mano al antebrazo y ocultó la dentellada que le había propinado un mendigo cuando decidió defender un pequeño hueso con algo que parecía carne adherida a él. Su oposición, sin embargo, se quedó en un ingenuo giro de cadera para darle la espalda. El pordiosero la mordió, Caridad soltó su hallazgo y el otro terminó saliéndose con la suya.
La posada se alzaba en un pequeño barrio extramuros frente a la puerta del Arenal, entre la Resolana, el río Guadalquivir y el Baratillo, donde se estaba construyendo la plaza de toros de Sevilla. La puerta del Arenal, una de las trece que se abrían en las murallas de la ciudad, era la única que permanecía abierta por las noches. Tras ella estaba la antigua mancebía, donde, pese a la prohibición, se continuaba ejerciendo el oficio. Se trataba de un barrio humilde, de gentes del puerto, agricultores de paso y todo tipo de rufianes, cuyos edificios, mohosos, mostraban los daños ocasionados por las reiteradas inundaciones que provocaban las crecidas del río, contra las que carecía de defensas. No le gustaba, pero María había tenido que pedir favores; le debían muchos.
Bienvenido, el posadero, tan viejo, reseco y encogido como ella, torció el gesto al escuchar la petición de la anciana al tiempo que su esposa, una mujerona con la que se había casado en terceras o cuartas nupcias —la curandera ya había perdido la cuenta—, se deslizaba silenciosa en dirección a la cocina.
—¿Qué las das? —inquirió la vieja señalando a la mujer en un vano intento de agradar a Bienvenido, que no hizo el menor caso al halago.
—¿Sabes lo que me estás pidiendo? —replicó en su lugar.
María respiró el aire viciado del lugar. Aun de mañana, marineros desocupados y gentes del puerto bebían entre prostitutas cansadas que intentaban alargar la jornada de la noche anterior, quizá no todo lo provechosa que les hubiera gustado.
—Bienvenido —contestó al cabo la gitana—, sé lo que puedo pedirte.
El posadero evitó la mirada de María; le debía la vida.
—Una gitana joven —murmuró entonces—, ¡y una negra! Habrá peleas. Lo sabes. Supongo que, como siempre, vendrán acompañadas por gitanos. Me…
—Por supuesto que vendremos con hombres —le interrumpió María pensando en quiénes podrían ser—, y necesitaremos por lo menos una guitarra y…
—María, ¡por Dios!
—¡Y por todos los santos! —lo acalló ella—. Por esos mismos a los que te encomendabas cuando las fiebres. ¿Acaso vinieron en tu ayuda?
—Te pagué.
—Cierto, pero ya te lo dije entonces: no era suficiente. Habías gastado todo lo que tenías en médicos, cirujanos, misas, plegarias y quién sabe qué más tonterías, ¿recuerdas? Y tú consentiste. Y me dijiste que podía contar contigo.
—Ahora te puedo pagar…
—No me interesan tus dineros. Cumple tu palabra.
El posadero negó con la cabeza antes de pasear la mirada por los clientes para evitar la de María. ¿Qué valía la palabra?, ¿acaso alguno de aquellos la cumplía?, parecía preguntarle a su vez.
—Somos viejos, Bienvenido —arguyó María—. Quizá mañana tropecemos el uno con el otro en el infierno. —La anciana dejó transcurrir unos segundos en los que buscó los ojos biliosos del posadero—. Mejor que hayamos saldado nuestras cuentas aquí arriba, ¿no crees?
Y allí, en la posada de Bienvenido, se encontraban las tres un par de noches después de que María le hubiera mentado el infierno: la anciana tanteando en el bolsillo de su delantal el cuchillo de cortar plantas, no había dejado de hacerlo desde que cruzaron el puente de barcas y se internaron en la noche sevillana; Milagros con su falda verde de gitana (María había conseguido que le prestaran una enagua), y Caridad ataviada con el traje colorado que apretaba sus grandes pechos y permitía que se viera una excitante raya negra en su barriga, allí donde la camisa no alcanzaba la falda. Las acompañaban dos gitanos, Fermín y Roque, uno Carmona y otro de la familia Camacho, a los que la anciana había logrado convencer con argumentos similares a los que utilizó con Bienvenido. Ambos sabían tocar la guitarra; ambos eran fuertes y malcarados, y ambos iban armados con sendas navajas que María también le había arrancado al posadero. Aun así, la vieja no estaba tranquila.
Su desconfianza creció al ver el espectáculo que las golpeó nada más entrar en la posada: marineros, artesanos, fulleros, frailes y petimetres se apretujaban en las pequeñas mesas de madera tosca. Jugaban a los naipes o los dados; charlaban; reían a carcajadas como si se retasen a hacerlo con más y más estrépito de una mesa a otra; discutían a gritos o simplemente permanecían absortos con la mirada perdida en algún punto indefinido. Comían, fumaban o hacían ambas cosas a la vez; negociaban trato carnal con las mujeres que iban y venían exhibiendo sus encantos, o echaban mano a las nalgas de las hijas de Bienvenido que servían las mesas, pero todos, sin excepción, bebían.
Un escalofrío recorrió la columna dorsal de la curandera al percatarse, entre el denso manto de humo que flotaba en el aire, de los temblores que habían asaltado a Milagros. La muchacha, asustada, retrocedió un paso hacia el umbral que acababan de cruzar. Chocó con Caridad, atónita. «¡Es una locura!», resolvió al punto María. La anciana se disponía a decirle a Milagros que si no quería no tenía por qué… pero el estallido de gritos y carcajadas provenientes de las mesas cercanas a ellas se lo impidió.
—¡Ven aquí, preciosa!
—¿Cuánto pides por una noche?
—¡La morena! ¡Yo quiero joder a la morena!
—¡Chúpamela, muchacha!
Fermín y Roque se adelantaron hasta flanquear a Milagros y lograron acallar parte de los gritos. Los dos hombres acariciaban amenazadores la empuñadura de la navaja metida en sus fajas y taladraban con la mirada a quienquiera que se dirigiese a la gitana. Protegidas, Milagros logró recuperar el porte y la anciana el aliento. Los dos gitanos, crecidos ante el peligro, despreciando la posibilidad de que se les echasen encima, como si no los creyesen capaces de hacerlo, retaban al gentío. María desvió la atención de la muchacha y la centró de nuevo en el establecimiento hasta localizar a Bienvenido junto a la cocina, más allá de la puerta de entrada, atento al oído de unos gritos que no reconocía como habituales. El posadero, arrimado a la pared, negó con la cabeza. «Te lo advertí», creyó leer la anciana en sus labios. María no se movió, tenía los labios firmemente apretados. Luego, Bienvenido alargó una mano extendida y las invitó a acercarse.
—Vamos —dijo la curandera sin volverse.
—Vamos, niña —escuchó de boca de uno de los gitanos—. No te preocupes, nadie te tocará un pelo.
La firmeza de aquellas palabras tranquilizó a la anciana. En fila, sorteando sillas, toneles, borrachos y prostitutas, los cinco se dirigieron a donde Bienvenido había levantado una mesa para hacerles algo de espacio: María en cabeza, Milagros entre los dos gitanos y, cerrando la marcha, como si careciese de importancia alguna, Caridad. Trataron de acomodarse en el pequeño hueco que había dispuesto Bienvenido; apoyadas contra una de las paredes, a su espalda había dos viejas guitarras.
—Esto es lo que hay —se adelantó el posadero a las quejas de la anciana.
Luego los dejó solos, como si lo que pudiera pasar en adelante no fuera con él. Fermín cogió una de las guitarras. Roque hizo ademán de imitarle, pero el primero negó con la cabeza.
—Con una será suficiente —le dijo—. Tú vigila, pero primero tráeme una silla.
Roque se volvió y, sin mentar palabra, alzó del cuello a un joven petimetre vestido a la francesa que departía con otros dos iguales que él. El afrancesado iba a quejarse pero cerró la boca en cuanto vio el rostro contraído del gitano y su mano en la navaja. Alguien soltó una risotada.
—¡Así tendrás tu culo al aire, invertido! —espetó uno de los de la mesa de al lado.
Roque entregó la silla a su compañero, que apoyó un pie en ella y tanteó la guitarra sobre su muslo, buscando afinarla y hacerse con ella. Nadie en la posada parecía tener el más mínimo interés en escuchar música. Solo las desvergonzadas miradas libidinosas hacia Milagros y Caridad y algún que otro exabrupto daban fe de la presencia de los gitanos en la posada, porque mientras tanto el alboroto continuaba en toda su intensidad. Cuando Fermín le hizo un gesto, la guitarra ya trasteada, María reunió fuerzas para enfrentarse a Milagros. Había rehuido hacerlo hasta entonces.
—¿Preparada?
La muchacha asintió, pero toda ella traicionaba su afirmación: las manos le temblaban, respiraba con agitación y hasta su tez oscura se veía pálida.
—¿Estás segura?
Milagros se agarró las manos con fuerza.
—Respira hondo —le aconsejó la anciana.
—Vamos allá, bonita —la alentó Fermín al tiempo que se arrancaba con la guitarra—. Por seguidillas.
¡La guitarra no sonaba! No se oía entre el escándalo. María empezó a palmear con sus manos agarrotadas y con un movimiento de mentón indicó a Caridad que hiciera lo mismo.
Milagros no se decidía. En nada se parecía el local de Bienvenido a las ventas en las que, protegida por los Fernández, había cantado ante cuatro parroquianos. Carraspeó en repetidas ocasiones. Dudaba. Tenía que avanzar hasta el diminuto círculo que se abría frente a ella y cantar, pero permanecía inmóvil al lado de María. Fermín repitió la entrada, y tuvo que hacerlo una vez más. El titubeo logró captar la atención del público más cercano. Milagros notó sus miradas sobre ella y se sintió ridícula ante sus sonrisas.
—Vamos, niña —volvió a jalearla Fermín—, o la guitarra se cansará.
—Nunca olvides que eres una Vega —escuchó de boca de María, que la azuzó con el mensaje de su madre.
Milagros avanzó y empezó a cantar. La vieja cerró los ojos con desesperación: la voz de la muchacha temblaba. No alcanzaba. Nadie podía oírla. Carecía de ritmo… ¡de alegría!
Los que antes habían sonreído, golpearon el aire a manotazos. Alguien silbó. Otros abuchearon.
—¿Así es como jadeas cuando te follan, gitanilla?
Un coro de risotadas acompañó la exclamación. Las lágrimas se agolparon en los ojos de Milagros. Fermín interrogó a María con la mirada y la anciana asintió con los dientes apretados. ¡Tenía que arrancarse! ¡Podía hacerlo! Pero cuando volaron restos de verduras en dirección a la muchacha, el gitano hizo ademán de dejar de rasguear la guitarra. María observó a la gente: borracha, enardecida.
—¡Baila, morena! —ordenó entonces.
Caridad parecía hipnotizada con el ambiente y continuó palmeando como una autómata.
—¡Baila, jodida negra! —chilló la anciana.
La aparición de Caridad en el círculo, con sus grandes pechos mostrándose prietos bajo la camisa colorada, arrancó un coro de aplausos, vítores y todo tipo de alaridos soeces. «¡Baila, jodida negra!», resonaba en sus oídos. Se volvió hacia Milagros: las lágrimas corrían por sus mejillas.
—Baila, Cachita —le rogó esta antes de retirarse y dejarle libre el espacio.
Caridad cerró los ojos y el escándalo empezó a colarse en ella como podían hacerlo los aullidos de los esclavos los domingos de fiesta en los bohíos, cuando se alcanzaba el cenit y alguien era montado por un orisha. El sonido de la guitarra arreció a su espalda, sin embargo ella encontró su ritmo en aquellos gritos inconexos, en el golpear de la gente sobre los tableros de las mesas, en la lascivia que flotaba entre el humo y que casi podía tocarse. Y empezó a bailar como si pretendiera que Oshún, la diosa del amor, su diosa, acudiese a ella: mostrándose con desvergüenza, golpeando el aire con su pubis y sus caderas, volteando torso y cabeza. Roque tuvo que emplearse a fondo. Empujaba a cuantos se adelantaban para manosearla, besarla o abrazarla, hasta que no le quedó más remedio que empuñar y mostrar su navaja a fin de evitar que se abalanzasen sobre ella. Sin embargo, cuanto más frenética estaba la gente, más bailaba Caridad.
El público acogió el fin del primer baile en pie: aplaudía, silbaba y reclamaba más vino y aguardiente. Caridad se vio obligada a repetir. El sudor la mostraba brillante y empapaba sus ropas coloradas hasta llegar a contornear sus senos y sus pezones.
Tras el tercer baile, Bienvenido salió al círculo y con los dos brazos alzados, cruzándolos en el aire, anunció el final del espectáculo. La gente sabía cómo se las gastaban el viejo posadero y sus tres hijos encargados de cuidar del orden, y entre murmullos y bromas empezó a ocupar sus mesas.
Caridad jadeaba. Milagros permanecía cabizbaja.
—Ve a cobrar —le dijo María a Caridad—. Deprisa, hazlo antes de que se olviden.
La ingenua mirada con que le respondió Caridad enfureció todavía más a la anciana, que había presenciado los bailes mascullando insultos.
—¡Acompañadla! —ordenó de mala manera a Roque y a Fermín.
Bienvenido permaneció con ellas dos mientras los otros paseaban entre las mesas.
Caridad pasaba con timidez el sombrero de uno de los hombres mientras los gitanos trataban de suplir la candidez de la mujer frunciendo el ceño y amenazando en silencio a todo aquel que rateaba. Cayeron monedas, pero también proposiciones, exabruptos y algún que otro fugaz manoseo que Caridad trataba de evitar y del que los gitanos, seguros de una mayor generosidad, simulaban no percatarse y lo consentían siquiera un segundo. Al fin y al cabo, Caridad no era una mujer gitana.
—¿No decías que cantaba como los ángeles? —preguntó Bienvenido a María, los dos contando desde la distancia los dineros que caían en el sombrero.
—Cantará. Como que todavía no estamos pudriéndonos en el infierno que lo hará. Te lo aseguro —contestó la anciana elevando el tono de voz y sin volverse hacia Milagros, hacia quien realmente iba dirigida su afirmación.
Fermín y Roque quedaron satisfechos con la parte que les entregó María, tanto que al día siguiente fueron varios los hombres y las mujeres que desfilaron por el domicilio de Milagros pretendiendo formar parte del grupo. La anciana los despidió a todos. Iba a hacer lo mismo con una mujer de la familia Bermúdez que se presentó con una criatura en brazos y dos chiquillos casi desnudos agarrados a sus faldas, estropeadas y descoloridas como todas las de las gitanas que habían vuelto de Málaga, pero antes volvió la cabeza al interior del piso: Milagros continuaba tumbada y escondida bajo la manta. Así llevaba el día entero, sollozando de tanto en tanto. Caridad, sentada en un rincón con su hatillo, fumaba un papante de los cuatro con que la anciana había decidido premiarla cuando por fin pudo ir a comprar provisiones: comida y una vela. Decían que los papantes estaban hechos con hoja cubana, y así debía de ser, vista la satisfacción que mostraba Caridad mientras lanzaba grandes bocanadas, ajena a cuanto sucedía a su alrededor. María apretó los labios, reflexionó unos instantes, asintió para sí de forma imperceptible y afrontó de nuevo a la Bermúdez, a la que pilló tratando de mantener quietos a los gitanillos; la tenía vista, la conocía.
—¿Rosa…? ¿Sagrario? —trató de recordar la curandera.
—Sagrario —contestó la otra.
—Vuelve al anochecer.
El agradecimiento de la gitana se manifestó en una amplia sonrisa.
—Pero… —María señaló a los niños—, sola.
—Descuida. La familia se ocupará de ellos.
El resto del día transcurrió con la misma apatía con la que sonaba el martilleo de los herreros, todavía sin herramientas. Caridad y la anciana comieron sentadas en el suelo.
—Déjala —le dijo María ante las constantes miradas que Caridad dirigía al bulto tumbado a un par de pasos de ellas.
¿Qué podía decirle a la muchacha si se levantaba y compartían comida? El regreso la noche anterior había sido taciturno; solo Fermín y Roque se permitieron algún chascarrillo entre ellos. Cansadas, las tres se habían acostado sin hacer mención de lo sucedido en la posada de Bienvenido. ¿Sería capaz de cantar esa noche? Tenía que hacerlo, no podían depender de Caridad; no era gitana, cualquiera podía tentarla y ella las dejaría en la estacada. La anciana observó a la morena: comía y fumaba entre bocados. Sus pensamientos… ¿dónde? ¿Melchor? ¿Estaría pensando en Melchor? Había llorado por él. ¿Sería posible que hubiera algo entre ellos dos? Lo que sí tuvo por cierto la anciana fue que, al ritmo que llevaba, Caridad pronto daría cuenta de los cuatro papantes. Le pidió el cigarro.
—¿Sigues pensando en ese gitano? —preguntó entonces.
Caridad asintió. Había algo en aquella vieja que la empujaba a decirle la verdad, a confiar en ella.
—No sé si le habría gustado verme bailar en la posada —comentó como toda respuesta.
La curandera la observó fijamente. Aquella joven estaba enamorada, no le cabía la menor duda.
—¿Sabes una cosa, morena? Melchor sabría que lo hiciste por su nieta.
La morena quería a Milagros, pensó María tras exhalar una bocanada, pero no era gitana, y ese era motivo suficiente para desconfiar. Las dos fuertes chupadas que propinó al cigarro vinieron a nublarle la mente. Sí, la niña cantaría y bailaría aquella noche, se dijo al tiempo que alargaba el cigarro a Caridad, y sorprendería con su voz y sus contoneos a todos aquellos borrachos. ¡Tenía que hacerlo! Y lo haría, para eso había admitido a Sagrario con ellas: la Bermúdez cantaba y bailaba como las mejores. María la había escuchado y contemplado en algunas de las fiestas que tanto se sucedían con anterioridad a la detención.
Después de comer, Caridad y la vieja gitana holgazanearon en espera de que cayera la noche dirigiendo, de tanto en tanto, su mirada hacia Milagros, María impidiendo que la otra se acercase a la muchacha para consolarla ni siquiera con su presencia. Ya no se la escuchaba sollozar. Milagros permanecía quieta bajo las mantas y la tela de la tienda hasta que en un momento determinado, repentinamente, se movía bajo ellas. Se trataba de bruscas sacudidas, como si pretendiera llamar la atención, igual que una niña enfurruñada y caprichosa, comprendió la anciana, que sonrió al imaginarla deseando saber qué era lo que sucedía en el pertinaz silencio que rodeaba su refugio. Debía de tener hambre y sed, pero era terca como su madre… y como su abuelo. ¡Una Vega que no cedería! Esta noche lo demostrarás, le prometió mientras contemplaba cómo se volvía a estremecer bajo las mantas.
Sagrario y los dos gitanos llegaron juntos. María les hizo esperar en el umbral.
—¡Vamos, Milagros!
La muchacha le respondió con una violenta patada bajo las mantas. María había tenido mucho tiempo para pensar en cómo afrontar aquella previsible situación: solo el orgullo herido, el miedo a una vergüenza mayor la llevaría a obedecer. Se acercó con intención de destaparla, pero Milagros se aferró a la manta. Aun así, la anciana lo consiguió en parte.
—¡Miradla! —les dijo a los de la puerta, todavía tirando de la manta que agarraba la muchacha—. Niña, ¿quieres que todos los gitanos conozcan tu cobardía? ¡Llegaría hasta oídos de tu madre!
—¡Deja a mi madre en paz! —gritó Milagros.
—Niña —insistió María con voz firme; la manta con que se tapaba la muchacha estaba tensa en una de sus manos—, no hay un solo Vega en Triana. En estos momentos yo soy la anciana de la familia y tú no eres más que una joven gitana que no depende de ningún hombre; debes obedecerme. Si no te levantas, les diré a Fermín y a Roque que te lleven en volandas, ¿me has entendido? Sabes que lo haré y sabes que ellos me obedecerán. Y te pasearán por el callejón como a una niña malcriada.
—No lo harán. ¡Yo soy una Carmo…!
Milagros no llegó a terminar la frase. Al oírla, María había abierto su mano y había dejado caer la manta con un desprecio que la muchacha no llegó a ver pero sí a percibir en toda su intensidad. ¿Había estado a punto de renegar de su condición de Vega? Antes de que la anciana diese media vuelta, Milagros se había puesto en pie.
Y cantó. Lo hizo de la mano de Sagrario, quien con voz potente y alegre, ayudada por los efectos de un vaso de vino tinto que la vieja María obligó a beber a la muchacha nada más entrar en la posada, se ocupó de encubrir sus temores y vergüenzas. También volvió a bailar Caridad, y enardeció otra vez a un público algo más numeroso que la noche anterior. La voz había corrido. Pero no tanto como lo hizo a partir de la tercera noche, cuando Sagrario, después de haber bailado con Milagros, se apartó del círculo en el que se movían y presentó a la muchacha con una reverencia exagerada. Lo había pactado con la vieja. Milagros se encontró sola, entre los aplausos que todavía no habían cesado. Jadeaba, resplandecía… ¡y sonreía!, advirtió María con el corazón en vilo. Entonces la muchacha alzó una mano, de la que ya colgaban algunas cintas de colores, igual que en su cabello, y pidió silencio. La curandera notó que un escalofrío recorría sus miembros entumecidos. ¿Hacía cuánto tiempo que no sentía aquel placer? Fermín, con el pie en la silla y la guitarra sobre su muslo izquierdo, intercambió una mirada de triunfo con la anciana. La concurrencia se mostraba reacia a callar; alguien repiqueteó sobre un vaso con un cuchillo y los siseos pidiendo silencio se sucedieron.
Milagros aguantó las miradas sobre ella.
—¡Venga, bonita! —la jalearon desde una de las mesas.
—¡Canta, gitana!
—Canta, Milagros —la animó Caridad—. Canta como solo tú sabes hacerlo.
Y se arrancó a palo seco, antes de que Fermín lo hiciera con la guitarra.
—«Yo sé cantar el cuento de una gitana… —su voz, viva, de timbre brillante, llenó la posada entera; una seguidilla gitana, reconocieron al instante Fermín y los demás, pero le permitieron finalizar la estrofa sin acompañamiento, deleitados en el cante— que enamoró a un mancebo de estirpe clara».
Cuando Milagros iba a atacar la segunda estrofa, la gente recibió con aplausos y piropos hacia la muchacha la entrada de la guitarra y las palmas de las mujeres. María lo hacía llorando, Caridad mordiendo con fuerza uno de sus papantes. Milagros continuó cantando, segura, firme, joven, bella, como una diosa que disfrutara sabiéndose adorada.
Sevilla: escuela del cante; universidad de la música; taller donde se funden los estilos antes de ofrecerse al mundo. Caridad podía excitar a los hombres con sus bailes provocativos, las gitanas también lo conseguían con sus zarabandas sacrílegas al decir de curas y beatos, pero nadie, ninguno de aquellos hombres o mujeres, prostitutas o facinerosos, lavanderas o artesanos, frailes o criadas, podían permanecer ajenos al maravilloso embrujo de una canción que acorralaba los sentimientos.
Y llegó el delirio: vítores, aclamaciones y aplausos. Mil promesas de amor eterno hacia Milagros se convirtieron en el colofón de la actuación de la muchacha.