El barrio sevillano de Triana estaba al otro lado del río Guadalquivir, fuera de las murallas de la ciudad. Se comunicaba con la ciudad a través de un viejo puente musulmán construido sobre diez barcazas ancladas al lecho del río y unidas a dos gruesas cadenas de hierro y varios cables tendidos de orilla a orilla. Aquel arrabal, al que se había bautizado como «guarda de Sevilla» por la función defensiva que siempre había tenido, alcanzó su época de esplendor cuando Sevilla monopolizaba el comercio con las Indias; los problemas de navegación por el río aconsejaron a principios de siglo trasladar la Casa de Contratación a Cádiz y conllevaron un considerable descenso en su población y el abandono de numerosos edificios. Sus diez mil vecinos se concentraban en una limitada superficie en forma alargada en la orilla derecha del río, que se cerraba en su otro linde por la Cava, el antiguo foso que en épocas de guerra constituía la primera defensa de la ciudad y que se inundaba con las aguas del Guadalquivir para convertir el arrabal en una isla. Más allá de la Cava se veían algunos esporádicos conventos, ermitas, casas, y la extensa y fértil vega trianera.
Uno de esos conventos, en la Cava Nueva, era el de Nuestra Señora de la Salud, de monjas mínimas, una humilde congregación de religiosas dedicada a la contemplación y a la oración a través del silencio y la vida cuaresmal. A espaldas de las Mínimas, hacia la calle de San Jacinto, en el pequeño callejón sin salida de San Miguel, se apiñaban trece corrales de vecinos en los que a su vez se hacinaban cerca de veinticinco familias. Veintiuna de ellas eran gitanas, compuestas por abuelos, hijos, tías, primos, sobrinas, nietos y algún biznieto; las veintiuna se dedicaban a la forja. Existían otras herrerías en el arrabal de Triana, la mayoría en manos gitanas, las mismas manos que ya en la India o en las montañas de Armenia, siglos antes de emigrar a Europa, habían convertido su oficio en arte. Sin embargo, San Miguel era el centro neurálgico de la herrería y la calderería trianeras. Al callejón se abrían los antiguos corrales de vecinos construidos durante la época de esplendor del arrabal en el siglo XVI: algunos no eran más que simples callejones ciegos de míseras casitas alineadas y enfrentadas de uno o dos pisos; otros eran edificios, a menudo intrincados, de dos y tres pisos dispuestos alrededor de un patio central, cuyas plantas superiores se abrían a él a través de corredores altos y barandillas de hierro forjado o madera. Todos, casi sin excepción, ofrecían humildes viviendas de una o como mucho dos habitaciones, en una de las cuales, cuando no estaba en el propio patio o callejuela como servicio común a todos los vecinos del corral, había un pequeño nicho para cocinar con carbón. Las piletas para lavar y las letrinas, si las había, estaban emplazadas en el patio, a disposición de todos ellos.
A diferencia de los otros corrales sevillanos ocupados durante el día solo por las mujeres y los niños que jugaban en los patios, los de los herreros trianeros lo estaban durante toda la jornada laboral, pues tenían instaladas sus fraguas en los bajos. El constante repique del martillo sobre el yunque escapaba de cada una de las herrerías y se unía en la calle en una extraña algarabía metálica; el humo del carbón de las fraguas, que a menudo salía por los patios de los corrales de vecinos o por las mismas puertas de aquellos modestos talleres sin chimeneas, era visible desde cualquier punto de Triana. Y a lo largo del callejón, envueltos en la algarabía y el humo, hombres, mujeres y niños iban y venían, jugaban, reían, charlaban, gritaban o discutían. Con todo y pese al tumulto, muchos de ellos enmudecían y se detenían con los sentimientos a flor de piel a las puertas de esas fraguas. A veces se distinguía a un padre que retenía a su hijo por los hombros, a un anciano con los ojos entrecerrados o a varias mujeres que reprimían un paso de baile al escuchar los sones del martinete: un canto triste solo acompañado por el monótono golpear del martillo a cuyo ritmo se acompasaba; un cante propio que les había seguido en todos los tiempos y lugares. Entonces, por obra de los «quejíos» de los herreros, el martilleo se convertía en una maravillosa sinfonía capaz de erizar el vello.
Aquel 2 de febrero de 1748, festividad de la Purificación de Nuestra Señora, los gitanos no trabajaban en sus herrerías. Pocos de ellos acudirían a la iglesia de San Jacinto y de la Virgen de la Candelaria a bendecir las velas con las que iluminaban sus hogares, pero a pesar de ello tampoco deseaban problemas con los piadosos vecinos de Triana y menos con sacerdotes, frailes e inquisidores; se trataba de un día de asueto obligado.
—Guarda a la muchacha de los deseos de los payos —advirtió una voz ronca.
Las palabras, en caló, el lenguaje gitano, resonaron en el patio que daba al callejón. Madre e hija detuvieron sus pasos. Ninguna de ellas mostró sorpresa, aunque no sabían de dónde provenía la voz. Recorrieron el patio con la mirada hasta que Milagros distinguió en la penumbra de una esquina el reflejo plateado de la botonadura de la chaquetilla corta azul celeste de su abuelo. Se hallaba en pie, erguido y quieto, con el ceño fruncido y la mirada perdida, como era habitual en él; había hablado sin dejar de morder un pequeño cigarro apagado. La muchacha, de catorce esplendorosos años, le sonrió y giró sobre sí misma con gracia; su larga falda azul y sus enaguas, sus pañuelos verdes, revolotearon en el aire entre el tintineo de varios collares que le colgaban del cuello.
—En Triana todos saben que soy su nieta. —Rió. Los dientes blancos contrastaron con la tez oscura, igual que la de su madre, igual que la de su abuelo—. ¿Quién se atrevería?
—La lujuria es ciega y osada, niña. Son muchos los que arriesgarían su vida por tenerte. Yo solo podría vengarte y no habría sangre suficiente con que remediar ese dolor. Recuérdaselo siempre —añadió dirigiéndose a la madre.
—Sí, padre —respondió esta.
Ambas esperaron una palabra de despedida, un gesto, una seña, pero el gitano, hierático en su esquina, no añadió nada más. Al final, Ana tomó a su hija del brazo y abandonaron la casa. Era una mañana fría. El cielo estaba encapotado y amenazaba lluvia, lo que no parecía ser impedimento para que las gentes de Triana se dirigiesen a San Jacinto a celebrar la bendición de las candelas. También eran muchos los sevillanos que querían sumarse a la ceremonia y, con sus cirios a cuestas, cruzaban el puente de barcas o salvaban el Guadalquivir a bordo de alguna de las más de veinte barcas dedicadas a pasar gente de una orilla a la otra. El gentío prometía un día provechoso, pensó Ana antes de recordar los temores de su padre. Volvió la cabeza hacia Milagros y la vio andar erguida, arrogante, atenta a todo y a todos. «Como corresponde a una gitana de raza», reconoció entonces, sin poder evitar una mueca de satisfacción. ¿Cómo no iban a fijarse en su niña? Su abundante pelo castaño le caía por la espalda hasta mezclarse con los largos flecos verdes del pañuelo que llevaba sobre los hombros. Aquí y allá, entre el cabello, una cinta de color o una perla; grandes aros de plata colgaban de sus orejas, y collares de cuentas o de plata saltaban sobre sus pechos jóvenes, presos en el amplio y atrevido escote de su camisa blanca. La falda azul se ceñía a su delicado talle y llegaba casi hasta el suelo, sobre el que aparecían y desaparecían sus pies descalzos. Un hombre la miró de reojo. Milagros se percató al instante, felina, y volvió el rostro hacia él; las cinceladas facciones de la muchacha se suavizaron y sus pobladas cejas parecieron arquearse en una sonrisa. «Empezamos el día», se dijo la madre.
—¿Te digo la buenaventura, mocetón?
El hombre, fuerte, hizo ademán de seguir su camino, pero Milagros le sonrió abiertamente y se acercó a él, tanto que sus pechos casi le rozaron.
—Veo una mujer que te desea —añadió la gitana, mirándole fijamente a los ojos.
Ana llegó a la altura de su hija a tiempo de escuchar sus últimas palabras. Una mujer… ¿Qué más podía desear un individuo como aquel, grande y sano pero evidentemente solo, que portaba en sus manos una pequeña vela? El hombre titubeó unos segundos antes de fijarse en la otra gitana que se le había acercado: mayor, pero tan atractiva y altiva como la muchacha.
—¿No quieres saber más? —Milagros recuperó la atención del hombre al tiempo que profundizaba en unos ojos en los que ya había advertido interés. Intentó coger su mano—. Tú también deseas a esa mujer, ¿verdad?
La gitana notó que su presa empezaba a ceder. Madre e hija, en silencio, coincidieron: trabajo fácil, concluyeron ambas. Un carácter apocado y tímido —el hombre había tratado de esconder su mirada— metido en un corpachón. Seguro que había alguna mujer, siempre la había. Solo debían animarle, insistir en que venciera esa vergüenza que le reprimía.
Milagros estuvo brillante, convincente: recorrió con el dedo las líneas de la palma de la mano del hombre como si efectivamente le anunciasen el futuro de aquel ingenuo. Su madre la contemplaba entre orgullosa y divertida. Obtuvieron un par de cuartos de cobre por sus consejos. Luego Ana intentó venderle algún cigarro de contrabando.
—A la mitad del precio de los estancos de Sevilla —le ofreció—. Si no quieres cigarros, también tengo polvo de tabaco, de la mejor calidad, limpio, sin tierra. —Trató de convencerle abriéndose la mantilla con que se cubría para mostrarle la mercancía que llevaba escondida, pero el hombre se limitó a esbozar una sonrisa boba, como si mentalmente ya estuviera cortejando a aquella a la que nunca se había atrevido a dirigir la palabra.
Durante todo el día madre e hija se movieron entre la multitud que se desplazaba desde el Altozano, por los alrededores del castillo de la Inquisición y la iglesia de San Jacinto, todavía en construcción sobre la antigua ermita de la Candelaria, diciendo la buenaventura y vendiendo tabaco, siempre atentas a los justicias y a las gitanas que hurtaban a los desprevenidos, muchas de ellas pertenecientes a su propia familia. Ella y su hija no necesitaban correr esos riesgos, y no deseaban verse envueltas en alguno de los muchos altercados que se producían cuando pillaban a alguna: el tabaco ya les proporcionaba suficientes beneficios.
Por eso trataron de separarse de la gente cuando fray Joaquín, de la Orden de Predicadores, inició su sermón a cielo abierto delante de lo que con el tiempo sería el portalón de la futura iglesia. En ese momento, los piadosos sevillanos apiñados en la explanada no estaban para buenaventuras o tabaco; muchos de ellos habían acudido a Triana para escuchar otra de las controvertidas prédicas de aquel joven dominico, hijo de una época en que la sensatez trataba de abrirse paso entre las tinieblas de la ignorancia. Desde el improvisado púlpito, fuera del templo, iba más allá de las ideas de fray Benito Jerónimo Feijoo; fray Joaquín, en voz alta, en castellano y sin utilizar latinajos, zahería los atávicos prejuicios de los españoles y soliviantaba a las gentes defendiendo la virtud del trabajo, incluso mecánico o artesano, en contra del malentendido concepto de honor que impelía a los españoles a la holgazanería y ociosidad; excitaba el orgullo en las mujeres oponiéndose a la educación conventual y sosteniendo su nuevo papel en la sociedad y en la familia; afirmaba su derecho a la educación y a su legítima aspiración a un desarrollo intelectual en bien de la civilidad del reino. La mujer no era ya una sierva del hombre, y tampoco podía ser considerada un varón imperfecto. ¡No era maligna por naturaleza! El matrimonio debía fundamentarse en la igualdad y en el respeto. En nuestro siglo, sostenía fray Joaquín citando a grandes pensadores, el alma había dejado de tener sexo: no era varón ni hembra. Las gentes se apiñaban para escucharlo y era entonces, Ana y Milagros lo sabían, cuando las gitanas aprovechaban el embeleso de la gente para hurtar de sus bolsas.
Se acercaron cuanto pudieron al lugar desde el que fray Joaquín se dirigía a la multitud. Le acompañaban los poco más de veinte frailes predicadores que vivían en el convento de San Jacinto. Muchos de ellos alzaban de tanto en tanto el rostro hacia el cielo plomizo que, por fortuna, se resistía a descargar el agua; la lluvia hubiera dado al traste con la celebración.
—¡Yo soy la luz del mundo! —gritaba fray Joaquín para hacerse oír—. Eso fue lo que nos anunció Nuestro Señor Jesucristo. ¡Él es nuestra luz!, una luz presente en todas estas velas que portáis y que deben alumbrar…
Milagros no escuchaba el sermón. Fijó la mirada en el fraile, que al poco descubrió a madre e hija cerca de él. Los vestidos coloridos de las gitanas destacaban entre la concurrencia. Fray Joaquín vaciló; durante un instante sus palabras perdieron fluidez y sus gestos dejaron de captar la atención de los fieles. Milagros notó cómo se esforzaba por no mirarla, sin conseguirlo; al contrario, en algún momento no pudo evitar detener sus ojos en ella un segundo de más. En una de esas ocasiones, la muchacha le guiñó un ojo y fray Joaquín tartamudeó; en otra, Milagros le sacó la lengua.
—¡Niña! —la regañó su madre tras propinarle un codazo. Ana hizo un gesto de disculpa al fraile.
El sermón, como deseaba la multitud, se alargó. Fray Joaquín, libre del asedio de Milagros, logró lucirse una vez más. Cuando acabó, los fieles encendieron sus velas en la hoguera que los frailes habían dispuesto. La gente se dispersó y las dos mujeres volvieron a sus trapicheos.
—¿Qué pretendías? —inquirió la madre.
—Me gusta… —contestó Milagros, haciendo un gesto coqueto con las manos—, me gusta que se equivoque, que tartamudee, que se ruborice.
—¿Por qué? Es un cura.
La muchacha pareció pensar un instante.
—No sé —respondió mientras se encogía de hombros y dedicaba un simpático mohín a su madre.
—Fray Joaquín respeta a tu abuelo y por lo tanto te respetará a ti, pero no juegues con los hombres… aunque sean religiosos —terminó advirtiéndole la madre.
Como era de esperar, la jornada fue fructífera y Ana terminó con las existencias de tabaco de contrabando que ocultaba entre sus ropas. Los sevillanos empezaron a cruzar el puente o a coger las barcas de regreso a la ciudad. Todavía podrían haber echado algunas buenaventuras más, pero la cada vez más escasa concurrencia puso de manifiesto la gran cantidad de gitanas, algunas ancianas ajadas, otras jóvenes, muchos niños y niñas harapientos y semidesnudos, que estaban haciendo lo mismo. Ana y Milagros reconocieron a las mujeres del callejón de San Miguel, parientes de los herreros, pero también a bastantes de aquellas que vivían en las miserables chozas emplazadas junto al huerto de la Cartuja, ya en la vega de Triana y que, por obtener una limosna, acosaban con terquedad a los ciudadanos, se interponían en su camino y les agarraban de la ropa mientras clamaban a gritos a un Dios en el que no creían e invocaban a una retahíla de mártires y santos que llevaban aprendida de memoria.
—Creo que está bien por hoy, Milagros —anunció su madre después de apartarse de la carrera de una pareja que huía de un grupo de pedigüeñas.
Un mocoso de cara sucia y ojos negros que perseguía a los sevillanos fue a chocar contra ella invocando aún las virtudes de santa Rufina.
—Toma —le dijo Ana entregándole un cuarto de cobre.
Emprendieron el regreso a casa al tiempo que la madre del gitanillo exigía a este la moneda. El callejón hervía. Había sido un buen día para todos; las fiestas religiosas enternecían a la gente. Grupos de hombres charlaban a las puertas de las casas bebiendo vino, fumando y jugando a las cartas. Una mujer se acercó a su marido para enseñarle sus ganancias y se entabló entre ellos una discusión cuando él trató de quedárselas. Milagros se despidió de su madre y se unió a un grupo de muchachas. Ana tenía que pasar las cuentas del tabaco con su padre. Lo buscó entre los hombres. No lo encontró.
—¿Padre? —gritó tras acceder al patio de la casa en la que vivían.
—No está.
Ana se volvió y se encontró con José, su esposo, bajo el quicio de la puerta.
—¿Dónde está?
José se encogió de hombros y abrió una de sus manos; en la otra llevaba una jarra de vino. Sus ojos chispeaban.
—Ha desaparecido poco después de que lo hicierais vosotras. Habrá ido a la gitanería de la huerta de la Cartuja a ver a sus parientes, como siempre.
Ana negó con la cabeza. ¿Estaría efectivamente en la gitanería? Algunas veces había ido a buscarlo allí y no lo había encontrado. ¿Volvería esa noche o lo haría al cabo de algunos días, como tantas otras veces? ¿Y en qué estado?
Suspiró.
—Siempre vuelve —espetó entonces José con sarcasmo.
Su esposa se irguió, endureció la expresión y frunció el ceño.
—No te metas con él —masculló amenazante—. Te lo he advertido en muchas ocasiones.
El hombre se limitó a torcer el gesto y le dio la espalda.
Acostumbraba a volver, sí; José tenía razón, pero ¿qué hacía durante sus escapadas cuando no iba a la gitanería? Nunca lo contaba, y en cuanto ella insistía, él se refugiaba en aquel insondable mundo suyo. ¡Qué diferencia con el padre de su niñez! Ana lo recordaba orgulloso, altivo, indestructible, una figura en la que siempre encontraba refugio. Luego, por entonces ella contaría unos diez años, lo detuvo la «ronda del tabaco», los justicias que vigilaban el contrabando. Solo fueron unas libras de tabaco en hoja y era la primera vez que lo pillaban; debería haber sido una pena menor, pero Melchor Vega era gitano y lo habían detenido fuera de aquellas poblaciones en las que el rey había determinado que debían vivir los de su raza; vestía como gitano, con prendas tan costosas como llamativas, cargadas todas ellas de abalorios de metal o plata; portaba su bastón, su navaja, sus pendientes en las orejas y, además, varios testigos aseguraron que le habían oído hablar en caló. Todo aquello estaba prohibido, más incluso que burlar impuestos a la hacienda real. Diez años de galeras. Esa fue la condena que se le impuso al gitano.
Ana sintió cómo se le encogía el estómago al recuerdo del calvario que vivió con su madre durante el juicio y, sobre todo, durante los casi cuatro años desde que se dictó la primera sentencia hasta que efectivamente llevaron a su padre al Puerto de Santa María para embarcarlo en una de las galeras reales. Su madre no había cejado en el empeño un solo día, una sola hora, un solo minuto. Aquello le costó la vida. Se le humedecieron los ojos, como siempre que revivía esos momentos. La volvió a ver pidiendo clemencia, humillada, suplicando un indulto a jueces, funcionarios y visitadores de cárceles. Imploraron la intercesión de curas y frailes, decenas de ellos que les negaban hasta el saludo. Empeñaron lo que no tenían…, robaron, estafaron y engañaron para pagar a escribanos y abogados. Dejaron de comer para poder llevar un mendrugo de pan a la cárcel en la que su padre esperaba, como tantos otros, a que terminara su proceso y le dieran destino. Había quien, durante aquella terrible espera, se amputaba una mano, hasta un brazo, para no ir a galeras y enfrentarse a una muerte lenta y segura, dolorosa y miserable, destino de la mayoría de los galeotes permanentemente aherrojados a los bancos de las naves.
Pero Melchor Vega superó la tortura. Ana se secó los ojos con la manga de su camisa. Sí, había sobrevivido. Y un día, cuando ya nadie lo esperaba, reapareció en Triana, consumido, desharrapado, roto, destrozado, arrastrando los pies pero con su altivez intacta. Nunca volvió a ser aquel padre que le revolvía el cabello cuando acudía a él tras algún altercado infantil. Eso era lo que hacía: revolverle el cabello para luego mirarla con ternura recordándole en silencio quién era ella, una Vega, ¡una gitana! Era lo único que parecía importar en el mundo. El mismo orgullo de raza que Melchor había tratado de inculcar a su nieta Milagros. Poco después de su regreso, cuando la niña contaba solo unos meses de vida, su padre esperaba que Ana concibiera un varón. «¿Para cuándo el niño?», se interesaba una y otra vez. José, su esposo, también se lo preguntaba con insistencia: «¿Ya estás preñada?». Parecía que todo el callejón de San Miguel deseara un varón. La madre de José, sus tías, sus primas…, ¡incluso las mujeres Vega de la gitanería! Todas la asediaban, pero no pudo ser.
Ana volvió la cabeza hacia el lugar por el que había desaparecido José después de su breve intercambio de palabras sobre Melchor. Al contrario que su padre, su esposo no había sido capaz de sobreponerse a lo que para él constituía un fracaso, un escarnio, y el escaso cariño y respeto que había reinado en un matrimonio pactado entre ambas familias, los Vega y los Carmona, fue desapareciendo hasta ser sustituido por un rencor latente que se mostraba en la aspereza del trato que se dispensaban. Melchor volcó todo su cariño en Milagros, y, una vez se hubo resignado a no tener un varón, también lo hizo José. Ana se convirtió en testigo de la pugna de los dos hombres, siempre del lado de su padre, al que quería y respetaba más que a su esposo.
Había anochecido, ¿qué estaría haciendo Melchor?
El rasgueo de una guitarra la devolvió a la realidad. A su espalda, en el callejón, oyó el ruido del correteo de la gente, del arrastrar las sillas y los bancos.
—¡Fiesta! —anunció a gritos la voz de un niño.
Otra guitarra se sumó a la primera tentando las notas. Al poco se escuchó el repiqueteo hueco de unas castañuelas, y otras y otras, y hasta el de algún viejo crótalo de metal, preparándose, sin orden ni armonía, como si pretendieran despertar aquellos dedos que más tarde acompañarían bailes y canciones. Más guitarras. Una mujer aclaró su garanta: voz de anciana, quebrada. Una pandereta. Ana pensó en su padre y en lo mucho que le gustaban los bailes. «Siempre vuelve», trató de convencerse entonces. ¿Acaso no era cierto? ¡Él también era un Vega!
Cuando salió al callejón, los gitanos se habían dispuesto en círculo alrededor de un fuego.
—¡Vamos allá! —animó un viejo sentado en una silla frente a la hoguera.
Todos los instrumentos callaron. Una sola guitarra, en manos de un joven de tez casi negra y coleta prieta, atacó los primeros compases de un fandango.
El grumete a quien había invitado a tabaco la acompañó. Atracaron en un embarcadero de Triana, pasado el puerto de camaroneros, para descargar unas mercancías con destino al arrabal.
—Aquí te bajas tú, morena —le ordenó el capitán de la tartana.
El niño sonrió a Caridad. Habían fumado un par de veces más durante la travesía. Debido al efecto del tabaco, Caridad incluso había llegado a contestar con algún apocado monosílabo a todas las cuestiones que le planteó el muchacho, rumores que circulaban por el puerto sobre esa tierra lejana. Cuba. ¿Era cierta la riqueza de la que se hablaba? ¿Había muchos ingenios de azúcar? Y esclavos, ¿eran tantos como se decía?
—Algún día viajaré en uno de esos grandes barcos —aseguraba él dejando volar la imaginación—. ¡Y seré el capitán! Cruzaré el océano y conoceré Cuba.
Atracada la tartana, Caridad, igual que había sucedido en Cádiz, se detuvo y dudó en la estrechísima franja de terreno que se abría entre la orilla del río y la primera línea de edificios de Triana, algunos de ellos con los cimientos al descubierto por la acción de las aguas del Guadalquivir, tal era su proximidad. Uno de los porteadores le gritó que se apartara para descargar un gran saco. El grito captó la atención del capitán, que negó con la cabeza desde la borda. Su mirada se cruzó con la del grumete, también pendiente de Caridad; ambos conocían su destino.
—Tienes cinco minutos —le concedió a este.
El chico agradeció el permiso con una sonrisa, saltó a tierra y tiró de Caridad.
—Corre. Sígueme —la apremió. Era consciente de que el capitán le dejaría en tierra si no se apresuraba.
Superaron la primera línea de edificios y llegaron hasta la iglesia de Santa Ana; siguieron alejándose del río dos manzanas más, el grumete nervioso, tirando de Caridad, sorteando a la gente que los observaba extrañada, hasta situarse delante de la Cava.
—Esas son las Mínimas —indicó el muchacho señalando un edificio en el margen opuesto de la Cava.
Caridad miró en la dirección que señalaba el dedo del grumete: un edificio bajo, encalado, con una iglesia humilde; luego dirigió la mirada al antiguo foso defensivo que se interponía en su camino, hundido, repleto de basura en muchos puntos, precariamente allanado en otros.
—Tienes algunos lugares para cruzar —añadió el muchacho imaginando lo que pasaba por la cabeza de Caridad—, hay uno en San Jacinto pero está algo alejado. La gente cruza por cualquier sitio, ¿ves? —Y señaló a algunas personas que descendían o ascendían por los lados del foso—. Debo volver al barco —le advirtió al ver que Caridad no reaccionaba—. Suerte, morena.
Caridad no dijo nada.
—Suerte —repitió antes de emprender la vuelta a todo correr.
Una vez sola, Caridad se fijó en el convento, el lugar indicado por don Damián. Cruzó el foso por un caminito abierto entre las basuras. En la vega no había basuras, pero en La Habana sí; había tenido oportunidad de verlas cuando el amo la había llevado a la ciudad para entregar las hojas de tabaco al almacén del puerto. ¿Cómo podían los blancos desechar tantas cosas? Alcanzó el convento y empujó una de las puertas. Cerrada. La golpeó con la mano. Esperó. Nada sucedió. Volvió a llamar, con timidez, como si no quisiera molestar.
—Así no, morena —le dijo una mujer que pasaba por su lado y que, casi sin detenerse, tiró de una cadena que hizo sonar una campanilla.
Al poco se abrió una mirilla enrejada en una de las puertas.
—La paz del Señor sea contigo —escuchó que decía la portera; por la voz, una mujer ya anciana—. ¿Qué es lo que te trae a nuestra casa?
Caridad se quitó el sombrero de paja. Aunque no llegaba a ver a la monja, bajó la vista al suelo.
—Don Damián me ha dicho que venga aquí —susurró.
—No te entiendo.
Caridad había hablado rápido, atropelladamente, como hacían los bozales cubanos al dirigirse a los blancos.
—Don Damián… —se esforzó—, él me ha dicho que venga aquí.
—¿Quién es don Damián? —inquirió la portera después de unos instantes de silencio.
—Don Damián…, el sacerdote del barco, de La Reina.
—¿La reina? ¿Qué dices de la reina? —exclamó la monja.
—La Reina, el barco de Cuba.
—¡Ah! Un barco, no su majestad. Pues…, no sé. ¿Don Damián, has dicho? Espera un momento.
Cuando la mirilla volvió a abrirse, la voz que surgió de ella era autoritaria, firme.
—Buena mujer, ¿qué te ha dicho ese sacerdote que debías hacer aquí?
—Solo me dijo que viniera.
La monja no volvió a hablar hasta transcurridos unos segundos. Lo hizo con voz dulce.
—Somos una comunidad pobre. Nos dedicamos a la oración, a la abstinencia, a la contemplación y a la penitencia, no a la caridad. ¿Qué podrías hacer tú aquí?
Caridad no contestó.
—¿De dónde vienes?
—De Cuba.
—¿Eres esclava? ¿Y tus amos?
—Soy… soy libre. Además sé rezar. —Don Damián le había instado a que dijese eso.
Caridad no llegó a ver la resignada sonrisa de la monja.
—Escucha —dijo esta—: tienes que acudir a la cofradía de Nuestra Señora de los Ángeles, ¿entiendes?
Caridad permaneció en silencio. «¿Para qué me ha hecho venir aquí don Damián?», se preguntó.
—La cofradía de los Negritos —explicó la monja—, la tuya. Ellos te ayudarán… o te aconsejarán. Atiende: camina hasta la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, cerca de la Cruz del Campo. Sigue toda la Cava hacia el norte, hacia San Jacinto. Allí podrás atravesar la Cava, gira a la derecha y continúa por la calle de Santo Domingo hasta llegar al puente de barcas, crúzalo y después…
Caridad dejó las Mínimas tratando de retener en su mente el itinerario. «Los Ángeles». Le habían dicho que tenía que ir allí. «Los Ángeles». La ayudarían. «En la Cruz del Campo», recitaba en voz baja.
Absorta en sus pensamientos, caminó ajena a las miradas de la gente: una negra voluptuosa, vestida con harapos grisáceos y sosteniendo un pequeño hatillo, que no cesaba de murmurar. En el Altozano, sobrecogida ante el monumental castillo de San Jorge al inicio del puente, chocó con una mujer. Trató de excusarse pero las palabras no surgieron; la mujer la insultó y Caridad fijó la vista en Sevilla, en la otra orilla. Decenas de carros y caballerías cruzaban el puente en un sentido u otro; la madera crujía sobre las barcas.
—¿Dónde te crees que vas, morena?
Se sobresaltó ante el hombre que le cerraba el paso.
—A la iglesia de los Ángeles —contestó ella.
—Te felicito —dijo aquel con sarcasmo—. Allí están los negritos. Pero para llegar con los tuyos, primero tendrás que pagarme.
Caridad se sorprendió mirando al pontazguero directamente a los ojos. Azorada, corrigió su actitud, se destocó y bajó la mirada.
—No…, no tengo dinero —balbució.
—En ese caso no hay negritos. Vete de aquí. Tengo mucho trabajo. —Hizo ademán de dirigirse a cobrar el pontazgo a un mulero que esperaba tras Caridad, pero al ver que esta seguía ahí parada, se giró de nuevo hacia ella—. ¡Fuera o llamo a los alguaciles!
Después de dejar el puente sí que se sintió observada. No tenía dinero para cruzar a Sevilla. Así pues, ¿qué podía hacer? El hombre del puente no le había dicho cómo conseguir dinero. A sus veinticinco años, Caridad nunca jamás había ganado una simple moneda. Lo más que había llegado a conseguir, aparte de la comida, la ropa y el barracón para dormir, era la «fuma», el tabaco que el amo les regalaba para su consumo personal. ¿Cómo podía ganar dinero? No sabía hacer nada que no fuera cuidar del tabaco…
Se apartó de la gente, se retiró hacia el río y se sentó a su orilla. Era libre, sí, pero de poco le servía esa libertad si ni siquiera podía cruzar un puente. Siempre le habían dicho lo que tenía que hacer. Siempre había sabido lo que tenía que hacer desde que salía el sol hasta que se escondía, día tras día, año tras año. ¿Qué iba a hacer ahora?
Fueron muchos los trianeros que a su paso por la ribera contemplaron la figura de una negra sentada en la orilla, inmóvil, con la mirada perdida… en el río, en Sevilla o quizá en sus recuerdos o en el incierto futuro que se le abría por delante. Alguno de ellos volvió a pasar al cabo de una hora, otros al cabo de dos, incluso de tres o cuatro, y la mujer negra seguía allí.
Al anochecer, Caridad sintió hambre y sed. La última vez que había comido y bebido había sido con el grumete, que compartió con ella un bizcocho duro y enmohecido y algo de agua. Decidió fumar para enmascarar su penuria, como hacían todos los esclavos en la vega cuando el cansancio o el hambre les asaltaban. Quizá por eso el amo era generoso con la «fuma»: cuanto más fumaban, menos comida tenía que proporcionarles. El tabaco sustituía muchos bienes y hasta se trocaba por nuevos esclavos. El olor del cigarro atrajo a dos hombres que andaban por la orilla. Le pidieron de fumar. Caridad obedeció y les entregó su cigarro. Fumaron. Charlaron entre ellos pasándose el cigarro de uno a otro, ambos en pie. Caridad, todavía sentada, lo reclamó para sí extendiendo un brazo.
—¿Quieres tener algo en la boca, morena? —dijo riendo uno de los hombres.
El otro soltó una carcajada y tiró del cabello de Caridad para alzar su cabeza al tiempo que el primero se bajaba los calzones.
Caridad no opuso resistencia y se prestó a la felación.
—Parece que le gusta —dijo nervioso aquel que la agarraba del cabello—. ¿Te gusta, negra? —le preguntó al tiempo que presionaba la cabeza contra el pene de su compañero.
Luego la montaron uno tras otro y la dejaron allí tirada.
Caridad se recompuso el vestido. ¿Dónde estaría el resto del cigarro? Había visto que uno de ellos lo lanzaba antes de que la agarrasen del cabello. Quizá no hubiera llegado al agua. Se arrastró entre las hierbas y los juncos, palpando el suelo, atenta por si el rescoldo todavía estuviera vivo… ¡Y lo estaba! Lo cogió y, de bruces, tocando el agua, inhaló con todas sus fuerzas. Se sentó de nuevo y permitió que sus pies se mojasen en la orilla. Hacía frío, pero en ese momento no lo notaba; no sentía nada. ¿Debía gustarle? Eso le había preguntado uno de ellos. ¿Cuántas veces le habían preguntado lo mismo? El amo ya lo había hecho cuando solo era una bozal, una niña recién arrancada de su tierra. Entonces ni siquiera llegó a entender lo que le preguntaba aquel hombre que la manoseó y babeó antes de rasgarla. Luego, después de muchas veces, tras su embarazo, la sustituyó por una nueva niña, y entonces fueron el capataz y los demás esclavos de la negrada quienes se lo preguntaban entre jadeos. Un día volvió a parir… a Marcelo. El dolor que sintió en esa ocasión, cuando se le rajó el vientre después de horas de parto, le indicó que nunca más tendría otro hijo. «¿Te gusta?», le preguntaban los domingos, en el baile, cuando algún esclavo la cogía del brazo y se la llevaba fuera del barracón, allí donde otras parejas fornicaban también. Luego volvían a cantar y a bailar desenfrenadamente, a la espera de que alguno de sus dioses los montaran. En ocasiones repetían y volvían a abandonar el barracón. No, no le gustaba, pero tampoco sentía nada; le habían ido robando los sentimientos, cacho a cacho, desde la primera noche en que el amo la forzó.
No habría transcurrido una hora cuando uno de aquellos hombres volvió e interrumpió sus pensamientos.
—¿Quieres trabajar en mi taller? —le preguntó iluminándola con un candil—. Soy alfarero.
«¿Qué es un alfarero?», se preguntó Caridad tratando de vislumbrarlo en la oscuridad. Ella solo quería…
—¿Me darás dinero para cruzar el puente? —inquirió.
El hombre percibió la duda en su rostro.
—Ven conmigo —le ordenó.
Eso sí lo entendió: una orden, como cuando algún negro la agarraba del brazo y la llevaba fuera del barracón. Le siguió en dirección a la Cava Vieja. A la altura del castillo de la Inquisición, sin volverse, el alfarero la interrogó:
—¿Te has fugado?
—Soy libre.
A las luces del castillo, Caridad vio que el hombre asentía con la cabeza.
Se trataba de un pequeño taller, con vivienda en el piso superior, en la calle de los Alfareros. Entraron y el hombre le indicó un jergón de paja en un rincón del taller, junto a la leña y el horno. Caridad se sentó en él.
—Mañana empezarás. Duerme.
El calor de los rescoldos del horno acunó a una Caridad aterida por la humedad del Guadalquivir, y durmió.
Desde la época musulmana, Triana era conocida por sus manufacturas de barro cocido, sobre todo por los azulejos vidriados de cuenca o relieve, en los que los maestros expertos hundían una cuerda en el barro fresco y conseguían dibujos magníficos. Sin embargo, hacía algún tiempo que aquella cerámica artesanal había degenerado en piezas repetitivas sin encanto, a lo que hubo que sumar la competencia de la loza de pedernal inglesa y el cambio de gustos de la gente, que se inclinó hacia la porcelana oriental. En el arrabal, por tanto, el oficio decaía.
Al día siguiente, al amanecer, Caridad empezó a trabajar junto al hombre de la noche, un jovenzuelo que debía de ser su hijo y un aprendiz que no le quitaba ojo de encima. Cargó leña, transportó arcilla, barrió mil veces y se ocupó de las cenizas del horno. Así empezaron a transcurrir los días. El alfarero —Caridad nunca vio salir a una mujer del piso de arriba— la visitaba durante las noches.
«Tengo que cruzar el puente para ir a la iglesia de los Ángeles, donde están los negritos», hubiera querido decirle en una de ellas, cuando el hombre, después de haberla poseído, se disponía a marchar. En su lugar se limitó a balbucir:
—¿Y mi dinero?
—¡Dinero! ¿Quieres dinero? Comes más de lo que trabajas y tienes un lugar donde dormir —le contestó el alfarero—. ¿Qué más podría desear una negra como tú? ¿Prefieres estar en la calle pidiendo limosna como la mayoría de los negros libres?
En esos días, la esclavitud casi había desaparecido de Sevilla: la crisis demográfica y económica, la guerra de 1640 con Portugal, el gran proveedor de esclavos del mercado sevillano, la peste bubónica que sufrió la ciudad unos años después, que se ensañó con los negros esclavos, junto con las constantes y numerosas manumisiones que los piadosos sevillanos venían ordenando en sus testamentos, tuvieron como consecuencia una significativa disminución de la esclavitud. Sevilla perdió sus esclavos al compás de la pérdida de su poderío económico.
«Comes más de lo que trabajas», resonaba en los oídos de Caridad. La cantinela del capataz del amo José en la vega le vino entonces al recuerdo: «No trabajáis lo que coméis», les recriminaba antes de soltar el látigo sobre la espalda de alguno de ellos. Poco había cambiado su vida, ¿de qué le servía ser libre?
Una noche, el alfarero no bajó. La siguiente tampoco. A la tercera sí que lo hizo, pero en lugar de ir hacia ella se dirigió a la puerta del taller. La abrió y franqueó el paso a otro hombre, luego le indicó dónde se encontraba Caridad. El alfarero esperó junto a la puerta a que aquel satisficiese sus deseos, le cobró, y luego lo despidió.
A partir de aquella noche, Caridad dejó de trabajar en el taller. El hombre la encerró en un cuartucho de la planta baja, sin ventilación, y colocó un jergón y un bacín junto a algunos trastos inservibles.
—Si creas problemas, si gritas o intentas escapar, te mataré —la amenazó el alfarero la primera vez que le llevó de comer—. Nadie te echará de menos.
«Es cierto», se lamentó Caridad mientras escuchaba cómo el hombre echaba la llave a la puerta: ¿quién iba a echarla de menos? Se sentó en el jergón con el cuenco de potaje de verduras en las manos. Nunca antes la habían amenazado con la muerte; los amos no mataban a sus esclavos, valían mucho dinero. Un esclavo servía para toda la vida. Una vez adiestrado, como lo había sido Caridad de niña, los negros alcanzaban la vejez en sus vegas tabaqueras, trapiches o ingenios azucareros. La ley prohibía vender un esclavo por mayor importe del que había costado, por lo que ningún amo, después de haberle enseñado un oficio, se desprendía de él; perdería dinero. Podía maltratárseles o forzárseles hasta la extenuación, pero el buen capataz era aquel que conocía dónde se encontraba el límite de la muerte. Eran los esclavos quienes se quitaban la vida; en el amanecer menos pensado, la luz iba descubriendo la silueta del cuerpo inerte de un negro colgado de un árbol… o quizá de varios de ellos que habían decidido acompañarse en la huida definitiva. Entonces el amo montaba en cólera, como cuando alguna madre mataba a su recién nacido para librarle de la esclavitud o como cuando un negro se mutilaba para no trabajar. El domingo siguiente, en misa, el sacerdote del trapiche les gritaba que aquello era pecado, que irían al infierno, como si pudiera existir un infierno peor que aquel. ¿Morir? «Quizá sí —se dijo Caridad—, quizá ha llegado la hora de escapar de este mundo donde nadie me espera».
Esa misma noche fueron dos los hombres que disfrutaron de ella. Luego el alfarero volvió a cerrar la puerta y Caridad quedó en la más absoluta oscuridad. No lo pensó. Canturreó durante lo que quedaba de la noche, y cuando los primeros rayos de luz se colaron entre los resquicios de las maderas del cuartucho, rebuscó entre los trastos hasta encontrar una vieja soga. «Podría servir», concluyó tras tirar de ella para comprobar su estado. Se la ató al cuello y se encaramó sobre una caja desvencijada. Lanzó la cuerda por encima de una viga de madera, sobre su cabeza, la tensó y anudó el otro extremo. En alguna ocasión había envidiado aquellas figuras negras que colgaban de los árboles rompiendo el paisaje de la vega cubana, libres ya de sufrimiento.
—Dios es el más grande de los reyes —clamó—. Solo deseo no convertirme en un alma en pena.
Saltó del cajón. La soga aguantó su peso, no así la viga de madera, que se quebró y le cayó encima. El estruendo fue tal que el alfarero no tardó en presentarse en la cárcel de Caridad. La aherrojó y, a partir de ese día, Caridad dejó de comer y de beber, suplicando la muerte hasta cuando el alfarero y su hijo la alimentaban a la fuerza.
Las visitas de hombres de la calle se repitieron, generalmente uno, a veces más, hasta que, en una ocasión, un anciano que trataba de montarla con torpeza se levantó y se apartó de ella con agilidad asombrosa.
—¡Esta negra está ardiendo! —gritó—. Tiene fiebre. ¿Pretendes que me contagie alguna enfermedad extraña?
El alfarero se acercó a Caridad y puso la mano sobre su frente sudorosa.
—Vete —le ordenó azuzándola con el pie en las costillas mientras pugnaba por descerrajar y recuperar las cadenas con que la mantenía presa—, ahora mismo, ¡ya! —gritó tras conseguirlo. Sin esperar a que se levantase, cogió el hatillo de Caridad y lo lanzó a la calle.
¿Era posible que hubiese oído una canción? No era más que un murmullo que se confundía con los ruidos de la noche. Melchor aguzó el oído. ¡Ahí estaba otra vez!
—Yemayá asesú…
El gitano se quedó quieto en la oscuridad, en mitad de la vega de Triana, rodeado de huertos y frutales. El rumor de las aguas del Guadalquivir le llegaba con nitidez, igual que el silbar del viento entre la vegetación, pero…
—Asesú yemayá.
Parecía un diálogo: un susurro que entonaba el solista para luego responderse a sí mismo a modo de coro. Se volvió en la dirección de la que provenía la voz; algunos de los abalorios que colgaban de su chaqueta tintinearon. La oscuridad era casi absoluta, solo rota por los hachones del convento de la Cartuja, algo más allá de donde se encontraba.
—Yemayá oloddo.
Melchor se apartó del camino y se internó en un naranjal. Pisó piedras y hojarasca, tropezó en varias ocasiones y hasta maldijo a todos los santos a gritos, y sin embargo, pese a lo que en la noche resonó como un trueno, el triste canturreo no cesó. Se paró entre varios árboles. Era allí, allí mismo.
—Oloddo yemayá. Oloddo…
Melchor entrecerró los ojos. Una de las pertinaces nubes que habían cubierto Sevilla durante todo el día permitió el paso de un tenue atisbo de luna. Entonces entrevió una mancha grisácea en el suelo, frente a él, a solo un par de pasos. Avanzó y se acuclilló hasta reconocer a una mujer tan negra como la noche vestida con ropas grises. Estaba sentada con la espalda contra el naranjo, como si buscase refugio en el árbol. Tenía la mirada perdida, ajena a su presencia, y continuó canturreando, en voz baja, monótonamente, repitiendo una y otra vez el mismo estribillo. Melchor comprobó que, pese al frío, tenía el rostro perlado de sudor. Tiritaba.
Se sentó a su lado. No entendía lo que decía, pero aquella voz cansada, aquel timbre, la monotonía, la resignación que impregnaba su voz dejaban traslucir un dolor inmenso. Melchor cerró los ojos, se rodeó las rodillas con los brazos y se dejó transportar por la canción.
—Agua.
El ruego de Caridad rompió el silencio de la noche. Hacía rato que ya no se oía su canturreo; se había ido apagando como una brasa. Melchor abrió los ojos. La tristeza y melancolía de la canción habían conseguido trasladarle, una vez más, al banco de la galera. Agua. ¿Cuántas veces había tenido que pedir agua él mismo? Creyó sentir cómo los músculos de sus piernas, de sus brazos y de su espalda se tensaban como cuando el cómitre aumentaba el ritmo de la boga en persecución de alguna nave sarracena. El torturante silbato del cómitre aguijoneaba sus sentidos mientras arrancaban a latigazos la piel de su espalda desnuda para que remase con más y más fuerza. El castigo podía durar horas. Al final, con los músculos de todo el cuerpo a punto de reventar y las bocas resecas, de las hileras de bancos solo surgía una súplica: ¡agua!
—Sé lo que es la sed —murmuró para sí.
—Agua —imploró de nuevo Caridad.
—Ven conmigo. —Melchor se levantó con dificultad, entumecido tras casi una hora sentado al pie del naranjo.
El gitano se estiró e intentó orientarse para encontrar el camino de la Cartuja. Se dirigía a los huertos del monasterio, donde vivían muchos de los gitanos de Triana, cuando el canturreo había llamado su atención.
—¿Vienes o no? —le preguntó a Caridad.
Ella trató de levantarse agarrándose al tronco del naranjo. Tenía fiebre. Tenía hambre y frío. Pero sobre todo tenía sed, mucha sed. Consiguió erguirse cuando Melchor ya se había puesto en marcha. ¿Le daría agua si lo seguía o la engañaría como habían hecho tantos otros a lo largo de los días que llevaba en Triana? Caminó tras él. La cabeza le daba vueltas. Casi todos lo habían hecho; casi todos se habían aprovechado de ella.
Una serie de luces provenientes de unas chozas arracimadas en el camino iluminaron la chaqueta de seda azul celeste del gitano. Caridad hizo un esfuerzo por seguir su paso. Melchor no se preocupaba de ella. Andaba lentamente pero erguido, altivo, apoyándose sin necesidad en el bastón de dos puntas propio del jefe de una familia; a veces se le oía hablar a la noche. La mujer arrastraba los pies descalzos tras él. A medida que se acercaban a la gitanería, la quincallería que adornaba las vestiduras de Melchor y el ribeteado de plata de sus medias refulgieron. Caridad percibió un buen presagio en aquellos destellos: aquel hombre no la había tocado. Le proporcionaría su agua.