Málaga era una población de poco más de treinta mil habitantes que formaba parte del reino de Granada y que había sido fundada a orillas del Mediterráneo por los fenicios en el siglo VIII antes de Jesucristo. Tras el paso de cartagineses, romanos, visigodos y musulmanes, la Málaga del siglo XVIII, ocupada en derruir los lienzos de sus magníficas murallas nazaríes, presentaba una trama urbana en forma de cruz, con la plaza Mayor en el centro y sus grandes y numerosas construcciones religiosas a lo largo de las aspas.
Sin embargo, la antigua ciudad fenicia no estaba preparada para acoger a las gitanas detenidas. La redada se había producido el 30 de julio, pero el secreto con el que se había llevado a cabo supuso que la orden por la que se elegía a esa ciudad como depósito de las gitanas y sus hijos no llegó a sus autoridades hasta el 7 de agosto, sin tiempo para preparativo alguno. Y para desesperación del cabildo municipal, caravanas de carros cargados de mujeres estaban llegando a la capital provenientes de Ronda, Antequera, Écija, El Puerto de Santa María, Granada, Sevilla…
La Alcazaba, el castillo elegido por el marqués de la Ensenada como prisión, resultaba peligroso por hallarse instalado allí el polvorín del ejército, algo que el noble no había tenido en cuenta. Así, las primeras mujeres fueron internadas en la cárcel real, pero la constante afluencia de ellas hizo que pronto estuviera repleta. Entonces el cabildo requisó algunas casas en la calle Ancha de la Merced, que también resultaron insuficientes. Y si las previsiones de espacio habían fallado, más todavía lo hicieron las destinadas a la manutención de aquel ingente número de personas. El cabildo municipal elevó una petición al marqués para que detuviese la remisión de gitanas al tiempo que le solicitaba los fondos necesarios para atender a las que ya habían llegado. El noble dispuso que las nuevas partidas de gitanas fueran desviadas hacia Sevilla: «En derechura y con seguridad», ordenó.
Al final, en el arrabal de la ciudad, extramuros, las autoridades requisaron las casas de la calle del Arrebolado y clausuraron sus salidas, formando con ello una gran cárcel en la que llegaron a hacinarse, desharrapadas, hambrientas y enfermas, más de mil gitanas con sus hijos menores de siete años. Ana Vega, sin embargo, fue internada en la cárcel real a la espera de juicio como instigadora de la revuelta en el camino a la ciudad.
Y si la situación en Málaga era desesperada, otro tanto sucedía con el arsenal de La Carraca. José Carmona, junto a seiscientos gitanos —quinientos hombres y cien niños— de diversas procedencias, llegó a Cádiz a finales de agosto. Pero a diferencia de Málaga, en donde el cabildo municipal tenía posibilidades de requisar casas para alojar a las imprevistas recién llegadas, el arsenal de La Carraca no era más que un astillero militar cercado y constantemente vigilado para impedir la fuga de los penados y los esclavos que cumplían trabajos forzados. Como sucedía en Cartagena, en La Carraca no cabían los gitanos; sin embargo, si en el arsenal murciano se les pudo alojar en viejas, inútiles e insalubres galeras varadas, en el gaditano se les agrupó en patios y todo tipo de dependencias. De poco sirvieron los memoriales que elevó al consejo el gobernador del arsenal poniendo de relieve la insuficiencia de las instalaciones y el riesgo de motines que se sucederían ante la llegada de aquel contingente de hombres desesperados.
En la época de la razón y la civilidad, la respuesta de las autoridades fue tajante: allí donde habían cabido tantos penados, bien podría alojarse a los gitanos. Se ordenó al gobernador que despidiera a los peones contratados y los sustituyera por aquella masa humana nociva y ociosa; de esa forma se obtendrían los resultados perseguidos por la monarquía borbónica, cuyos ideales distaban mucho de la piadosa resignación ante la pobreza, con la limosna como única solución, que hasta entonces había aceptado la sociedad. El trabajo honraba. En unos tiempos en los que se estaba superando el ancestral concepto de honor que había impedido a los españoles dedicarse a trabajos mecánicos y por lo tanto viles, nadie podía estar ocioso, y menos los gitanos, quienes debían ser útiles a la nación, como los vagos y holgazanes que eran detenidos a lo largo y ancho del reino y destinados a trabajos forzados.
Muy a su pesar, el gobernador de La Carraca obedeció: aumentó las tropas de vigilancia, instaló cepos y horcas en el arsenal como elemento de disuasión para los gitanos, despidió a los trabajadores libres contratados y se empeñó en sustituirlos por los recién llegados. No obstante, atemorizado ante la posibilidad de rebeliones, se negó a quitarles los grilletes y las cadenas.
Las medidas no produjeron resultado alguno. El arsenal de La Carraca, el más antiguo de los astilleros españoles, estaba en los angostos canales o caños navegables que se adentraban en tierra desde la bahía de Cádiz; era un terreno pantanoso, producto de la sedimentación alrededor de una vieja carraca hundida en la zona. El propio marqués de la Ensenada había decidido ampliar aquellos astilleros con la incorporación de la isla de León, también sobre lecho de fango.
José Carmona, como los demás gitanos, fue forzado a trabajar hundido en fango hasta las caderas para preparar los pilotajes de los diques y ayudar a las grandes máquinas de hinca a clavar los largos y fuertes maderos de roble en aquel fondo inestable. Encadenados, los gitanos intentaban con grandes esfuerzos moverse en el lodazal, pero las cadenas hacían todavía más difícil lo que ya de por sí parecía imposible. Se trataba de extraer la máxima cantidad de lodo del recinto de tablestacas previamente delimitado, para clavar los pilotes sobre los que se ensamblaría un entramado de maderas que constituiría la base de la construcción. Bajo los gritos y golpes de los capataces, con el fango a la altura del estómago, José, como muchos otros, se esforzaba con denuedo por desplazarse con una cesta repleta de barro. Podrían haber simulado aquel esfuerzo y haraganear entre el lodo, pero todos querían apartarse de la peligrosa maza de la máquina de hinca que una y otra vez era izada para caer pesadamente sobre la cabeza del pilote. Ya habían presenciado un accidente: el suelo inestable había originado que el pilote se torciese al recibir el impacto de la gran maza de hierro y dos operarios que estaban junto a él habían resultado heridos de gravedad.
En otras ocasiones, José fue empleado en las grúas destinadas al embarque o desembarque de la artillería pesada de los navíos. Cuatro hombres se ocupaban de hacer girar la rueda con palancas que tiraba de la soga que recorría el brazo de madera de la grúa. ¡Hasta cinco mil novecientas libras podían pesar los cañones del calibre veinticuatro! Los guardianes le azotaban a la más mínima indecisión, mientras el cañón era trasladado en volandas desde el barco al muelle.
Y cuando no trabajaba entre el lodo o con las grúas, lo tenía que hacer en las bombas de achique o en las jarcias de los barcos, siempre encadenado —el gobernador mantenía aherrojados hasta a los gitanos que eran ingresados en la enfermería—, para luego pasar las noches tumbado a la intemperie, buscando refugio entre las cuadernas podridas que se amontonaban frente a uno de los almacenes del arsenal. Allí José caía rendido, pero le costaba conciliar el sueño, como a la mayoría de los que le acompañaban en las cuadernas. En la explanada que se abría delante del almacén, varios cepos aprisionaban los cuerpos de algunos gitanos que se habían amotinado. Y ¿cómo iban a poder descansar con hermanos de raza obligados a mirarles con la cabeza atrapada en el cepo?
—Casi todos son de la gitanería —oyó José una noche que los acusaba uno de los herreros del callejón de San Miguel—, ellos y su rebeldía son la causa de que todos estemos aquí.
El reproche no consiguió adhesiones.
—Me gustaría tener sus agallas —se lamentó otro tras unos instantes de silencio en los que muchos de ellos cruzaron sus miradas con los castigados.
¿Agallas? José reprimió una réplica. ¡Claro que habían sido ellos! Y aquellos otros que vagaban los caminos y que se habían librado de la detención. Los Vega. Habían sido gentes como los Vega, Melchor, e incluso Ana los responsables de que sus tobillos estuviesen ahora mismo sangrando por debajo de los grilletes. José Carmona trató de acomodar los hierros para que rozasen lo menos posible sus piernas heridas. «¡Malditos todos ellos!», escupió ante una punzada de dolor.
El gobernador no cedió en la cuestión de las cadenas, pero, para su desesperación, los gitanos no se rendían, ni hombres ni niños, porque habiéndose destinado a los chiquillos a aprender los oficios propios de la reparación de los barcos, carpinteros y calafateadores se negaron en redondo a admitir en sus cofradías a niños gitanos.
Mientras tanto, los motines y las revueltas se sucedían en el arsenal. Todas fueron reprimidas con crueldad. Ningún intento de fuga prosperó y los gitanos continuaron siendo forzados al trabajo, más incluso que los esclavos moros con los que compartían cárcel, que no sacrificio, porque los esclavos comunicaban a Argel las condiciones de trabajo a las que los sometían los españoles y las autoridades berberiscas actuaban con reciprocidad: tan mal como eran tratados los moros en los arsenales, lo eran los españoles cautivos en Berbería. Y la diplomacia borbónica se afanaba por encontrar ese punto intermedio que podía satisfacer los intereses de ambas partes.
A diferencia de los esclavos moros, los gitanos no tenían a quién recurrir. Solo su solidaridad los defendió. Desharrapados, casi desnudos, hambrientos y encadenados, heridos, enfermos muchos, superaron el primer impacto de la detención hasta que renació su carácter altivo y orgulloso: ellos no trabajaban ni para el rey ni para los payos, y no había látigo en el mundo que pudiera obligarles.