Nicolasa vivía en las afueras del pueblo de Jabugo, a poco más de ocho leguas de Barrancos. Tras caminar cerca de tres horas a lo largo de las cuales hablaron poco y se desearon mucho, Melchor asintió complacido cuando ella señaló un chozo solitario en lo alto de una colina desde la que se dominaban los montes circundantes: abigarrados bosques de robles y castaños se combinaban con el monte bajo de encinas. El lugar, pensó Melchor en cuanto lo vio, podía proporcionarle la discreción que pretendía y resultaba adecuado para estar al tanto del paso de cualquier partida importante de contrabandistas en dirección a la raya de Portugal.
Junto a dos grandes perros que acudieron a recibir a Nicolasa, remontaron la colina hasta llegar al chozo: una pequeña construcción circular de piedra, sin ventanas, con una sola puerta baja y estrecha, y techumbre cónica de broza sobre un entramado de troncos. En su interior no se podían dar más de cuatro pasos en línea recta.
—Mi esposo era pastor de puercos… —empezó a contar Nicolasa al tiempo que dejaba el grano adquirido en Aracena sobre un poyo de piedra junto al hogar.
Melchor no le permitió continuar; se apretó a ella desde atrás, la rodeó con sus brazos y alcanzó sus pechos. Nicolasa se quedó quieta y tembló al contacto; hacía mucho tiempo que no mantenía relaciones con un hombre —el trabuco de su esposo, siempre dispuesto, convencía a quienes pudieran pensar o pretender lo contrario— y hacía mucho también que había dejado de tocarse en las noches solitarias: su entrepierna seca, su imaginación desvalida, su ánimo frustrado. ¿Habría cometido un error invitándolo? No llegó a contestarse. Las manos del gitano ya la recorrían entera. ¿Cuántos años hacía que no se preocupaba de su cuerpo?, se recriminó. Entonces escuchó susurros de pasión entrecortados por la respiración acelerada de Melchor y se sorprendió acompasando la suya a aquellos jadeos solo insinuados. ¿Podía ser cierto? ¡La deseaba! El gitano no fingía. Se había detenido en sus muslos, encorvado sobre ella, apretándolos y acariciándolos, deslizando las manos hasta su pubis para volver a descender por ellos. Y a medida que las dudas empezaron a diluirse, Nicolasa se abandonó a sensaciones olvidadas. El «rabo del diablo», sonrió para sí al tiempo que apretaba y friccionaba sus grandes nalgas contra él. Finalmente, se volvió y lo empujó con violencia hasta el jergón en el que había desperdiciado las noches de sus últimos años.
—¡Llama al diablo, gitano! —llegó casi a gritar cuando Melchor cayó sobre el jergón.
—¿Qué dices?
—Necesitarás su ayuda.
Nicolasa tarareaba mientras trabajaba en la porqueriza, un pequeño cercado en la parte trasera del chozo. Tenía cuatro buenas cerdas de cría y algunos lechones a los que alimentaba con bellotas compradas en las dehesas, hierbas, bulbos y frutas silvestres. Como mucha gente de Jabugo y alrededores, vivía de aquellos animales, de sus jamones y chacinas, que elaboraba en un destartalado saladero cuyas ventanas y huecos abría o cerraba al aire de la sierra según le aconsejaba su experiencia.
Mientras ella trabajaba, Melchor dejaba transcurrir los días sentado en una silla a la puerta del chozo, fumando y tratando sin éxito de espantar a los dos grandes perros lanudos que se empeñaban en permanecer junto a él, como si quisieran agradecerle el cambio de humor que se había producido en su ama. El gitano los miraba con el entrecejo fruncido. «No sirve con estos animales», se repetía recordando los efectos que sus miradas de ira causaban en las personas. También les gruñía, pero los perros movían la cola. Y cuando estaba seguro de que Nicolasa no podía verle, dejaba escapar alguna patada, suave, para que no chillaran, pero ellos se lo tomaban como un juego. «Malditos monstruos», mascullaba entonces con el recuerdo del puñetazo que le había pegado Nicolasa la primera ocasión en que trató de soltar su pierna con fuerza sobre uno de los animales.
—No verás un solo lobo en los alrededores —adujo después la mujer—. Estos perros me protegen, a mí y a los cochinos. Cuídate mucho de maltratarlos.
Melchor endureció sus facciones, nunca le había pegado una mujer. Hizo ademán de revolverse, pero Nicolasa se le adelantó.
—Los necesito —añadió dulcificando su tono de voz—, tanto como a tu rabo del diablo.
La mujer llevó su mano a la entrepierna del gitano.
—No vuelvas a hacer eso nunca —le advirtió él.
—¿Qué? —inquirió la mujer con voz melosa, rebuscando entre sus calzones.
—Pegarme.
—Gitano —le dijo con el mismo timbre de voz, al tiempo que notaba cómo el miembro de Melchor empezaba a responder a sus caricias—, si vuelves a maltratar a mis animales, te mataré. —En ese momento apretó con más fuerza sus testículos—. Es sencillo: si no estás dispuesto a convivir con ellos, continúa tu camino.
Sentado a la puerta del chozo, Melchor lanzó una nueva patadita al aire, que uno de los perros acogió levantándose sobre sus patas traseras y caracoleando. No le cabía duda de que Nicolasa cumpliría su amenaza. Le gustaba esa mujer. No era gitana, pero tenía el carácter de una persona curtida en la soledad de las sierras… Y además durante las noches le complacía con aquella pasión desatada que había imaginado nada más verla frente al cajón del ropavejero. Solo echaba de menos una cosa: los cantos de Caridad en la oscuridad y en el silencio de la noche. «Buena mujer, la morena». Algunas noches se la imaginaba ofreciéndole su cuerpo como hacía Nicolasa, exigiéndole más y más, tal como había deseado cuando despertaba abrazado a ella en la gitanería. Salvo esos cánticos por los que había renunciado a disfrutar de Caridad, poco más podía pedir. Incluso había llegado a un acuerdo con Nicolasa cuando esta le exigió que trabajase.
—Mientras el rabo que tienes entre las piernas siga cumpliendo —le dijo parándose en jarras frente a él—, mi cuerpo es gratis…, pero la comida hay que ganársela.
Melchor la miró de arriba abajo con displicencia: bajita, ancha de caderas y hombros, de carnes exuberantes y un rostro sucio que se le mostraba simpático cuando sonreía. Nicolasa aguantó la inspección.
—Yo no trabajo, mujer —soltó él.
—Pues ve a cazar lobos. En Aracena te pagarán dos ducados por cada uno que mates.
—Si es dinero lo que quieres… —Melchor rebuscó entre su faja hasta encontrar la bolsa con lo que había robado al Gordo—. Toma —le dijo lanzándole una moneda de oro que ella agarró al vuelo—. ¿Es suficiente para que no vuelvas a molestarme?
Nicolasa tardó en contestar. Nunca había poseído una moneda de oro; la palpaba y la mordía para comprobar su autenticidad.
—Suficiente —admitió al fin.
Desde entonces, Melchor fue libre de hacer cuanto desease. Algunos días los pasaba sentado a la puerta del chozo, bebiendo y fumando el vino y el tabaco que ella le traía de Jabugo, a menudo acompañado de Nicolasa, tras terminar ella con los puercos y sus demás labores. La mujer se sentaba en el suelo —solo tenían una silla— y respetaba su silencio dejando vagar la mirada por un entorno que poco había imaginado que pudiera volver a deleitarle.
Otros días, cuando Nicolasa llevaba algunos sin bajar a Jabugo, Melchor salía a inspeccionar las sierras para comprobar por sí mismo si el Gordo se acercaba. Era el único dato que había proporcionado a Nicolasa.
—Cada vez que vayas al pueblo —le dijo—, entérate si se sabe de alguna partida importante de contrabandistas. No me interesan los pequeños mochileros que cruzan la raya o cargan en Jabugo.
—¿Por qué? —preguntó ella.
El gitano no le respondió.
Así transcurrió el resto de la primavera y parte del verano. A Melchor los días empezaron a hacérsele largos. Tras las primeras semanas de pasión, ya eran varias las ocasiones en que Nicolasa le había rechazado con la misma vehemencia con la que anteriormente se abalanzaba sobre él. La mujer había trocado su ardor por una actitud cariñosa, como si aquella situación que para el gitano solo era transitoria, ella la apreciase como eterna. Por eso cuando la noticia de la redada contra los gitanos llegó al pueblo, Nicolasa decidió callar. No solo para protegerlo, sino también porque temía, y con razón, que aquel gitano de raza partiera en busca de los suyos en cuanto se enterara.
Cada vez que salía al camino, Nicolasa lo miraba con preocupación y angustia no disimulada y ordenaba a uno de sus perros que lo siguiese, pero Melchor no se acercaba al pueblo. El gitano había llegado a aceptar aquella compañía que le advertía con gruñidos casi imperceptibles de la presencia de alguna persona o alimaña en las solitarias veredas y senderos de la sierra.
Nicolasa le había regalado una antigua casaca del ejército con charreteras y dorados que todavía conservaba algo de su amarillo originario. Melchor sonrió agradecido y emocionado ante el infantil nerviosismo con que ella le entregó la prenda; «Casimiro me dijo lo que buscabas en su puesto del mercado de Aracena», confesó tratando de esconder su ansiedad tras una risa forzada. Los dos perros presenciaban la escena y ladeaban la cabeza de uno a otro. Melchor se puso la chaqueta, que le venía inmensa y colgaba de sus hombros como un saco, e hizo una mueca de aprobación tirando de las solapas y mirándose. Ella le pidió que girara sobre sí para verle entero. Esa noche fue Nicolasa quien buscó su cuerpo.
Pero el tiempo seguía pasando, Nicolasa negaba cada vez que volvía de Jabugo, y Melchor, sabedor de las rutas del contrabando, solo se topaba con algunos miserables mochileros que transportaban a pie, al amparo de la noche, las mercaderías desde Portugal hasta España. «¿Dónde estás, Gordo?», mascullaba en los caminos. El perro, pegado a su pantorrilla, dejaba escapar un largo aullido que quebraba el silencio y se colaba entre los árboles; eran muchas las veces que había escuchado a aquel nuevo amo nombrar al Gordo con un odio que hería hasta a las piedras. «¿Dónde estás, hijo de puta? Vendrás. ¡Como existe el diablo que vendrás! Y ese día… »
—Te he traído cigarros —le anunció Nicolasa a su vuelta de Jabugo, cerca de una semana después, al tiempo que le alargaba un pequeño atado de papantes rematados con su característico hilo colorado: los cigarros de tamaño mediano elaborados en la fábrica de Sevilla, los que los fumadores consideraban los mejores.
Lo hizo con la mirada escondida en el suelo. Melchor frunció el ceño y agarró el atado desde la silla, sentado a la puerta del chozo. Nicolasa se disponía a entrar cuando el gitano preguntó:
—¿No tienes nada más que decirme?
Ella se detuvo.
—No —contestó.
En esta ocasión no pudo dejar de clavar sus ojos en los de él. Melchor los percibió acuosos.
—¿Dónde están? —inquirió.
Una lágrima brillante se deslizó por la mejilla de Nicolasa.
—Cerca de Encinasola. —En eso no se atrevió a mentir. Melchor le había pedido que le informara si se enteraba de algo, así que añadió con voz trémula—: Algunos de los de Jabugo han ido a sumarse a ellos.
—¿Cuándo se les espera en Encinasola?
—Uno, dos días a lo más.
Parada frente a él, las piernas juntas, las manos entrelazadas por delante de su vientre, con la garganta agarrotada y las lágrimas corriendo ya libres por su rostro, Nicolasa observó la transformación del hombre que había venido a cambiar su vida: las arrugas que surcaban su rostro se tensaron y el centelleo de sus ojos de gitano, bajo las cejas fruncidas, pareció afilarse como si de un arma se tratase. Todas las fantasías de futuro con las que ingenuamente había jugueteado la mujer en sus sueños se desvanecieron tan pronto como Melchor se levantó de la silla y tiró de los faldones de su chaqueta amarilla, la mirada extraviada, todo él perdido.
—Mantén a los perros contigo —dijo en un susurro que a Nicolasa le pareció atronador. Luego rebuscó en su faja y extrajo otra moneda de oro—. Nunca pensé que la primera que te di fuera suficiente —declaró. Cogió una de sus manos, la abrió, depositó la moneda en su palma y volvió a cerrarla—. Nunca te fíes de un gitano, mujer —añadió antes de darle la espalda y emprender el descenso de la colina.
Nicolasa se negó a admitir el fin de sus sueños. En su lugar, centró su mirada borrosa en el atado de papantes con sus hilillos colorados que Melchor había olvidado en la silla frente al chozo.
Dependía de dónde decidieran hacer noche. De Encinasola a Barrancos había dos leguas escasas, y Melchor sabía que el Gordo —si es que aquella era su partida— haría todo lo posible por llegar a Barrancos. A diferencia de lo que sucedía en España, en Portugal no había estanco del tabaco. En el país luso, el comercio estaba arrendado a quien más pujaba por él, arrendadores que, a su vez, abrían dos tipos de establecimientos: los de venta a los propios portugueses y los destinados al contrabando con los españoles. Melchor recordó el gran edificio de Barrancos con almacenes para el tabaco de humo de Brasil, habitaciones, lugar para el descanso de los contrabandistas y numerosas y bien dispuestas cuadras. Méndez, el arrendador, no cobraba por todas esas comodidades con que agasajaba a sus clientes, sobre todo si eran grandes partidas como las de las gentes de Cuevas Bajas y sus alrededores, aunque tampoco lo hacía a los humildes mochileros, a quienes hasta llegaba a fiar o financiar sus trapicheos.
«Sí, el Gordo tratará de llegar a Barrancos para saciar su tripa con buena comida, emborracharse y yacer con mujeres, a buen resguardo de las ineptas pero siempre molestas rondas reales», concluyó Melchor sentado en el tocón de un árbol a mitad de camino entre Encinasola y Barrancos. Las dos villas parecían enfrentarse la una contra la otra en la distancia, ambas emplazadas sobre peñascos, con sus castillos, el de Encinasola en la propia villa, el de Barrancos algo alejado de la suya, destacando y dominando el valle que las separaba y que poco tenía en común con la agreste naturaleza de Jabugo y sus alrededores.
Pasaba del mediodía y el sol caía a plomo. Melchor se había adelantado bastante a la posible llegada de los contrabandistas y desde el amanecer permanecía sobre aquel incómodo pedazo de madera muerta, cerca de la ribera del río Múrtiga, donde encontró una arboleda que le protegía del sol. A veces miraba hacia el pueblo, aunque sabía que no era necesario: el alboroto los precedería. Ni siquiera haría falta un gran bullicio, pues el silencio era tal que Melchor oía hasta su propia respiración. Algunos paisanos, pocos, desfilaron frente a él camino de sus campos y labores. Melchor se limitó a mover la cabeza casi imperceptiblemente en contestación a sus atemorizados saludos en el dialecto de la zona. Todos sabían ya de la proximidad de los contrabandistas, y aquel gitano con grandes aros colgando de sus orejas y su descolorida chaqueta amarilla solo podía ser uno de ellos. Mientras tanto, entre fugaces vistazos hacia Encinasola y huidizos saludos a los campesinos, Melchor recordaba al tío Basilio, al joven Dionisio y a Ana. ¡Jamás, hiciera lo que hiciese, su hija le había recriminado nada! ¿Qué haría cuando llegase la partida del Gordo? Trató de librarse de aquella inquietud; ya decidiría entonces. Le hervía la sangre. ¡Nadie iba a decir jamás que Melchor Vega, de los Vega, se escondía de nadie! Lo matarían. Quizá el Gordo ni siquiera permitiría que le retase: ordenaría a alguno de sus lugartenientes que le descerrajase un tiro allí mismo y luego continuaría su camino con una sonrisa en la boca, tal vez una carcajada; probablemente escupiría desde lo alto del caballo sobre su cadáver, pero no le importaba.
Un pequeño grupo de mujeres cargadas con cestas con pan y cebollas para sus hombres pasó por delante de él en silencio, cabizbajas. Había vivido demasiado, pensó con la mirada puesta en sus espaldas. Los dioses gitanos o el dios de los curas le habían regalado unos cuantos años. Vivía de prestado. Debería haber muerto en galeras, como tantos otros, pero si no había fallecido remando al servicio del rey… Apretó los labios y se miró las manos: pellejos sembrados de multitud de manchas oscuras que destacaban incluso sobre su color agitanado. Trató de acomodarse sobre el tocón y le dolieron todos los músculos, anquilosados ya por el paso de las horas; quizá no fuera más que un viejo, como aquel que le había cedido su cama en la gitanería por una mísera moneda. Sintió una inquietante comezón en las cicatrices dejadas por el látigo del cómitre en su espalda. Suspiró y volvió la cabeza hacia Encinasola.
—Si no morí al servicio del hijo de puta del rey —se dijo en voz alta, dirigiéndose a algún lugar mucho más allá del pueblo que se ofrecía a sus ojos—, ¿qué mejor forma de hacerlo ahora, cuando ya no soy más que un despojo, tapando así cualquier boca dispuesta a compararme con una mujer?
Como suponía, los oyó mucho antes de que fueran visibles en el camino de salida de Encinasola, a media tarde. Una larga y desbaratada columna de hombres: algunos montados; otros, la mayoría, con caballos, mulas o borricos del ronzal. Entre todos ellos, muchos simples mochileros. Gritos, insultos y risotadas los acompañaban, pero la algarabía cesó en los oídos de Melchor en cuanto reconoció al Gordo, flanqueado por sus lugartenientes, a la cabeza. «Morena —pensó entonces con media sonrisa en los labios—, en qué lío me has metido». El murmullo de los lúgubres y monótonos cánticos de Caridad sustituyó a cualquier sonido en el interior de Melchor. El gitano, con la vista fija en la columna que se acercaba, ensanchó su sonrisa.
—Lo único que siento es que voy a morir sin haber catado tu cuerpo, morena —dijo en voz alta—. Seguro que habríamos hecho buena pareja: un viejo galeote y la esclava más negra de las Españas.
El Gordo y sus hombres no tardaron en llegar a su altura pero sí en reconocerle: el sol atacaba sus ojos. La columna de hombres se apelotonó a espaldas de su capitán cuando este y los dos que lo flanqueaban frenaron a sus monturas de repente.
Melchor y el Gordo enfrentaron sus miradas. Los lugartenientes, tras la sorpresa inicial, observaban los alrededores: árboles y matorrales, piedras y desniveles, por si se trataba de una emboscada. Melchor percibió su inquietud. No había pensado en esa posibilidad: creían que no estaba solo.
«El Galeote…», el rumor corrió entre las filas de contrabandistas. «Está el Galeote», se susurraron unos a otros.
—¿Ya has salido de tu agujero? —preguntó el Gordo.
—He venido a matarte.
Un murmullo se alzó en las filas de contrabandistas hasta que el Gordo soltó una carcajada que las acalló.
—¿Tú solo?
Melchor no contestó. Tampoco se movió.
—Podría acabar contigo sin echar pie a tierra —le amenazó el contrabandista.
El gitano dejó transcurrir unos instantes. No lo había hecho. No había disparado. El Gordo dudaba; los demás también.
—Solos tú y yo, Gordo —dijo Melchor al cabo—. No tenemos nada contra los demás —añadió señalando a los otros dos.
El uso del plural obligó a los lugartenientes a volver a recorrer con la mirada la zona; el correteo de un animal que escapaba, el susurrar del viento entre el follaje, el más mínimo ruido llamaba su atención, tal y como le sucedió al Gordo ante el simple revoloteo de un pajarillo. Podía haber gitanos escondidos y apuntándoles con sus armas. Sabía de la detención masiva, pero también sabía que muchos de los de la gitanería habían logrado escapar, y esos pertenecían en su mayoría a la familia de los Vega, fieles hasta la muerte a su gente y a su sangre: al Galeote. ¡Bastaba con que solo uno de ellos estuviera apuntando a su cabeza en aquel preciso instante! El Galeote no podía haber ido a enfrentarse él solo a toda una partida de hombres, no estaba tan loco. ¿Dónde podían estar? ¿Entre las ramas de uno de los árboles?, ¿tumbados tras alguna roca?
Melchor aprovechó aquel momento de indecisión y se levantó del tocón. Sus músculos respondieron como si el riesgo, la cercanía de la lucha y el incierto desenlace les hubieran insuflado una extraña vitalidad.
—Puedes huir, Gordo —gritó para que todos le oyeran—, puedes espolear a tu caballo y quizá… quizá tengas suerte. ¿Quieres probarlo, asqueroso saco de grasa? —volvió a gritar.
Solo el roce de los inquietos pies de los hombres sobre la tierra del camino y el rebufar de alguna de las caballerías rompieron el silencio que siguió al insulto.
—He venido a matarte a ti, hijo de puta. Tú y yo solos. —El gitano extrajo su navaja de la faja y la abrió lentamente, hasta que la hoja brilló fuera de sus cachas de hueso—. Nadie más tiene por qué resultar herido. ¡He venido a morir! —aulló Melchor con la navaja ya abierta en su mano—, pero si lo hago de otra forma que no sea luchando cuerpo a cuerpo contra vuestro capitán, muchos de vosotros sufriréis las consecuencias. ¿Acaso no es esa la mejor forma de resolver los problemas?
Entre algún que otro murmullo de asentimiento a sus espaldas, el Gordo percibió que sus dos lugartenientes no refrenaban lo suficiente a sus monturas y se iban separando sensiblemente de él.
Melchor, plantado a unos pasos del caballo, con el descolorido amarillo de su chaqueta resucitado por el sol que brillaba a su espalda, también se dio cuenta.
—¿Piensas huir como una mujer asustada? —le retó.
Si lo intentaba perdería el respeto de sus hombres y con él toda posibilidad de volver a capitanear una partida, el Gordo lo sabía. Exhaló un largo bufido de hastío, escupió a los pies del gitano y echó pie a tierra con dificultad.
No había llegado a tocar suelo cuando los hombres estallaron en vítores y empezaron a cruzar apuestas. Los lugartenientes se apartaron a un lado del camino. Los demás fueron a disponerse en círculo alrededor de los contendientes, pero Melchor se lo impidió: tenía que continuar manteniendo el engaño de la emboscada. Si entre todos ellos llegaban a ocultar al Gordo…, Melchor retrocedió algunos pasos con la mano extendida, indicando al gentío que se le venía encima que se detuviera.
—¡Gordo! —gritó en el momento en que los primeros de ellos obedecieron—. ¡Antes de que tus hombres lleguen a rodearnos, alguien te volará la cabeza! ¿Has entendido? Todos detrás de ti, en el camino… ¡Ya!
El contrabandista hizo un imperativo gesto a sus lugartenientes, que se ocuparon de mantener a los demás en el camino. Muchos montaron en las caballerías que llevaban del ronzal, para ver mejor. Los de las últimas filas pidieron a gritos a los de delante que se sentasen, y de tal guisa, en una especie de media luna que se extendía más allá del camino, a modo de anfiteatro, aplaudieron y jalearon a su capitán cuando este abrió una gran navaja y la apuntó hacia el gitano. Algunos campesinos y sus mujeres, de vuelta al pueblo, observaban atónitos desde la distancia.
Los dos contendientes se sopesaron, moviéndose en círculo, brazos y navajas extendidos, procurando evitar el sol en los ojos. El Gordo se movía con una agilidad impropia de sus condiciones, observó Melchor. No debía menospreciarlo. No se capitaneaba una partida de contrabandistas de Cuevas Bajas si no se sabía pelear y defender el puesto día a día. En aquellos pensamientos estaba cuando el Gordo se abalanzó sobre él y lanzó un navajazo al hígado que Melchor logró esquivar no sin dificultades; trastabilló al separarse del embate del contrabandista.
—Estás viejo, Galeote —le escupió mientras Melchor trataba de recuperar el equilibrio y la gente silenciaba los gritos y aplausos con los que había premiado aquel primer embate—. ¿Eras tú el que me comparaba con una mujer que quería huir? ¿Tanto has peleado con ellas que has olvidado cómo lo hacen los hombres?
Las risas con que los contrabandistas acogieron sus palabras enfurecieron al gitano, pero sabía que no debía dejarse llevar por la ira. Frunció el ceño y continuó moviéndose en derredor del otro, tanteándole con su arma.
—La última mujer con la que he peleado —mintió al tiempo que se preparaba para un seguro embate— fue la puta a la que pagué con el medallón de tu esposa. ¿Lo recuerdas, saco de sebo? ¡La jodí a tu cuenta, pensando en tu mujer y tus hijas!
La respuesta, como presumía Melchor, no se hizo esperar. El Gordo prestó mayor atención al tenso silencio de sus hombres que a la prudencia y se lanzó cortando el aire con su navaja. Melchor lo esquivó, lo rodeó y le hirió con una raja a la altura del pecho que hizo que el color blanco de su camisa se confundiera con el rojo de la faja que se apretaba en su enorme barriga.
«¡Lo tengo!», se dijo el gitano al comprobar cómo se revolvía el Gordo, con el rostro congestionado y la sangre brotando de su pecho, mientras se peleaba a cuchilladas con el aire. Melchor esquivó una, dos, tres veces sus ciegos embates. Lo hirió de nuevo, en el muslo izquierdo, y luego soltó una carcajada que rompió el silencio en que se mantenían los hombres de la partida.
—Y las perlas de tu mujer… —El gitano saltaba a uno y otro lado, confundiendo a su enemigo todavía más. Se sentía joven y extrañamente ágil. Evitó un nuevo embate y clavó su cuchillo en la axila derecha del Gordo, que se vio obligado a coger la navaja con la izquierda—. ¡Las luce mi nieta, perro inmundo! —gritó Melchor tras apartarse varios pasos de él.
—La mataré después de a ti —contestó el otro sin darse por vencido—, pero primero se la entregaré a mis hombres para que disfruten de ella. ¿La has traído contigo? —añadió señalando con la navaja más allá del camino, hacia los árboles.
Melchor decidió acabar, agarró con fuerza su arma y se acercó a su oponente dispuesto a dar el golpe final.
—Mejor habría estado con toda la chusma de gitanos detenidos en Triana el mes pasado…
El Gordo no llegó a terminar la frase. La decisión con la que Melchor se acercaba a él se desvaneció ante sus palabras. El contrabandista percibió la confusión en el semblante del gitano; sus brazos y sus piernas se habían paralizado. ¡No lo sabía! ¡Ignoraba la redada! El Gordo aprovechó la duda de su oponente, se movió con rapidez y hundió la navaja, cuan larga era, en su vientre.
Melchor, con la sorpresa en el rostro, se inclinó, llevó la mano libre a la herida y retrocedió unos pasos.
—¡No hay gitanos! —chilló excitado el Gordo entre los vítores y aplausos de su gente tras el navajazo—. ¡Está solo!
—¡Es tuyo! —le animó uno de sus lugartenientes—. ¡Acaba con él!
El griterío atronó.
Ensangrentado, con el brazo derecho colgando al costado, el contrabandista se abalanzó sobre Melchor, que en su intento por evitar el ataque, tropezó y cayó al suelo, de espaldas. Los hombres, ya sin miedo a una emboscada, se levantaron y empezaron a correr donde el Gordo, parado sobre Melchor, había recuperado su cínica sonrisa. Muchos pudieron ver cómo el gitano se encogía sobre sí mismo y se agarraba el estómago con ambas manos, rendido; otros, sin embargo, solo alcanzaron a distinguir la fugaz estela de dos grandes perros que aparecieron de la nada y se lanzaron sobre su capitán, uno al muslo, allí donde sangraba por la herida que le había infligido Melchor; el otro directamente al cuello cuando el Gordo cayó por el embate del primero.
La mayoría de los hombres se quedaron paralizados; algunos intentaron acercarse a los perros, pero los gruñidos con que estos los recibieron, sin soltar su presa, les obligaron a desistir. El Gordo permanecía cerca de Melchor, tan quieto como lo estaban los dos grandes perros, ambos con sus poderosas mandíbulas, acostumbradas a luchar contra los lobos de la sierra, apretando lo justo, como si esperasen la orden definitiva para hincar sus colmillos en las carnes del contrabandista.
—¡Disparadles! —sugirió alguien.
Sin atreverse a hablar, el Gordo consiguió negar frenéticamente con una mano, por debajo del animal que le apretaba el muslo.
—¡Podríais herir al Fajado! —se opuso al mismo tiempo uno de los lugartenientes—. Que nadie dispare ni se acerque.
—Morded —alcanzó a murmurar Melchor. Los perros no le obedecieron pero recibieron su voz con un meneo de sus colas que el gitano no llegó a ver—. ¡Morded, malditos! —logró aullar en un grito de dolor.
—No lo harán.
Los contrabandistas se volvieron hacia Nicolasa, que había aparecido al margen del camino con el arma de su difunto esposo en las manos.
—No lo harán… mientras yo no se lo ordene.
Le tembló la voz al hablar. El dolor que había sentido en su propio estómago al contemplar cómo el contrabandista hundía su navaja en el de Melchor se había trocado ahora en un tremendo agarrotamiento. Había azuzado a los perros en cuanto lo vio caer al suelo y comprendió que su suerte estaba echada. Luego salió al camino, ciega, resuelta a luchar por el gitano, pero de repente se había encontrado rodeada de hombres rudos y malcarados, todos enormes comparados con ella.
—Si es la mujer quien tiene que dar la orden… ¡matémosla! —propuso uno de los contrabandistas haciendo ademán de abalanzarse sobre Nicolasa.
El disparo atronó y el hombre salió despedido hacia atrás, con el rostro destrozado por las postas del trabuco.
Nicolasa no se atrevió a mirar a los demás. Había disparado como lo hacía cuando los lobos se acercaban al chozo: sin pensar. Nunca lo había hecho contra un hombre, por más que alardeara de ello si alguno se acercaba a sus dominios. Los gruñidos de sus perros la devolvieron a la realidad. El Gordo volvió a golpear con frenesí sobre la tierra del camino con su mano libre. Ella recargó el arma tratando de controlar el temblor de sus manos, vigilando de reojo a los hombres que la rodeaban.
—Que nadie haga nada —ordenó de nuevo uno de los lugartenientes.
Nicolasa respiró con fuerza al tiempo que atacaba por segunda y última vez el cañón del trabuco con la baqueta. Luego empezó a colocar la pólvora fina en la chimenea del arma. Todos estaban pendientes de ella… y de los perros. Carraspeó.
—Si alguien pretende dañarme… —volvió a carraspear, le costaba hablar—, los perros acudirán en mi defensa, pero primero acabarán con ese desgraciado igual que lo hacen con los lobos. Nunca dejan un enemigo vivo. —Comprobó la disposición del arma, asintió y volvió a empuñarla. Algunos se apartaron y se sintió fuerte—. Un solo apretón de esa mandíbula y vuestro capitán morirá —añadió dirigiéndose al lugar donde yacía Melchor. Entonces alzó la mirada hacia uno de los lugartenientes, todavía a caballo, y se encontró con un semblante que parecía animarla. ¿Qué…? ¡Ambición! Eso era lo que reflejaban sus ojos—. ¿O quizá desearíais que muriese? —especuló en voz más baja, directamente hacia el lugarteniente—. ¿Qué vais a hacer con un capitán cobarde, obeso y además manco? He visto la pelea. Esa herida en su axila no sanará.
El lugarteniente se llevó una mano al mentón, meditó unos segundos, agarró con fuerza su arma y asintió.
Nicolasa esbozó media sonrisa: saldría con bien de aquel lío.
—¿Qué…? —quiso oponerse el segundo lugarteniente cuando un repentino disparo del otro acalló sus quejas y lo desmontó del caballo con un balazo en el pecho.
Un rumor corrió entre los hombres, pero ninguno de ellos alzó la voz: se trataba de una cuestión entre los jefes, como tantas otras que habían vivido.
—Tú y tú —la mujer se dirigió a dos contrabandistas cercanos y luego señaló a Melchor—, cargadlo… —Boqueó en busca de aire a la vista de las manos del gitano, empapadas en sangre y crispadas sobre su estómago—. ¡Cargadlo en un caballo! —logró concluir.
—Hacedlo —les confirmó su ya nuevo capitán, indicándoles el caballo del Gordo.
Melchor no podía mantenerse en la montura. Lo cruzaron sobre ella como un fardo. La cabeza le colgaba.
—Vas a morir, Gordo —escupió el gitano antes de contraer su rostro en un rictus de dolor.
Y mientras el contrabandista volvía a golpear la tierra con la mano, Nicolasa agarró la rienda del caballo en el que iba Melchor y se internó con él entre los árboles.
Nadie osó moverse durante un largo rato. Los dos perros continuaron sobre su presa, que ahora acompañaba con gemidos los ya débiles golpes. Al cabo se oyó un silbido agudo de entre la arboleda. Entonces uno de los perros tiró de la pierna, como si pretendiese arrancarla del torso, y el otro hundió sus fauces en el cuello del Gordo. Al animal le bastó voltear la cabeza con violencia un par de veces para saber que su presa había fallecido. A diferencia de los lobos, que peleaban por su vida, el hombre se había dejado matar como un puerco. Luego los dos perros corrieron en pos de su ama.
Antes de que los animales alcanzasen a Nicolasa, en la espesura, Melchor volvió a hablar.
—¿Tú sabías lo de los gitanos?
Ella no contestó.
—Déjame morir —susurró él.
—Calla —dijo la mujer—. No hagas esfuerzos.
—Déjame morir, mujer, porque si logras curarme, te abandonaré.
La llegada de los perros con los morros ensangrentados permitió a Nicolasa aclarar esa garganta que se le había agarrotado ante la amenaza de Melchor.
—Buenos chicos —susurró a los animales mientras estos correteaban entre las patas del caballo—. Mientes, gitano —dijo después.