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Sevilla,
31 de julio de 1749

Asolada por el insufrible calor estival, la vida ciudadana transcurría con languidez. Aquellos que podían hacerlo habían trasladado ya muebles, ropas y enseres de los pisos altos de sus casas a los bajos, donde trataban de luchar contra los calores y el solano; los demás, la mayoría de la población, se arrimaban a cualquiera de las dos riberas del Guadalquivir, la sevillana y la trianera, donde al menos podía encontrarse un atisbo de vida en la gente que se bañaba en el río, en busca de un poco de frescor, bajo la mirada atenta de los vigilantes destinados allí por el cabildo municipal para evitar las frecuentes muertes por ahogamiento. Así iba transcurriendo el día cuando un rumor empezó a correr entre la ciudadanía: el ejército estaba tomando la ciudad. No se trataba de los hombres de los alguaciles municipales o del asistente de Sevilla, ¡sino del ejército! De repente, soldados armados se apostaron en las trece puertas y en los dos postigos de las murallas de la capital y conminaron a la gente que se hallaba extramuros a entrar en ella. Bañistas, mercaderes, marineros y trabajadores del puerto, comerciantes, mujeres y niños… La muchedumbre se apresuró a obedecer las órdenes de los militares.

—¡Vamos a cerrar las puertas de la ciudad! —gritaban cabos y sargentos al frente de destacamentos armados.

Pero más allá de aquella advertencia, ningún mando ofreció mayores explicaciones; los soldados empujaban con sus fusiles a los sevillanos que se amontonaban en las puertas y preguntaban qué estaba sucediendo. La agitación alcanzó su punto álgido cuando alguien gritó que toda la ciudad estaba rodeada por el ejército. Muchos volvieron la mirada hacia Triana y comprobaron que así era: en el arrabal, en la otra orilla del río, se veía correr a sus gentes mezcladas entre los blancos uniformes de los soldados, y el puente de barcas se había convertido en un hervidero de caballerías que se apresuraban en una u otra dirección azuzados por los militares.

—¿Qué pasa?

—¿Hay guerra?

—¿Nos atacan?

Pero en lugar de respuestas la gente recibía empujones y golpes. Porque los soldados tampoco conocían las razones; solo habían recibido la orden de obligar a entrar a los vecinos y cerrar las puertas de la ciudad. Únicamente dos debían quedar abiertas: la del Arenal y la de la Carne.

—¡A casa! —gritaban los oficiales—. ¡Id a vuestras casas!

La misma orden iban pregonando por las calles las diferentes patrullas que circulaban por el interior de Sevilla y Triana; una orden que ese miércoles 31 de julio de 1749 se gritó a lo largo y ancho de toda España en una minuciosa y secreta operación militar ideada por el obispo de Oviedo y presidente del Consejo de Castilla, don Gaspar Vázquez Tablada, y el marqués de la Ensenada, quien pocos años antes había endurecido las penas para los gitanos hechos presos fuera de sus lugares de origen: la muerte. En virtud de aquella nueva pragmática de 1749, las tropas reales tomaron ese mismo día todas las ciudades del reino en las que se tenía constancia de que vivían gitanos.

Al cabo de unas horas, las puertas de Sevilla habían quedado cerradas, y las del Arenal y la Carne se hallaban fuertemente custodiadas; Triana había sido cercada por el ejército, los buenos ciudadanos corrieron a refugiarse en sus casas y los piquetes se apostaron estratégicamente en determinadas calles. Fue entonces cuando los soldados recibieron por fin instrucciones directas por parte de sus superiores: detener a todos los gitanos, personas infames y nocivas, sin consideración de su sexo o edad, y confiscar todos sus bienes.

Con anterioridad se habían cursado los pertinentes oficios secretos a los corregidores de todas las poblaciones del reino en las que había censadas familias gitanas, por lo que el asistente de Sevilla, en su calidad de corregidor de la ciudad, ya había señalado con los mandos militares las casas y los lugares donde debía procederse a la detención.

Como sucedió en toda España, los gitanos asistieron a la infame medida estupefactos: en Sevilla se los detuvo sin que presentaran oposición, igual que ocurrió en Triana con los herreros del callejón de San Miguel y los que vivían en la Cava o sus alrededores. Mejor suerte corrieron sin embargo los de la gitanería de la huerta de la Cartuja: al estar en campo abierto, muchos de ellos pudieron escapar dejando atrás sus escasas pertenencias. Con todo, dos fallecieron bajo los disparos de los soldados cuando huían, otro resultó herido en una pierna y otro más se ahogó en el río ante la impotencia de su mujer, el llanto de sus hijos pequeños y el desdén de la tropa.

Cerca de ciento treinta familias gitanas fueron apresadas en Sevilla en la redada masiva de julio de 1749.

En el interior de la choza, Caridad escuchó los gritos de los oficiales del ejército que se elevaban por encima del tumulto.

—¡Detenedlos a todos!

—¡Que no escape ninguno!

Dejó de trabajar el tabaco que le seguía entregando fray Joaquín. Asustada por el alboroto de las carreras de gitanos y soldados, los chillidos de niños y mujeres y algún que otro disparo, se levantó de la mesa y se apresuró hacia la entrada justo cuando Antonio y su esposa corrían renqueantes en dirección contraria, ayudándose entre ellos.

—¿Qué…? —intentó preguntarles.

—¡Aparta! —la empujó el anciano.

Se quedó allí parada, absorta, observando cómo los soldados se echaban encima de las mujeres o amenazaban con sus fusiles a los hombres. Muchos lograban escapar y traspasaban con arrojo la línea envolvente con la que los militares habían tratado de tomar la gitanería. Buscó a Milagros con la mirada, sin hallarla, y vio cómo el tío Tomás distraía a un grupo de soldados para que uno de sus hijos huyera con su familia a cuestas. El propio tío Tomás fue violentamente reducido, pero su hijo se perdió entre las huertas. No había ni rastro de Milagros. Algunos gitanos escapaban saltando por encima de los tejados de las chozas para caer tras la tapia de la huerta de la Cartuja y emprender una frenética carrera hacia la libertad. Antonio y su esposa volvieron a empujarla al abandonar la choza. Caridad los siguió con la mirada: la anciana iba perdiendo el tabaco y los cigarros que había hurtado del interior. Los observó correr con dificultad hacia… ¡los soldados! Uno de ellos soltó una carcajada al verlos acercarse, viejos y a trompicones, pero mudó el semblante cuando Antonio mostró una gran navaja en la mano. Un golpe con la culata del fusil en el estómago del anciano bastó para que este soltase el cuchillo y cayese al suelo. El soldado y dos compañeros rieron como si diesen por terminada la lucha justo antes de que la gitana dejase caer su bolsa y los sorprendiera abalanzándose con una asombrosa fuerza y agilidad, nacida del odio y de la ira, con las manos en forma de garras como única arma, sobre aquel que había golpeado a su marido. Los hombres tardaron en reaccionar. Caridad vio aparecer unos surcos de sangre en el rostro del soldado. Les costó reducir a la anciana.

—¿Qué haces tú aquí?

Pendiente como estaba de Antonio y su esposa, Caridad no se había percatado de que la operación casi había finalizado y de que el resto de los soldados entraba ya en las chozas. Los gitanos detenidos permanecían agrupados en la calle y rodeados. Bajó la mirada ante el soldado que se había dirigido a ella.

—¿Qué haces tú aquí, negra? —repitió este ante el silencio de Caridad—. ¿Eres gitana? —Luego la miró de arriba abajo—. No. ¿Cómo vas a ser gitana? ¡Eh! —gritó a un cabo que paseaba la calle—, ¿qué hacemos con esta?

El cabo se acercó y le formuló las mismas preguntas. Caridad siguió sin contestar y sin mirarlos.

—¿Por qué estás en la gitanería? ¿Acaso eres esclava de alguno de ellos? —Él mismo desechó la idea negando repetidamente con la cabeza—. Has escapado de tus amos, ¿no? Sí, eso es lo que debe…

—Soy libre —consiguió decir Caridad con un hilo de voz.

—¿Seguro? Demuéstramelo.

Caridad entró en la choza y volvió con su hatillo, en el que rebuscó hasta encontrar los documentos que el escribano de La Reina le había entregado.

—Cierto. —Tras examinarlos y toquetearlos, como si pudiera reconocer por el tacto lo que era incapaz de leer, el cabo los dio por buenos—. ¿Qué llevas ahí?

Caridad le entregó el hatillo, pero igual que había sucedido en la puerta de Mar de Cádiz, el militar dejó de buscar tan pronto su mano se topó con la vieja, áspera y gastada frazada con la que se protegía del frío en invierno y se limitó a sopesar y zarandear el hatillo por si algo en su interior tintineaba, pero poco podían pesar o tintinear la frazada, las ropas coloradas, algunos cigarros que le había entregado fray Joaquín en pago por su trabajo y el sombrero de paja que colgaba atado a él.

—¡Vete de aquí! —le gritó entonces—. Bastantes problemas tenemos ya con toda esta escoria.

Caridad obedeció y emprendió camino hacia Triana. Sin embargo, remoloneó en la calle al pasar junto a los gitanos detenidos. ¿Estaría Milagros entre ellos? Los soldados los desarmaban y les quitaban sus joyas y abalorios al tiempo que un nuevo ejército, este de escribanos, intentaba tomar nota de sus nombres y de los bienes que les pertenecían.

—¿De quién es esta mula? —preguntó a gritos un soldado con el ronzal de una enjuta acémila en la mano.

—¡Mía! —chilló uno de los gitanos.

—¡Quita, mentiroso! —saltó una mujer—. ¡Esa es de un labrador de Camas!

Algunos gitanos rieron.

«¿Cómo pueden reírse?», se asombró Caridad mientras continuaba buscando a Milagros entre ellos. Vio al tío Tomás, y a Basilio y a Mateo…, a la mayoría de los Vega viejos. También vio a Antonio y a su esposa, abrazados. Pero no encontraba a Milagros.

—De acuerdo —se plantó el soldado de la mula—, ¿de quién es?

—De él —contestó alguien señalando al primer gitano.

—Del de Camas —dijo otro.

—Mía —se escuchó de entre el grupo.

—No. Es mía —rió un tercero.

—La tuya es la otra.

—No, esa sí que es la del de Camas.

—¿Tenía dos mulas el de Camas?

—¡Del rey! —terció un joven—. Del rey —repitió ante la exasperación del soldado—. ¡Es la que le tenemos guardada para que la monte cuando viene de visita a Triana!

Los gitanos estallaron de nuevo en carcajadas. Caridad ensanchó los labios en una sonrisa, pero sus ojos seguían expresando la preocupación que sentía por Milagros.

—No la han detenido —le gritó el tío Tomás imaginando qué era lo que le preocupaba—. No está, morena.

—¿Qué es lo que no está? —les sorprendió de malos modos el mismo cabo que había interrogado a Caridad y que se había acercado ante el barullo.

Caridad titubeó y bajó la mirada.

—La mula del rey, capitán —le contestó entonces Tomás con fingida seriedad—. No permita su excelencia que le engañen: en verdad la del rey es la mula que tiene el de Camas.

—¡Reíd! —gritó el cabo dirigiéndose a todos los detenidos—. Aprovechad para reír ahora, porque allí donde vais dejaréis de hacerlo. ¡Os lo juro! —Luego se volvió hacia Caridad—: Y tú, ¿no te había dicho que…?

—General —le interrumpieron desde el grupo—, al lugar al que nos va a mandar, ¿podremos llevarnos la mula del rey?

El cabo enrojeció y, entre las risas y las burlas, Tomás apremió con gestos a Caridad para que escapase.

Triana también estaba tomada por el ejército real. Gran parte de la tropa se hallaba en el callejón de San Miguel y en la Cava Nueva, lugares en los que aparecían avecindados la mayoría de los gitanos, pero no por ello dejaba de haber patrullas que continuaban recorriendo las calles por si alguno había escapado o se había ocultado en casa de algún payo. El rey había previsto duras penas para quienes los ayudaran, y las denuncias anónimas, fundadas o no, empezaron a producirse como fruto de viejas rencillas vecinales.

A Caridad solo se le ocurrió un lugar adonde ir y hacia allí encaminó sus pasos: el convento de predicadores de San Jacinto. Pero las iglesias y los conventos también eran objeto de vigilancia por parte de los soldados. Así lo comprobó al entrar en Triana por la calle Castilla y pasar por delante de la iglesia de Nuestra Señora de la O. Caridad siempre miraba con atención aquella sobria iglesia: no sabía de ninguna orisha encarnada en la Virgen de la O, pero fray Joaquín le había imbuido el afecto que él mismo sentía por aquel templo: «Su fábrica se realizó exclusivamente con las limosnas que recogió la hermandad —le comentó un día—. Por eso es tan querida en Triana».

Caridad sorteó a la patrulla de soldados apostada frente a la fachada principal de la iglesia, y oyó que un oficial discutía acaloradamente con un sacerdote. Igual sucedía en la parroquia de Santa Ana, y en Sancti Espiritus, en los Remedios, en la Victoria, en las Mínimas, en los Mártires o en San Jacinto. El rey había conseguido una bula papal por la que se permitía la extracción de los gitanos refugiados en sagrado, por lo que todos aquellos que habían huido y buscado su salvación en el asilo eclesiástico estaban siendo extraídos, no sin arduas discusiones con los sacerdotes que defendían los privilegios de aquella atávica institución de la que tanto uso hacían los gitanos.

San Jacinto estaba en peor situación que la iglesia de la O. Dada la cercanía del callejón de San Miguel y de la Cava Nueva, eran varios los gitanos que habían buscado asilo en aquel templo ante la entrada de las tropas. Casi la totalidad de los veintiocho frailes predicadores que componían la comunidad hacían piña junto a su prior, empeñado en impedir el acceso al templo en construcción de un teniente que no hacía más que mostrarle la orden del rey. Fray Joaquín no tardó en percatarse de la presencia de Caridad, ya que su viejo sombrero de paja destacaba entre la muchedumbre que esperaba a ver cómo se resolvía la disputa. El joven religioso abandonó a sus hermanos y corrió hacia ella.

—¿Qué ha pasado en la gitanería? —inquirió antes incluso de llegar a su altura; tenía las facciones contraídas por la preocupación.

—Han llegado los soldados… Disparaban. Han detenido a los gitanos…

—¿Y Milagros?

El grito llamó la atención de la gente. Fray Joaquín agarró a Caridad del brazo y se separaron unos pasos.

—¿Y Milagros? —repitió.

—No sé dónde está.

—¿Qué quieres decir? Están deteniendo a todos los gitanos. ¿La han detenido?

—No. Detenida, no. Tomás me dijo…

El suspiro de alivio que salió de boca del religioso interrumpió sus palabras.

—¡Bendita seas, Señora! —exclamó después el fraile alzando la vista al cielo.

—¿Qué puedo hacer, fray Joaquín? ¿Por qué detienen a los gitanos? Y Milagros, ¿dónde estará?

—Cachita, allí donde esté, estará mejor que aquí. Tenlo por seguro. En cuanto a por qué los detienen…

Los aplausos y vítores de la gente interrumpieron la conversación y los obligaron a volverse hacia San Jacinto. El prior había cedido y tres gitanos, varios chiquillos y una gitana con un niño de pecho en brazos abandonaban la iglesia escoltados por los militares.

—Los detienen por ser diferentes —sentenció el fraile cuando los retraídos ya se perdían en dirección a la Cava—. Te puedo asegurar que no son peores que muchos de los que ellos llaman payos.

Fray Joaquín no tuvo mayores problemas para conseguir que una devota familia de camaroneros de la calle Larga acogiera a Caridad durante unos días; algunas monedas del peculio personal del religioso ayudaron a la decisión. Caridad se instaló en el cobertizo que servía a un diminuto huerto ubicado en la parte trasera de la casa del pescador. Sentada entre algunos viejos aperos para el cultivo de las hortalizas y diverso material de pesca amontonado allí, poco tenía que hacer aparte de fumar y preocuparse por Milagros. La hospitalidad de aquellos «buenos cristianos», como los tildó fray Joaquín, desapareció tan pronto como lo hizo el religioso.

Al día siguiente de la detención, toda Triana acudió a presenciar la salida de los gitanos por el puente de barcas. Confundida entre el gentío, Caridad vio cómo Rafael García, el Conde, arrastraba los pies con la mirada baja, encabezando una larga hilera de hombres y niños mayores de siete años que caminaban tras él, todos atados a una gruesa cuerda. Su destino: la cárcel real de Sevilla. Muchos de los ciudadanos les insultaban o les escupían. «¡Herejes!» «¡Ladrones!», gritaban a su paso, mientras les lanzaban las basuras y desechos que se amontonaban en las calles. Caridad no pudo advertir en ninguno de ellos la ironía que le sorprendió el día anterior en la huerta. Ahora todos sabían ya cuáles eran las órdenes reales: desde la cárcel los trasladarían a La Carraca, el arsenal militar de Cádiz, donde serían sometidos a trabajos forzados por el resto de su vida.

Además de impedirles acogerse a sagrado y de confiscarles sus bienes para venderlos en almoneda pública y pagar los gastos de la redada, los soldados también habían desposeído de las cédulas de castellanos viejos o de las provisiones de vecindad a quienes disponían de ellas. Solo con esos documentos oficiales los gitanos podían demostrar que no eran vagos o malhechores; desposeerlos de ellos —aunque muchos fueran falsos— significaba que en adelante ni siquiera podrían acreditar su identidad y su estado. De la noche a la mañana, la mayoría de los gitanos herreros del callejón de San Miguel y otros muchos más que llevaban años trabajando y conviviendo con los payos se habían convertido en delincuentes.

A mitad de la cuerda, Caridad reconoció a Pedro García, el amor imposible de Milagros. ¿Qué diría la muchacha si lo viese en aquella situación? Los ojos de Milagros chispeaban en la noche al recordarle, más aún cuando el fantasma de Alejandro había dejado ya de atormentarla. Caridad también vio a José Carmona, abatido, escondiendo su rostro a los insultos.

Tras los hombres aparecieron las mujeres, las niñas y los varones menores de siete años, todos atados a cuerdas y vigilados por los soldados casi más estrechamente que los hombres. Caridad reconoció a Ana, la madre de Milagros, y a tantas otras que conocía del callejón, algunas con sus pequeños a cuestas. Sintió un escalofrío al paso de las gitanas: ellas no habían perdido su orgullo. No se callaban, y devolvían escupitajos e insultos a pesar de que también sabían lo que les esperaba: la reclusión por tiempo indefinido en una cárcel de mujeres.

—¡Brujas! —oyó gritar Caridad.

Al instante, la cuerda se combó y varias gitanas se abalanzaron sobre aquellas que las habían insultado y que, presas del pánico, trataron de retroceder entre la gente que se apretujaba a sus espaldas; los soldados tuvieron que esforzarse para impedirlo.

En el barullo, Ana vio a Caridad. Les habían llegado rumores de disparos, muertes y lucha en la gitanería.

—¿Y mi niña? —chilló.

Caridad estaba pendiente de los golpes que propinaban los soldados.

—¡Morena! —En esta ocasión Caridad la oyó—. ¿Y Milagros?

Caridad se disponía a contestar cuando de repente se dio cuenta de que muchos de los que la rodeaban estaban pendientes de ella, como si le recriminasen que hablara con las gitanas. Dudó. No podía enfrentarse a la gente…, pero Milagros… ¡y Ana era su madre! Cuando levantó la cabeza, la cuerda ya se había puesto en marcha y solo alcanzó a ver la espalda de Ana.

Por detrás de la gente que se agolpaba a ambos lados de la calle, Caridad persiguió la cuerda a la que iban atadas las mujeres. Adelantó a Ana y se apostó en la plaza del Altozano, en primera fila, delante del castillo de la Inquisición, donde era imposible que la gitana no se percatase de su presencia. Pero cuando la vio acercarse y los gritos e insultos de la muchedumbre arreciaron a su alrededor, el miedo volvió a apoderarse de ella.

Ana la vio. Y la vio bajar la cabeza al paso de la cuerda.

—Ayudadme —conminó entonces a las mujeres que la acompañaban—. Tengo que llegar hasta esa negra, hasta la morena de mi padre, allí, a la izquierda, ¿la veis?

—¿La del tabaco? —le preguntaron desde más adelante en la cuerda.

—Sí, esa. Tengo que saber de mi hija.

—Podrás fumarte un cigarro con ella —le aseguraron por detrás.

Así fue. Cuando Ana pasaba delante de Caridad, las gitanas se lanzaron a la izquierda y pillaron desprevenidos a los soldados. La cuerda volvió a combarse y unas cuantas cayeron al suelo llevándose incluso a algún militar por delante. Ana las imitó y se arrojó a tierra.

—¡Caridad! —gritó con voz firme, caída a sus pies.

Ella reaccionó al tono imperioso.

—¡Acércate!

Lo hizo y se acuclilló a su lado.

—¿Y Milagros? ¿Y mi niña?

Los soldados empezaban a poner orden, unos levantando a peso a las caídas, otros interponiéndose entre las que quedaban en pie, pero las gitanas, pendientes de Ana, se resistían e insultaban a la gente, abalanzándose sobre ella una y otra vez.

—¿Qué sabes de ella? —insistió Ana—. ¿La han detenido?

—No —afirmó Caridad.

—¿Está libre?

—Sí.

Ana cerró los ojos durante un segundo.

—¡Encuéntrala! ¡Cuídala! —le rogó después—. Es solo una niña. Buscad al abuelo y la protección de los gitanos… si quedan. Dile que la quiero y que la querré siempre.

De repente, Caridad salió despedida hacia atrás por la patada que le propinó en un hombro uno de los soldados. Ana se dejó levantar e hizo un gesto casi imperceptible a las demás mujeres. La lucha cesó, salvo por parte de una chiquilla que continuó pateando a un soldado.

Antes de regresar a su posición en la cuerda, Ana se volvió: Caridad se había caído al suelo e intentaba recuperar su sombrero entre las piernas de la gente. ¿Le había pedido a aquella mujer que cuidase de su hija?, se preguntó al tiempo que notaba que un sudor frío empapaba todo su cuerpo.