Llevaban cuatro días de camino, racionando el agua y el cerdo salado que les había proporcionado fray Joaquín antes de su partida, y hasta la vieja María dudó si el religioso podía llegar a tener razón con sus dioses y diablos cuando, después de que decidieran huir hacia Portugal, trazaron su itinerario junto a un fray Joaquín abatido que, no obstante, se empeñó en ayudarlas como si con ello purgase el error cometido.
—Hay dos rutas principales que debéis evitar —les aconsejó—: la de Ayamonte, hacia el sur, y la de Mérida, hacia el norte. Esas son las más transitadas. Existe una tercera que en las cercanías de Trigueros se bifurca de la de Ayamonte para dirigirse a Lisboa por Paymogo, ya cerca de la raya. Debéis buscar esa, la que cruza el Andévalo, siempre hacia poniente; rodead la sierra en dirección a Valverde del Camino y después hacia poniente. Allí tendréis menos posibilidades de sufrir un mal encuentro con los justicias o los soldados.
—¿Por qué? —se interesó Milagros.
—Lo comprobaréis. Dicen que cuando Dios creaba la tierra, se cansó tras el esfuerzo que tuvo que hacer en las maravillosas costas del mar bético y decidió descansar, pero para no interrumpir la creación permitió que el diablo continuase su obra. De ahí nacieron las tierras del Andévalo.
Y lo comprobaron.
—¡En buena hora se cansó el Dios de tu fraile, niña! —se quejó por enésima vez la vieja María, arrastrando, igual que las otras dos, sus pies descalzos por veredas secas y áridas bajo el sol de agosto.
Evitaban los caminos y las poblaciones y caminaban sin un árbol a cuya sombra cobijarse, puesto que allí donde se elevaban los encinares o alcornocales se arracimaban rebaños de ovejas o cabras, o piaras de cerdos custodiadas por pastores con los que no deseaban encontrarse.
—¡Nos tenía que tocar un Dios holgazán! —masculló la anciana.
Pero, con la excepción de aquellas dehesas, la mayoría de los campos que no estaban próximos a los pueblos eran baldíos; grandes extensiones de tierra sin provecho. Más allá de Sevilla eran contadas las ocasiones en que a lo largo de esos días habían vislumbrado algún labrador, cuya actitud en la distancia había sido siempre la de apoyarse sobre su azada para, con la mano a modo de visera, preguntarse quiénes eran aquellos caminantes que evitaban acercarse.
Viajaban al amanecer y al atardecer, cuando el sofocante calor parecía menguar. Cuatro o cinco horas de camino por etapa, con las que ni de lejos podrían hacer las cuatro o cinco leguas que correspondían, pero eso ellas tampoco lo sabían. Andando por aquellos campos yermos, en soledad y sin referencias, empezaba a asaltarlas cierta sensación de desaliento: ignoraban dónde se encontraban ni cuánto les restaba de viaje; solo sabían —así se lo había dicho fray Joaquín— que debían cruzar el Andévalo hacia poniente hasta toparse con el río Guadiana, cuyo curso delimitaba en gran parte la frontera con Portugal.
Caminaban en fila; Milagros encabezaba la marcha.
—Ocúpate de vigilar a María —le había ordenado a Caridad, señalando hacia atrás con uno de sus pulgares, en un momento en que esta trató de acompasarse con ella.
Milagros no tuvo oportunidad de arrepentirse del tono utilizado ni de percatarse de la decepción que su amiga fue incapaz de ocultar. Sus pensamientos la llevaban a sus padres, separados entre sí, separados de ella…, temía imaginar siquiera dónde estarían y qué harían. Y lloraba. Entreveía los caminos con los ojos anegados en lágrimas y no deseaba que nadie la molestara en su dolor. Trabajos forzados para los hombres, había dicho fray Joaquín. Ignoraba qué se hacía en el arsenal de La Carraca de Cádiz. ¿A qué estarían forzando a su padre? Recordó la última vez que la había perdonado, ¡como tantas otras a lo largo de su vida! «Hasta que no consigas que todos los gitanos de esta huerta se rindan a tu embrujo», le había exigido. Y ella había bailado buscando su aprobación, moviendo su cuerpo al ritmo del orgullo de padre que chispeaba en sus ojos. ¿Y su madre? La garganta se le agarrotaba y las piernas parecían negarse a proseguir camino a su solo recuerdo, como si al huir de ella estuviera traicionándola. Mil veces pensó en volver atrás, entregarse, buscarla y lanzarse a sus brazos…, pero no se atrevía.
Cuando el sol apretaba o la noche caía, buscaban algún lugar donde refugiarse. Comían cerdo salado, bebían unos sorbos de agua caliente y fumaban los cigarros que Caridad todavía conservaba en su hatillo. Luego, rendida al calor, la muchacha sollozaba en silencio; las otras respetaban su aflicción.
—Parece que fray Joaquín tenía razón: esta tierra solo puede haber sido obra del diablo —comentó con hastío al final de aquella jornada mientras señalaba una higuera solitaria que se recortaba contra el ocaso.
Desde atrás, la anciana gruñó.
—Niña, el diablo nos ha engañado: estaba reencarnado en el fraile que ha conseguido lanzarnos a los caminos. ¡Así se pudra el maldito cura en ese infierno suyo!
La muchacha no respondió; había avivado la marcha. Caridad, tras ella, dudó y se volvió hacia la curandera: cojeaba encorvada, renegando por lo bajo a cada paso. La esperó.
La vieja María, agotada por el esfuerzo, tardó en llegar a su altura, donde se detuvo con un quejido exagerado y ladeó la cabeza. Miró hacia arriba, al raído sombrero de paja con el que Caridad se cubría.
—Morena, con esa mata de pelo que tienes en la cabeza, no sé para qué quieres un sombrero.
Caridad se destocó y mantuvo el sombrero por delante de su vestido grisáceo de lienzo tosco, junto a su hatillo.
—¡Qué negra eres! —exclamó la curandera—. ¿También a ti te envía el diablo?
—¡No! —se apresuró a negar ella con el susto en su semblante.
La vieja se permitió una mueca triste ante tal demostración de candidez.
—Seguro que no —trató de tranquilizarla—. Ayúdame.
María fue a ofrecerle su antebrazo, pero Caridad volvió a tocarse y, antes de que la otra pudiera quejarse, la alzó en volandas, la sostuvo entre sus brazos como si fuera una niña pequeña y reemprendió la marcha tras una Milagros que se había distanciado sensiblemente de ellas.
—¿Acaso el diablo la llevaría a cuestas? —le preguntó Caridad con una sonrisa.
La vieja María asintió satisfecha.
—No es una litera al estilo de las grandes señoras sevillanas —comentó la anciana una vez se hubo repuesto del embate de Caridad; había pasado el brazo tras su nuca e incluso se había acomodado—, pero sirve. Gracias, morena y, como diría ese fraile que nos ha engañado, que Dios te lo pague.
La gitana continuó hablando y quejándose del estado de sus pies, de su vejez, del fraile y del diablo, de los payos y de aquella tierra áspera e inculta hasta que Caridad se detuvo de repente a varios pasos de la higuera. María notó la tensión en los brazos de Caridad.
—¿Qué…?
Calló al mirar hacia el árbol: contra la luz rojiza que ya rasaba los campos, la figura de Milagros aparecía recortada y enfrentada a otra más alta que ella, la de un hombre, sin duda, que la agarraba y la zarandeaba.
—Déjame en el suelo, morena, despacio —le susurró mientras buscaba en el bolsillo de su delantal el cuchillo de las plantas—. ¿Has peleado alguna vez? —añadió ya en pie y con la navaja en la mano.
—No —contestó Caridad. ¿Había peleado? A su mente acudieron las ocasiones en que se había visto obligada a defender de los demás esclavos su fuma o la ración de funche con bacalao que les suministraban a diario: simples reyertas entre hambrientos desgraciados—. No —reiteró—, nunca lo he hecho.
—Pues ya es hora de que lo hagas —soltó la otra entregándole el cuchillo—. Yo no tengo ni fuerza ni edad para estas cosas. Clávaselo en un ojo si es necesario, pero que no toque a la niña.
De repente Caridad se encontró con el arma en la mano.
—¡Apresúrate, negra del demonio! —chilló la anciana haciendo aspavientos en dirección al hombre, que ya había atraído hacia sí a la muchacha.
Caridad titubeó. ¿Clavárselo en un ojo? Nunca antes…, ¡pero Milagros la necesitaba! Fue a dar un paso cuando el grito de María hizo que la muchacha se apercibiera de su presencia. Entonces se liberó del hombre, alzó un brazo y las saludó agitándolo en el aire.
—¡Espera! —rectificó la curandera ante la tranquilidad que reconoció en el gesto de la muchacha—. Quizá no sea hoy el día en que tengas que… demostrar tu valor —arrastró las últimas palabras.
Era gitano y se llamaba Domingo Peña, herrero ambulante del Puerto de Santa María, una de las poblaciones en las que habían sido detenidos más gitanos, y llevaba un par de semanas herrando caballerías y arreglando aperos de labranza en el Andévalo.
—Exceptuando las grandes poblaciones, que son pocas —explicó el gitano, todos sentados bajo las grandes hojas de la higuera—, en los demás lugares los herreros han llegado a desaparecer, aunque son imprescindibles para los trabajos del campo —añadió al tiempo que señalaba sus herramientas: un yunque diminuto, un viejo fuelle de piel de carnero, unas pinzas, un par de martillos y algunas herraduras viejas.
La curandera todavía lo miraba con cierto recelo.
—¿Qué te hacía ese hombre? —le había recriminado en susurros a Milagros nada más acercarse.
—¡Me abrazaba! —se defendió la muchacha—. Lleva tiempo en el Andévalo y no sabía nada de la redada de los nuestros. Lloraba por la suerte de su mujer y sus hijos.
—Aun así, no te dejes abrazar. No es necesario. Que lloren en otro hombro.
Milagros aceptó la riña y asintió, cabizbaja.
Bajo la higuera, Domingo las interrogó acerca de la detención de los gitanos. Aunque hablaban en caló, la jerga de los gitanos que Caridad había empezado a comprender en la gitanería, fueron los gestos de desesperación y el semblante de angustia que se reflejó en el rostro de aquel hombre tan enjuto como fibroso, de fuertes brazos de forjador con largas venas que se hinchaban por la tensión del momento, los que captaron su atención. Domingo había dejado atrás tres hijos varones mayores de siete años, edad a la que, según acababan de contarle las mujeres, serían separados de su madre y destinados a trabajos forzados. Juan —enunció con un hilo de voz, María y Milagros dejándole hablar, encogidas—, el menor de ellos, un mozalbete vivaracho. Le gustaba golpear sobre el yunque los restos de los hierros y a veces hasta tarareaba algo parecido a un martinete al ritmo que marcaba la herramienta. Francisco, de diez, introvertido pero inteligente, cauto, siempre atento a todo; y el mayor, Ambrosio, de tan solo un año más que su hermano. Se le quebró la voz. El crío había caído desde un peñasco a resultas de lo cual mostraba las piernas deformes. ¿También a Ambrosio lo habrían separado de su madre para enviarlo a trabajos forzados en los arsenales? Ni la vieja ni la muchacha se atrevieron a responder, pero Domingo insistió extraviado y repitió la pregunta: ¿Habrían sido capaces de hacerlo? Y cuando el silencio volvió a contestarle se echó las manos al rostro y estalló en llanto. Lloró delante de las mujeres sin tratar de esconder su debilidad. Y aulló al cielo ya estrellado con unos gritos de dolor que resquebrajaron el aire cálido que los rodeaba.
—Me entregaré —les comunicó Domingo al amanecer del día siguiente. No se veía capaz de recorrer los pueblos para continuar herrando a cambio de una mísera moneda sabiendo que en aquellos mismos instantes sus pequeños estarían sufriendo. Los buscaría y se entregaría.
Caridad intuyó en el tono de voz y en la actitud del gitano la trascendencia de lo que estaba diciendo.
—Yo no sé si hacerlo —reconoció Milagros.
A la vieja María no le sorprendió la confesión: lo presentía. Cuatro días llorando sin cesar la detención de sus padres era demasiado para la muchacha. La había oído por las noches, cuando creía que las demás dormían; había percibido sus sollozos reprimidos en las largas horas del día en las que se refugiaban del calor y había observado, mientras andaba tras ella, cómo temblaban sus hombros y se estremecía su cuerpo. Y no se trataba de la desesperación o del implacable dolor originado por la muerte de un ser querido, se decía la vieja; el sufrimiento por la separación podía tener remedio: entregarse.
—No hago más que pensar… —empezó a añadir Milagros antes de que el herrero la interrumpiese.
—No lo hagas, niña —la exhortó el gitano—. Yo no desearía que mis hijos se entregasen. Seguro que tus padres tampoco lo desean. Conserva tu libertad y vive; es lo mejor que puedes hacer por ellos.
—¿Vivir? —Milagros abrió su mano para abarcar los campos áridos que amenazaban ya con quemarles los pies un día más.
—Dejad el Andévalo y bajad a la costa, hacia tierra llana…
—¡Nos detendrán! —se opuso la muchacha.
—¿Qué podríamos hacer allí? —terció la anciana con interés.
—Allí encontraréis gitanos. Es posible que el rey haya detenido a los que vivían en pueblos o ciudades, pero hay muchos más, los que hacen los caminos; con esos no habrán dado. También hay muchos otros establecidos en pueblos en los que no estaba permitida la residencia de gitanos, todos ellos habrán abandonado esos lugares. Están en tierra llana, lo sé. Se trata de una zona más rica que el Andévalo.
—Nos dirigimos a Barrancos.
El gitano enarcó las cejas hacia Milagros.
—¿Para qué?
—Confiamos encontrarnos allí con mi abuelo.
María escuchaba a medias. Había gitanos en tierra llana y Domingo sabía dónde. Era lo que había estado deseando a lo largo de esos días de camino: encontrarse con su gente. Pese a la decisión tomada en Triana, la anciana recelaba de ir a Barrancos. Había tenido cuatro largos días para meditar en ello: Melchor podía no aparecer o tardar en hacerlo, lo cual las dejaba igualmente solas ante los peligros que las acechaban.
—¿Solo confiáis? ¿No estáis seguras? —se sorprendió el hombre. Luego miró a Milagros de arriba abajo, negó con la cabeza y se volvió hacia la anciana—. Es un pueblo de contrabandistas. Barrancos… está entre barrancos, totalmente aislado. ¿Os dais cuenta de dónde vais a meteros? —Acompañó su pregunta con un expresivo gesto en dirección a Milagros y a Caridad, que se mantenía al margen—. Una gitana bella, deseable, joven…, virgen, y una negra exuberante. No duraréis dos días, ¿qué digo?, ni un par de horas.
Durante unos instantes los cuatro escucharon lo que parecía el crepitar de la tierra seca en su derredor.
—Tiene razón —afirmó la anciana al cabo.
—¿Qué quiere decir? —saltó la muchacha previendo las intenciones de María—. El abuelo…
—Tu abuelo es gitano —le interrumpió la otra—. Melchor buscará a los suyos. Si hacemos correr la voz entre nuestra gente, un día u otro lo encontraremos o lo hará él, pero no debemos ir a ese pueblo, niña.
«Que deje de esconderse como una mujer asustada». Meses antes de la gran redada, el escarnio atormentó los pasos de Melchor después de martirizarse entonando su queja de galera ante la capilla abierta de la Virgen del Buen Aire en Triana. Con la silenciosa condena del tío Basilio por la muerte de su nieto Dionisio y sobre todo con la mueca de desprecio de su hija Ana marcadas a fuego en su conciencia, el gitano se encaminó a la raya de Portugal; allí se toparía con el Gordo cuando el contrabandista ni siquiera pudiera sospecharlo y entonces… Melchor escupió. ¡Entonces se vería quién era una mujer asustada! Lo mataría como el perro que era y le cortaría la cabeza…, los testículos o quizá una mano, cualquier cosa que pudiera ofrecer públicamente al tío Basilio en desagravio.
De camino, evitó ventas y pueblos, salvo uno en el que se detuvo lo estrictamente necesario para comprar algo de comida y tabaco, maldiciendo su suerte por tener que pagarlo, en una pequeña tienda a la que el rey obligaba a venderlo por una décima parte de su precio, como sucedía en todas aquellas poblaciones en las que no era rentable instalar un estanco. Durmió a cielo raso las tres noches que transcurrieron hasta llegar a la capital de las tierras de Aracena, enclavada entre las faldas de Sierra Morena. Melchor conocía la villa: eran muchas las ocasiones en las que había estado en ella. A unas cuatro leguas se hallaba Jabugo, lugar de carga del tabaco de contrabando, y a siete, la raya de Portugal, con las poblaciones de Barrancos y Serpa, centros del comercio ilícito. Aracena, sometida al señorío del conde de Altamira, contaba con seis mil habitantes repartidos a lo largo de una veintena de calles desparramadas bajo los restos de un imponente castillo que dominaba la ciudad; cuatro plazas, la parroquia de la Asunción, inacabada pese a los esfuerzos del pueblo, algunas ermitas y cuatro conventos, dos de religiosos y dos de monjas.
El gitano sintió el frío de la sierra; la temperatura de la primavera no era la misma allí que en Triana y él andaba sin su chaquetilla azul, que había acompañado a las pertenencias del joven Dionisio en la hoguera de su malhadado funeral. Cada sábado se celebraba mercado, principalmente de grano, que los extremeños aprovechaban para vender en un lugar donde el cultivo de cereales era casi inexistente. Encontraría una chupa o alguna chaquetilla, aunque difícilmente como la que había sacrificado por el muchacho… ¿o por él mismo? «Es jueves», le contestó un vecino. Esperaría al sábado. No tenía intención de permanecer en la villa; se hallaba algo alejada de la ruta del tabaco. Encaminó sus pasos a un pequeño mesón que conocía y a cuyo dueño tenía por discreto. Tampoco deseaba que su presencia por allí fuera conocida y pudiera llegar a oídos del Gordo o de sus hombres.
—Melchor —le saludó el patrón sin dejar de atender a sus quehaceres.
—¿Qué Melchor? —inquirió este. El mesonero se limitó a entrecerrar los ojos un instante—. Yo no he visto a nadie que se llame Melchor, ¿y tú?
—Tampoco.
—Eso está bien. ¿Tienes libre el cuarto trasero?
—Sí.
—Pues llévame de comer y beber.
El gitano le entregó una moneda, suficiente para cubrir los gastos y el silencio, y se encerró en la diminuta habitación que el mesonero ofrecía a sus escasos huéspedes. Fumó, comió y bebió. Volvió a fumar y bebió hasta que sus recuerdos y sus culpas se transformaron en manchas borrosas e inconexas. Intentó dormir pero no lo consiguió. Bebió más.
El amanecer que se coló por el único ventanuco de la habitación le pilló humillado y aterido de frío, sentado en el suelo, la espalda contra la pared, a los pies del camastro. Echó mano a la frasca de vino, a su lado: vacía. Intentó gritar para pedir más vino, pero solo le salió un ronquido sordo que arañó su garganta. Trató de tragar saliva; tenía la boca reseca, así que se levantó como pudo y salió al mesón, todavía cerrado al público, donde se hizo con otra frasca de vino y regresó al cuartucho. En pie, soportó una sucesión de arcadas que le sobrevinieron tras el primer trago, ávido y largo. Y mientras su estómago se hacía al castigo, dejó que su espalda se deslizara por la pared hasta caer en el mismo lugar en el que había despertado. El sábado, después de haber dejado transcurrir las horas bebiendo y fumando, escapando de sí mismo, sin probar la comida que le llevaba el mesonero, le pilló con una única obsesión en su mente, ya ahogada hasta la venganza en el vino áspero de la sierra: comprar la mejor chaquetilla que pudiera encontrar en el mercado de Aracena.
La plaza Alta estaba tomada por los extremeños de más allá de las sierras que ofrecían el trigo, la cebada y el centeno que no se cultivaba allí. Junto a ellos, gentes venidas de los pueblos cercanos anunciaban sus mercaderías. La algarabía le aturdió. Melchor, sucio y con los ojos inyectados en sangre, caminaba junto a la casa del cabildo municipal y cayó en la cuenta de que carecía de documentación que le permitiera hallarse en aquel o en cualquier otro pueblo; no había tenido la precaución de coger alguna de las cédulas de que disponía. Entonces forzó la vista, resecos los ojos, para mirar enfrente del cabildo, al otro lado de la plaza, hacia la parroquia de la Asunción, que continuaba igual que siempre, inacabada, con el arranque de los pilares y los muros de la tercera y cuarta crujía a la intemperie y a diferentes alturas, como dientes serrados que rodeaban las dos naves y media que sí se habían terminado y que se utilizaban para el culto. Así estaba desde hacía más de cien años. ¿Cómo iban a detenerle en un pueblo que no era capaz de terminar su iglesia principal? Con la mano sobre los ojos para protegerse del sol, miró a su alrededor, a los diferentes cajones y puestos en los que se mercadeaba y a la gente que se movía entre ellos. La brisa era fresca. Distinguió el cajón de un ropavejero y se encaminó hacia él: prendas usadas, oscuras y mil veces remendadas propias de pastores y cabreros. Revolvió entre ellas sin mucha convicción; cualquiera de color azul, rojo o amarillo, con filigranas doradas o plateadas hubiera destacado.
—¿Qué buscas? —le preguntó el ropavejero, que ya había advertido que Melchor era gitano, como delataban los aros en las orejas y las calzas ribeteadas en oro.
Melchor alzó hacia el tendero su rostro atezado y surcado de arrugas.
—Una buena chaquetilla roja o azul, algo que parece que no tienes.
—En ese caso, despeja el puesto —le apremió el ropavejero con un gesto despectivo de la mano.
Melchor suspiró. El desprecio le despertó de la resaca de dos días de consumo incontrolado de vino áspero y fuerte.
—Deberías tener lo que deseo.
Lo dijo en tono bajo y grave, enfrentando sus ojos gitanos a los del hombre, que cedió primero y los bajó; podía gritar o llamar al alguacil, pero ¿quién le aseguraba que no hubiera más gitanos y que estos no buscaran venganza después? ¡Siempre iban en grupo!
—Yo… no… —tartamudeó.
—¿Y qué es lo que tanto deseas como para amenazar a este buen hombre?
La pregunta fue formulada a espaldas de Melchor. Voz de mujer. El gitano permaneció quieto, tratando de encontrar en la expresión del ropavejero algún indicio que le revelase qué era lo que podía hallarse tras él. Era mucha la gente que discurría entre los estrechos pasillos que dejaban los cajones. ¿Una sola mujer? ¿Varias personas? ¿El alguacil? El ropavejero no pareció tranquilizarse; probablemente una sola mujer, atrevida sin embargo, pensó Melchor antes de volverse y contestar:
—Respeto. Eso es lo que deseo.
Era baja y fuerte. El rostro curtido por el sol y el cabello canoso sobresaliendo bajo una pañoleta. Melchor le echó poco más o menos cincuenta años, los mismos que parecía tener su ropa ajada. De su brazo derecho colgaba un cesto con grano comprado en el mercado.
—¡No exageres! —exclamó la mujer—. Los git…, los hombres —se corrigió— sois cada vez más quisquillosos. Seguro que Casimiro no ha querido ofenderte. Corren tiempos difíciles. ¿No es cierto, Casi?
—Así es —contestó el ropavejero.
Pero Melchor no le hizo caso. El desparpajo de la mujer le agradó. Y tenía unos pechos generosos, pensó al tiempo que los miraba sin recato.
—¿Y tú eres el que hablas de respeto? —le recriminó ella ante su desvergüenza. Sin embargo, la sonrisa que se esbozó en sus labios no acompañaba a sus palabras.
—¿Qué más respeto que admirar lo que Dios nos ofrece?
—¿Dios? —replicó la mujer entornando los ojos hacia sus pechos—. Esto solo lo ofrezco yo, Dios no tiene nada que ver. Míos son y hago lo que quiero con ellos.
Melchor soltó una carcajada. El ropavejero veía pasar a la gente sin que nadie se acercase al cajón ante el que se encontraba la pareja. Abrió las manos en gesto de apremio hacia la mujer, pero ella permanecía atenta al gitano, que se frotó el mentón y luego replicó:
—Mal negocio entonces. Los curas dicen que Dios es extremadamente generoso.
Ahora fue ella quien rió.
—¿Qué pretendes? Solo somos dos personas… ¿solitarias? —Melchor asintió; la mujer pensó un instante y torció el gesto antes de examinar al gitano de arriba abajo—. ¿Tú y yo? Hasta Dios se asustaría.
—Nicolasa, te lo ruego —gimió el ropavejero instándola a abandonar el puesto.
Melchor alzó un brazo ordenándole que callara.
—Nicolasa —repitió como si se propusiese recordar ese nombre—. Pues si Dios es asustadizo, que sea el diablo quien nos acompañe.
—¡Calla! —clamó ella mirando a uno y otro lado por si alguien había llegado a escuchar la propuesta. Casimiro aprovechó para suplicarle una vez más que se marcharan—. ¿Cómo se te ocurre encomendarte al diablo? —susurró tras acceder al ruego del ropavejero y tirar del gitano lejos del puesto, mientras aquel volvía a anunciar sus prendas a voz en grito, como si pretendiese recuperar el tiempo perdido.
—Mujer, por estar contigo bajaría al infierno a tomar un vino con el mismo Lucifer.
Nicolasa se detuvo en seco, entre la gente, con expresión confundida.
—Me han galanteado muchas veces…
—No me cabe duda —la interrumpió Melchor.
—De joven me propusieron el cielo y las estrellas… —continuó ella—, luego solo me dieron un par de cochinos, varios hijos que me abandonaron y un esposo que decidió morirse —se quejó—, pero nunca nadie había prometido bajar al infierno por mí.
—Los gitanos lo conocemos bien.
Nicolasa lo miró con picardía.
—Delgado como un palo —se burló—, ¿tienes algo más que brazos y piernas?
Melchor ladeó la cabeza. Ella le imitó.
—Ten en cuenta que el diablo me expulsó del infierno cuando vio lo que no son ni brazos ni piernas. —Ella le empujó con una risotada—. ¡Es cierto! ¿Has oído hablar del rabo de Lucifer? Pues se queda en nada comparado…
—¡Farsante! ¡Eso habrá que verlo! —exclamó la mujer colgándose de su brazo.