El fin. Para bien o para mal.
—Bien, ya hemos traspasado las puertas de la ciudad —susurró Caramon a su gemelo sin apartar la mirada de los draconianos, que lo observaban expectantes—. Quédate junto a Tika y Tas mientras yo voy en busca de Tanis. Me llevaré a esta cuadrilla.
—No, hermano —respondió Raistlin con destellos rojizos en sus dorados ojos debidos al influjo de Lunitari—, no puedes ayudar a Tanis. El es el único dueño de su destino. —El mago hizo una pausa para contemplar el llameante cielo atestado de dragones—. Aún corres peligro, tanto tú como quienes de ti dependen.
Tika se hallaba al lado del guerrero, marcado su rostro por los surcos del dolor. Por su parte Tasslehoff aunque exhibía una sonrisa tan jovial como de costumbre, tenía la faz muy pálida y sus pupilas delataban una pesadumbre que nunca antes se había visto en un kender. Caramon se entristeció al percibir el aspecto de sus compañeros.
—De acuerdo —accedió—. ¿Dónde iremos ahora?
Estirando el brazo, el hechicero señaló un punto lejano. Su negra túnica brillaba en torno a la mano que mantenía erguida contra el cielo nocturno, lívida y enjuta como si ninguna carne cubriera los huesos.
—En aquel cerro brilla una luz.
Todos se volvieron en la dirección que indicaba, incluso los draconianos. En el otro extremo de la yerma llanura Caramon distinguió el oscuro contorno de una montaña, que se destacaba en el iluminado desierto. En efecto, en su cima fulguraba un resplandor tan blanco y tan puro que se asemejaba a una estrella.
—Alguien os aguarda allí —anunció Raistlin.
—¿Quién Tanis? —inquirió ansioso el guerrero.
El mago lanzó una furtiva mirada a Tasslehoff, que estaba absorto en la contemplación de la luz.
—Fizban —afirmó el kender más que preguntarlo.
—Sí —corroboró Raistlin—. Ahora debo abandonaros.
—¿Cómo? —protestó Caramon—. Ven conmigo, con nosotros. ¡Debemos ir juntos a ver a Fizban!
—Un encuentro entre él y yo no resultaría agradable para nadie. —Meneó la cabeza, y al hacerlo flotaron a su alrededor los pliegues de su capucha.
—¿Qué me dices de ellos? —El hombretón señaló a los draconianos.
Tras emitir un hondo suspiro Raistlin se situó frente a los soldados y, extendiendo la mano, pronunció unas extrañas palabras. Las criaturas retrocedieron con el semblante retorcido en muecas de espanto pero, pese al grito de horror de Caramon, nada impidió que el relámpago letal surgiera de las yemas de los dedos del hechicero. Entre gritos agónicos, los reptilianos ardieron en llamas y cayeron al suelo convulsionados. Sus cuerpos se tornaron de piedra cuando la muerte los envolvió en su manto.
—No necesitabas hacerlo, Raistlin —le imprecó Tika temblando ante la escena—. Nos habrían dejado tranquilos de todos modos.
—Y la guerra ha terminado —coreó Caramon disgustado.
—¿De verdad? —preguntó el mago con su habitual sarcasmo, al mismo tiempo que extraía un pequeño saquito negro de un bolsillo de su túnica del que extrajo el codiciado Orbe de los Dragones—. Son estos débiles y sentimentales balbuceos los que garantizan la continuidad del conflicto. Los draconianos —apuntó con el índice a las estatuas— no pertenecen a Krynn, fueron creados mediante el más oscuro de todos los ritos arcanos. Lo sé porque presencié su nacimiento. Nunca os habrían dejado tranquilos —concluyó con una voz aguda que pretendía imitar a la de Tika.
El guerrero enrojeció e intentó hablar pero, en vista de que Raistlin no le prestaba atención, resolvió guardar silencio.
Absorto una vez más en su magia, el hechicero se inmovilizó con los dedos cerrados en torno al Orbe. La niebla multicolor se arremolinó en el interior del cristal al son de su enigmático canto, antes de fundirse en un luz pura y radiante que brotó en un único haz.
El enteco nigromante escudriñó el cielo en la actitud del que espera un acontecimiento. Éste no tardó en producirse: pasados unos segundos, eclipsó los astros de la noche una sombra gigantesca. Tika, alarmada, se refugió en el brazo que le ofrecía Caramon, si bien también él se estremeció y de un modo instintivo tomó la espada en sus manos.
—¡Un Dragón! —exclamó Tasslehoff sobrecogido—. ¡Es enorme! Nunca había visto uno de proporciones tan descomunales. ¿O quizá sí? Por algún motivo, me resulta familiar.
—Aparecía en el sueño —explicó Raistlin, restituyendo la cristalina esfera a su saquillo—. Se trata de Cyan Bloodbane, el Dragón que atormentó al infortunado Lorac, rey de los elfos.
—¿Qué hace aquí? —indagó Caramon asaltado por un súbito recelo.
—No te inquietes, tan sólo obedece órdenes —declaró Raistlin—. Ha venido para trasladarme a casa.
El reptil descendió trazando círculos, extendidas sus alas de tal manera que con su envergadura oscurecieron el paraje. Incluso Tas, aunque más tarde se negó a admitirlo, buscó cobijo en Caramon mientras aquel monstruo de escamas verdosas se posaba en el suelo.
Durante unos momentos Cyan observó al grupo de insignificantes humanos que se arrebujaban unos contra otros y sus ojos adquirieron un brillo siniestro, acompañado por las ensalivadas oscilaciones de su lengua que no denotaban sino un odio contenido. Sin embargo, su mirada, sometida a una voluntad más poderosa que la suya y rebosante de rencor y de ira se desvió hacia el mago.
Un leve gesto de Raistlin bastó para que la inmensa cabeza del Dragón descendiese hasta reposar sobre la arena.
Apoyado lánguidamente en su Bastón de Mago, el hechicero avanzó hacia Cyan Bloodbane y se encaramó por su sinuoso cuello.
Caramon fijó sus ojos en el reptil mientras luchaba para desechar el miedo que le había invadido, apenas consciente de las dos figuras que se aferraban a él. De pronto lanzó un áspero grito y, tras despedir de su regazo a Tika y Tas, echó a correr en dirección al animal.
—¡Aguarda, Raistlin! —suplicaba—. ¡Iré contigo!
Cyan enderezó nervioso la testa, espiando los movimientos del hombretón con sus flamígeros globos oculares.
—Estarías dispuesto a acompañarme al reino de las tinieblas —le advirtió el mago sin cesar de acariciar la tensa cerviz de su montura.
El guerrero titubeó, resecos sus labios y también su garganta. El temor le impedía hablar pero asintió con la cabeza una y otra vez, como si de ese modo pudiera desprenderse de la desazón que le producían los sollozos de Tika a su espalda.
Raistlin examinó a su gemelo, convertidas sus pupilas en doradas lagunas que contrastaban con la penumbra reinante.
—Creo que serías capaz de intentarlo —dijo al fin asombrado, más para sus adentros que a Caramon. Permaneció unos instantes inmóvil, perdido en sus reflexiones, hasta que agitó la testa en un resuelto ademán—. No, hermano, no puedes seguirme porque, a pesar de tu fortaleza, no lograrías sino precipitarte en el abismo de la muerte. Tras muchas vicisitudes, somos lo que los dioses pretendían: dos seres íntegros y maduros cuyos caminos se separan en este punto. Debes aprender a recorrer el tuyo, Caramon —una fantasmal sonrisa cruzó sus labios—, en solitario o junto a quienes decidan emprender el viaje bajo tu amparo. Adiós, querido hermano.
Profirió una escueta orden y Cyan Bloodbane desplegó presto las alas para alzar el vuelo, alumbradas sus escamas por la luz del bastón, que parecía ahora una diminuta estrella en medio de las tinieblas. Sus destellos no tardaron, sin embargo, en extinguirse cuando los engulleron la noche y la distancia.
—Ya llegan los que esperabas —anunció el anciano, sentado al calor de la fogata del campamento.
Tanis levantó la cabeza en el mismo momento en que tres figuras irrumpían en el áureo círculo proyectado por las llamas. Formaban el grupo un corpulento guerrero que, ataviado con la armadura de los ejércitos de los Dragones, conducía a una mujer joven de ensortijado cabello tez pálida y, en último lugar, un kender cubierto por unos harapientos calzones azules. El rostro de la muchacha, manchado de sangre, reflejaba un hondo desasosiego cada vez que contemplaba a su acompañante mientras el hombrecillo que cerraba la comitiva los seguía a trompicones, tan cansado que apenas podía sostenerse en pie.
—¡Caramon! ——vociferó Tanis corriendo hacia él.
El semblante de guerrero se iluminó cuando, tras abrir los brazos, estrechó contra su pecho al semielfo. Tika se mantuvo al margen para observar el reencuentro de los dos amigos con los ojos llenos de lágrimas, hasta que atrajo su atención un fugaz movimiento cerca del fuego.
—¿Laurana? —preguntó.
La elfa avanzó unos pasos y, al situarse en el radio de luz de la fogata, su dorado cabello refulgió con la intensidad del sol. Aunque vestía una armadura ensangrentada y picada de abolladuras, conservaba el porte regio de la Princesa que Tika conociera en Qualinesti muchos meses atrás.
Consciente de su inferioridad la humana trató de ordenar su enmarañada melena, pero la halló apelmazada. Su indumentaria estaba hecha jirones en el límite del decoro, siendo su desconjuntada armadura la única que evitaba su caída. Además, las despiadadas estrellas dejaban al descubierto la tersa piel de sus bien contorneadas piernas sin que el pudor lograse disimular sus curvas formas.
Laurana sonrió, y ella respondió a su saludo. Nada importaba, ambas se fundieron en un cálido abrazo.
El kender, que había quedado solo, se detuvo en la penumbra con los ojos posados en el anciano. Detrás de éste, ajeno a la escena, un Dragón Dorado dormía tumbado sobre el borde de una roca, entre sonoros ronquidos que hinchaban a intervalos sus flancos. El viejo hizo señal a Tas de aproximarse.
Emitiendo un prolongado suspiro que parecía nacer en sus pies, Tasslehoff asintió y echó a andar despacio hasta situarse frente al hombre que le había llamado.
—¿Cual es mi nombre? —preguntó el anciano, a la vez que extendía la mano para acariciar el copete del kender.
—Sólo sé que no es Fizban.
—No lo era antes de hoy. —Con una sonrisa, atrajo al hombrecillo hacia sí pese a la rigidez que notaba en sus músculos.
—¿Cómo te llamas entonces? —inquirió Tas, aún reticente a entablar una conversación.
—De múltiples maneras —contestó el viejo—. Entre los elfos soy E’li, los enanos me denominan Thak y los humanos me conocen por el apelativo de Sykblade. Pero mi apodo preferido es el que me asignaron los Caballeros de Solamnia: El Paladín de Draco.
—Estaba seguro —rezongó Tas derrumbándose junto al fuego—. ¡Paladine! ¡Un dios! ¡He perdido a todos mis seres queridos, a todos! —Y prorrumpió en sollozos.
El anciano lo observó unos segundos en actitud compasiva, e incluso se enjugó con el áspero dorso de la mano sus también húmedos ojos. Se arrodilló entonces junto al kender y posó la mano en su hombro, deseoso de consolarle.
—Mira, querido amigo —le dijo a la vez que aplicaba el dedo a su barbilla para instarle a volver los ojos hacia el cielo—, ¿ves esa estrella roja que centellea sobre nuestras cabezas? ¿Sabes a qué divinidad está consagrada?
—A Reorx —aventuró Tas con un hilo de voz, ahogado por las lágrimas.
—Es tan encarnada como el fuego de su forja —explicó el anciano sin dejar de contemplarla—, tanto como las chispas que despide su martillo mientras moldea el mundo aún informe que descansa sobre su yunque. Junto a la fragua de Reorx se yergue un árbol de belleza incomparable, un árbol que no conoce parangón en el universo de los vivos. Bajo su sombra se ha acomodado un enano gruñón para relajarse después de su arduo peregrinar, con una jarra de cerveza en la mano y el cuerpo caldeado por las llamas de la cercana forja. Pasa todo el día debajo del árbol, tallando la madera en delicadas figuras con un primor que nadie sería capaz de imitar. A menudo se detienen los viajeros, atraídos por la belleza del paraje, e intentan sentarse a su lado. Pero él les dirige una mirada tan furibunda que se apresuran a seguir su camino sin cruzar una sola palabra.
»Si alguien es lo bastante osado para persistir en su deseo de acompañarle, el enano le dice enfurecido: Este lugar está reservado. En algún lugar hay un botarate, un estúpido kender que emprende una aventura tras otra, metiéndose en infinitos embrollos a los que también arrastra a quienes son tan inconscientes como para seguirle. El día menos pensado se presentará aquí, admirará mi árbol y declarará: «Flint, estoy cansado. Creo que voy a descansar junto a ti». —Se sentará entonces y preguntará—: Flint, ¿te has enterado de mi última correría? ¿No? Te la explicaré. Todo empezó cuando el mago de la Túnica Negra, su hermano y yo decidimos hacer un viaje a través del tiempo, y en nuestro periplo ocurrieron extraordinarios eventos… Y yo tendré que escuchar su absurdo relato aunque no quiera. Lanza acto seguido una interminable retahíla de improperios, y aquél que parecía dispuesto a reposar bajo el árbol esboza una sonrisa y le deja en paz.
—¿Significa eso que no está solo? —indagó Tas secándose los ojos.
—No. Además posee el don de la paciencia, sabedor de que tienes mucho que hacer antes de que se consuma tu vida. Te esperará, y por otra parte ya conoce todas sus historias. Debes sorprenderle con alguna nueva.
—Todavía ignora la actual —replicó el kender, animado por una naciente excitación—. ¡Oh, Fizban, ha sido fantástica! Estuve una vez más a punto de morir, pero, de pronto, apareció Raistlin con su Túnica Negra y me salvó. ¡Tenía un aspecto tan espléndido, tan absolutamente perverso! —El hombrecillo no cabía en sí de gozo—. Y luego, Fizban… —se interrumpió y, con la cabeza gacha, añadió—: Discúlpame, olvidé que no debo llamarte así.
—Me gusta que lo hagas —le tranquilizó el anciano dándole unas suaves palmadas—. De ahora en adelante ése será mi nombre entre los kenders. Si he de serte sincero, me he encariñado con el apelativo de Fizban.
Se acercó entonces a Tanis y Caramon para escuchar en silencio su conversación.
—Se ha ido, Tanis —decía el guerrero con honda tristeza—. No sé dónde, ni comprendo el cambio que se ha obrado en él. Su cuerpo parece aún frágil, pero se ha esfumado su debilidad y también aquella tos crónica que padecía. Su voz es la misma de siempre pero algo se ha alterado en su timbre, o quizá en su tono. Es…
—Fistandantilus —intervino el viejo.
Tanis y Caramon se volvieron. Al verle, le hicieron una respetuosa reverencia.
—¡Vamos, incorporaos! —les espetó Fizban—. No soporto estos servilismos, que por otra parte no os eximen de vuestra hipocresía. Sé de sobra lo que comentáis sobre mí cuando creéis que no puedo oíros. —La culpabilidad de ambos se hizo patente en el rubor que cubrió sus mejillas—. En cualquier caso no importa, soy yo quien os he hecho pensar lo que me convenía. Y ahora, hablemos de tu hermano. Tienes razón, es él y otro al mismo tiempo. Tal como predecían los augurios, se ha convertido en el amo del pasado y del presente.
—No entiendo tus palabras —confesó Caramon menean do la cabeza—. ¿Ha sido el Orbe de los Dragones lo que le ha transformado? Si es así, quizá se rompa y…
—No ha sido ningún objeto el causante de su metamorfosis —le aseguró Fizban a la vez que posaba en Caramon una severa mirada—. El mismo decidió su destino.
—¡No puedo creerlo! ¿De qué modo? ¿Y quién es Fistan… o comoquiera que se llame? Quiero respuestas.
—No está en mi mano proporcionártelas. —El anciano no levantó la voz, pero se percibía en su tono un ribete de acero que dejó mudo al guerrero—. Guárdate de esas respuestas, y más aún de tus preguntas —le advirtió.
El hombretón permaneció unos instantes escudriñando el cielo en busca del Dragón Verde, pese a saber que no lograría atisbarlo. Hacía ya rato que desapareciera con Raistlin sobre su grupa.
—¿Qué será de él ahora? —se aventuró al fin a inquirir.
—Lo ignoro —fue la desalentadora contestación—. Debe construir su propio futuro, al igual que vosotros. Pero hay algo que sí sé, Caramon: tienes que abandonarle a la suerte que ha escogido. —Sus ojos se desviaron hacia Tika, que se había aproximado al grupo—. Raistlin estaba en lo cierto cuando afirmó que vuestros caminos se bifurcan en este punto. Intérnate en tu nueva vida sin perder la paz de espíritu.
La muchacha sonrió a Caramon y él la abrazó, besando sus pelirrojos bucles, si bien sus caricias no impidieron que su vista se abstrajera en la bóveda celeste donde, encima de Neraka, los dragones persistían en librar sus ardorosas batallas para hacerse con el control del ruinoso imperio.
—Al parecer todo ha concluido —comentó Tanis—. El Bien ha triunfado.
—¿Es eso lo que piensas? —le reprendió Fizban con el rostro vuelto hacia el semielfo en actitud desafiante—. Te equivocas, lo que ocurre es que se ha restituido el equilibrio. Los dragones del Mal no serán desterrados, sino que perpetuarán su presencia junto a los bondadosos. El péndulo continúa balanceándose en libertad.
—No puedo aceptar que sea ése el resultado de nuestros sufrimientos —protestó Laurana, que se erguía ahora junto a Tanis—. ¿Por qué no ha de vencer el Bien y ahuyentar para siempre la malignidad?
—¿Acaso, no has aprendido nada, mi bella joven? —se encolerizó Fizban a la vez que la señalaba con el huesudo índice extendido—. Hubo un tiempo en el que la bondad ostentaba el cetro sin oposición. ¿Sabes cuándo? Justo antes del Cataclismo.
»Sí —prosiguió consciente del asombro que había suscitado—, el Príncipe de los Sacerdotes de Istar fue el adalid de la causa. ¿Os sorprende que él representara la perfección? No debería ser así, ahora que todos vosotros habéis comprobado lo que puede conseguirse con esa supuesta benevolencia. Lo habéis visto en los elfos, que encarnaban la virtud en su más alto grado. Alimenta la intolerancia, la rigidez, la creencia en suma de estar en posesión de la verdad porque quienes no comparten nuestras convicciones han caído en el error.
»Los dioses comprendieron el peligro que corría un mundo dominado por semejante complacencia. Las divinidades, entre las que me cuento, advertimos que se destruía el auténtico Bien porque quienes lo defendían estaban ciegos a las cualidades de otros. Y reparamos en la Reina de la Oscuridad, que aguardaba agazapada el momento de su retorno convencida de que aquella situación no podía durar. Las balanzas desequilibradas acaban por desmoronarse bajo su propio peso, y ella sabía que entonces tendría su oportunidad de envolver al mundo en su manto de tinieblas.
»Así fue cómo se produjo el Cataclismo. Lloramos por los inocentes, y también por los culpables, pero debíamos preparar a Krynn pues de lo contrario la oscuridad nunca sería expulsada del todo. —Tasslehoff bostezó, y Fizban decidió poner fin a su discurso—. Dejemos esta arenga, es hora de partir. Me espera una noche muy ajetreada».
—¡No te vayas aún! —le suplicó Tanis al ver que se alejaba en pos del Dragón Dorado—Fizban o, mejor dicho, Paladine ¿visitaste en alguna ocasión «El Ultimo Hogar», la posada de Solace?
—¿La posada de Solace? —repitió el anciano mientras se acariciaba la barba en actitud reflexiva—. ¡Hay tantas! Pero creo recordar unas patatas muy picantes. ¡Sí, eso es! —Desvió el rostro para mirar al semielfo con ojos centelleantes—. Solía narrar historias a los niños en aquel albergue, un lugar muy agradable. Si no me falla la memoria una noche entró en él una hermosa mujer, una bárbara de cabellos dorados y plateados, y entonó una canción sobre una Vara de Cristal Azul que provocó un tremendo alboroto.
—¡Fuiste tú quien llamaste a los soldados, quien nos metió en este atolladero! —le acusó el semielfo.
—Tan sólo me ocupé de montar la escena —replicó Fizban con picardía—, pero no os di ningún guión. Dejé los diálogos a la iniciativa de los actores, a la vuestra. —Estudió de hito en hito los rostros de Laurana y de Tanis, antes de añadir meneando la cabeza—: Podría haber mejorado ciertos decorados, lo reconozco, pero poco importa. —Se giró de nuevo para dar órdenes al durmiente reptil—. ¡Vamos, despierta, animal piojoso!
—¡Piojoso! —Pyrite abrió sus llameantes ojos—. ¿Cómo te atreves a insultarme, mago decrépito? No serías capaz ni de convertir el agua en hielo en la noche más cruda del invierno.
—¿De modo que es eso lo que opinas de mí? —gritó Fizban presa de una ira incontenible, azuzando al coloso con su cayado—. Ahora mismo te haré una demostración de mis poderes —le amenazó, y se apresuró a consultar un manoseado libro de hechizos—. Bola de fuego… estoy seguro de que se hallaba en esta sección.
Abstraído, sin cesar de refunfuñar, el viejo mago se encaramó al lomo del Dragón.
—¿Preparado para el viaje? —preguntó el animal con tono gélido, si bien desplegó sus resquebrajadas alas antes de que el jinete acertara a contestar. Las batió con esfuerzo hasta conferirles cierta flexibilidad, y se dispuso a levantar el vuelo.
—¡Espera, mi sombrero! —le ordenó Fizban enloquecido.
Demasiado tarde. Agitando todo su ser debido a la dificultad que hallaba en mantener el equilibrio en posición ingrávida, el Dragón comenzó a surcar el aire. Después de trazar un precario círculo y estrellarse casi contra el borde del risco, Pyrite alcanzó una corriente y se dejó impulsar hacia las alturas.
—¡Detente! —seguía vociferando el mago mientras se alejaban.
—¡Fizban! —le llamó Tas.
—¡Mi sombrero!
—¡Fizban!
Pero el animal y su cabalgadura estaban a demasiada distancia para oír al kender. No eran ya sino un reflejo dorado bajo la luz de Solinari, que bañaba las escamas del Dragón con sus puntos rayos.
—Lo llevas puesto —susurró Tasslehoff en una última alusión a la prenda que buscaba el distraído mago.
Los compañeros contemplaron un instante más la mancha luminosa, y procedieron a disponerlo todo para su partida.
—¿Puedes echarme una mano, Caramon? —le rogó Tanis. Con la ayuda del guerrero, desabrochó las cinchas de su armadura y lanzó una pieza tras otra al precipicio—. ¿Qué vas a hacer con la tuya?
—De momento prefiero conservarla. Hemos de recorrer un largo trecho, un camino largo y dificultoso —decidió Caramon sin apartar los ojos de la ciudad incendiada—. Raistlin tenía razón, los ejércitos de los Dragones no cejarán en su empeño sólo porque haya desaparecido su soberana.
—¿Donde iréis? —preguntó el semielfo con un suspiro. La brisa nocturna soplaba tibia y suave, impregnada de la promesa de un nuevo renacer.
Libre de la pesada carga que para él suponía la odiosa armadura, se sentó aliviado bajo una arboleda que dominaba el Templo desde la repisa de roca. Laurana se acomodó cerca de él, pero no a su lado, y oteó las llanuras con el mentón apoyado en las rodillas. Sus rasgos denotaban las fluctuaciones de sus pensamientos.
—Tika y yo lo hemos discutido a conciencia —respondió Caramon. Se sentó la pareja junto al semielfo, e intercambiaron una significativa mirada en la que cada uno instaba a hablar al otro. Fue el guerrero quien se aclaró la garganta y continuo—: Queremos volver a Solace, aunque imagino que eso equivale a separarnos. —Hizo una pausa, demasiado apesadumbrado para concluir.
—Sabemos que vosotros regresaréis a Kalaman —le ayudó Tika, vuelto el rostro hacia Laurana—. En un principio nos planteamos la posibilidad de acompañaros por si nos necesitabais en una ciudad que vive bajo la amenaza de una ciudadela flotante y las desordenadas hordas de renegados, y además nos gustaría ver a Riverwind, Goldmoon y Gilthanas, pero…
—Deseo sentirme de nuevo en casa, Tanis. —Caramon había tomado una vez más la palabra, aunque su voz tenía todos los tintes del agotamiento—. Adivino cuán duro me resultará el reencuentro con una Solace asolada por el fuego y la guerra —añadió para anticiparse a las objeciones de su interlocutor—, mas hemos pensado en Albana, en los elfos, en los esfuerzos que han de realizar si desean reconstruir Silvanesti, y tal idea nos ha infundido ánimos. Debemos estar agradecidos porque nuestra tierra no es, como la suya, una espantosa pesadilla. Quiero contribuir con mi fuerza al levantamiento de una nueva Solace, estoy acostumbrado a que se apoyen en mí.
Tika apoyó la mejilla en su brazo, y él enmarañó cariñosamente su cabello. Tanis inclinó la cabeza en señal de asentimiento, mientras se decía que también él ansiaba visitar Solace. Sin embargo, aquél no era ya su hogar, no sin Flint, Sturm y tantos otros.
— ¿Qué vas a hacer tú, Tas? —indagó el semielfo con una sonrisa al ver que el kender se aproximaba al grupo, acarreando un odre que había llenado de agua en un arroyo cercano—. ¿Vendrás a Kalaman con nosotros?
—No —repuso Tasslehoff con un intenso rubor—. Verás, ya que estoy aquí sería una lástima no dar un rodeo hasta mi lugar natal. Matamos a un Señor del Dragón —irguió orgulloso la barbilla— sin el concurso de nadie. A partir de ahora todos respetarán a mi pueblo e incluso es posible que Kronin, nuestro jefe sea evocado como un héroe en las leyendas de Krynn.
Tanis se atusó la barba a fin de ocultar la mueca que afloraba a sus labios, cuidando muy bien de no revelar a Tas que el enemigo que habían ajusticiado los de su raza era el cobarde y pretencioso Toede.
—Creo que será a otro kender al que aclamarán como héroe —intervino Laurana en serio—, aquél que rompió el Orbe de los Dragones, que batalló en el sitio de la Torre del Sumo Sacerdote, que capturó a Bakaris y que arriesgó su vida para rescatar a una amiga de las garras de la Reina Oscura.
—¿Quién es ese valiente? —preguntó Tas excitado pero, al comprender que la elfa se refería a él, enrojeció hasta las puntas de las orejas y se derrumbó avergonzado sobre el suelo.
Caramon y Tika apoyaron la espalda en el tronco de un árbol y, durante unos instantes, inundó sus rostros una inefable expresión de paz. Tanis los envidiaba, se preguntaba si algún día también se adueñaría de su persona tal sentimiento. Se volvió sin poder evitarlo hacia Laurana, que había enderezado el cuerpo y observaba ensimismada el llameante cielo.
—Laurana —titubeó el semielfo, quebrada la voz al enfrentarse a su bello rostro y con el anillo de oro en la palma de la mano—, en una ocasión me diste este objeto, antes de que ninguno de nosotros conociera el verdadero significado de la palabra amor o compromiso. A través del tiempo ha cobrado una importancia que jamás sospeché, Laurana. En el sueño esta sortija me liberaba de las tinieblas de la pesadilla, del mismo modo que tu amor me ha salvado de la negrura que atenazaba mi alma. —Se interrumpió unos segundos, asaltado por un súbito aguijonazo interior—. Me gustaría conservarla si tú no te opones, y al mismo tiempo obsequiarte otra que puedas lucir en tu dedo.
La joven permaneció unos minutos contemplando el anillo, hasta que al fin lo alzó de la palma de Tanis y lo arrojó al vacío con determinación. El intentó protestar, incluso hizo ademán de incorporarse, pero la joya refulgió bajo los haces rojizos de Lunitari y desapareció en la noche.
—Supongo que es la respuesta que merezco, no puedo reprochártelo.
Laurana clavó en él unos ojos llenos de serenidad, y le habló en estos términos:
—Cuando te ofrecí esta sortija, Tanis, lo hice guiada por el amor insensato de un corazón indisciplinado. Hiciste bien al devolvérmela, ahora lo sé. Tenía que madurar, que aprender a valorar una emoción tan auténtica y compleja. Me he enfrentado a las llamas y a la oscuridad, Tanis. He matado dragones, inundado de lágrimas el cadáver de alguien a quien quise mucho. Fui caudillo de la causa, me enfrenté a responsabilidades que, pese a las advertencias de Flint, no aprecié en su justa medida. Tras caer en la trampa de Kitiara comprendí, demasiado tarde, cuán frágil era mi amor. El inquebrantable sentimiento que comparten Riverwind y Goldmoon restituyó la esperanza al mundo mientras que el nuestro, más mezquino, cerca estuvo de destruirlo.
—Laurana —trató de intervenir Tanis, abrumado por la congoja. Ella cerró su mano en torno a la del semielfo para conminarle al silencio.
—Déjame terminar —le susurró—. Te amo, Tanis. Te amo porque conozco la batalla que libran en tus entrañas la luz y las tinieblas. Por eso me he desprendido del anillo, en la certeza de que no es un aro de hojas de enredadera lo que ha de conducirnos al buen camino. Quizá llegará el día en que nuestro querer nos sirva para asentar los cimientos de una relación perdurable, y cuando eso suceda te entregaré otro y aceptaré el tuyo.
—Serán unas alianzas talladas en oro y en acero —declaró él esbozando una sonrisa.
Extendió el brazo sobre el hombro de la elfa, deseoso de atraerla hacia sí. Ella se resistió pero Tanis la sujetó con más fuerza y, al cruzarse sus miradas, la muchacha le dedicó a su vez una dulce sonrisa y hundió la áurea cabeza en el hombro protector de su amado.
—Quizá me rasure la barba —comentó el semielfo en actitud pensativa.
—No lo hagas —le suplicó Laurana mientras se arropaba en su capa—. Me he habituado a ella.
Los compañeros pasaron la noche en vela arracimados bajo los árboles, en espera del amanecer. Exhaustos y heridos, sabedores también de que el peligro no se había disipado, comprendieron que cualquier intento de conciliar el sueño sería infructuoso.
Desde su atalaya vieron cómo los draconianos huían en tropel del recinto del Templo. Libres del yugo de sus superiores, pronto se abandonarían al robo y al asesinato para asegurarse la supervivencia sin que nadie pudiera arrancar de raíz el daño que habían de infligir al mundo. Todavía quedaban en pie algunos Señores de los Dragones y, aunque nadie mencionó su nombre, los compañeros sabían que una al menos había logrado salvarse del caos que arrasaba el lugar. Y quizá había otras fuerzas del Mal con las que tendrían que enfrentarse más tarde o más temprano, tan poderosas y terroríficas que escapaban a su imaginación.
Pero, de momento, se les ofrecían unos momentos de paz, y ansiaban disfrutarlos antes de que el alba impusiera las despedidas.
Ni siquiera Tasslehoff despegó los labios. No necesitaban palabras, se lo habían dicho todo o debían esperar para hacerlo. No querían enturbiar los recuerdos ni mucho menos precipitar los acontecimientos, de modo que se contentaron con rogar al tiempo que se detuviera y les permitiera descansar. Y acaso éste atendió su súplica.
Poco antes de amanecer, cuando un mero atisbo del sol naciente se asomaba por el horizonte, el Templo de Takhisis, Reina de la Oscuridad, estalló. La tierra tembló con la explosión, la luz brilló tan cegadora como si el astro hubiera irrumpido de forma repentina en el cielo.
Deslumbrados por los intensos destellos los compañeros apenas podían ver, pero tenían la impresión de que los fragmentos de la mole se alzaban en el aire en un vasto y sobrenatural remolino. Aumentó el brillo de los ígneos escombros a medida que surcaban la noche en su veloz trayectoria, hasta asumir centelleos tan radiantes como los de las estrellas.
Eran estrellas. Una tras otra, las partes del malogrado Templo ocuparon su lugar en el firmamento y al hacerlo ocuparon los dos espacios negros que descubriera Raistlin el pasado otoño, cuando navegaban en un bote sobre el lago Crystalmir.
Una vez más, las constelaciones se perfilaban en el cielo. Una vez más el Guerrero Valiente. —Paladine, el Dragón de Platino— se enseñoreó de su mitad mientras en la otra se instalaba la Reina de la Oscuridad, Takhisis, la de las Cinco Cabezas, la de Todos los Colores y Ninguno. Reanudaron al unísono su incesante rotación, vigilándose mutuamente, en torno a Gilean, dios de la Neutralidad, Fiel de la Balanza.