Niebla, la villa que daba nombre al condado perteneciente entonces a la casa de Medinasidonia, había sido un importante enclave militar árabe y medieval. Estaba rodeada de altas y fuertes murallas y de torres defensivas, y contaba con un imponente castillo con su torre del homenaje. A mediados del siglo XVIII, no obstante, había perdido su originaria importancia y su población se reducía a poco más de mil habitantes. Sin embargo, por tradición tenía tres ferias anuales: la de San Miguel, la de la Inmaculada y la de Todos los Santos, las tres dedicadas a la compraventa de ganado, sayal y cuero.
Las ferias habían seguido el mismo camino que la villa y nadie dudaba en calificarlas ya como «captivas», desgraciadas, destinadas principalmente al suministro de animales viejos para el consumo de la cercana ciudad de Sevilla. Hacia allí se dirigía Santiago con su grupo de gitanos. El primero de noviembre, festividad de Todos los Santos, Diego, Milagros, un chaval de unos ocho años, delgado y sucio pero con traviesos ojos negros llamado Manolillo, y otros miembros de la familia de los Fernández, cargados con cestos y ollas como si pretendieran venderlos, llegaron hasta las murallas de la villa, extramuros de las cuales, en una explanada, se celebraba la feria. Centenares de cabezas de ganado —vacas y bueyes, cerdos, ovejas y caballos— se ofrecían a la venta entre el bullicio de la gente. Escondidos en los caminos quedaban el viejo patriarca, Caridad, María, los niños más pequeños y las ancianas.
Manolillo se arrimó a Milagros cuando les salió al paso el alcalde mayor acompañado de un alguacil: los gitanos tenían prohibido acudir a las ferias, más aún si estas eran de ganado. Mientras Diego se quejaba y gesticulaba, suplicaba y rogaba en nombre de Dios Nuestro Señor, la Virgen María y todos los santos, ellos dos se separaron discretamente del grupo para que ni alcalde ni alguacil pudieran fijarse en los sacos que portaban y en cuyo interior, adormiladas, se movían cuatro comadrejas que con mucho esfuerzo habían logrado cazar en el trayecto. Al final, Diego dejó caer un par de monedas en manos del regidor.
—No quiero altercados —advirtió el alcalde a todos tras esconder los dineros.
En cuanto se vieron libres del asedio de las autoridades de Niebla, Diego Fernández hizo un gesto a los gitanos, que se dispersaron por el recinto de la feria; luego guiñó un ojo a Milagros y Manolillo: «Vamos allá, muchachos», les animó.
Más de trescientos caballos se apiñaban en cercados precarios construidos con maderos y cañas. Milagros y Manolillo se dirigieron hacia ellos aparentando una serenidad que no sentían, entre mercaderes, compradores y multitud de curiosos. Alcanzaron el extremo de los cercados, donde se juntaban con el exterior de las murallas de la villa, echaron un vistazo alrededor y se colaron donde los caballos. Resguardados entre ellos, Milagros entregó su saco al muchacho, extrajo de su falda un botellín relleno con vinagre y lo vació en el interior de los sacos. Luego los agitaron con fuerza y los animales, sin alimentos desde que los cazaran, empezaron a chillar y revolverse. Buscaron refugio junto a las murallas y los soltaron. Las comadrejas saltaron alocadas, ciegas, chocando contra los caballos, chillando y mordiéndoles las patas. Los caballos, a su vez, relincharon, se empinaron unos sobre otros, aprisionados como estaban, se cocearon y se mordieron entre ellos. La estampida no se hizo esperar. Los tres centenares de animales rompieron con facilidad los frágiles cercados y galoparon frenéticos por la feria.
En el caos que originaron los caballos, Diego y sus hombres consiguieron hacerse con cuatro de ellos y los condujeron rápidamente a donde los esperaba el patriarca, en las afueras de la villa; Milagros y Manolillo, que no podían evitar la risa después de la tensión, ya estaban allí.
—¡En marcha! —gritó Santiago, sabedor de que el alcalde no tardaría un segundo en culparlos.
Iniciaron la marcha con sus calderos, cestas y cacharros a cuestas, además de algunas ropas y mantas que las gitanas habían logrado hurtar en el desconcierto. Una de ellas mostraba orgullosa unos zapatos con suelas de cuero y hebillas de plata.
El patriarca ordenó dirigirse hacia Ayamonte.
—Ayer me enteré —explicó— de que ha fallecido un hidalgo rico que ha dispuesto en su testamento cerca de cinco mil reales para su funeral: entierro y misas por su alma, ¡más de mil de ellas ha encargado el santurrón!, lutos y limosnas. Están llamados todos los curas y capellanes de la villa así como los frailes y monjas de un par de conventos, que sus buenos dineros se llevarán los gilís. Habrá mucha gente…
—¡Y muchas limosnas! —se escuchó entre las gitanas.
Caminaron en paralelo al camino carretero que llevaba a Ayamonte, si bien antes de llegar a San Juan del Puerto tuvieron que tomarlo para cruzar el río Tinto en barca; el barquero ni siquiera se atrevió a discutir el precio que le ofreció Santiago para que les pasase a la otra orilla. Esa misma tarde lograron malvender dos de los caballos a uno de los clientes y al propietario de una venta en el camino; ninguno de ellos se interesó por su procedencia. También arañaron unas pocas monedas de los escasos parroquianos que se habían dado cita en la venta después de que Milagros cantara y bailara de forma insinuante, como le había enseñado Caridad, y enardeciera el deseo de la concurrencia. No fue el canto quebrado y hondo con el que los gitanos revivían sus dolores y sus pasiones por las noches alrededor del fuego del campamento, pero hasta el viejo patriarca se sorprendió palmeando sonriente cuando la muchacha se arrancó por alegres fandangos y zarabandas.
Pese al frío, el rostro, los brazos y el inicio de los pechos de Milagros aparecían perlados por el sudor. El ventero la invitó a un vaso de vino cuando la gitana, vigilada por Diego a su paso entre las mesas en las que bebían los clientes, tomó asiento, con un prolongado suspiro de cansancio, a la mesa desde la que Caridad y María habían contemplado su actuación.
—¡Bravo, niña! —la felicitó la curandera.
—Bravo —se sumó el ventero al tiempo que le servía el vino—. Después de la redada —prosiguió, con los ojos distraídos en el escote de la muchacha—, temíamos no poder seguir disfrutando de vuestros bailes, pero tras la liberación…
Saltó la silla, saltó el vino y saltó hasta la mesa.
—¿Qué liberación? —gritó la muchacha, ya en pie frente al ventero.
El hombre abrió las manos ante el círculo de gitanos en el que de repente se vio inmerso.
—¿No lo sabéis? —inquirió—. Pues eso…, que los están poniendo en libertad.
—¡Ni el rey de España puede con nosotros! —se escuchó de entre los gitanos.
—¿Estás seguro? —preguntó Santiago.
El ventero dudó. Milagros gesticuló frenética frente a él.
—¿Estás seguro? —repitió.
—¿Seguro, seguro…? Eso es lo que dicen —añadió encogiéndose de hombros.
—Es cierto.
Los gitanos se volvieron hacia la mesa desde la que había partido la afirmación.
—Los están liberando.
—¿Cómo lo sabes?
—Vengo de Sevilla. Los he visto. Me he cruzado con ellos en el puente de barcas hacia Triana.
—¿Cómo sabes que eran gitanos?
El sevillano sonrió con ironía ante la pregunta.
—Venían de Cádiz, de La Carraca; tenían un aspecto desastrado. Iban acompañados por un escribano que portaba su despacho de libertad y varios justicias que escoltaban al grupo…
—¿Y las mujeres de Málaga? —le interrumpió Milagros.
—De las gitanas no sé nada, pero si liberan a los hombres…
Milagros se volvió hacia Caridad.
—Volvemos a casa, Cachita —susurró con la voz tomada—, volvemos a casa.
En los arsenales los gitanos no eran rentables. No trabajaban, se quejaban los gobernadores. Tanto en Cartagena como en Cádiz, alegaban, se había prescindido del personal experto para sustituirlo por aquella mano de obra ignorante y reacia al esfuerzo que ni siquiera compensaba la comida que recibía. Los gitanos, insistían, eran problemáticos y peligrosos: peleaban, discutían y tramaban fugas. Ellos carecían de tropas suficientes para hacerles frente y temían que la desesperación de unos hombres encarcelados de por vida, alejados de sus mujeres e hijos, les llevara a un motín que no pudieran sofocar. Las gitanas, igual o más problemáticas que sus hombres, ni siquiera trabajaban, y sus gastos de manutención lastraban los escasos recursos de los municipios en los que se hallaban detenidas.
Los memoriales de los responsables de arsenales y cárceles no tardaron en llegar a manos del marqués de la Ensenada.
Pero no solo fueron esos funcionarios quienes se quejaron al poderoso ministro de Fernando VI. Los propios gitanos también lo hicieron y desde sus lugares de detención elevaron quejas y súplicas al consejo. A ellos se sumaron algunos nobles que los protegían, religiosos y hasta cabildos municipales en pleno que veían cómo algunas labores necesarias para su comunidad quedaban huérfanas de trabajadores: herreros, horneros o simples agricultores. Incluso la ciudad de Málaga, que no era uno de los lugares legalmente habilitados para acoger gitanos, decidió apoyar las súplicas de los gitanos herreros avecindados en ella para ser excluidos de la detención.
Las súplicas y peticiones se acumularon en las oficinas del consejo real. En poco menos de dos meses se había puesto de manifiesto la ineficacia, el peligro y el elevadísimo coste de la gran redada. Además, se había detenido a los gitanos asimilados, a quienes vivían arreglados a las leyes del reino, mientras otros tantos, los indeseables, campaban en libertad por las tierras de España. Así, ya a finales de septiembre de 1749, el marqués de la Ensenada rectificaba y culpaba a los subordinados que habían ejecutado la redada: el rey nunca había pretendido dañar a los gitanos que vivían conforme a las leyes.
En octubre, el consejo dictó las órdenes necesarias para proceder a la libertad de los injustamente detenidos: los corregidores de cada lugar debían tramitar expedientes secretos sobre la vida y las costumbres de cada uno de los gitanos detenidos indicando si se ajustaban a las leyes y pragmáticas del reino; a los expedientes debía unirse un informe del párroco correspondiente, también secreto, en el que por encima de todo se debía hacer constar si el gitano se había casado por la Iglesia.
A quienes cumplieran todos aquellos requisitos se les pondría en libertad, se les devolvería a sus lugares de origen y se les restituirían los bienes que les habían sido embargados, con la expresa prohibición de abandonar sus pueblos si no era con licencia por escrito, y nunca para acudir a ferias o mercados.
Quienes no superasen las informaciones secretas continuarían en prisión o serían destinados a trabajar en obras públicas o de interés para el rey; aquellos que huyesen serían inmediatamente ahorcados.
También se dictaron órdenes concretas para los gitanos que no hubieran llegado a ser detenidos en la gran redada: se les concedía un plazo de treinta días para presentarse, en cuyo defecto se les tendría por «rebeldes, bandidos, enemigos de la paz pública y ladrones famosos». A todos ellos se les imponía la pena de muerte.
La gitanería estaba arrasada. Por la noche, Milagros, la vieja María y Caridad se detuvieron en el arranque de la calle que recorría el muro del huerto de los cartujos contra el que se adosaban las chozas. Ninguna de ellas habló. La esperanza y las ilusiones que se habían formado durante dos días de camino, animándose entre ellas, prometiéndose una vuelta a la normalidad, se desvanecieron a la sola visión de la gitanería. Tras la redada y el embargo de bienes, los saqueadores se habían apresurado a hacer suya hasta la miseria. Faltaban techos, incluso los de broza, y algunas paredes se habían desplomado a causa del pillaje de los restos que los soldados no se habían llevado: hierros encastrados, los escasos marcos de madera, alacenas, chimeneas… Aun así, observaron que había barracas habitadas.
—No hay niños —advirtió la anciana. Milagros y Caridad permanecieron en silencio—. No son gitanos, se trata de delincuentes y rameras.
Como si quisieran darle la razón, de una de las chozas cercanas surgió una pareja: él, un viejo mulato; ella, que había salido a despedirle, una mujer desharrapada y desgreñada con los pechos caídos al aire.
Ambos grupos cruzaron sus miradas.
—Vámonos —apremió a las otras dos la curandera—, esto es peligroso.
Perseguidas por una sarta de obscenidades que salían de la boca del mulato y por las carcajadas de la ramera, se apresuraron en dirección a Triana.
Ya lejos de la Cartuja, las tres cruzaron el arrabal a paso lento. La congoja que las había acompañado hasta la iglesia de Nuestra Señora de la O al ver convertidas las que habían sido sus casas, por humildes que fueran, en refugio de proscritos empezó a trocarse en consternación: los Vega no lo habrían permitido. De hallarse en libertad habrían echado de allí a todos aquellos pordioseros. La vieja María afianzó su pesimismo; Milagros, que no se atrevió a expresar en voz alta lo que ambas temían, se aferró a la posibilidad de que su familia la esperase en el callejón; su padre era un Carmona y no vivía en la gitanería, pero si no habían liberado a los Vega…
Aquella fría noche de noviembre, más fría que cualquiera de las anteriores al sentir de las tres mujeres, se les había echado encima. El callejón de San Miguel las recibió con inhóspito silencio; solo el tenue resplandor de algunas velas tras las ventanas, aquí y allá, anunciaba la presencia de moradores. La vieja María negó con la cabeza. Milagros escapó del grupo y corrió hacia su casa. El pozo del patio del corral de vecinos, siempre oculto entre hierros retorcidos y oxidados, la recibió ahora como un fanal erguido y solitario. La muchacha no pudo dejar de mirarlo antes de lanzarse escaleras arriba.
Poco después, Caridad y María la encontraron postrada en el suelo: no se había atrevido a dar ni un paso hacia el interior de la vivienda, como si el espacio totalmente vacío la hubiera golpeado y derribado allí mismo. Temblaba al compás de los sollozos y se tapaba el rostro con las manos con fuerza, aterrorizada por enfrentarse de nuevo con la realidad.
Caridad se agachó a su lado y le susurró al oído:
—Tranquila, todo se arreglará. Verás cómo pronto están en casa.
El martilleo sobre los yunques las despertó ya amanecido. Después de que María consiguió tranquilizar a Milagros y le impidió ir a otras viviendas que podían estar ocupadas por malhechores, habían dormitado las tres juntas, con Milagros llorando de tanto en tanto, cubiertas con una manta y la tela de la tienda que les había regalado Santiago para el camino. La luz del sol las insultó al mostrar el piso sin rastro de muebles; tan solo los pedazos de unos platos rotos en el suelo cubierto de polvo atestiguaban que allí había vivido una familia. Todavía tumbadas, las tres se pararon a escuchar el repiqueteo de los martillos: nada tenía que ver con el frenesí de las herrerías al que estaban acostumbradas; estos eran escasos y lentos, cansinos podría decirse.
Pese a sus dedos agarrotados, la vieja María las sorprendió con una fuerte palmada.
—¡Tenemos que hacer! —exclamó tomando la iniciativa y levantándose.
Caridad la imitó. Por el contrario, Milagros tiró de la tela de la tienda y se tapó la cabeza.
—¿No oyes, niña? —dijo la anciana—. Si trabajan el hierro es que son gitanos. Ningún payo se atrevería a hacerlo aquí, en el callejón. Levántate.
María indicó a Caridad con la mirada que destapase a la muchacha. Tardó unos instantes en obedecer, pero finalmente retiró tela y manta para descubrir a Milagros encogida en posición fetal.
—Tus padres podrían estar en otra casa —continuó la curandera sin excesiva convicción—. Ahora deben de sobrar casas, y aquí… —se volvió y abarcó con la mano el interior del piso— no habrían dispuesto ni de una maldita silla.
Milagros se incorporó con los ojos inyectados en sangre y el rostro congestionado.
—Y si no es así —prosiguió María—, debemos enterarnos de qué es lo que pasa y de cómo podemos ayudarlos.
El martilleo provenía de la herrería de los Carmona, a la que accedieron desde el mismo patio del corral de vecinos. En el interior era evidente el efecto del embargo de bienes decretado por el rey cuando la redada: las herramientas, los yunques y las fraguas, los calderos, los pilones para el templado… todo había desaparecido. Dos jóvenes arrodillados, que no se apercibieron de la entrada de las mujeres, trabajaban en la fragua, y lo hacían, observó Milagros, con una forja portátil como la que llevaba Domingo, el gitano del Puerto de Santa María con el que se habían topado en el Andévalo: un yunque diminuto sobre el que uno de ellos golpeaba una herradura y un fuelle de piel de carnero con el que el otro aventaba el carbón incandescente que resplandecía en un simple hoyo practicado en el suelo de tierra.
La muchacha los conocía, la vieja también. Caridad los tenía vistos. Eran Carmona. Primos de Milagros. Doroteo y Ángel, se llamaban, aunque estaban cambiados: trabajando el hierro con el torso desnudo se les marcaban las costillas y sus pómulos destacaban en unos rostros consumidos. No fue necesario que hicieran notar su presencia. Doroteo, el que martilleaba sobre el yunque, erró el golpe, lanzó una maldición, se levantó de un salto y dejó caer el martillo.
—¡Es imposible trabajar con esta…!
Calló al verlas. Ángel volvió la cabeza hacia donde miraba su primo. María fue a decir algo, pero se le adelantó Milagros.
—¿Qué sabéis de mis padres?
Ángel dejó el fuelle y se levantó también.
—El tío no ha salido —contestó—, continúa detenido en La Carraca.
—¿Cómo está? ¿Lo viste?
El joven no quiso contestar.
—¿Y mi madre? —preguntó Milagros con un hilo de voz.
—No la hemos visto. No está por aquí.
—Pero si no han liberado al tío, tampoco la habrán liberado a ella —añadió el otro.
Milagros se sintió desfallecer. Palideció y le temblaron las piernas.
—Ayúdala —ordenó María a Caridad—. Y vuestros padres —añadió tras comprobar cómo Caridad sostenía a Milagros antes de que se desplomara— ¿son libres? ¿Dónde están? —preguntó al ver que asentían.
—Los mayores —respondió Doroteo— están negociando con el asistente de Sevilla para que nos devuelvan lo que nos han robado. Solo hemos podido conseguir esta… —el joven miró indignado el pequeño yunque— inútil forja portátil. El rey ha ordenado que nos devuelvan los bienes, pero los que los han comprado no quieren hacerlo si no les reintegran los dineros que han pagado por ellos. Nosotros no tenemos dinero, y ni el rey ni el asistente quieren aportarlo.
—¿Y las mujeres?
—Todos aquellos que no están en el cabildo se han ido al amanecer a Sevilla, a pedir limosna, trabajo o a conseguir comida. No tenemos nada. De los Carmona solo estamos nosotros aquí. Esto —volvió a señalar el yunque con desgana— únicamente da trabajo para dos. En otras fraguas también han conseguido viejas forjas como las de los herreros ambulantes, pero nos falta hierro y carbón… y saber manejarlas.
En ese momento, como si el otro se lo hubiera recordado, Ángel se arrodilló de nuevo y aventó el carbón, que lanzó una humareda a su rostro. Luego cogió la herradura que estaba trabajando Doroteo, ya fría, y volvió a introducirla entre las brasas.
—¿Por qué no los han liberado?
La pregunta brotó de labios de Milagros, que, aún pálida, se soltó de los brazos de Caridad y se adelantó titubeante hacia su primo. Doroteo no se anduvo con remilgos.
—Prima, tus padres no estaban casados conforme a los ritos de la Iglesia, lo sabes. Ese es un requisito imprescindible para que los suelten. Al parecer, tu madre nunca lo permitió… —lo soltó sin esconder cierto rencor—. No sé de ningún Vega de los de la gitanería al que hayan liberado. Además del matrimonio, piden testigos que declaren que no vivían como gitanos…
—No reniegues de nuestra raza, muchacho —le advirtió entonces la curandera.
Doroteo no se atrevió a contestar; en su lugar extendió las manos antes de que el silencio se hiciera entre todos ellos.
—Doroteo —intervino Ángel quebrando ese silencio—, se nos terminará el carbón.
El gitano agitó una mano en un gesto que mezclaba los deseos de trabajar con la impotencia ante la situación; les dio la espalda, buscó el martillo e hizo ademán de arrodillarse junto al yunque.
—¿Sabes algo del abuelo Vega, de Melchor? —le preguntó la anciana.
—No —contestó el gitano—. Lo siento —añadió ante aquellas mujeres paradas frente a él y ansiosas por oír alguna buena noticia.
Salieron al callejón por la puerta de la fragua. Tal y como les había anunciado Doroteo, resonaban martilleos inconstantes y apagados en otras herrerías; por lo demás, el lugar estaba desierto.
—Vamos a ver a fray Joaquín —propuso Milagros.
—¡Niña!
—¿Por qué no? —insistió la muchacha encaminándose hacia la salida del callejón—. Ya habrá olvidado aquel disparate. —Se detuvo; la anciana se negaba a seguirla—. María, es un buen hombre. Nos ayudará. Ya lo hizo entonces…
Buscó la ayuda de Caridad, pero esta estaba absorta en sus pensamientos.
—No perdemos nada por probar —añadió Milagros.
Las tranquilizó que la gente no se extrañara de su presencia; sabían que los gitanos habían regresado. En San Jacinto, sin embargo, las esperanzas de Milagros y Caridad volvieron a verse frustradas. Fray Joaquín, les anunció el portero, ya no estaba en Triana. Poca información más parecía estar dispuesto a proporcionarles el fraile, pero la insistencia de Milagros, que llegó hasta tironear de su hábito, llevó al fraile a contar algo más, aunque con recelo, más bien para sacárselas de encima.
—Se ha marchado de Triana —les dijo—. De repente se volvió loco —confesó con un manotazo al aire. Pensó unos instantes y decidió explayarse—: Yo ya lo preveía, sí —afirmó en voz alta, con manifiesta presunción—. Se lo dije al prior en varias ocasiones: este joven nos traerá problemas. El tabaco, sus amistades, sus idas y venidas, su insolencia y esos sermones tan… ¡tan irreverentes! ¡Tan modernos! Quería colgar los hábitos. El prior le convenció de que no lo hiciera. No sé qué extraña predilección tenía el prior por ese muchacho. —Entonces bajó la voz—. Se dice que conocía bastante bien a la madre del hermano Joaquín; algunos sostienen que demasiado bien. ¡Fray Joaquín alegó que ya nada le ataba aquí, a Triana! ¿Y su comunidad? ¿Y su devoción? ¿Y Dios? Que nada le ataba aquí… —repitió con un bufido. El fraile interrumpió su perorata, cerró los ojos y meneó la cabeza, aturdido, enojado consigo mismo al darse cuenta de que estaba dando explicaciones a dos gitanas y una mujer negra que le atendían atónitas.
—¿Adónde ha ido? —inquirió Milagros.
No quiso decírselo. Se negó a continuar hablando con ellas.
Retornaron cabizbajas al callejón. Caridad por detrás, con la mirada en el suelo.
—Conque habría olvidado su disparate, ¿eh? —ironizó María durante el trayecto.
—Quizá no se trate… —empezó a rebatir Milagros.
—No seas ingenua, niña.
Continuaron andando en silencio. Salvo las dos monedas que les había entregado Santiago, no tenían dinero. Tampoco tenían comida. ¡No tenían parientes! No había ningún Vega en Triana, había dicho Doroteo. La vieja curandera no pudo reprimir un suspiro.
—Compraremos de comer e iremos a recoger hierbas —anunció entonces.
—¿Y dónde las preparará? —preguntó con sarcasmo Milagros—. ¿En su…?
—¡Cállate ya! —la interrumpió la anciana—. No tienes derecho. Todas lo estamos pasando mal. Cuando alguien enferme, ya correrán para encontrar dónde pueda prepararlas.
Milagros se encogió ante la reprimenda. Caminaban junto a la Cava, donde seguía amontonándose la basura. María miraba de reojo a la muchacha y, en cuanto oyó su primer sollozo, hizo un gesto a Caridad para que la consolara, pero Milagros aceleró el paso y las dejó atrás, como si escapase.
Caridad no se percató del gesto de la vieja María. Sus pensamientos se mantenían en Melchor. «Lo encontraré en Triana», se había repetido una y otra vez durante el camino de regreso. Se imaginó el reencuentro, volver a cantar para él, su presencia… su contacto. Si estaba detenido, como tantas veces habían supuesto a lo largo de su huida, lo habrían liberado como a los demás, y si no lo habían detenido, ¿cómo no iba a ir a Triana en cuanto se enterara de la liberación de los suyos? Pero no estaba allí, y los jóvenes Carmona aseguraban que ningún Vega había abandonado el arsenal. Mil veces a lo largo de esa misma mañana se le había revuelto el estómago ante la visión de los demacrados rostros y los escuálidos torsos de los primos de Milagros. Si tales eran las consecuencias en unos hombres jóvenes, ¿cómo estaría Melchor? Notó que se le humedecían los ojos.
—Ve con ella —le pidió la curandera señalando a Milagros.
Caridad trataba de esconder su rostro.
—¿Tú también? —preguntó María con desesperación.
Caridad se sorbió la nariz; intentaba contener las lágrimas.
—¿Tú por qué lloras, morena?
Caridad no contestó.
—Si fuese por Milagros ya estarías con ella. Dudo que el Carmona te haya tratado bien una sola vez, y en cuanto a Ana Vega… —María calló de repente, tensó su viejo cuello y la miró con asombro—: ¿Melchor?
Caridad no pudo reprimirse más y estalló en lágrimas.
—¡Melchor! —exclamó incrédula la vieja María al tiempo que negaba con la cabeza—. ¡Morena! —llamó su atención al fin. Caridad hizo un esfuerzo por mirarla—. Melchor es un gitano viejo, un Vega. Volverás a verlo. —Caridad esbozó una sonrisa—. Pero ahora es ella la que te necesita —insistió la curandera volviendo a señalar a Milagros, que se alejaba.
—¿Volveré a verlo? ¿Seguro? —acertó a balbucir Caridad.
—Con otros gitanos no me atrevería a predecirlo, pero con Melchor, sí: volverás a verlo.
Caridad cerró los ojos, la complacencia asaltaba ya sus facciones.
—¡Corre con Milagros! —la instó la anciana.
Caridad dio un respingo, se adelantó presurosa, alcanzó a su amiga y pasó un brazo por sus hombros.
Nadie consoló a fray Joaquín aquella desapacible mañana mientras se alejaba de Triana poco antes de que Milagros y sus acompañantes regresaran a la gitanería. Llevaba en su bolsa la patente de misionero expedida por el arzobispo de Sevilla; fray Pedro de Salce, el famoso predicador, caminaba a su lado cantando letanías a la Virgen, como hacía siempre cuando salía de misiones. Le acompañaban en sus rezos dos hermanos legos que tiraban de sendas acémilas cargadas con casullas, cruces, libros, hachones y demás objetos necesarios para la evangelización.
Algunos de los caminantes con los que se cruzaban caían de rodillas a su paso y se santiguaban mientras fray Pedro los bendecía sin detenerse, otros acompasaban su ritmo al de los religiosos y rezaban con ellos.
—¿Afligido? —le preguntó el predicador entre canto y canto, consciente del dolor del otro.
—Inmensamente gozoso por la oportunidad de servir a Dios que me ha concedido vuestra reverencia —mintió fray Joaquín.
El fraile, satisfecho, alzó la voz para entonar el siguiente cántico mientras la mente de fray Joaquín se volcaba, una vez más, como venía haciéndolo desde el día posterior a la gran redada, en Milagros. ¡Tendría que haberla acompañado! Milagros iba a enfrentarse al Andévalo hasta llegar a Barrancos. ¿Dónde estaría ahora? Temblaba al pensar en el destino que podía haber sufrido la muchacha a manos de los soldados o de los bandoleros que poblaban aquellas tierras sin ley. La bilis regurgitó en su boca ante la sola imagen de Milagros en manos de una cuadrilla de desalmados.
Mil preguntas punzantes y desazonadoras como esas le habían venido acechando desde el mismo momento en que la espalda de Milagros se perdió más allá de donde alcanzaba su visión. Quiso correr tras ella. Dudó. No se decidió. Perdió la oportunidad. Y de vuelta a San Jacinto se sumió en la melancolía; vivía distraído, inquieto, desconsolado. Milagros no desaparecía de su mente y, por fin, decidió dirigirse al prior para renunciar a los votos.
—¡Por supuesto que tiene sentido que continúes en la orden! —le contradijo este después de que fray Joaquín confesase sus culpas y sus dudas—. Pasará. No eres el primero. Grandes hombres de la Iglesia han cometido mayores errores que el tuyo. No has tenido contacto carnal con ella. El tiempo y santo Domingo te ayudarán, Joaquín.
Con todo, el prior de San Jacinto encontró una solución para aquel espíritu que vagaba por el convento y que, perdido su vigor, impartía las clases de gramática a los niños sin convicción alguna. Fray Joaquín necesitaba un revulsivo, pensó el prior. La solución apareció cuando se enteró de la muerte del compañero de don Pedro de Salce, el más célebre de los misioneros que andaban las tierras del reino de Sevilla predicando el evangelio y la doctrina cristiana. El prior se movió en el arzobispado para que fray Joaquín, también ilustre por sus sermones, fuera nombrado su nuevo compañero. No le costó conseguirlo; tampoco le costó convencer al fraile para que aceptara el nombramiento.
Fray Pedro de Salce y fray Joaquín se dirigían a Osuna. Antes de elegir un pueblo, el experto sacerdote estudiaba aquellos lugares que no habían sido evangelizados durante los últimos años; Osuna y sus cercanías reunían esas características. Tardaron tres días en llegar, y se aproximaron cuando ya había anochecido. Las siluetas de las casas, en el más absoluto de los silencios, se dibujaban a la luz de la luna. Fray Joaquín estaba cansado, y don Pedro se detuvo. El joven se disponía a preguntarle dónde dormirían cuando vio que los hermanos que tiraban de las mulas se habían puesto a revolver en las alforjas.
—¿Qué…? —se extrañó fray Joaquín.
—Tú sígueme —le interrumpió el misionero al tiempo que se revestía con una casulla y le apremiaba a que hiciera lo propio.
Ensamblaron una gran cruz que llevaban desmontada y que fray Pedro ordenó portar a fray Joaquín. Los legos prendieron dos hachas de esparto y alquitrán que ardieron con un humo más negro que la noche, y de tal guisa, el sacerdote armado con una campana en su mano derecha, se encaminaron al pueblo.
—¡Levantaos, pecadores!
El grito de fray Pedro quebró el sosiego a la altura de la primera puerta. Fray Joaquín se quedó pasmado ante la dureza de una voz que durante tres días de camino, casi sin cesar, había estado susurrando salmos, cánticos, oraciones y rosarios.
No parecía que fueran a descansar. Fray Joaquín se resignó mientras el predicador le conminaba a levantar la cruz.
—Elévala, muéstrasela a todos —añadió haciendo sonar la campana—. ¡Ni el adúltero, ni el joven que tiene feos pecados han de entrar en el reino de los cielos! —gritó después—. ¡Levantaos! ¡Seguidme a la iglesia! ¡Acudid a escuchar la palabra del Señor!
Invocaciones y convocatorias a gritos; amenazas de fuego eterno y todo tipo de males a quienes no les siguieran; el tañido de la campana en manos de don Pedro; la gente que salía de sus casas o se asomaba a los balcones, aturdida, sorprendida; la campana de la iglesia, que el párroco se apresuró a hacer tañer tan pronto como escuchó la llamada a misiones; aquellos que ya se habían sumado a la procesión, descalzos, mal vestidos o cubiertos con mantas mientras los frailes, la cruz en alto entre los hachones de los hermanos legos, recorrían las calles de una Osuna sumida en el caos más absoluto.
—¡Vecinos de Osuna: Yo os he llamado, os dice el crucificado —gritaba fray Pedro señalando a la cruz—, y no me habéis atendido; habéis despreciado mis consejos y amenazas, pero yo también me reiré de vosotros cuando la muerte os alcance!
Y las gentes se hincaban de rodillas para santiguarse repetidamente y suplicar perdón también a voz en grito. Fray Pedro los reunió a todos en la iglesia, y allí, tras una fervorosa prédica y el rezo de avemarías, anunció el inicio de una misión que se prolongaría durante dieciséis días. Ni el párroco ni el cabildo podían oponerse, pues portaban patente del arzobispo. El sacerdote ordenó que antes de iniciarse la misión tañese la campana de la iglesia durante media hora y que las autoridades emplazasen a los habitantes de los pueblos de los alrededores para que dejaran sus tierras, oficios y labores y, guiados por sus párrocos, acudieran a la llamada del Señor.
Se trataba, como aquella misma noche explicó fray Pedro a fray Joaquín, de sorprender a la ciudadanía en la noche y atemorizarla para que acudiese a las misiones. Los rumores, que él mismo u otros como él habían sembrado desde el púlpito a lo largo de los años, corrían entre las gentes humildes y analfabetas: un zapatero que murió por no seguir a los misioneros; una mujer que perdió a su hijo; otro cuya cosecha se malogró mientras que aquel que había cumplido y la dejó en manos de Dios vio cómo prosperaba a su regreso.
—¡Son pecadores! Hay que herirlos —le adoctrinaba el sacerdote después de escuchar los civilizados sermones de fray Joaquín—. El miedo al pecado y al infierno tiene que asentarse en sus almas.
Y fray Pedro lo conseguía, ¡vaya si lo conseguía! Aquellas pobres almas abandonaban sus quehaceres durante más de dos semanas para acudir cada día a misa a escuchar sus prédicas. Y los de los pueblos de los alrededores recorrían leguas de distancia y entraban en el pueblo escogido ordenados en procesión y cantando el rosario tras sus respectivos párrocos.
Durante esas semanas se celebraban misas diarias, sermones en las iglesias, en las calles y en las plazas, y procesiones generales, con cánticos y rezos a las que concurrían miles de personas y que culminaban con la procesión de penitencia, perfectamente ordenada: primero los niños de todos los pueblos con sus maestros, llevando a un Niño Jesús en andas y seguidos de los hombres sin traje especial para la procesión. Tras ellos los nazarenos con túnicas blancas, moradas o negras, una simple sábana cubriendo a quien no disponía de túnica, con cruces a cuestas, coronas de espinas en la cabeza y sogas al cuello; les seguían quienes envolvían sus cuerpos en zarzas, se desplazaban de rodillas o incluso arrastrándose por los suelos; luego los aspados, con los brazos en cruz atados a palos; los de la «disciplina seca», entre los que se encontraban hasta niños de diez años que castigaban sus espaldas con cuerdas de cinco lenguas, y entre estos y por delante del clero, las autoridades, las mujeres y el coro que cerraban la procesión, los disciplinantes de sangre, aquellos que se arrancaban la piel a latigazos.
Con anterioridad a esa excelsa manifestación pública de contrición, los misioneros habían ido preparando a los fieles. Mediado el tiempo de la misión, y con el sentimiento de culpa de las gentes exacerbado por las prédicas, la campana de la iglesia llamaba a disciplina por las noches y los hombres acudían al templo. Una vez se hallaban todos en su interior, se cerraban las puertas y fray Pedro subía al púlpito.
—¡No es suficiente con que vuestros corazones se arrepientan! —advertía a gritos durante el sermón—. Es necesario que vuestros sentidos también sufran, porque si dejáis al cuerpo sin castigo, las tentaciones, las pasiones y los malos hábitos os llevarán de nuevo al pecado.
Cuando el sacerdote finalizaba su arenga, hacía sonar una campanilla para indicar que se iban a apagar las velas y hachones que iluminaban la iglesia, momento en que fray Joaquín, como los centenares de hombres que se arracimaban en el templo, se desnudaba. «Los religiosos debemos dar ejemplo», le exhortaba fray Pedro. Ya en la oscuridad, la campanilla repicaba tres veces y el sonido de los golpes de las correas y los látigos sobre las carnes se mezclaba con el miserere entonado por el coro en siniestra ceremonia.
En la oscuridad, tremendamente turbado por el sonido de los latigazos y los lamentos de los congregados, por el miserere incitándolos al arrepentimiento, por la potente voz de fray Pedro llamándolos a expiar sus pecados por encima de todos aquellos sonidos, fray Joaquín apretaba los dientes y castigaba sus carnes con dureza ante el rostro de una Milagros que se le aparecía luminoso, fantasmagórico. Pero cuanto más se flagelaba, más le sonreía la muchacha, y le guiñaba un ojo o se burlaba de él sacándole la lengua con picardía.
Después de abandonar San Jacinto sin que el portero quisiera decirles dónde estaba fray Joaquín, María no consiguió retener a Milagros más que un par de horas recogiendo hierbas. Noviembre no era buena época, aunque encontraron romero y bayas secas de saúco; en cualquier caso, pensó la curandera, nada bueno les proporcionaría la madre tierra con una de ellas rezumando odio, renegando y llorando, pues la muchacha saltaba del dolor y el llanto a los insultos a la Iglesia, a Jesucristo, a la Virgen y a todos los santos, al rey, a los payos y al mundo entero. La vieja sabía que no era esa la disposición con la que había que acercarse a la naturaleza. Las enfermedades las originaban los demonios o los dioses, por lo que no había que contrariar a los espíritus de la tierra que les procuraban los remedios contra la voluntad de aquellos seres superiores.
No logró que Milagros cambiase de actitud. Las dos primeras ocasiones en que le llamó la atención, la muchacha ni siquiera le contestó.
—¡Qué me importan a mí los espíritus y sus malditas hierbas! —saltó la muchacha la tercera vez que la vieja la regañó—. ¡Pídales que liberen a mis padres!
Caridad se santiguó varias veces ante aquella afrenta a la naturaleza; María decidió que regresaran a Triana.
Ya en el arrabal, sin embargo, se preguntó si no hubiera sido preferible permanecer en los campos, aun a riesgo de ofender a los espíritus.
—¿Si sé de tu madre? —repitió Anunciación, una Carmona con la que se toparon en el patio del corral de vecinos, junto al pozo.
Antes de contestar, la gitana interrogó a María con la mirada. La anciana asintió: cualquier cosa que significara aquella mirada, un día u otro la muchacha se enteraría.
—La detuvieron y encarcelaron por sedición al llegar a Málaga. A las demás nos recluyeron en el arrabal, en un barrio cerrado y vigilado. —Anunciación calló unos instantes, bajó la mirada al suelo, suspiró como tomando fuerzas y volvió a alzarla para enfrentarse a Milagros—. La vi un mes antes de que me liberaran: la habían azotado… ¡no mucho! —añadió rauda ante la expresión aterrorizada de Milagros—, veinte o veinticinco azotes tengo entendido. Le… le habían rapado el cabello. La llevaron con nosotras y la metieron en el cepo durante cuatro días.
Milagros cerró los ojos con fuerza en el intento de espantar la imagen de su madre en el cepo. María, sin embargo, sí que la vio: la espalda sangrante, arrodillada en el suelo, con las muñecas y la garganta atrapadas entre dos grandes maderos con agujeros, la cabeza afeitada y las manos colgando por uno de los lados.
Un lamento agónico atronó el edificio. Milagros se llevó ambas manos al cabello y, mientras gritaba, se arrancó dos tupidos mechones. Cuando iba a repetirlo, como si pretendiese acompañar a su madre en aquella vergüenza, la gitana Carmona se acercó a ella y le impidió continuar.
—Tu madre es fuerte —le dijo—. Nadie se burló de ella en el cepo. Nadie la escupió ni la golpeó. Todas… —se le atragantó la voz—, todas la respetamos. —Milagros abrió los ojos. La gitana soltó las manos de la muchacha y llevó un dedo a su rostro para recoger una lágrima que corría por su mejilla—. Ana no lloró pese a que muchas lo hicimos en su compañía. Siempre se mantuvo firme, con los dientes apretados en cuantas ocasiones estuvo presa en el cepo. ¡Nunca se escuchó un lamento de su boca!
Milagros se sorbió la nariz.
Anunciación calló que a menudo la amordazaban.
—¿En cuantas ocasiones la castigaron? —terció María, extrañada.
—Bastantes —reconoció Anunciación. Entonces apretó los labios como en una media sonrisa y dio un ligero golpe al aire con la cabeza—. No sería extraño que ahora mismo volviese a estar en el cepo. —Incluso Caridad se irguió al escuchar aquellas palabras—. Sí, se enfrenta a los soldados si se exceden con alguna mujer. Exige mejor y más comida, y que el cirujano acuda a tratar a las enfermas, y ropas que no teníamos y… ¡todo! No tiene miedo de nadie, nada la arredra. Por eso no es de extrañar que la castiguen con el cepo.
—¿No os dio ningún recado para la niña? —inquirió María tras un breve silencio.
—Sé que habló con Rosario antes de que nos liberaran.
María asintió con el recuerdo de Rosario en su mente: la esposa de Inocencio, el patriarca de los Carmona.
—¿Dónde está Rosario?
—En Sevilla. No tardará en regresar.
«Nunca olvides que eres una Vega». Tal fue el escueto mensaje que le transmitió Rosario Carmona a la entrada del corral de vecinos que daba al patio del Conde, Rafael García. Casi todos los gitanos liberados habían vuelto ya al callejón de San Miguel y el Conde había convocado consejo de ancianos.
—¿Eso es todo? —se extrañó Milagros.
—Sí —contestó la vieja Carmona—. Piensa en ello, muchacha —añadió antes de darle la espalda.
Mientras la gente accedía al patio y pasaba por su lado, empujándola incluso, Milagros permaneció quieta. Trataba de entender las palabras de su madre. ¿Qué debía pensar? ¡Ya sabía que era una Vega! «Te quiero», le habría dicho ella, es lo primero que le habría hecho llegar. Le habría gustado…
—Lo encierra todo —escuchó decir a María, que la cogió del antebrazo y tiró de ella para separarla de la entrada.
—¿Qué?
—Que esas palabras encierran cuanto pudiera querer decirte tu madre: que eres una Vega. Que eres gitana, de una familia que se enorgullece de serlo, y que debes ser fuerte y valiente como ella. Que debes vivir como tal, como gitana y con los gitanos. Que debes luchar por tu libertad. Que debes respetar a los ancianos y cumplir su ley. Que…
—¿No me quiere? —la interrumpió Milagros—. No ha dicho que me quiera ni que me eche en falta… ni que le gustaría estar conmigo.
—¿Acaso hace falta que te lo diga, niña? ¿Lo dudas?
Milagros volvió la cabeza hacia la vieja María. Caridad escuchaba la conversación frente a las otras dos, ahora pegadas contra la pared de la casa del Conde mientras continuaba el desfile de hombres y mujeres.
—¿Por qué no? Sé que soy una Vega, ¿acaso hace falta que me lo recuerde?
—Sí, niña, pero eso, lo de que eres una Vega, podrías llegar a olvidarlo algún día. Por el contrario, el amor de tu madre te acompañará hasta la tumba, quieras o no. —La muchacha frunció el ceño, pensativa. María dejó transcurrir unos segundos y luego dijo—: Vamos dentro o nos quedaremos sin sitio.
Se sumaron a los gitanos que ya se acumulaban frente a la puerta y entraban poco a poco, apretujados.
—Tú, no —le advirtió la anciana a Caridad—. Espéranos en la casa.
El patio estaba lleno; las escaleras de acceso a los pisos altos estaban llenas; los corredores que daban al patio estaban llenos. Solo el círculo central, allí donde estaban sentados los ancianos presididos por el Conde, aparecía algo despejado. Tres sillas vacías daban fe de los que todavía permanecían en los arsenales. Cuando ya no cabía nadie más, algunos estaban incluso encaramados a rejas y ventanas, Rafael García dio inicio al consejo.
—Calculamos… —alzó una mano y esperó a que se hiciera el silencio—, calculamos —repitió entonces— que cerca de la mitad de los gitanos detenidos han sido puestos en libertad.
Un murmullo de desaprobación acogió sus palabras. El Conde volvió a esperar, paseó la mirada entre los asistentes y se topó con la vieja María y Milagros, que habían logrado colarse hasta las primeras filas. Señaló a la muchacha; el dedo en el que antes destacaba un imponente anillo de oro aparecía desnudo tras el embargo de bienes.
—¿Qué haces tú aquí? —Su voz acalló los comentarios que aún podían escucharse.
Muchos se volvieron hacia las mujeres; otros, desde atrás, preguntaron qué sucedía, y algunos se volcaron sobre las barandillas de los corredores para ver mejor.
—No puedes estar en el callejón —añadió.
Milagros se sintió empequeñecer y se arrimó todavía más a la anciana.
—Rafael —intervino María—, guarda tu rencor. ¿No crees que la situación lo merece? Los padres de la muchacha todavía están presos y…
—¡Y lo seguirán estando! —la interrumpió el Conde—. Por su culpa hemos sido detenidos y nos encontramos en esta situación, sin bienes, sin herramientas, sin comida ni dinero, sin… sin siquiera ropa. —El Conde mostró su camisa desharrapada estirando de ella con ambas manos. Los murmullos volvieron a elevarse—. Y todo por el empeño de los Vega y otros como ellos de no acercarse a los payos ni cumplir sus leyes.
—¡La única ley que hay que cumplir es la gitana, la nuestra! —chilló la curandera acallando a los demás.
Los gitanos debatieron consigo mismos: sentían que así debía ser, que siempre había sido así. ¡Eso era lo que todos ellos deseaban! Sin embargo…
—Dejadla. —Fue Rosario quien habló dirigiéndose a su esposo, el patriarca de los Carmona sentado a la izquierda del Conde—. Esa ley de la que habla María Vega es la que ha llevado a la madre de la muchacha a defendernos en Málaga. Y continuará haciéndolo, lo sé. —Luego Rosario buscó entre los presentes a Josefa Vargas, la madre de Alejandro, el joven que había perdido su vida por el capricho de Milagros—. ¿Qué dices tú? —le preguntó tras dar con ella entre los presentes.
La mujer habló lentamente, como si al tiempo de hacerlo reviviera la escena.
—Ana Vega se peleó con un soldado que se atrevió a tocar a mi hija. —Milagros notó cómo se le erizaba el vello y se le agarrotaba la garganta—. Le costó una paliza. No alcanzo a saber quién tiene razón sobre la ley que debemos cumplir, si los García o los Vega, pero dejad en paz a su hija.
—Así sea —añadió entonces el patriarca de los Vargas, el bisabuelo de Alejandro.
Aquellas palabras significaban el perdón de Milagros; nada podía hacer Rafael García. Cerca de él, la Trianera, su esposa, lo reprendió con la mirada. «Te lo había advertido», parecía decirle. El Conde titubeó unos instantes, pero retomó el hilo de la reunión.
—Yo sí sé qué leyes debemos cumplir. La gitana, por supuesto, la nuestra. ¡Nadie pondrá en duda la sangre de los García! —lo exclamó enfrentándose a María—. Pero también debemos cumplir la de los payos. Nada impide que lo hagamos. Sobre todo, debemos acercarnos a su iglesia, aunque sea engañándolos. Hemos pensado en ello —añadió señalando a los demás patriarcas—, y hemos decidido que debemos crear una cofradía…
—¿Una cofradía? —saltó una voz indignada.
—¡Han sido los curas los que nos han detenido! —gritó otro—. Son ellos quienes nos liberan o nos mantienen encarcelados.
María negaba con la cabeza.
—Sí —afirmó el Conde como si le contestara a ella directamente—. Una cofradía de penitentes. La cofradía de los gitanos. Igual que las de los payos, como la del Cristo del Gran Poder, la de las Cinco Llagas de Cristo o la del Santísimo Cristo de las Tres Caídas; como cualquiera de las muchas cofradías que salen en procesión en Semana Santa. No será fácil, pero tenemos que conseguirlo. Y todo eso —señalaba a María, que continuaba negando— sin dejar de cumplir nuestras leyes ni renunciar a nuestras propias creencias, ¿lo entiendes, vieja?
—¿Con qué dinero vamos a hacer todo eso? —preguntó un gitano.
—Las cofradías son muy caras —advirtió otro—. Hay que conseguir una iglesia que nos acepte, comprar las imágenes, cuidarlas, mantener velas y faroles, pagar a los curas… ¡Una procesión puede llegar a costar dos mil reales!
—Ese es otro tema —contestó el Conde—. No estamos hablando de fundarla ya. Nos llevará tiempo, años probablemente, además de que, tal y como están las cosas, hoy no nos la autorizarían. Y es cierto, no tenemos dinero. No nos van a devolver los bienes que nos embargaron.
El Conde aprovechó el discurso para dejar caer la noticia. Aquel era el verdadero motivo del consejo: los gitanos querían estar al tanto de las gestiones con el asistente de Sevilla. En esta ocasión se alzó un griterío de la concurrencia.
Rafael García y los demás patriarcas esperaron a que la gente se calmase.
—¡Recuperémoslos nosotros! —se escuchó al final.
—No. —Fue Inocencio, el jefe de los Carmona, quien se opuso—. Uno de nosotros ha acuchillado a un panadero de Santo Domingo porque no le devolvía dos mulas. Lo han encarcelado.
—No conseguiríamos nada —se lamentó el patriarca de los Vargas.
Rafael García volvió a tomar la palabra.
—Nos han amenazado con volver a encerrarnos en La Carraca si reclamamos nuestros bienes.
—¡Pero el rey ha dicho…!
—Cierto. El rey ha dicho que nos los devuelvan. ¿Y? ¿Piensas ir a reclamárselos?
Los gitanos volvieron a discutir entre sí.
—¿Esa es la ley que pretendes que acatemos, Rafael García? —fue la voz de María la que se alzó, otra vez, entre las discusiones.
El Conde aguardó con los ojos clavados en la curandera.
—Sí, vieja —espetó al cabo con ira. Milagros llegó a encogerse de temor—. Esa. La misma que llevan aplicándonos toda la vida. ¿Tanto te extraña? Los payos siempre han hecho lo que han querido. El que lo desee puede acudir a la Real Audiencia a reclamar sus bienes. Yo no lo haré. Ya has escuchado lo que ocurre en Málaga con las mujeres. En La Carraca nos trataban peor que a los esclavos moros. No, no los reclamaré; prefiero trabajar para los herreros de Sevilla. Nos necesitan. Nos proporcionarán cuanto necesitemos. Mis nietos no se pudrirán en ese arsenal trabajando de por vida, como perros, para el rey y su maldita armada.
Milagros siguió la mano de Rafael García que, por acompañar sus palabras, señaló hacia su familia. ¡Pedro! ¡Pedro García! No se había percatado de su presencia entre tanta gente. Igual que sus primos Carmona, estaba demacrado y consumido, y sin embargo… todo él seguía irradiando fuerza y orgullo.
La muchacha no llegó a escuchar el resto del consejo. ¿Venderse a los herreros sevillanos? Los sangrarían. ¿Y qué otra posibilidad tenían? Milagros no podía distraer su atención de Pedro García. Rafael, su abuelo, sorprendió a todos anunciando que estaba negociando con los payos para que su familia empezase a trabajar sin más demora. Al final, el joven se sintió observado. ¿Cómo no iba a percibir aquella mirada que parecía querer tocarle? Se volvió hacia Milagros. «¿Qué sucederá con los que todavía están presos?», preguntó alguien. Los ancianos mostraron su pesimismo y bajaron la cabeza, negaron o apretaron los labios como si fueran incapaces de responder. «Insistiremos en su libertad», prometió el Conde sin convicción. Pedro García se mantenía hierático al otro lado del patio, frente a Milagros, que notó una sutil flojedad en las piernas, como un cosquilleo. «¿Cómo vamos a insistir en su liberación si ni siquiera somos capaces de reclamar lo que nos pertenece?», clamó una gitana gorda. Cuando los gitanos volvieron a enzarzarse en discusiones, la muchacha creyó observar que Pedro entrecerraba los ojos unos instantes antes de dejar de mirarla. ¿Significaba algo? ¿Se había fijado en ella?