10

Hacía algunos días que la lluvia no daba tregua en Triana y muchos eran los vecinos que se acercaban al río para comprobar el caudal que llevaba y el riesgo de que se desbordase, como en tantas ocasiones había sucedido con dramáticas consecuencias. En la gitanería de la huerta de la Cartuja, una persistente llovizna se mezclaba con las columnas de humo que ascendían de las chozas. En aquella desapacible mañana de primeros de diciembre del año de 1748, solo algunas viejas caballerías escuálidas y los niños, semidesnudos, ajenos al frío y al agua que los empapaba, jugaban hundiéndose hasta los tobillos en el barrizal en que se había convertido la calle. Sus mayores, a resguardo del agua, dejaban transcurrir el tiempo con indolencia.

A media mañana, sin embargo, el griterío de los chiquillos vino a turbar la ociosidad a la que las inclemencias del tiempo les empujaba.

—¡Un oso!

Mil veces resonaron los gritos agudos de los niños entre el chapoteo de sus carreras en el barro. Hombres y mujeres se asomaron a las puertas de sus chozas.

—¡Melchor Vega trae un oso! —exclamó uno de los gitanillos al tiempo que señalaba hacia el camino que llevaba a la gitanería.

—¡El abuelo Vega! —chilló otro.

Milagros, que ya se había levantado de la mesa, saltó al exterior. Caridad dejó caer la cuchilla con la que cortaba una gran hoja de tabaco. ¿Melchor Vega? Ambas se encontraron en la calle.

—¿Dónde? —preguntó la muchacha a uno de los niños al que agarró al vuelo.

—¡Allí! ¡Ya llega! ¡Trae un oso! —le contestó mientras la arrastraba, hasta que logró zafarse de ella y se confundió en el bullicio: unos miraban sorprendidos, otros corrían a recibir a Melchor y otros más lo hicieron para alejar a las caballerías, que rebuznaban o relinchaban y tiraban de sus ronzales, atemorizadas ante la presencia del gran animal.

—¡Vamos! —le exhortó Milagros a Caridad.

—¿Qué es un oso?

La muchacha se detuvo.

—Eso —le indicó.

Al inicio de la calle, ya junto a la primera de las barracas, el abuelo caminaba sonriente, el celeste de su chaqueta de seda se había oscurecido por el agua que la empapaba. Tras el bastón de dos puntas de Melchor, un inmenso oso negro lo seguía a cuatro patas, pacientemente, con las orejas erguidas, mirando curioso a los que le rodeaban a una distancia prudencial.

—¡Virgen de la Caridad del Cobre! —musitó Caridad reculando unos pasos.

—No tengas miedo, Cachita.

Pero Caridad continuó retrocediendo a medida que Melchor, con la sorpresa reflejada en su rostro al descubrir su presencia en la gitanería, se acercaba a ellas.

—¡Milagros! ¿Qué haces tú aquí? ¿Y tu madre?

La muchacha ni siquiera le escuchó, paralizada. Melchor llegó hasta donde estaba su nieta y, con él, el oso, que se adelantó y rozó con su hocico la pantorrilla del gitano.

Milagros retrocedió igual que había hecho su amiga, sin apartar la mirada del animal.

—Y tú, morena, ¿también acá?

—Es una larga historia, hermano —contestó Tomás entre el grupo de gitanos que le habían seguido a lo largo de la calle.

—¿Mi hija está bien? —inquirió al instante el abuelo.

—Sí.

—¿El Carmona?

—También.

—Lástima —se quejó al tiempo que acariciaba la testa del oso. Alguien rió—. Pero si mi hija y mi nieta están bien, dejemos las historias largas para curas y mujeres. ¡Mira, Milagros! ¡Mira cómo baila!

En ese momento el gitano se apartó del animal y alzó sus dos brazos.

El oso se levantó sobre sus patas traseras, extendió las delanteras y siguió el ritmo que le marcaba Melchor, empequeñecido este ante una bestia que le doblaba en altura. Milagros retrocedió todavía más, hasta donde se hallaba Caridad.

—¡Mira! —gritaba sin embargo Melchor—. ¡Ven aquí conmigo! ¡Acércate!

Pero Milagros no lo hizo.

Durante el resto de la mañana y pese a la llovizna que no cesaba, Melchor jugueteó con el oso: lo obligó a bailar una y otra vez, a andar sobre sus patas traseras, a sentarse, a taparse los ojos, a rodar por el barro y a mostrar otras tantas habilidades que divirtieron y causaron admiración en la gente.

—¿Y qué piensa hacer usted con esa bestia? —le preguntaron algunos de los gitanos.

—Sí, ¿dónde lo guardará? ¿Dónde dormirá?

—¡Con la morena! —contestó muy serio Melchor.

Caridad se llevó las manos al pecho.

—Es broma, Cachita —se rió Milagros propinándole un cariñoso codazo. Pero luego lo pensó dos veces—. Es broma, ¿verdad, abuelo?

Melchor no respondió.

—¿Cómo lo alimentará? —gritó una de las mujeres—. Con el tiempo que lleva lloviendo, los hombres no salen y aquí no nos queda más que media gallina vieja para todos.

—¡Pues le daremos niños para comer! —Melchor hizo ademán de soltar al animal para agarrar a uno de los chiquillos más atrevidos, que casi había llegado a su lado y que escapó chillando—. Un niño por la mañana y una niña por la noche —repitió frunciendo el ceño hacia todos los demás mocosos.

A finales de la mañana se aclaró el misterio: una familia de gitanos venidos del sur de Francia se presentó en la huerta con un carromato en busca del oso. Melchor se lo había pedido prestado para divertir a su gente.

—¿Cómo se te ha ocurrido? Te podía haber descuartizado de un solo zarpazo. No sabes nada de osos —empezó a recriminarle Tomás cuando el carromato ya abandonaba la gitanería.

—¡Quia! Llevo casi un mes viviendo con ellos. Hasta he dormido con el animal. Es inofensivo, por lo menos más que muchos payos.

—Y hasta que algunos gitanos —apuntó su hermano.

—Bueno, ¿y esa historia larga que tenías que contarme?

Tomás asintió.

—¡Empieza ya!

—Esta morena tiene la virtud de estar relacionada con todas las desgracias —comentó Melchor cuando su hermano puso fin al relato de los sucesos que habían llevado a Milagros a la gitanería.

Se hallaban los dos reunidos alrededor de una frasca de vino con los demás viejos de los Vega: el tío Juan, el tío Basilio y el tío Mateo.

—¡Mala sombra tiene la negra! —exclamó el último.

—Pero maneja bien el tabaco —alegó en su favor Tomás. Melchor enarcó las cejas hacia su hermano y este entendió su gesto—: No, cantar no ha cantado. Trabaja en silencio. Mucho, hasta por las noches. Más que cualquier payo. Nos hace ganar dinero, pero cantar, no se la oye.

—¿Qué piensas hacer con lo de tu nieta? —preguntó Mateo tras unos instantes de silencio.

Melchor suspiró.

—No sé. El consejo tiene razón. La niña es una atolondrada, pero los Vargas que la acompañaron unos gilís. ¿Cómo esperaban darle una lección a ese alfarero en medio de su barrio, protegido por todos los suyos? Deberían haber esperado a pillarlo a solas y cortarle el cuello, o haber entrado en silencio en su casa… ¡Los muchachos de hoy están perdiendo el talento! No sé —repitió—. Quizá hable con los Vargas, solo su perdón…

—José me ha dicho que lo ha intentado…

—Ese no es capaz de prender un cigarro si no es con ayuda de mi hija. Bueno —añadió al tiempo que se servía otro vaso de vino—, lo único que me preocupa es que esté separada de su madre. De no ser por eso, tampoco es malo que mi nieta esté aquí, con los suyos. María le enseñará lo que su padre no podría enseñarle nunca: a ser una buena gitana, a amar la libertad y a no cometer más errores. Lo dejaré como está.

Basilio y Mateo asintieron.

—Buena decisión —afirmó Tomás. Luego dejó transcurrir unos segundos—. ¿Y tú? —preguntó al cabo—. ¿Cómo te ha ido? No veo que hayas recuperado el tabaco que nos robó el Gordo.

—¿Cómo esperabas que trajera dos corachas? —preguntó a su vez mientras rebuscaba en el interior de su chaqueta y extraía una bolsa que dejó caer sobre la mesa.

El amortiguado tintineo de las monedas acalló nuevas intervenciones. Melchor hizo un gesto a su hermano con la cabeza para que la abriera: varios escudos de oro rodaron sobre el tablero de la mesa.

—El Gordo no estará contento —comentó Tomás.

—No —se sumó el tío Basilio.

—Pues esto es solo la mitad —reveló Melchor—, la otra se la llevó el oso.

Los Vega le pidieron que se explicara.

—Estuve rondando bastantes días por los alrededores de Cuevas Bajas, donde vive el Gordo con su familia, incluso anduve por el pueblo de noche, pero no daba con la manera de dar una lección a ese hijo de puta: siempre va acompañado por alguno de sus hombres, como si los necesitase hasta para orinar.

»Esperé. Algo tenía que llegar. Un día, unos gitanos catalanes que estaban de paso me hablaron del francés del oso que andaba los pueblos cercanos haciendo bailar al animal. Lo encontré, llegué a un acuerdo con él y volvimos a esperar a que se organizase otra partida de contrabando. Cuando el Gordo y sus hombres estaban fuera y el pueblo en manos de ancianos y mujeres, el francés entró con el oso y montó su espectáculo, y mientras todos ellos se divertían con bailes y juegos malabares, yo me colé sin problemas en la casa del Gordo.

—¿Vacía? —le interrumpió el tío Basilio.

—No. Había un vigilante de confianza que, sin abandonar su puesto, intentaba ver al oso desde lejos.

Basilio y Juan interrogaron al abuelo con la mirada; los demás gesticularon simulando una pena que no sentían: si Melchor estaba allí con los dineros del Gordo, mal parado habría salido el vigilante. Durante unos segundos, el gitano siguió el curso de aquellos pensamientos. Le había costado que el hombre hablara. Primero lo vio desprevenido: cebó y cargó su mosquete, se acercó a él por la espalda y le amenazó poniendo el cañón en su nuca. Lo llevó al interior de la vivienda y lo desarmó. El hombre era cojo, por eso no acompañaba a la partida, pero no por ello era menos fuerte. Se conocían de antes de su cojera.

—Este será tu fin, Galeote —pronosticó el vigilante mientras Melchor, con el cañón del arma bajo la garganta del hombre, extraía de su faja, con la mano libre, una pistola y un gran puñal que dejó caer al suelo.

—Yo que tú me preocuparía de mi propio fin, Cojo, porque o colaboras o me precederás. ¿Dónde esconde ese ladrón sus tesoros?

—Estás más loco de lo que creía si piensas que te lo voy a decir.

—Lo harás, Cojo, lo harás.

Lo obligó a tumbarse en el suelo con los brazos extendidos. Desde fuera seguían escuchándose vítores y aplausos por las gracias del oso.

—Como grites —le advirtió Melchor apuntándole a la cabeza—, te mataré. Tenlo por seguro.

Luego pisó con fuerza el dedo meñique de su mano derecha. El Cojo apretó los dientes mientras Melchor notaba cómo se quebraban las falanges. Repitió la operación con los cuatro restantes, en silencio, girando el tacón sobre los dedos. Las gotas de sudor corrían por las sienes del hombre. No habló.

—Además de cojo, quedarás manco —le dijo el abuelo al pasar a la mano izquierda—. ¿Crees que el Gordo te lo agradecerá suficiente, que te dará de comer cuando no puedas hacerlo tú solo? Te dejará tirado como a un perro, lo sabes.

—Mejor perro abandonado que hombre muerto —masculló el hombre—. Si te lo digo, me matará.

—Cierto —afirmó el gitano poniendo el tacón sobre el meñique de la izquierda, siempre apuntándole a la cabeza—. Lo tienes complicado: o te mata él o te desgracio yo —añadió sin llegar a presionar—, porque después seguiremos con la nariz y los pocos dientes que te quedan, para terminar con los testículos. Los ojos te los dejaré para que veas cómo te desprecia la gente. Si aguantas, palabra de gitano que me iré de esta casa con las manos vacías. —Melchor dejó transcurrir unos segundos para que el hombre pensara—. Pero tienes otra posibilidad: si me dices dónde está el dinero, seré generoso contigo y podrás escapar con algo en la bolsa… y el resto de tu cuerpo intacto.

Y el gitano cumplió su palabra: entregó al Cojo varias monedas de oro y lo dejó marchar; no lo denunciaría con aquellos dineros en su bolsa y tendría tiempo suficiente para escapar.

—Entonces —dijo Tomás cuando su hermano puso fin a la historia—, el Gordo no puede saber si fuiste tú quien le robó o si le traicionó su propio hombre de confianza.

Melchor ladeó la cabeza e instintivamente se llevó la mano al lóbulo de una de sus orejas, sonrió, bebió vino y habló.

—¿Qué satisfacción puede proporcionarnos la venganza si la víctima no sabe que ha sido uno el que se la ha tomado?

Después de que el Cojo abandonara la casa, Melchor se había quitado uno de los grandes aros de plata que colgaban de sus orejas y lo depositó justo en el centro del cofrecillo que había vaciado de las posesiones del contrabandista.

—Lo sabe —contestó a su hermano—, ¡por el mismísimo diablo que sabe que he sido yo! Y en este momento, precisamente ahora, estará maldiciéndome y renegando de mí, igual que hace por las noches y al despertar, si es que en algún momento ha logrado conciliar el sueño, y…

—Te perseguirá hasta matarte —sentenció el tío Basilio.

—Seguro. Pero ahora tendrá otros problemas más acuciantes: no puede financiar el contrabando, y ni siquiera podrá pagar a sus hombres. Ha perdido gran parte de su poder. Veremos cómo responden todos los que le odian, que son muchos.

Basilio y Tomás asintieron.

Melchor no quiso regresar al callejón de San Miguel; nada le ataba al lugar de los herreros y, entre su hija y José Carmona de una parte y Milagros de otra, eligió a su nieta. Después de charlar con los Vega, cuando ya anochecía, se dirigió a la choza donde vivía la muchacha.

—Gracias por lo que hiciste por la niña, María —dijo nada más entrar; las dos cocinaban algo parecido a un pedazo de carne en una olla.

La anciana se volvió hacia él y restó importancia al hecho con un gesto de la mano. Melchor se quedó parado un paso por delante de la basta cortina que hacía las veces de puerta y observó a su nieta durante un buen rato; esta volvía de vez en cuando la cabeza, le miraba de reojo y le sonreía.

—¿Qué quieres, sobrino? —preguntó la vieja con voz cansina, de espaldas a él.

—Quiero… un palacio donde vivir con mi nieta rodeado por una inmensa plantación de tabaco… —Milagros hizo ademán de girarse, pero la vieja le dio un codazo en el costado y la obligó a continuar prestando atención al fuego. Melchor entornó los ojos—. Quiero caballos y vestidos de seda de colores; joyas de oro, decenas de ellas; música y bailes y que los payos me sirvan de comer cada día. Quiero mujeres, también por decenas… —La vieja propinó otro codazo a Milagros antes de que esta se volviese. En esta ocasión Melchor sonrió—. Y un buen esposo para mi nieta, el mejor gitano de la tierra… —De espaldas, Milagros ladeó la cabeza de izquierda a derecha, con donaire, como si le gustase lo que oía, incitándole a continuar—. El más fuerte y gallardo, rico y sano, libre de toda atadura y que le dé a mi nieta muchos hijos…

La muchacha continuó un rato con sus cabeceos hasta que la vieja María habló.

—Pues nada de eso encontrarás aquí. Te has equivocado de lugar.

—¿Estás segura, vieja?

La anciana se volvió y, con ella, Milagros. De una de las manos del abuelo, el brazo extendido, colgaba un precioso collar de pequeñas perlas blancas.

—Por algo hay que empezar —dijo entonces Melchor, y se acercó a su nieta para ceñir el collar a su cuello.

—¡Qué triste es llegar a vieja y saber que tu cuerpo ya no excita a los hombres! —se quejó la curandera mientras Milagros acariciaba con las yemas de los dedos las perlas que resplandecían en su cuello atezado.

Melchor se volvió hacia la anciana.

—A ver si con esto… —empezó a decir mientras rebuscaba en uno de los bolsillos interiores de su chaquetilla azul— logras atraer a tu lecho a algún gitano que caliente ese cuerpo que ya no…

La vieja no le permitió terminar la frase: tal y como Melchor extraía un medallón de oro con incrustaciones de nácar, se lo quitó de las manos y, casi sin mirarlo, como si tuviera miedo de que el gitano se arrepintiese, lo guardó en el bolsillo de su delantal.

—Pocos hombres vendrán a mí por esta minucia —le soltó después.

—Pues aquí hay uno que necesita cenar y un rincón donde dormir.

—De comer te daré, pero olvídate de dormir en esta casa.

—¿No es suficiente con el medallón?

—¿Qué medallón, gitano embustero? —respondió ella con fingida seriedad antes de volverse de nuevo hacia la olla.

Milagros no pudo hacer más que encogerse de hombros.

—Canta, morena.

Caridad, absorta en su trabajo a la luz de una vela, esbozó una maravillosa sonrisa que iluminó su rostro. Parado en la entrada, Melchor examinó la choza: los ancianos descansaban ya en su cama, desde donde lo miraron con expectación.

—Antonio —le dijo el abuelo al viejo, al tiempo que le lanzaba una moneda que el otro agarró al vuelo—, tú y tu mujer podéis dormir en el jergón de la morena. Ella y yo lo haremos en la cama, que es más grande.

—Pero… —empezó a quejarse aquel.

—Devuélveme el dinero.

El viejo acarició la moneda, rezongó y propinó un codazo a su esposa. A Caridad se le escapó otra sonrisa mientras los dos malcarados gitanos renunciaban de mala gana a lo que constituía su bien más preciado.

—¿Tú de qué te ríes? —le espetó entonces la vieja, atravesándola con la mirada.

Caridad mudó el semblante, y mientras los ancianos se arrebujaban con dificultad bajo una manta en el jergón de Caridad, Melchor fue hasta la mesa y tanteó algunos de los cigarros que ya estaban preparados. Guiñó un ojo a Caridad y se llevó uno a los labios. Luego se desprendió de su chaquetilla azul y de las botas y se tendió en la cama, con la cabeza reclinada contra la cabecera, donde prendió el cigarro e inundó de humo la choza.

—Canta, morena.

Caridad deseaba que se lo volviera a pedir. ¡Cuántas noches había anhelado volver a trabajar con aquel hombre a su espalda! Cortó la hoja de tabaco que iba a utilizar como capa con una habilidad extraordinaria y empezó a canturrear pero, sin proponérselo, sin pensar en ello, dejó de lado aquellos monótonos cánticos de su África natal e, igual que si estuviera trabajando en la vega o en un cañaveral, aprovechó su música para narrar sus desvelos y sus esperanzas tal y como hacían los negros esclavos en Cuba, quienes solo cantando eran capaces de hablar de sus vidas. Y mientras continuaba trabajando, pendiente del movimiento de sus manos, atenta al tabaco, sus sentimientos fluyeron libres y se vertieron en la letra de las canciones. «Y esos dos gitanos viejos me roban la fuma de esclava —protestó en una de ellas—; y luego mientras chupan las venas, se quejan del tabaco que ha trabajado la negrita».

También pidió disculpas por haberse dejado robar el tabaco: «Y aunque el gitano diga que no tuve culpa, sí la tuvo la negra, pero ¿qué iba a hacer la negrita contra el blanco?». Lloró por sus prendas rojas desgarradas y se alegró porque Milagros las hubiera arreglado. Confesó su intranquilidad por la partida de Melchor en busca de venganza. Agradeció las tranquilas noches en el callejón de San Miguel. Cantó a la amistad de Milagros y a la hostilidad de sus padres, y a la reconciliación de la muchacha con ellos, y a la vieja María que la cuidaba, y a las fiestas y al oso y…

—Morena —la interrumpió el abuelo. Caridad volvió la cabeza—. Ven aquí a fumar conmigo.

Melchor palmeó el colchón y Caridad obedeció. Las maderas de la cama crujieron amenazando con ceder cuando se subió a ella y se tumbó al lado del gitano, que le pasó el cigarro. Caridad chupó con fuerza y sintió que el humo llenaba por entero sus pulmones, donde lo mantuvo hasta que empezó a sentir el placentero cosquilleo. Melchor, con el cigarro otra vez entre sus dedos, expulsó el humo hacia el techo de cañas y paja que los cubría y lo tornó a Caridad. «¿Qué debo hacer? —se preguntó ella al chupar una vez más—. ¿Tengo que seguir cantando?» Melchor se mantenía en silencio, con la mirada perdida en aquel techo por el que se filtraba el agua de la lluvia. Ella dudaba entre cantar u ofrecerle su cuerpo. En todas las ocasiones en que había subido a una cama a lo largo de su vida, lo había hecho para que algún hombre disfrutase de ella: el amo, el capataz, hasta el joven hijo de otro amo blanco que se encaprichó de ella un domingo. Fumó. Nunca había sido ella quien se ofreciera; siempre habían sido los blancos los que la llamaban y la llevaban al lecho. Melchor fumó también; el cigarro quemaba ya cuando se lo pasó de nuevo. Él la había invitado a la cama… pero no la tocaba. Esperó unos instantes para que el cigarro se enfriase. Notaba el contacto del cuerpo del gitano, de costado junto al suyo, apretujados ambos, pero no percibía esa respiración acelerada, esos jadeos con los que los hombres acostumbraban a abalanzarse sobre ella; Melchor respiraba tranquilo, como siempre. Y sin embargo ella, ¿acaso no latía con más fuerza su corazón? ¿Qué significaba? Fumó. Dos veces seguidas, con fruición.

—Morena —le dijo entonces el abuelo—, acábate el cigarro. Y procura no moverte mucho durante la noche o tendré que pagarles la cama por buena a esos dos. Ahora canta… como lo hacías en el callejón.

Melchor mantenía fija la mirada en el techo de cañas: solo con girar sobre sí se colocaría encima de ella, pensó. Sintió el deseo: se trataba de un cuerpo joven, firme, voluptuoso. Caridad lo aceptaría, estaba seguro. Ella empezó a cantar y las tristes melodías de los esclavos llenaron los oídos de Melchor. ¡Cuánto las había añorado! Dejaría de cantar; si se abalanzaba sobre ella dejaría de hacerlo. Y a partir de entonces nada sería igual, como siempre sucedía con las mujeres. La aflicción y el dolor que rezumaba aquella música aguijonearon en el gitano otros sentimientos que consiguieron nublar su deseo. Esa mujer había sufrido tanto como él, quizá más. ¿Por qué romper el encanto? Podía esperar… ¿a qué? Melchor se sorprendió ante la situación: él, Melchor Vega, el Galeote, meditando qué hacer. ¡En verdad era especial la morena! Entonces plantó una mano en su muslo y la deslizó por él, y Caridad calló y permaneció quieta, a la espera, en tensión. Melchor lo notó en los músculos de su pierna que se endurecieron, en su respiración que cesó durante unos instantes.

—Sigue cantando, morena —le pidió levantando la mano.

No volvió a buscar su cuerpo, y no lo hizo pese al ardor que sentía cuando despertaba en la noche y se encontraba revuelto con ella, los dos abrazados para protegerse del frío, y los pechos de la mujer o sus nalgas aplastados contra él. ¿Acaso no notaba su erección? La respiración pausada y tranquila de Caridad era suficiente respuesta. Y Melchor dudaba. La empujaba para separarla de él, pero ella seguía durmiendo, todo lo más rezongaba en un idioma desconocido para el gitano. «Lucumí», le había dicho ella una mañana. Confiaba en él, dormía plácidamente y le cantaba por las noches. No podía defraudarla, volvía a concluir, sorprendido en cada una de aquellas ocasiones, antes de apartarla de su lado con vigor.

Melchor se sentía cómodo en la gitanería, con su nieta y sus parientes, y adonde su hija Ana acudía con regularidad. Fue ella la que un día corrió a advertirle de que un par de hombres se habían presentado en el callejón simulando estar interesados en unos calderos; ni siquiera a los ojos del menos avispado de los gitanos aquella pareja pasó por compradora de nada. Entre trato y trato decían que le conocían y preguntaban por él, pero nadie, que ella supiera, les había dado noticia.

Tomás incrementó la vigilancia en la gitanería. Había adoptado esa medida en cuanto se enteró de la venganza de su hermano en los bienes del Gordo, pero ahora instó a los jóvenes Vega a que aumentasen el celo. Los gitanos de la huerta de la Cartuja estaban acostumbrados a permanecer en constante estado de alerta: la gitanería era frecuentada por todo tipo de delincuentes y huidos de la justicia que buscaban refugio en ella tratando de confundirse con los miembros de una comunidad que tenía a gala el vivir de espaldas a las leyes de los payos.

—No te preocupes —le dijo sin embargo Melchor a su hermano.

—¿Cómo no voy a hacerlo? Seguro que son los hombres del Gordo.

—¿Solo dos? Tú y yo podríamos con ellos. No hay que molestar a los jóvenes, tendrán cosas que hacer.

—Ahora nos sobra el dinero… por una buena temporada. Dos de ellos acompañan a la vieja María y a tu nieta cuando salen a buscar hierbas.

—A esos págales bien —rectificó Melchor.

Tomás sonrió.

—Te veo muy tranquilo —dijo después.

—¿No debería estarlo?

—No, no deberías, pero parece que dormir con la morena te sienta bien —afirmó con semblante taimado.

—Tomás —dijo el abuelo pasando el brazo por uno de los hombros de su hermano y acercando su cabeza a la de él—, tiene un cuerpo capaz de saciar el furor del mejor amante.

El otro soltó una carcajada.

—Pero no le he puesto una mano encima.

Tomás se zafó de su abrazo.

—¿Qué…?

—No puedo. La veo inocente, insegura, triste, desgarrada. Cuando canta…, bueno, ya la has oído. Me gusta escucharla. Su voz me llena y me transporta a cuando éramos niños y escuchábamos cantar a los negros esclavos, ¿recuerdas? —Tomás asintió—. Los negritos de ahora ya han perdido aquellas raíces y solo pretenden blanquearse y convertirse en payos, pero mi morena, no. ¿Recuerdas a padre y madre embobados con su música y sus bailes? Luego tratábamos de imitarlos en la gitanería, ¿recuerdas? —Tomás volvió a asentir—. Creo…, creo que si yaciese con ella se desharía el hechizo. Y prefiero su voz… y su compañía.

—Pues deberías hacer algo. La gitanería es un constante rumor. Piensa que tu nieta…

—La niña sabe que no hemos hecho nada. Te lo aseguro. Lo habría notado.

Y así era. Milagros, como todos los gitanos de la huerta, supo del trato de su abuelo con el matrimonio de ancianos, que se quejaban a quien quisiera escucharles del poco dinero que les había pagado Melchor por ocupar su cama para compartirla con la morena. ¿Cuándo y dónde se había visto que una negra durmiese en una cama con patas? Milagros no logró soportar la idea de que el abuelo y Cachita… Transcurrieron tres días hasta que se decidió y fue en busca de Caridad, a la que encontró sola en la choza, trabajando el tabaco.

—¡Fornicas con mi abuelo! —le increpó desde la misma puerta de entrada.

La sonrisa con que Caridad había recibido la presencia de su amiga se desdibujó en sus labios.

—No… —acertó a defenderse.

Pero la gitana no le permitió hablar.

—No he podido dormir pensando que ahí estabais los dos: jodiendo como perros. ¡Tú, mi amiga…! En quien he confiado.

—No me ha montado.

Pero Milagros no la escuchaba.

—¿No te das cuenta? ¡Es mi abuelo!

—No me ha montado —repitió Caridad.

La muchacha frunció el ceño, todavía enardecida.

—¿No habéis…?

—No.

¿Le habría gustado que lo hiciese? Tal era la duda que asaltaba a Caridad. Le complacía el contacto con Melchor; se sentía segura y… ¿deseaba que la montase? Más allá del contacto físico, no sentía nada cuando los hombres lo hacían. ¿Sería igual con Melchor? Tan pronto como la primera noche él retiró la mano de su pierna y le pidió que cantara, Caridad volvió a sentir el hechizo que se establecía entre ambos al ritmo de sus cantos de negros, sus espíritus unidos. ¿Le gustaría que la tocase, que la montase? Quizá sí… o no. En cualquier caso, ¿qué sucedería después?

Milagros malinterpretó el silencio de su amiga.

—Perdona por haber dudado de ti, Cachita —se excusó.

No preguntó más.

Por eso Melchor pudo sostener frente a Tomás que su nieta sabía que no tenía relaciones con Caridad. No habían sido necesarias explicaciones en ninguna de las muchas ocasiones en que el gitano acudía a verla.

—Te la robo —le anunciaba a la vieja María cuando entraba en la choza en la que ella y su nieta trabajaban con las hierbas; luego tomaba del brazo a la joven haciendo caso omiso a las quejas de la curandera.

Y los dos paseaban por la ribera del río o por la vega de Triana, las más de las veces en silencio, temerosa Milagros de quebrar con sus palabras el hechizo que envolvía a su abuelo.

Melchor también le pedía que bailase allí donde sonaban unas palmas, la invitaba a vino, la sorprendía con Caridad cuando las dos se escondían a fumar al anochecer y se sumaba a ellas —«yo no dispongo de los cigarros del fraile», se burlaba—, o la acompañaba a coger hierbas con la vieja gitana.

—Estas no curarían a nadie —rezongaba en esas ocasiones la curandera—. ¡Fuera de aquí! —gritaba al gitano espantándolo con las manos—. Esto es cosa de mujeres.

Y Melchor guiñaba un ojo a su nieta y se separaba unos pasos hasta situarse junto a los gitanos que Tomás había dispuesto que vigilaran a las mujeres y que ya conocían el mal carácter de la curandera; pero transcurría un rato y Melchor volvía a acercarse a Milagros.

Fue al regreso de uno de esos paseos cuando se enteraron de la noticia de la muerte del joven Dionisio Vega.

Existía en Triana un lugar que Melchor aborrecía; allí acudían, mezclados en tropel, el dolor, el sufrimiento, la impotencia, el rencor, el olor a muerte, ¡el odio a la humanidad entera! Incluso cuando andaba por Sevilla, cerca de la Torre del Oro, con el ancho Guadalquivir por medio, el gitano giraba el rostro hacia las murallas de la ciudad para no verlo. Sin embargo, aquel anochecer de primavera, tras el dramático entierro del joven Dionisio Vega, un impulso irreprimible le llevó a encaminarse a él.

Dionisio no tendría dieciséis años. Entre los constantes alaridos de dolor de las mujeres de la gitanería y del callejón de San Miguel, todas reunidas para rendir el último adiós al muchacho, Melchor no podía dejar de recordar la viveza e inteligencia de sus penetrantes ojos oscuros y su rostro siempre risueño. Era nieto del tío Basilio, que sobrellevaba la situación con entereza, intentando en todo momento no cruzar su mirada con la de Melchor. Cuando, al final de la ceremonia, Melchor se dirigió a su pariente, este aceptó su pésame y por primera vez a lo largo del día se enfrentó a él. Basilio nada le dijo porque la acusación flotaba en la gitanería: «Es culpa tuya, Melchor».

Y lo era. Aquellos dos hombres enviados por el Gordo de los que le había hablado su hija Ana desaparecieron. Quizá porque vieron a Melchor siempre acompañado, quizá al comprobar las medidas de seguridad. El caso es que con el transcurso del tiempo, la vigilancia ordenada por Tomás acabó. ¿Cómo pudieron pensar que el Gordo olvidaría la afrenta? Llegó la primavera y un día el joven Dionisio, junto a dos amigos, abandonó la huerta de la Cartuja y se internó en la fértil vega de Triana en busca de alguna gallina fácil de hurtar o de algún desecho de hierro que vender a los herreros. Dos hombres salieron a su paso. Los muchachos llevaban escrito que eran gitanos en su tez oscura, en sus ropas de colores y en los abalorios que colgaban de cuellos y orejas. No medió palabra antes de que uno de los hombres atravesase el corazón de Dionisio con un espadín. Luego, aquel mismo se dirigió a los restantes.

—Decidle al cobarde del Galeote que el Fajado no perdona. Decidle también que deje de esconderse entre los suyos como una mujer asustada.

«Que deje de esconderse como una mujer asustada». Las palabras de los muchachos, mil veces repetidas desde que se presentaron en la gitanería con el cadáver de Dionisio, se clavaban como agujas candentes en el cerebro de Melchor mientras muchos de los gitanos escondían la mirada a su paso. «¡Piensan lo mismo!», se torturaba Melchor. Y tenían razón: se había escondido como un cobarde, como una mujer. ¿Se había vuelto viejo? ¿Se había vuelto como Antonio, que por una insignificante moneda le había cedido su preciada cama para que durmiera con la morena? Durante los tres días que se prolongó el velatorio, con las mujeres aullando sin cesar, rasgándose los vestidos y arañándose brazos y rostros, Melchor permaneció apartado incluso de Milagros y Ana, que eran incapaces de esconder su mirada de recriminación; llegó a creer ver una mueca de desprecio en el rostro de su propia hija. Tampoco tuvo el valor de sumarse a las partidas de gitanos que, infructuosamente, salieron en busca de los hombres del Gordo. Mientras tanto se atormentó hasta la saciedad con la misma cuestión: ¿acaso se había convertido ya en alguien como el viejo Antonio, un cobarde capaz de causar la muerte de muchachos como Dionisio? ¡Hasta su propia hija trataba de evitarle!

Presenció el entierro, en un descampado cercano, encogido entre los demás gitanos. Vio cómo el padre del muchacho, acompañado del tío Basilio, ponía sobre los inertes brazos de Dionisio una vieja guitarra. Luego, con voz desgarrada, dirigiéndose al cuerpo sin vida de su hijo, clamó:

—Toca, hijo, y si he actuado mal, que tu música me ensordezca; si por el contrario he actuado correctamente, estate quieto y seré absuelto.

En un silencio estremecedor, Basilio y su hijo esperaron unos instantes. Luego, en cuanto dieron la espalda al cadáver, los demás hombres lo enterraron junto a su guitarra. Cuando la tierra cubrió por completo el sencillo ataúd de pino, la madre de Dionisio se dirigió a la cabecera y amontonó cuidadosamente los escasos objetos personales del muerto: una camisa vieja, una manta, una navaja, un pequeño cuerno plateado que en su infancia había lucido al cuello para espantar el mal de ojo y un viejo sombrero de dos picos que el muchacho adoraba y que la madre besó con ternura. Después prendió fuego a la pila.

En el momento en que las llamas empezaban a extinguirse y los gitanos a retirarse, Melchor se adelantó hasta la hoguera. Muchos se detuvieron y volvieron la cabeza para ver cómo el Galeote se desprendía de su chaquetilla de seda azul celeste, extraía la bolsa con sus dineros, que guardó en su faja, y arrojaba la prenda al fuego. Luego ofreció su mano al tío Basilio y el mismo cielo vino a sentenciar su delito.

El dolor, la angustia y la culpa dirigieron sus pasos por la orilla trianera del Guadalquivir. ¡Necesitaba estar allí!

—¿Adónde va? —preguntó en un susurro Milagros a su madre.

Las dos mujeres, y Caridad con ellas, se apresuraron a seguirle tan pronto como Melchor, con una mueca de resignación, inclinó la cabeza frente a Basilio y se perdió en dirección a Triana. Lo hacían a distancia, procurando que no las descubriese, sin llegar a imaginar que Melchor no se hubiera percatado de su presencia aunque caminaran a su lado.

—Creo que lo sé —contestó Ana.

No dijo más hasta que el abuelo superó el puente de barcas y, tras recorrer la ribera, se detuvo frente a la iglesia de la antigua universidad de Mareantes, donde se enseñaba a los niños las cosas de la mar y se atendía a los marineros enfermos.

—Era ahí —susurró la madre, atenta a la silueta del abuelo recortada contra las últimas luces del día.

—¿Qué pasa ahí? —inquirió Milagros, con Caridad a su espalda.

Ana tardó en responder.

—Esa es la iglesia de la Virgen del Buen Aire, la de los mareantes. Fíjate… —empezó a decirle a su hija, luego se corrigió ante la presencia de Caridad—: fijaos en la puerta principal. ¿Veis el balcón corrido abierto al río que está sobre ella? —Milagros asintió, Caridad no dijo nada—. Desde ese balcón, los días de precepto, se decía la misa a los barcos que estaban en el río; de esa manera los marineros ni siquiera tenían que desembarcar…

—Ni tampoco los galeotes. —Milagros terminó la frase por ella.

—Así es. —Ana suspiró.

Melchor continuaba erguido frente al portal de la iglesia, con la cabeza alzada hacia el balcón y el río casi lamiendo los tacones de sus botas.

—Tu abuelo nunca ha querido contarme nada de sus años de galeras, pero lo sé, lo escuché en algunas conversaciones que mantenía con los pocos compañeros que salieron vivos de esa tortura. Bernardo, por ejemplo. Durante los años que el abuelo estuvo a los remos, nada hubo que le doliese más, por mayores que fueran las penurias y calamidades por las que tuvo que pasar, que permanecer aherrojado a los maderos escuchando misa frente a Triana.

Porque Triana encarnaba la libertad y nada había más preciado para un gitano. Melchor soportaba los azotes del cómitre, padecía de sed y hambre envuelto en sus propios excrementos y orines, con el cuerpo plagado de llagas, remando hasta la extenuación. ¿Y qué?, se preguntaba a la postre, ¿acaso no era ese el destino de los gitanos ya fuere en tierra o en la mar? Sufrir la injusticia.

Pero cuando estaba frente a su Triana… Cuando llegaba a oler, casi a palpar, ese aire de libertad que naturalmente impelía a los gitanos a luchar contra toda atadura, entonces Melchor se dolía de todas sus heridas. ¿Cuántas blasfemias había repetido en silencio contra aquellos sacerdotes y aquellas sagradas imágenes del otro lado de la libertad? ¿Cuántas veces allí mismo, en el río, frente al retablo de la Virgen del Buen Aire y las pinturas de san Pedro y san Pablo flaqueándola, había maldecido su destino? ¿Cuántas se juró que nunca más volvería a elevar la mirada hacia ese balcón?

De repente, Melchor cayó de rodillas. Milagros hizo amago de correr hacia él, pero Ana la detuvo.

—No. Déjalo.

—Pero… —se quejó la muchacha—, ¿qué va a hacer?

—Cantar —las sorprendió con un susurro a sus espaldas Caridad.

Ana nunca había escuchado la «queja de galera» de boca de su padre. Este jamás la había cantado tras su puesta en libertad. Por eso, en cuanto el primer lamento, largo y lúgubre, inundó el anochecer, la mujer cayó postrada igual que él. Milagros, por su parte, sintió cómo se le erizaba el vello de todo el cuerpo. Nunca había escuchado nada parecido; ni siquiera las sentidas deblas de la Trianera, la esposa del Conde, podían compararse con aquel quejido. La muchacha sintió un escalofrío, buscó el contacto de su madre y apoyó las manos en sus hombros, donde Ana las buscó también. Melchor cantaba sin palabras, enlazando lamentos y quejidos que sonaban graves, quebrados, rotos, todos con sabor a muerte y a desgracia.

Las dos gitanas permanecían encogidas en sí mismas, sintiendo cómo aquel cántico indefinible, hondo y profundo, maravilloso en su tristeza, hería hasta sus sensaciones. Caridad, sin embargo, sonreía. Lo sabía: estaba segura de que todo lo que el abuelo era incapaz de decir podía expresarlo a través de la música; como ella, como los esclavos.

La queja de galera se prolongó durante unos minutos, hasta que Melchor la finalizó con un último lamento que dejó morir en sus labios. Las mujeres lo vieron levantarse y escupir hacia la capilla antes de emprender camino río abajo, en dirección contraria a la gitanería. Madre e hija permanecieron quietas unos instantes, vacías.

—¿Adónde va? —preguntó Milagros cuando Melchor se perdía en la distancia.

—Se va —acertó a contestar Ana con los ojos anegados en lágrimas.

Caridad, con los lamentos todavía resonando en sus oídos, intentó vislumbrar la espalda del gitano. Milagros sintió en los hombros de su madre las convulsiones del llanto.

—Volverá, madre —intentó consolarla—. No…, no se lleva nada; no tiene chaqueta, no lleva su mosquete, ni el bastón.

Ana no habló. El rumor de las aguas del río en la noche envolvió a las tres mujeres.

—Volverá, ¿verdad, madre? —añadió la muchacha, ya con la voz tomada.

Caridad aguzó el oído. Quería escuchar que sí. ¡Necesitaba saber que regresaría!

Pero Ana no contestó.