12

La vieja María retuvo a Milagros cuando esta intentó volver a Triana.

—Quieta, niña —le ordenó en susurros al ver a los soldados de infantería que se aproximaban a ellas—. Agáchate.

Se hallaban fuera del camino, recogiendo regaliz. No era la mejor época, se había quejado la curandera, pero necesitaba aquellas raíces con las que trataba tos e indigestiones. Había quien sostenía que también eran afrodisíacas, mas la vieja evitó comentar esa propiedad a Milagros, se dijo que ya tendría tiempo para aprenderlo. En el silencio de la extensa vega trianera, entre vides, olivos y naranjos, las dos habían aguzado el oído ante el rumor que se iba haciendo más y más perceptible. Al poco vieron avanzar con aire marcial una larga columna de infantes armados con fusiles, vestidos con casacas blancas cuyos faldones delanteros estaban doblados hacia atrás y unidos mediante corchetes, chupas ajustadas debajo, calzones, polainas abotonadas por encima de las rodillas y tricornios negros sobre complicadas pelucas blancas con tres bucles horizontales a cada lado que llegaban hasta el cuello y les tapaban las orejas.

Milagros contempló a los soldados de rostro serio, sudorosos por el sol estival que caía a plomo sobre ellos, y se preguntó a qué se debía semejante despliegue.

—No lo sé —le contestó la vieja María al tiempo que se levantaba con dificultad tras el paso del ejército—, pero seguro que es preferible que estemos detrás que delante de sus fusiles.

No tardaron en averiguarlo. Los siguieron a una distancia prudencial, ambas atentas y prontas a esconderse. Contemplaron cómo se dividían en dos al llegar a espaldas de Triana y cruzaron una mirada de terror al reparar en cómo una de aquellas columnas tomaba posiciones alrededor de la gitanería de la huerta de la Cartuja.

—Tenemos que avisar a los nuestros —dijo Milagros.

La vieja no contestó. Milagros se volvió hacia ella y se topó con un rostro arrugado y tembloroso; la curandera mantenía los ojos entrecerrados, pensativa.

—María —insistió la muchacha—, ¡van a por los nuestros! Debemos advertirles…

—No —la interrumpió la anciana con la mirada puesta en la gitanería.

Su tono, la negativa exhalada, larga en su dicción, surgida de sus mismas entrañas, proclamó la resignación de una vieja gitana cansada de luchar.

—Pero…

—No. —María fue rotunda—. Solo será una vez más, otra detención, pero saldremos adelante, como siempre. ¿Qué pretendes? ¿Levantarte y gritar? ¿Arriesgarte a que cualquiera de esos malnacidos dispare contra ti? ¿Correr a la gitanería? Te detendrían… ¿Y de qué serviría? Los nuestros ya están rodeados, pero sabrán defenderse. Estoy segura de que tu madre y tu abuelo apoyarían mi decisión. —Entonces, dudando de su obediencia, atenazó el antebrazo de la muchacha.

Agazapadas tras unos matorrales, esperaron a que se produjese el asalto como si estuvieran obligadas a presenciar la ruina de su pueblo, a vivir su dolor. No veían nada. Durante un buen rato solo oyeron el trajinar de las gentes en la gitanería confundido con los sordos sollozos de Milagros, que se convirtieron en un llanto incontrolado al primer grito del capitán de la compañía ordenando el asalto. María tiró de ella cuando la muchacha intentó asomar la cabeza y pugnó por acallarla, pero ¿qué importaba ya? Los disparos y los gritos de unos y otros atronaban la vega. La anciana agarró la cabeza de Milagros, la apretó contra sí y la meció. Los gitanos que conseguían burlar el cerco corrían hacia donde se encontraban ellas; nadie los perseguía, solo balas disparadas al azar.

—Madre… padre… —escuchó gemir la curandera a Milagros al tiempo que el alboroto decaía—. Madre… Cachita…

Con cada gemido, una bocanada de aliento cálido acariciaba el pecho de la anciana.

—La morena no es gitana —se le ocurrió decir—. No le pasará nada.

—¿Y mis padres? —se revolvió la muchacha tras liberarse del abrazo—. Lo mismo habrá pasado en Triana. Usted ha visto que los soldados se dividían…

Con las palmas abiertas, la vieja aferró por las mejillas aquel rostro congestionado, los ojos inyectados en sangre, las lágrimas corriendo por él.

—Ellos sí, muchacha. Ellos sí son gitanos. Y por eso mismo son fuertes. Lo superarán.

Milagros negó con la cabeza.

—¿Y yo? ¿Qué será de mí? —sollozó.

María dudó. ¿Qué iba a decirle: «Yo te protegeré»? Una anciana y una muchacha de quince años… ¿Qué harían? ¿Adónde irían? ¿De qué vivirían?

—Por lo menos tú eres libre —le recriminó sin embargo, dejando caer las manos con las que sostenía su rostro—. ¿Quieres ir con ellos? Puedes hacerlo. Solo tienes que andar unos pasos… —terminó la frase señalando hacia la gitanería con su dedo extendido en forma de garfio.

Milagros encajó el golpe. Escrutada por la penetrante mirada de la anciana, se sorbió la nariz, se limpió los mocos con el antebrazo e irguió el cuello.

—No quiero —dijo entonces.

La curandera asintió, complacida.

—Llora la suerte de tus padres —le dijo—, debes hacerlo. Pero defiende tu libertad, niña. Es lo que ellos querrían y es lo único que tenemos los gitanos.

Aguardaron a que anocheciera escondidas entre los matorrales.

—Usted no puede correr —le dijo Milagros a la vieja—. Más vale que esperemos a que caiga la noche.

Mordisquearon las raíces de regaliz para calmar la tensión. Al mediodía, cuando el sol saltaba de oriente a poniente y la tierra no era de nadie, con el sonido de los gritos de los gitanos y los disparos de los soldados todavía flotando en el aire, Milagros recordó a Alejandro y el trabucazo que le había reventado cuello y cabeza. Hacía un año de su muerte. Acuclillada en la tierra, la muchacha alisó con delicadeza su falda azul, donde todavía se percibían restos de las manchas de sangre que se resistían a desaparecer por más que la lavasen. De no haber sido por aquel suceso la habrían detenido, como seguro que habían hecho con todos los gitanos del callejón de San Miguel. Creyó sentir la presencia del gitano en el escalofrío que corrió por su columna vertebral; era su momento, el de las almas de los muertos. Sin embargo, una sorprendente sensación de tranquilidad la asaltó tras el paso del estremecimiento, como si Alejandro hubiera acudido a defenderla con el mismo valor con que había aporreado la puerta del alfarero.

«¡Buen gitano!», se dijo justo en el momento en que las carcajadas provenientes de la gitanería, cuando se producía la discusión sobre la supuesta mula del rey, la devolvieron a la realidad. Antes de interrogar a María con la mirada, comprobó que el sol ya había superado su cenit.

La anciana se encogió de hombros ante el paradójico sonido de las risas en aquellas circunstancias.

—¿Los oyes? Ríen. No podrán con nosotros —sentenció.

La población de Camas se hallaba a media legua escasa de donde se escondían; sin embargo, en la noche, caminando con lentitud a la luz de la luna, sobresaltándose y escondiéndose hasta de sus propios ruidos, emplearon más de una hora en llegar a sus afueras.

—¿Dónde vamos? —susurró Milagros.

María trató de orientarse en la noche.

—Hay por aquí una pequeña casa de labor… Hacia allí —indicó con su dedo atrofiado.

—¿Quiénes son?

—Un infeliz matrimonio de agricultores que cuentan más chiquillos en su casa que árboles frutales en las tierras que tienen arrendadas. —La curandera andaba ahora con paso firme y decidido—. Cometí el error de apiadarme de ellos y rechazar el par de huevos que querían darme la primera vez que curé a uno de sus mocosos. Creo que desde entonces, cada vez que me llaman, me ofrecen los mismos huevos.

Milagros contestó con una risa forzada.

—Eso le pasa por hacer favores —dijo después.

«¿Debo contarle que fue su abuelo Melchor quien me rogó que fuera a curar a aquel niño? —se preguntó la anciana—. ¿Y añadir que su tez era más oscura que la de sus hermanos?» De todos modos, rió para sí, pocos parecidos se podían encontrar entre los demás hijos de aquella campesina, exuberante de carnes y liviana de hábitos.

—Equivocaciones como esa son frecuentes —optó por contestar—. No sé si sabes que hace poco me pasó algo parecido con una gitanilla que se había metido en un lío y a la que el consejo de ancianos pretendía desterrar.

María no quiso ver la mueca con que se torció el rostro de la muchacha.

—Ahí es —apuntó por el contrario; señalaba un par de pequeñas construcciones que se perfilaban en la oscuridad.

Las recibieron los ladridos de algunos perros. Al instante, una tenue luminosidad apareció tras una de las ventanas, en la que se descorrió un lienzo que era la única protección. La figura de un hombre se recortó en el interior de lo que no era más que un conjunto de dos chozas unidas tan miserables o más que las de la gitanería.

—¿Quién va? —gritó el hombre.

—Soy yo, María, la gitana.

Las dos mujeres continuaron avanzando, los perros ya tranquilos trotaban entre sus pies, mientras el campesino parecía consultar con alguien en el interior de la choza.

—¿Qué quieres? —inquirió al cabo, en un tono que complació poco a María.

—Por tu actitud —contestó la curandera—, creo que ya lo sabes.

—La justicia ha amenazado con la cárcel a todo aquel que os ayude. Han detenido a todos los gitanos de España a la vez.

Milagros y María se detuvieron a escasos pasos de la ventana. ¡Todos los gitanos de España! Como si quisiera acompañar la mala noticia con su presencia, el hombre salió a la luz: enjuto, cabello ralo, barba larga y descuidada y torso desnudo en el que exhibía un marcado costillar, testimonio del hambre que padecía.

—Quizá en la cárcel estarías mejor, Gabriel —le espetó la curandera.

—¿Qué sería de mis hijos, vieja? —se quejó este.

«¡Que los cuiden sus padres!», estuvo tentada de replicar la gitana.

—Tú los conoces, los has curado, no lo merecerían.

Los conocía, ¡claro que los conocía! Una pequeña, escuálida, abandonada, le había estado suplicando ayuda con sus grandes ojos hundidos en sus órbitas durante los dos largos días que tardó en morir en sus propios brazos; nada pudo hacer por ella.

—¡Todos los hijos de puta desagradecidos como tú deberían estar en la cárcel! —replicó con el recuerdo de los ojos de la niña.

El hombre pensó unos instantes. Tras él aparecieron dos muchachos que se habían despertado con la conversación.

—No te denunciaré —aseguró el campesino—, ¡lo juro! Te daré algo para que continúes tu camino, pero no me arruines la vida, vieja.

—Ahora le ofrecerá otra vez los dos huevos —susurró Milagros—. Vámonos, María. No podemos fiarnos de este hombre, nos venderá.

—Tu vida ya es una ruina, desgraciado —gritó la anciana haciendo caso omiso a la muchacha.

No podían seguir caminando. Era noche cerrada. Tampoco tenían dinero: lo poco que poseían había quedado en la gitanería a disposición de los soldados, se lamentó la curandera, incluso el precioso medallón y el collar de perlas que les había regalado Melchor. «Todos los gitanos de España», había dicho el campesino. Estaba cansada; su cuerpo no podría resistir… Necesitaba pensar, ordenar sus ideas, saber qué había sucedido y dónde estaban los que habían escapado.

—¿Vas a negar ayuda a la nieta de Melchor Vega? —soltó de repente.

Milagros y el campesino se sorprendieron a la vez. ¿Por qué mentaba María al abuelo? ¿Qué tenía que ver? Pero la curandera lo sabía: sabía que allí donde conocían a Melchor —y allí lo conocían bien— podían llegar a apreciarle tanto como a temerle.

—¿Sabes lo que te sucederá si se entera Melchor? —insistió María—. Añorarás la peor de las cárceles.

El hombre dudaba.

—¡Déjalas pasar! —se oyó entonces la voz de una mujer.

—El gitano debe de estar detenido —trató de oponerse aquel en dirección a su esposa.

—¿El Galeote detenido? —La mujer se carcajeó—. ¡Siempre serás un imbécil! ¡Te digo que las dejes entrar!

«¿Y si lo han detenido en alguna otra gitanería?», se preguntó entonces Milagros. Hacía cuatro meses que nadie sabía de él; ninguna noticia les había llegado por mucho que tanto ella como su madre, e incluso Caridad, habían preguntado a cuantos gitanos aparecían por Triana. No. Melchor Vega no podía estar detenido.

—Pero mañana al amanecer, sin falta, se irán —cedió el campesino interrumpiendo los pensamientos de Milagros, antes de desaparecer de la ventana.

Las dos mujeres aguardaron a que el hombre desatrancara los tableros con que mantenía cerrada la barraca. Entre ruidos de madera e insultos mascullados, Milagros se sintió observada: los dos muchachos que habían aparecido tras su padre, ahora junto al alféizar de la ventana, la desnudaban con la mirada. Instintivamente, la muchacha, sabiéndose manoseada en la imaginación de aquellos jóvenes, buscó el contacto de María.

—¿Qué miráis vosotros? —les recriminó la vieja tan pronto como notó que Milagros se acercaba a ella. Luego la cogió del brazo y la dirigió al interior, agachándose para entrar a través de un hueco que había logrado abrir el campesino.

María conocía la choza; Milagros torció el gesto ante el penetrante olor que la golpeó nada más entrar y lo que vislumbró a la luz de una vela casi consumida: tres o cuatro niños sudorosos dormían en el suelo, sobre paja, entre las patas de un borrico famélico que descansaba con el cuello y las orejas gachas; probablemente era el único bien que poseía aquella gente. «No hace falta que escondáis al pollino —pensó Milagros—. Ni siquiera el gitano más necesitado se acercaría a él». Luego volvió la cabeza hacia un taburete roto y lo que era una mesa en la que descansaba una vela sobre una retorcida montaña de cera, ambos muebles junto al jergón donde yacía una mujer. Esta, tras entrecerrar los ojos tratando de vislumbrar en la joven gitana algún rasgo de Melchor, les indicó con un gesto desganado de la mano que se acomodasen donde pudieran.

Milagros vaciló. María tiró de ella hasta el borrico, al que apartó de un manotazo en la grupa, y se sentaron contra la pared, junto a los niños. El campesino, atrancada la puerta de nuevo, no lo hizo con su esposa; pese al calor del verano se acurrucó junto a una niñita rubia que rezongó en sueños a su contacto. María chasqueó la lengua con asco.

—Largo de aquí —soltó luego, cuando los muchachos de la ventana, sucios y harapientos, pretendieron tumbarse cerca de Milagros.

Antes de que decidiesen dónde hacerlo, la mujer del campesino extendió el brazo y apagó la vela pinzando el pabilo con las yemas de sus dedos; la repentina oscuridad hizo que Milagros oyera mejor el murmullo de las quejas y los traspiés de los dos hijos mayores.

Poco después, solo las respiraciones pausadas de los niños y el borrico, las esporádicas toses, los ronquidos del campesino y los suspiros de su esposa al tratar de acomodarse, una y otra vez, sobre el jergón, invadieron la choza entre las sombras que se advertían por la luz de la luna que se colaba a través del desgastado lienzo de la ventana. Sonidos e imágenes extraños para Milagros. ¿Qué hacían allí, bajo el mísero techo de unos payos que los habían acogido con recelo? Su ley lo prohibía; el abuelo lo decía: no se debe dormir con los payos. ¿Dormiría María?, se preguntó. Como si supiera lo que pasaba por la cabeza de la muchacha, la anciana buscó su mano. Milagros respondió, la agarró y apretó con fuerza. Entonces percibió algo más en aquellos delgados huesos atrofiados: María, inmersa en lo desconocido igual que ella, también buscaba consuelo. ¿Miedo? ¡La vieja no podía estar asustada! Siempre… siempre había sido una mujer osada y resuelta, ¡todos la respetaban! Sin embargo, la mano descarnada que se clavaba en su palma aseguraba lo contrario.

Lejos ya los disparos, el alboroto de la gitanería y la necesidad de huir; rodeada de extraños malcarados en una choza infecta, en la oscuridad y agarrada a una mano que repentinamente se había hecho vieja, la muchacha comprendió cuál era su verdadera situación. ¡Nadie los ayudaría! Los payos siempre los habían repudiado, así que ahora, cuando se hallaban amenazados por la cárcel, aún sería peor. Tampoco encontrarían gitanos entre los que refugiarse; al decir de aquel hombre, todos habían sido detenidos, y los pocos que hubieran logrado escapar estarían en su misma situación. Una lágrima, larga y lánguida, corrió por su mejilla. Milagros notó el roce, como si su lento deslizar quisiera hundirla en el desamparo. Pensó en sus padres y en Cachita. Anheló el abrazo de su madre, su cercanía, dondequiera que fuese, incluso en una cárcel. Su madre siempre había sabido qué hacer y la habría consolado… La vieja María ya dormía; su mano permanecía inerte, y su respiración entrecortada y ronca le anunció que estaba sola en su desesperación. Milagros se entregó al llanto. No quería pensar más. No deseaba…

Un golpe en su muslo paralizó hasta el correr de sus lágrimas. Milagros permaneció inmóvil mientras por su cabeza rondaba la posibilidad de que hubiera sido una rata. Reaccionó al sentir que unos dedos se clavaban en su entrepierna, por encima de sus ropas. «¡Uno de los hijos!», se dijo soltando con violencia la mano de la vieja María y buscando en la oscuridad la cabeza de la alimaña. Lo encontró de rodillas a su lado. El muchacho presionaba y pellizcaba con fuerza en su pubis, y cuando Milagros fue a gritar la acalló tapándole la boca con la otra mano. Los jadeos se le cortaron cuando ella le arrancó mechones de cabello. Con el dolor, Milagros logró zafarse de la mano que le tapaba la boca, se lanzó contra él, hincó los dientes debajo de una oreja y le arañó el rostro. Escuchó un aullido reprimido. Notó el sabor a sangre justo cuando él le levantaba la falda y las enaguas. Se retorció sobre sí misma, sin soltar su presa, ante la punzada de dolor que sintió cuando él alcanzó su vulva. Nunca la habían tocado ahí… Entonces mordió con saña hasta que él dejó en paz su entrepierna porque tuvo que utilizar las dos manos para defenderse de sus dentelladas, momento que Milagros aprovechó para empujarlo con el pie.

El ruido que produjo el hijo del campesino al caer no pareció importar a nadie. Milagros sudaba y jadeaba, pero sobre todo temblaba, un temblor incontrolable. Oyó cómo se movía el muchacho y supo con certeza que volvería a atacarla: era como un animal encelado, ciego.

—¡Tengo un cuchillo! —gritó mientras trataba de encontrar en los bolsillos del delantal de María la navaja que utilizaba la vieja para cortar las plantas—. ¡Te mataré si te acercas!

La anciana se despertó sobresaltada por los gritos y la agitación. Confusa, balbució algunos sonidos sin sentido. Milagros encontró por fin la navaja y la exhibió, con mano temblequeante, ante los ojos de rata que volvían a estar de nuevo a su lado; la hoja brilló a la luz de la luna que se colaba en la choza.

—¡Te mataré! —masculló con ira.

—¿Qué… qué sucede? —acertó a preguntar la vieja María.

—Fernando —la voz provenía de la cama de la madre—, lo hará, te matará, es una gitana, una Vega, y si tienes la desgracia de que no lo haga ella, lo hará su abuelo, pero antes, con toda seguridad, Melchor te castrará y te arrancará los ojos. ¡Deja tranquila a la niña!

Con la navaja temblorosa delante de su rostro, Milagros lo vio retroceder como el animal que era: a cuatro patas. Entonces su mano cayó cual peso muerto.

—¿Qué ha sucedido, niña? —insistió la anciana pese a intuir la respuesta.

Nunca nadie la había tocado ahí, y jamás habría imaginado que el primero sería un payo miserable. El amanecer las pilló despiertas, tal y como habían permanecido el resto de la noche. La luz fue mostrando la pobreza y la suciedad del interior de la barraca, pero Milagros no prestó atención a ello; la muchacha se sentía aún más sucia que aquella choza. ¿Le habría robado la virginidad aquel malnacido? De ser así, jamás podría casarse con un gitano. Aquella posibilidad la había obsesionado a lo largo de las horas. Mil veces rememoró las confusas escenas y mil veces se recriminó no haber hecho más por impedirlo. Pero había pateado, lo recordaba; quizá fuera en aquel momento…, seguro que había sido entonces cuando el muchacho pudo alcanzar su virtud. Al principio dudó en hacerlo, pero luego se confió a María.

—¿Hasta dónde ha llegado? —la interrogó la anciana en la oscuridad sin esconder su preocupación.

María era una de las cuatro mujeres que siempre intervenía, por parte de los Vega, en la comprobación de la virginidad de las novias. Milagros hizo un gesto de ignorancia con las manos que la otra no llegó a ver. ¿Qué sabía ella? ¿Hasta dónde tenía que llegar? Solo recordaba el dolor y una terrible sensación de humillación y desamparo. Se veía incapaz de definirla; era como si en aquel preciso instante, tan solo un segundo, todo y todos hubieran desaparecido y ella se enfrentase a sí misma, a un cuerpo mancillado que la insultaba.

—No lo sé —contestó.

—¿Ha hurgado dentro de ti? ¿Cuánto rato? ¿Cuántos dedos te ha metido?

—¡No lo sé! —gritó. Milagros se encogió ante la luz que iba penetrando en la barraca.

—Cuando amanezca —le susurró la curandera—, comprueba si tus enaguas están manchadas de sangre, aunque sean solo unas gotas.

«¿Y si lo están?», tembló la muchacha.

Gabriel, su esposa y sus hijos empezaron a levantarse. Milagros mantuvo la cabeza gacha y procuró evitar cruzar su mirada con los dos muchachos mayores; lo hizo sin embargo con un pequeño atezado de pelo rubio que no se atrevió a acercarse a ella pero que le sonrió con unos dientes extrañamente blancos. María volvió a torcer el gesto cuando la niñita rubia a la que se abrazaba el campesino en sus sueños mostró unos minúsculos y nacientes senos desnudos al desperezarse por delante de su padre. Josefa, se llamaba la pequeña; la había tratado de unas molestas lombrices hacía pocos meses. La niña, azorada, se escondió de la curandera al percatarse de su presencia.

El campesino, rascándose la cabeza, se dirigió a los tableros que usaba para cerrar la puerta seguido por el borrico, libre de ronzales. María señaló la puerta con el mentón.

—Ve —le dijo a Milagros, que se levantó y esperó junto al animal.

—¿Dónde piensas que vas? —gruñó el campesino.

—Tengo que salir —contestó la muchacha.

—¿Con esas ropas de colores? Te reconocerían a una legua de distancia. Ni lo pienses.

Milagros buscó la ayuda de la anciana.

—Tiene que salir —afirmó esta ya junto a la muchacha.

—Ni hablar.

—Tápate con esto.

Gabriel y las gitanas se volvieron hacia la esposa del campesino. La mujer, en pie, despeinada, vestida con una simple camisa bajo la que se adivinaban unas grandes caderas y unos inmensos pechos caídos, lanzó a Milagros una manta que la muchacha cogió al vuelo y se echó por los hombros.

El campesino renegó por lo bajo y les franqueó el paso cuando terminó con el último tablero. El primero en salir fue el borrico. Luego lo hizo Milagros, y cuando lo iba a hacer la anciana, los dos muchachos mayores trataron de colarse.

—¿Adónde creéis que vais? —inquirió María.

—También tenemos que salir —contestó uno de ellos.

La anciana vio la herida bajo su oreja y se apostó en la puerta, pequeña como era, con las piernas abiertas y la penetrante mirada de gitana en sus ojos.

—De aquí no sale nadie, ¿entendido? —Luego se volvió hacia Milagros y le indicó que se alejase hacia los campos.

La joven gitana tardó en comprobar si había perdido su virtud. Tardó lo suficiente como para que la vieja María, atenta a la lascivia que destilaba el muchacho que la había atacado durante la noche, comprendiera en toda su magnitud cuál era la verdadera situación en la que se encontraban: habían superado la noche, superarían ese momento si el joven, que no dejaba de moverse sobre sus pies, inquieto, no la empujaba y corría a forzar otra vez a Milagros. Nadie podría impedírselo.

De repente se supo vulnerable, tremendamente vulnerable; allí no era como entre su gente, no la respetaban. ¿Un padre que se acostaba con su hija pequeña? No haría nada por impedirlo, tal vez incluso se sumara complacido. Observó a la esposa: desgajaba las migas de un mendrugo con aire distraído, ajena a todo. Si las mataban, Melchor nunca se enteraría… Si superaban esa mañana, ¿qué sucedería al día siguiente y al otro? ¿Cómo protegería a Milagros? La muchacha era bella y atractiva, emanaba sensualidad con cada movimiento. No habrían andado un par de leguas antes de que cualquier hombre se echara encima de la niña, y ella solo sería capaz de responder con gritos e insultos. Esa era la cruda realidad.

Un ruido a sus espaldas le hizo volver la cabeza. La sonrisa de Milagros le confirmó que continuaba siendo virgen, o cuando menos eso creía ella. No le permitió acercarse.

—Vámonos —ordenó—. La manta va por los huevos que me debéis —añadió en dirección a la campesina, que se encogió de hombros y continuó con el mendrugo.

—Espere —le pidió Milagros cuando ya la anciana se dirigía hacia ella—. ¿Ha visto a ese niño rubio y de piel morena? —María asintió al tiempo que cerraba los ojos—. Parece listo. Llámelo. He pensado que puede hacer algo por nosotras.

Fray Joaquín contempló el abrazo en el que se fundieron Caridad y Milagros.

—¡Gracias a Dios que estás bien! —exclamó el religioso al llegar a las inmediaciones de la solitaria ermita del Patrocinio, enclavada ya en la vega, a las afueras de Triana, antes de que Milagros y Caridad corrieran la una hacia la otra.

—¡Deje usted a Dios de lado! —exclamó al punto María, logrando que el fraile mudase su semblante de alegría y se volviese hacia ella—. La última vez que su reverencia habló de Dios me dijo que tenía que venir a mi casa y en su lugar aparecieron los soldados del rey. ¿Qué Dios es ese que permite que se detenga a mujeres, ancianos y niños inocentes?

Fray Joaquín titubeó antes de abrir los brazos en señal de ignorancia. Desde ese momento, fraile y anciana separados, permanecieron en silencio mientras Milagros asaeteaba a preguntas a Caridad, que apenas podía responder.

El niño atezado de los campesinos de Camas corría su despierta mirada de unos a otros, intranquilo ante la inesperada respuesta de la curandera y por el brazalete plateado que Milagros le había prometido si llevaba a fray Joaquín, de San Jacinto —la muchacha se lo había repetido varias veces—, a la ermita del Patrocinio. A la vieja María no le gustaban los religiosos, desconfiaba de todos ellos, de los seculares y de los regulares, de los sacerdotes y de los frailes, pero se plegó a los deseos de Milagros.

—¿Y mi madre? ¿Y mi padre?

—Detenidos —contestó Caridad—. Se los llevaron a todos, atados a una cuerda, custodiados por los soldados. Por un lado iban los hombres; por otro, las mujeres y los niños. Tu madre me preguntó por ti…

Milagros ahogó un suspiro al imaginar a la orgullosa Ana Vega tratada como una criminal.

—¿Dónde están? —inquirió—. ¿Qué van a hacer con ellos?

El rostro redondo de Caridad se volvió hacia el fraile en busca de ayuda.

—Dígale lo que tiene previsto su Dios para con ellos —masculló la curandera.

—Dios no tiene nada que ver con esto, mujer —se defendió en esta ocasión fray Joaquín.

Habló por lo bajo, no obstante, sin enfrentarse a la gitana. Sabía que su afirmación no era cierta; había corrido la voz de que el confesor del rey Fernando VI había aprobado la redada de los gitanos para tranquilizar la conciencia del monarca: «Grande obsequio hará el rey a Dios Nuestro Señor —contestó a la cuestión el jesuita— si logra extinguir a esta gente».

Pero a partir de ahí las palabras se atoraron en la garganta del fraile, con Milagros y Caridad pendientes de él, la una temiendo saber, la otra temiendo que supiera.

—¿Qué es lo que va a pasar con nuestra gente? —apremió su contestación la vieja María, convencida de que a ella se la proporcionaría.

Así fue, y lo hizo casi de corrido.

—Los hombres y los niños mayores de siete años serán destinados a trabajos forzados en los arsenales, los sevillanos al de La Carraca, en Cádiz; las mujeres y los demás, recluidos en establecimientos públicos. Tienen intención de enviarlos a Málaga.

—¿Por cuánto tiempo? —preguntó Milagros.

—De por vida —balbució el fraile, seguro de que su revelación originaría un nuevo estallido en Milagros. No solo sufría al verla llorar, también sentía la incontrolable necesidad de acompañarla en su dolor.

Pero, para su sorpresa, la muchacha apretó los dientes, se separó de Caridad y se plantó frente a él.

—¿Dónde están ahora? ¿Se los han llevado ya?

—Los hombres están en la cárcel real; las mujeres y los niños, en el cobertizo de un pastor de Triana. —El silencio se hizo entre ambos. Los ojos melosos de la muchacha se mostraban airados, fijos, penetrantes, como si recriminaran al fraile su desgracia—. ¿En qué piensas, Milagros? —inquirió con la culpa rondando sus sensaciones—. Es imposible que escapen. Están custodiados por el ejército. No tienen la más mínima posibilidad.

—¿Y el abuelo? ¿Se sabe algo de mi abuelo?

«El abuelo sabrá qué hacer —pensó—. Él siempre… »

—No. No tengo noticia alguna de Melchor. Ninguno de los del tabaco lo ha visto.

Milagros bajó la cabeza. El mocoso de Camas se acercó a ella angustiado por el cariz que estaba tomando la situación y por el brazalete prometido. Fray Joaquín hizo ademán de apartarlo, pero la muchacha se lo impidió.

—Toma —susurró tras quitarse el adorno.

El chico había cumplido. ¿Qué importancia podía tener ahora una pulsera?, concluyó cuando el chaval corría ya con su tesoro sin siquiera haberse despedido.

Las tres mujeres y el fraile lo contemplaron en su carrera, cada uno inmerso en el remolino de preocupaciones, odios, miedos y hasta deseos que se cernían sobre ellos.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó Milagros en el momento en que el chiquillo desaparecía entre los frutales.

Caridad no contestó, la vieja María tampoco; las dos mantuvieron la mirada perdida en la distancia, por donde debía de seguir corriendo el chiquillo. Fray Joaquín… fray Joaquín llegó a clavarse las uñas de los dedos de una mano en el dorso de la otra y tragó saliva antes de hablar.

—Vente conmigo —propuso.

Lo había pensado. Lo había decidido tan pronto como el niño de Camas acudió a él con el recado de la muchacha. Lo había sopesado durante el camino hasta la ermita del Patrocinio y había aligerado el paso y sonreído al mundo a medida que se convencía de aquella posibilidad, pero llegado el momento sus argumentos y sus anhelos se vinieron abajo ante la sacudida de sorpresa que observó en los hombros de Milagros, que ni siquiera se volvió, y los gritos de la anciana, que se abalanzó contra él como una posesa.

—¡Perro bellaco! —Le escupió al rostro poniéndose de puntillas, sin dejar de hacer aspavientos con los brazos.

El joven fraile no la escuchaba, no la veía; su atención permanecía fija en la espalda de Milagros, que al fin se volvió con la confusión en su semblante.

—Sí —insistió el religioso dando un paso al frente y apartando a la curandera, que cesó en sus gritos—. Vente conmigo. Escaparemos juntos… ¡A las Indias si es necesario! Yo cuidaré de ti ahora que…

—¿Ahora que qué? —terció María detrás de él—. ¿Ahora que han detenido a sus padres? ¿Ahora que no quedan gitanos?

La vieja continuó sus imprecaciones mientras Milagros enfrentaba su mirada a la del fraile y negaba con la cabeza, alterada. Sabía que le gustaba, siempre había percibido la atracción que ejercía sobre él, pero se trataba de un fraile. Y de un payo. Se acercó a Caridad, que presenciaba la escena boquiabierta, en busca de apoyo.

—Mi abuelo le mataría —acertó a decir entonces Milagros.

—No nos encontraría —se le escapó al fraile.

Al instante comprendió su error. Milagros se irguió, el mentón firme y alzado. La vieja María dejó de gruñir. Incluso Caridad, pendiente de su amiga, volvió el rostro hacia él.

—Es imposible —sentenció entonces la muchacha.

Fray Joaquín respiró hondo.

—Huid, pues —dijo tratando de aparentar una serenidad y un aplomo que no sentía—. No podéis permanecer aquí. Los soldados y los justicias de todos los reinos están buscando a los gitanos que no han sido detenidos. Han dictado pena de muerte para quienes no se entreguen, sin juicio, allí donde los encuentren.

Dos gitanas, pensó entonces la vieja María, una de ellas una joven preciosa y deseable, la otra, una anciana incapaz de recordar cuándo fue la última vez que había corrido como lo había hecho el niño de Camas, si es que alguna vez había llegado a hacerlo. Y junto a ellas, andando los caminos, una mujer negra, tan negra que llamaría la atención a leguas de distancia. ¿Huir? Esbozó una triste sonrisa.

—Primero quiere escaparse con la niña y ahora pretende que nos maten —soltó con cinismo.

Fray Joaquín se miró las manos y frunció los labios ante los cuatro pequeños cortes alargados que aparecían en el dorso de la derecha.

—¿Prefieres entregar la muchacha a los soldados? —planteó corriendo la mirada desde la anciana hasta Milagros, que permanecía igual, desafiante, como si hubiera detenido sus pensamientos en la posibilidad de no volver a ver a su abuelo.

Siguió un silencio.

—¿Adónde deberíamos huir? —preguntó al cabo la anciana.

—A Portugal —respondió él sin dudarlo.

—Allí tampoco quieren a los gitanos.

—Pero no los detienen —alegó el fraile.

—Solo los extrañan al Brasil. ¿Le parece poca detención? —La vieja María se arrepintió de sus palabras al pensar que tampoco les quedaban demasiadas alternativas—. ¿Tú qué dices, Milagros?

La muchacha se encogió de hombros.

—Podríamos ir a Barrancos —propuso la curandera—. Si existe algún lugar en el que es posible que encontremos a Melchor o que nos den noticias de él, es allí.

Milagros reaccionó: mil veces había escuchado de boca de su abuelo el nombre de ese nido de contrabandistas más allá de la raya de Portugal. Caridad se volvió hacia la vieja curandera con los ojos brillantes; ¡encontrar a Melchor!

—Barrancos —confirmó mientras tanto Milagros.

—¿Y tú, morena? —preguntó María—. Tú no eres gitana, nadie te persigue, ¿vendrías con nosotras?

Caridad no lo dudó ni un instante.

—Sí —afirmó con rotundidad. ¿Cómo iba a dejar de ir en busca de Melchor? Además, junto a Milagros.

—Entonces iremos a Barrancos —decidió la anciana.

Como si procuraran animarse entre sí, María sonrió, Milagros afirmó con la cabeza y Caridad se mostró eufórica. Miró a Milagros, a su lado, y pasó un brazo por encima del hombro de su amiga.

—Rezaré por vosotras —intervino fray Joaquín.

—Hágalo si lo desea —replicó Milagros adelantándose al seguro bufido de la vieja María—. Pero si de verdad pretende ayudarme, preste atención a la suerte de mis padres: adónde los llevan y qué es de ellos. Y si ve o sabe de mi abuelo, dígale que le estaremos esperando en Barrancos. Nosotras también trataremos de hacérselo saber a través de los contrabandistas; todos conocen a Melchor Vega.

—Sí —susurró entonces el religioso refugiando su atención en las heridas del dorso de su mano—, todos conocen a Melchor —añadió con una voz que tembló entre el pesar y la irritación.

Milagros se libró del brazo de Caridad y se acercó al fraile; lamentaba haber herido sus sentimientos.

—Fray Joaquín… Yo…

—No digas nada —le rogó este—. No tiene importancia.

—Lo siento. Nunca habría podido ser —declaró sin embargo.