Los clarines de la muerte.
Mientras avanzaba a trompicones por el pasillo septentrional en busca de Berem, Caramon tuvo que ignorar los sobresaltados alaridos de los prisioneros y las manos suplicantes que éstos extendían a través de los barrotes de las celdas. En ningún momento vio al Hombre Eterno, ni tampoco huellas de su paso. Preguntó a algunos de los cautivos si podían darle alguna pista, pero la mayoría estaban tan depauperados a causa de las torturas sufridas que no atinaban a hablar con coherencia y al fin, lleno de horror y compasión, el guerrero optó por dejarles tranquilos.
Siguió recorriendo el inclinado corredor que parecía conducir a las entrañas de la tierra sin dejar de pensar, desalentado, que quizá nunca hallaría a aquel demente. Su único consuelo era que no partía ninguna ramificación de la galería central en la que se hallaba y, por lo tanto, Berem tenía que haber seguido el mismo trayecto. Pero entonces ¿dónde estaba?
Obsesionado en su empeño, atisbando el interior de los calabozos y doblando recodos en su ciega carrera, apenas vio a un fornido centinela goblin antes de que se abalanzase sobre él. Disgustado por esta interrupción en su marcha, el guerrero decapitó a su rival mediante un certero sesgo de su espada y se alejó a toda prisa sin que el inerte cuerpo se desplomara en el pétreo suelo.
Emitió un suspiro de alivio. Al precipitarse por una escalera a punto estuvo de tropezar contra el cadáver de otro goblin, estrangulado por unas fuertes manos. Era evidente que Berem había estado allí hacía tan sólo unos momentos, pues la carcasa del caído aún no se había enfriado.
Convencido de hallarse en el buen camino, Caramon aceleró tanto el ritmo que los prisioneros se le aparecían como meras sombras borrosas. Sus gritos mendigando la libertad resonaban en sus oídos.
«Si les suelto puedo reunir un ejército», pensó de pronto. Sopesó la idea de detenerse para abrir las puertas pero cuando casi había resuelto hacerlo oyó un terrible alarido un poco más adelante, al que sucedió una retahíla de gritos.
Reconociendo la voz de Berem en el extraño rugido, Caramon echó de nuevo a correr. Las celdas se terminaban en el mismo lugar donde el pasillo se estrechaba hasta convertirse en un túnel que trazaba una espiral en aquel universo subterráneo. Inició el recorrido del pasadizo, alumbrado por las tenues y espaciadas antorchas que se proyectaban en los muros, mientras los bramidos crecían en intensidad a medida que se aproximaba a su origen. Trató de apresurarse pero el enmohecido suelo resbalaba de un modo alarmante y el aire saturado de humedad se viciaba conforme se internaba en las profundidades del subsuelo. Temeroso de perder el equilibrio, el guerrero se vio obligado a aminorar la marcha pese a que el griterío estaba ahora muy cercano. Aumentó la claridad, debía estar llegando a la otra boca del túnel.
De repente, vio a Berem. Dos draconianos lo amenazaban, refulgiendo sus espadas bajo la luz de las antorchas. El Hombre Eterno los mantenía a raya con las manos desnudas y al hacerlo la joya verde inundaba la pequeña cámara de etericos destellos.
Evidenciaba la locura de Berem el hecho de que hubiera logrado contener tanto rato los ataques de sus agresores más aún cuando la sangre fluía por un surco en su rostro y manaba a borbotones de una honda herida abierta en su costado. Antes de que Caramon acudiera en su ayuda, resbalando continuamente, el enérgico humano aferró la hoja de una espada draconiana en el instante en que su filo le rozaba el pecho. El acero alcanzó su carne, pero no se dejó amedrentar por el dolor e ignoró el líquido purpúreo que bañaba su brazo para concentrarse en despedir de un empellón al enemigo cuya arma había asido. Se bamboleó falto de aire, y el otro draconiano aprovechó su titubeo lanzándole una mortífera arremetida.
Preocupados tan sólo por la captura de su presa, los centinelas no vieron a Caramon. El guerrero abandonó el túnel de un salto, no sin antes recordar que no debía apuñalar a las criaturas si pretendía conservar su espada, y agarró a una de ellas en sus descomunales manos para retorcer su cabeza hasta romperle el cuello. Después de soltar el cuerpo sin vida del primer guardián, recibió la arremetida del otro con un cortante ademán de su diestra apuntando a su garganta. Pillado por sorpresa, el individuo cayó al instante hacia atrás.
—Berem, ¿te encuentras bien? —Caramon dio media vuelta resuelto a incorporar el sangrante cuerpo del Hombre Eterno, cuando un insoportable dolor traspasó su costado.
Casi sin resuello, el guerrero se volteó vacilante y se enfrentó a un draconiano que se erguía orgulloso a su espalda. Al parecer, se había ocultado en las sombras al descubrir la presencia de aquel fornido intruso. Su ataque inesperado debería haber producido la muerte del adversario, pero la premura le había restado precisión y el acero rebotó contra la armadura. Caramon retrocedió con paso inseguro, deseoso de ganar tiempo a fin de desenvainar su espada y contraatacar.
El draconiano, sin embargo, estaba decidido a no concederle la menor ocasión de defenderse. Enarboló su espada y arremetió una vez más.
En medio de un confuso revoltijo de carne y metal, centelleó una luz verde y el draconiano se derrumbó a los pies de Caramon.
—¡Gracias, Berem!, ¡exclamó el guerrero llevándose la mano a su herida. ¿Cómo…?
Pero el Hombre Eterno contemplaba a su oponente sin reconocerlo. Esbozó con la cabeza un leve signo de asentimiento y empezó a alejarse.
—¡Espera! —le suplicó Caramon. Aunque le rechinaban los dientes a causa del dolor, salvó de un brinco los cuerpos de los draconianos y se arrojó sobre Berem para, atenazan do su brazo, obligarle a detenerse—. ¡Aguarda, maldita sea! —repitió a la vez que lo sujetaba con firmeza.
Su rápida acción tuvo consecuencias. La estancia bailaba ante sus ojos, obligándole a permanecer inmóvil mientras trataba de desechar su sufrimiento. Cuando se despejó de nuevo su vista miró a su alrededor, en un intento de descubrir su paradero.
—¿Dónde estamos? —indagó convencido de que su pregunta no obtendría respuesta. En realidad sólo quería que Berem oyera el sonido de su voz.
—Debajo del Templo, a considerable profundidad —contestó el Hombre Eterno con cavernoso timbre—. Estoy muy cerca…
—Sí —concedió Caramon sin comprender. Siguió escudriñando el lugar, aunque tomó la precaución de no soltar a su acompañante.
La escalera de piedra por la que había descendido se terminaba en una pequeña cámara circular, una sala de guardia a juzgar por la mesa y las diversas sillas que se ordenaban bajo una antorcha prendida del muro. Tenía sentido, los draconianos aquí apostados debían de ser guardianes y Berem se había tropezado con ellos de forma accidental Pero ¿qué custodiaban?
Un examen más minucioso de la rocosa estancia nada le reveló. Medía unos veinte pasos de diámetro y estaba cavada en la piedra viva. Frente a los peldaños que allí morían se abría un arco sin puerta, el arco al que se dirigía Berem cuando lo atrapó. No se vislumbraba al otro lado más que penumbra y el guerrero tuvo la sensación de asomarse a la Gran Oscuridad que mencionaban tantas leyendas: unas tinieblas que existían en la nada mucho antes de que los dioses crearan la luz.
El único sonido que oía era un murmullo de agua, acaso un torrente subterráneo que explicaba la humedad del aire. Caramon retrocedió entonces unos pasos para ver mejor el arco. No se había construido aprovechando la roca como la cámara, pese a ser también de piedra, sino que lo habían forjado hábiles manos. Se percibían todavía los vagos contornos de las tallas que un día lo adornaron, pero resultaba imposible distinguir formas concretas. El tiempo y la humedad se habían encargado de borrar la filigrana que en principio debió componerlo.
Mientras contemplaba el arco en busca de una pista susceptible de guiarle, Caramon casi cayó al ser zarandeado por Berem con insólita energía.
—¡Te conozco! —vociferó el enloquecido humano.
—Por supuesto —gruñó el guerrero—. En nombre del Abismo, ¿puede saberse qué haces aquí?
—Jasla me llama —fue la escueta respuesta de Berem, enmarcados sus ojos en una nueva aureola de demencial cuando volvió la vista hacia las tinieblas que se agitaban tras el arco—. Tengo que entrar… los guardias… intentaron detenerme. Acompáñame.
Caramon comprendió en aquel instante que los centinelas debían custodiar la antigua estructura de piedra. ¿Por qué motivo, qué se ocultaba detrás? ¿Habían reconocido a Berem o bien tenían órdenes de atacar a cualquiera que pretendiera traspasarla? Ignoraba la solución a tales enigmas, pero se dijo que no importaba ya que incluso sus preguntas carecían de interés.
—Tienes que entrar ahí —declaró. Era una afirmación, no una pregunta. El Hombre Eterno asintió y dio un vigoroso paso al frente, resuelto a penetrar sin más dilación en la negrura de no impedírselo el guerrero mediante una brusca sacudida.
—Aguarda, necesitaremos luz —propuso el corpulento luchador con un suspiro—. No te muevas.
Dio unas palmadas en el hombro de Berem y, manteniendo la vista fija en su enjuta persona, retrocedió hasta que su mano tanteó una de las antorchas y la arrancó de su pedestal.
—Iré contigo —anunció, a la vez que se preguntaba para sus adentros cuánto tiempo resistiría sin derrumbarse a causa del dolor y la prolongada pérdida de sangre—. Sosténmela un instante —añadió y, pasándole la tea, arrancó un retazo de la harapienta camisa del misterioso individuo a fin de vendarse la herida del costado. Recogió acto seguido el llameante objeto y se apresuró a aventurarse al otro lado del arco.
Al atravesar los pilares de piedra, Caramon sintió que una substancia viscosa se adhería a su rostro. «¡Telarañas! » —refunfuñó, asaltado por una súbita repugnancia. Examinó la entrada con cierta desazón, pues profesaba un temor inconfesable a las arañas, pero no vio nada sospechoso. Encogiéndose de hombros prosiguió la marcha sin pensar más en ello, con Berem a sus talones.
Rasgó el aire un clamor de trompetas.
—¡Una trampa! —exclamó el guerrero desalentado.
—¡Tika, tú plan ha surtido efecto! —la felicitó Tas entre jadeos mientras ambos corrían por el lóbrego pasillo de los calabozos. Incluso se arriesgó a lanzar una rápida mirada atrás para constatarlo—. ¡Sí, creo que todos nos siguen!
—Espléndido —murmuró Tika, también sin resuello. Lo cierto era que no había esperado que su plan funcionase. Nunca en su vida tuvieron éxito sus ideas, y empezaba a dudar que existiera una primera vez. Al igual que el kender miró por encima del hombro y comprobó que seis o siete draconianos trataban de darles caza, empuñando en sus ganchudas manos las espadas curvas que siempre portaban.
Aunque, debido a las garras que formaban sus pies, aquellas criaturas reptilianas no eran tan veloces en su marcha como Tas y la muchacha, poseían una resistencia a toda prueba. Los compañeros les habían tomado la delantera, pero su ventaja no había de durar. Tika apenas podía respirar y sentía una punzada en el costado que la impulsaba a encovar el cuerpo para aliviar el dolor.
«Cada segundo que aguanto da a Caramon un poco más de tiempo. Atraigo a los draconianos y así los alejo de él», se dijo a sí misma.
—Escucha, Tika —la lengua de Tas colgaba de su boca mientras que su rostro, jovial como de costumbre, había palidecido por la fatiga—: ¿Sabes dónde nos dirigimos?
La muchacha meneó la cabeza en un gesto negativo, no le quedaba aliento para hablar. Notaba cómo aminoraba la marcha y las piernas le pesaban de un modo invencible. Un nuevo examen de la situación le reveló que los draconianos acortaban la distancia, así que espió los muros en busca de un pasillo que partiera del principal, o un nicho, una puerta, un lugar, en suma, que pudiera servirles de escondrijo. No había nada: el corredor se prolongaba frente a ellos silencioso y vacío, desprovisto incluso de celdas. Se hallaban en un monótono, estrecho y al parecer interminable túnel de roca que trazaba una cuesta gradual.
Al darse cuenta de esta circunstancia, Tika se detuvo de forma brusca. Inhaló una bocanada de aire y echó de nuevo a andar mirando a Tas, que era apenas visible bajo la luz de las humeantes antorchas.
—El túnel se eleva —declaró en pleno acceso de tos. El kender parpadeó sin comprender, pero pronto se iluminó su semblante.
—¡Debe conducir al exterior! —gritó lleno de júbilo—. ¡Lo conseguiremos, Tika!
—Quizá —respondió ella, no del todo convencida.
—Vamos, anímate —la apremió el kender exultante de alegría. Recobradas las energías, agarró a la joven por la mano para tirar de ella—. ¡Estoy seguro de que has acertado! ¡Huele, respira el aire fresco! Escaparemos, encontraremos a Tanis y volveremos juntos en busca de Caramon.
Sólo un miembro de su raza podía hablar y correr al mismo tiempo por un pasillo atestado de amenazadores draconianos que los hostigaban sin tregua. Tika lo sabía, y también que lo que la mantenía en pie a ella era el pánico en su más pura esencia. Pronto la abandonaría este sentimiento, no obstante, y entonces de desmoronaría en el túnel tan exhausta y dolorida que poco había de importarle lo que los draconianos…
—¡Es verdad, ha entrado una ráfaga de aire fresco! —se percató en medio de tan negras cavilaciones.
Había creído que Tas le mentía para evitar que decayeran sus fuerzas, pero ahora una susurrante brisa acababa de acariciar su mejilla. La esperanza aligeró sus plomizas piernas, incluso imaginó que los draconianos se rezagaban. «una vez han comprendido que nunca nos atraparán!», pensó, invadida por un gozo incontenible.
—¡Rápido, Tas! —le azuzó. Juntos, estimulados por aquella suave brisa que crecía en intensidad, se deslizaron entre los angostos muros a la velocidad del rayo.
Tras doblar un recodo como si quisieran arremeter contra él se detuvieron, tan bruscamente que Tasslehoff resbaló sobre la grava y se incrustó en una pared.
—Por eso corrían más despacio en el último trecho —constató Tika.
El pasillo se terminaba en dos puertas de madera que sellaban la salida, mientras que unos ventanucos en ellas empotrados y provistos de rejas permitían el paso del aire fresco para la ventilación de los calabozos. Tika y Tas veían la calle, la libertad, pero no podían alcanzarla.
—¡No abandones ahora! —la reprendió el kender tras una breve pausa. Repuesto tanto del susto como del golpe, corrió en pos de las puertas a fin de tantearlas. Estaban cerradas y atrancadas.
—¡Maldita sea! —renegó al reconocer el obstáculo con sus ojos de experto.
Caramon podría haberlas derribado o reventado su cerrojo valiéndose de la espada. Pero no así el kender, ni tampoco Tika.
Cuando Tas se inclinó para examinar la cerradura, la muchacha se apoyó en uno de los muros y cerró los ojos. La sangre latía en su cabeza, los músculos de sus piernas se agarrotaban en lacerantes espasmos. Extenuada, lamió las saladas lágrimas que fluían hasta sus labios y supo que lloraba de pesar, de ira, de frustración.
—¡No, Tika! —le suplicó el kender a la vez que corría junto a ella y le daba unas palmadas en la mano—. Es una cerradura sencilla, saldremos de aquí en cuestión de segundos. Por favor, enjuga tu llanto. Sólo necesito unos momentos, pero debes estar preparada para refrenar a esos draconianos si se les ocurre venir. Bastará con que los mantengas ocupados mientras yo trabajo.
—De acuerdo —dijo la muchacha, ya más serena. Se secó ojos y nariz con el dorso de su mano y, enarbolando la espada, se apostó en el corredor resuelta a cubrir a su amigo.
Tas vio satisfecho que, tal como suponía, se enfrentaba a una cerradura muy simple. La reforzaba una trampa tan elemental que se preguntó por qué se habían molestado en ponerla.
Se preguntó por qué se habían molestado… cerradura sencilla… trampa simple… Éstas palabras bailaban en su mente, le resultaban familiares como si las hubiera pensado antes. Al levantar la vista, desconcertado, para estudiar de nuevo las puertas, comprendió que ya había visitado este lugar. Pero no, era imposible.
Tras agitar la cabeza a fin de rechazar aquel contrasentido que bullía en su interior, Tasslehoff revolvió sus bolsas en busca de sus herramientas. De pronto se paralizó, asaltado por un pánico que lo atenazaba como los colmillos del lobo a su presa. ¡El sueño!
Eran éstas las puertas que había visualizado en el sueño de Silvanesti. También la cerradura era la misma, el simple ojo armado con una trampa de aspecto inofensivo. Y Tika se le había aparecido a su espalda luchando, muriendo.
—¡Aquí vienen, Tas! —vociferó la muchacha a la vez que blandía la espada con manos entresudadas. Le dirigió una fugaz mirada por encima del hombro—. ¿Qué haces? ¿A qué esperas?
El kender no pudo contestar. Oía con toda claridad a los draconianos, convulsionados en estentóreas carcajadas y sin apresurarse en su persecución pues sabían que sus cautivos no tenían escapatoria. Doblaron el recodo y sus risas se intensificaron al ver a Tika presta a la batalla.
—Creo q-que no podré hacerlo, Tika —balbuceó Tas sin apartar la vista de la odiosa cerradura.
—¡No podemos permitir que nos atrapen! —le urgió la muchacha, retrocediendo hacia él pero fija su atención en los enemigos—. Han descubierto a Berem y nos obligarán a contarles todo cuanto sabemos acerca de él. No repararán en medios para sonsacarnos información, nos torturarán.
—Tienes razón —concedió el kender—. Lo intentaré.
«Poseo el valor suficiente para recorrer la senda oscura», se dijo Tas, evocando una vez más las palabras de Fizban. Respiró hondo, extrajo un alambre de su saquillo y se puso manos a la obra. Después de todo, ¿qué era la muerte para un kender sino la mayor aventura que puede concebirse? Además le aguardaba Flint en el mundo de ultratumba, sin duda necesitado de su presencia para salir de mil embrollos.
El recuerdo del enano confirió una inusitada firmeza a sus manos, que manipulaban el alambre con acierto. De pronto, le alertó un grito de furia, seguido por el estrépito que producían los aceros al entrechocarse.
Se interrumpió un instante, ansioso por contemplar la escena. Tika no había aprendido el arte de la esgrima, pero era una experta en manejar los altercados cotidianos de las tabernas. Dibujaba su espada sesgos y reveses en el aire, apoyados por un salvaje torbellino de puntapiés, puñetazos sin tiento e incluso mordiscos que forzaron a los draconianos a retroceder unos pasos frente a la inesperada ferocidad de sus arremetidas. Todos ellos presentaban sanguinolentos surcos en sus cuerpos, y uno se desplomó con el brazo cercenado en un charco formado por su verde savia.
No podría contenerles durante mucho tiempo, así que Tas reanudó su trabajo aunque con mano insegura después de presenciar tan encarnizada lucha. La clave estaba en hacer saltar la cerradura sin activar la trampa, constituida por una aguja sujeta a un fuelle.
La fina herramienta se deslizó de su laxa mano, y se reprendió por tan absurda torpeza. ¡Era indigno de un kender comportarse como un cobarde! Recogiendo el alambre lo insertó otra vez con sumo celo mas, cuando casi había conseguido su propósito, alguien lo empujó.
—¡Pon un poco más de cuidado! —riñó a Tika con la cabeza vuelta hacia ella. ¡El sueño! Así era cómo la había amonestado y también, al igual que en la premonitoria pesadilla, vio a la muchacha a sus pies, bañados de sangre sus pelirrojos bucles.
¡No! —se rebeló en un paroxismo de excitación. En aquel momento el alambre resbaló y se golpeó la mano contra la cerradura.
Cedió el cerrojo con un ruido sordo, provocando al hacer lo un leve chirrido apenas audible, un eco sibilante que anunciaba que la trampa se había liberado.
Vislumbró Tas, con los ojos desorbitados, una gota de sangre en la punta del dedo más próximo a la dorada aguja que sobresalía del fuelle. Los draconianos lo sujetaban por el hombro, pero los ignoró. Poco importaba que lo aprehendieran. El agudo dolor de su miembro no tardaría en extenderse a todo su cuerpo.
«Cuando llegue al corazón dejaré de sufrir. Para entonces ya no sentiré nada», se dijo en una nebulosa.
Oyó un clamor de trompetas, de metálicos clarines que hendían la fresca atmósfera. ¿Dónde habían sonado antes? «En Tarsis, antes de que aparecieran los dragones, recordó.
Los centinelas lo soltaron y se alejaron a toda carrera por el pasillo.
«Debe ser una alarma general», adivinó el kender, comprobando con interés que las piernas no lo sostenían. Se deslizó hasta el suelo, junto a Tika, y estiró la mano a fin de acariciar los bonitos rizos de la muchacha, ahora teñidos de púrpura. Tenía el rostro lívido, los ojos cerrados.
—Lo lamento, Tika —se disculpó Tas con un nudo en la garganta. El dolor se propagaba rápidamente, se habían entumecido sus dedos y pies hasta quedar inertes. Lo siento Caramon, te aseguro que lo he intentado.
Sollozando en silencio, Tasslehoff apoyó la espalda en la puerta y esperó el fin.
Tanis no podía moverse si bien, tras oír el desgarrado grito de Laurana, tampoco deseaba hacerlo. Suplicó para sus adentros que un dios condescendiente le asestara un golpe mortal mientras permanecía arrodillado a los pies de la Reina Oscura, pero las divinidades no le otorgaron su gracia. La sombra se desplazó cuando la soberana centró su atención en otro punto, lejos de él, y el semielfo se esforzó por incorporarse con el rostro enrojecido de vergüenza. No osaba mirar a Laurana, ni siquiera enfrentarse a los ojos de Kitiara pues temía el desdén que sin duda se reflejaban en ellos.
No obstante, la Señora del Dragón tenía asuntos más importantes en que pensar. Aquél era su momento de gloria, la culminación de todos sus planes. Estirando la mano, inmovilizó a Tanis en su poderosa garra al ver que disponía a ofrecerse como escolta de Laurana y lo empujó hacia atrás para situarse delante de él.
—Por último, deseo recompensar al siervo que me ayudó a capturar a la mujer elfa—declaró con arrogancia. El caballero Soth os ruega que le concedáis el alma de Lauralanthalasa, a fin de vengarse de la esposa que lo envolvió en su maleficio hace ya muchos años. Si está condenado a vivir en una eterna negrura, pide que al menos la Princesa comparta sus penalidades en la muerte.
—¡No! —Laurana alzó la cabeza, el terror había despertado sus embotados sentidos—. ¡No! —repitió con voz ahogada.
Retrocedió unos pasos y examinó desesperada el recinto, ansiosa por hallar una vía de escape; no existía ninguna. El suelo era un hervidero de draconianos que la contemplaban divertidos y, en cuanto a Tanis, tenía el contraído rostro vuelto hacia la humana. La expresión del semielfo era impenetrable, pero Laurana advirtió una llama en sus ojos que no supo interpretar. Arrepintiéndose de su súbito estallido, decidió que prefería morir antes que exhibir una nueva flaqueza en presencia de aquella hostil asamblea. Enderezó la espalda en orgulloso ademán a la vez que levantaba el rostro, ahora bajo control.
Tanis ni siquiera la vio, las palabras de la Princesa tamborileaban en su cerebro nublando sus ojos y sus pensamientos. Se acercó enfurecido a Kitiara y le espetó:
—¡Me has traicionado! ¡Esto no formaba parte del plan!
—¡Calla! —le ordenó ella en su susurro—. ¡Si te oyen lo habrás destruido todo!
—¡Qué intentas…?
—¡Silencio! —fue la tajante respuesta.
—Tu obsequio me ha causado un inmenso placer, Kitiara —declaró la oscura voz penetrando la ira de Tanis—. Te concedo las peticiones que has formulado: el alma de la mujer será entregada a Soth, y aceptamos en nuestras filas al semielfo. Para sellar nuestro pacto, el llamado Tanis depositará su espada a los pies de Ariakas.
—Vamos, obedece —instó la dignataria a su nuevo oficial. Todas las miradas confluían en la plataforma.
—¿Cómo? —inquirió el interpelado sin ocultar su perplejidad—. No me habías hablado de tan absurda ceremonia. ¿Qué debo hacer?
—Asciende hasta la tarima de Ariakas y ofrécele tu acero, tal como te han indicado —le explicó Kitiara mientras lo escoltaba hasta la escalinata—. El lo recogerá y procederá a devolvértelo, confirmando así tu ingreso en los ejércitos de los Dragones. Es tan sólo un ritual, pero me ayudará a ganar tiempo.
—¡Tiempo para qué? ¿Qué ha concebido tu diabólica mente? —indagó Tanis con sequedad, apoyado ya su pie en el primer peldaño—. Deberías haberme informado…
—Cuanto menos sepas, mejor para ti. —La comandante exhibió una encantadora sonrisa, dirigida en realidad a la concurrencia que los observaba. Se produjeron unas risas nerviosas, algunas bromas de dudoso gusto frente a lo que parecía la despedida de un enamorado. Pero los ojos de Kitiara no guardaban consonancia con sus labios—.. Recuerda quién queda junto a mí en esta plataforma —advirtió al semielfo y, acariciando la empuñadura de su espada, lanzó a Laurana una significativa mirada—. No hagas ninguna tontería.
La Señora del Dragón dio la espalda a su oficial y fue a situarse al lado de la Princesa elfa mientras Tanis, temblando de miedo y de rabia, bajaba torpemente la escalera que jalonaba la escultura en forma de ofidio con un torbellino en la cabeza. El tumulto de la asamblea se le antojó el embate de un embravecido océano, agravado por los destellos que emitían las lanzas y las llamas de las antorchas. Pisó al fin, cegado y confuso, el suelo y comenzó a andar en dirección a la plataforma de Ariakas sin saber dónde estaba ni qué hacía. Llevado por un simple reflejo, atravesó la fastuosa estancia.
Los rostros de los draconianos que constituían la guardia de honor de Ariakas flotaban a su alrededor como surgidos de una pesadilla. Sólo veía cabezas sin cuerpos, ristras de dientes que flanqueaban viscosas lenguas. Uno tras otro se apartaron a su paso, hasta que la escalinata se materializó en una bruma irreal.
Alzando la cabeza oteó la cúspide donde se erguía Ariakas, aquel hombre majestuoso y revestido de poder. La Corona que ceñía su testa parecía absorber toda la luz de la sala. Su brillo hería los ojos y Tanis pestañeó, deslumbrado, al iniciar el ascenso con la mano cerrada sobre su acero.
¿Le había traicionado Kitiara? ¿Cumpliría su promesa? Tanis lo dudaba, se maldijo por haberla creído. Había caído una vez más en su hechizo, de nuevo había cometido la necedad de confiar en sus palabras. Era ella quien, como siempre, tenía todos los ases sin darle opción a la réplica… o quizá no.
De pronto se le ocurrió una idea que le obligó a detenerse, con un pie en un peldaño el otro en el inferior.
«¡Sigue caminando, estúpido!», se apremió a sí mismo consciente de ser observado. Tratando de cubrirse de una máscara de tranquilidad, el semielfo reanudó su escalada mientras su plan se perfilaba con mayor claridad a cada paso.
«¡Aquél que ostenta la Corona, gobierna! ». —Las palabras del caballero espectral habían surgido en su mente y se propagaban por todos sus recovecos.
¡Matar a Ariakas y arrebatarle la Corona! Sería sencillo. Tanis examinó febrilmente aquella zona de la cámara y comprobó que no había centinelas apostados junto a Ariakas, pues sólo los mandatarios podían ocupar las tarimas, pero tampoco se veía a ninguno en la escalera como en los recintos de los otros señores. Tan arrogante, tan segura de su poder debía sentirse aquella criatura, que había prescindido de cualquier protección.
Trató el semielfo de pensar. «Kitiara vendería su alma por la posesión de esa Corona. Si me adueño de ella reinaré, podré salvar a Laurana y escapar con ella. Una vez salgamos de aquí, le explicaré lo ocurrido. ¡No tengo más que desenvainar mi espada y, en lugar de depositarla a los pies de Ariakas, traspasar su cuerpo! Nadie osará tocarme cuando me apodere del refulgente objeto».
Le agitaba una incontenible excitación, así que se apresuró a calmarse como mejor pudo. No se atrevía a mirar a Ariakas, temía que leyera en sus ojos la patraña que había urdido.
Permaneció cabizbajo, y sólo supo que se hallaba cerca de Ariakas al constatar que cinco escalones le separaban de la plataforma. Sus dedos jugueteaban con la empuñadura de su arma, pero había logrado recuperar la serenidad y se aventuró a clavar sus ojos en la figura que le aguardaba. La malignidad que éstos delataban estuvo a punto de paralizarle. Era el suyo un rostro que la ambición había desnudado de todo sentimiento humano, que había contemplado la muerte de millares de inocentes como simples medios para alcanzar un fin.
Ariakas observaba a Tanis con hastío, animado su semblante por una sonrisa de desdén. Incluso dejó de prestarle atención en algún momento para concentrarse en asuntos que le preocupaban más, tales como la actitud de Kitiara. El mandatario lanzaba a la mujer miradas de soslayo, meditabundas, como el jugador que se vuelve sobre el tablero a la expectativa del próximo movimiento de un temible competidor.
Dominado por la revulsión y el odio, el semielfo comenzó a extraer la hoja de su espada de la vaina. Aunque fracasara en su intento de rescatar a Laurana, aunque ambos perecieran entre aquellas paredes, al menos realizaría un acto noble en su vida matando al comandante supremo de los ejércitos de los Dragones.
Pero cuando oyó el siseo del acero, Ariakas centró de nuevo su interés en Tanis. El negro fulgor de sus ojos penetró el alma del semielfo, quien sintió su abrumador influjo similar al calor que despide un horno. La súbita oleada asestó a Tanis un golpe casi físico, haciendo que se bamboleara en la escalera. Aquélla aureola invencible que le rodeaba tan sólo podía manar de una fuente que el conspirador no había considerado: ¡Ariakas era mago!
«Como he podido estar tan ciego? —se imprecó al vislumbrar, en torno a su imponente cuerpo, un muro luminoso—. ¡Por eso no le custodia ningún centinela! Ariakas no confía en sus servidores, y además le basta con invocar sus dotes arcanas si ha de defenderse!».
Para colmo de desventuras, Tanis leyó en sus desapasionados ojos que el hechicero abrigaba recelos contra él. Bajó los hombros, derrotado antes de atacar.
— ¡Arremete, Tanis, no temas su magia! Yo te ayudaré.
¿De dónde provenía aquella nueva voz que, pese a hablar en un quedo susurro, resonó en la mente de Tanis con tal intensidad que casi percibió su aliento? Se le erizaron los cabellos de la nuca, un escalofrío agitó su ser.
Volvió el rostro hacia la escalera y escudriñó también la plataforma pero, salvo el mismo Ariakas, nadie había en su proximidad. El siniestro personaje se hallaba a tres pasos de distancia y refunfuñaba, deseoso de que la ceremonia concluyera cuanto antes. Al advertir que Tanis titubeaba, le hizo un imperioso gesto conminándole a depositar la espada a sus pies.
¿Quién había hablado? De pronto atrajo la atención del semielfo una figura que, ataviada de negro, se perfilaba junto a la Reina de la Oscuridad. Por algún motivo se le antojó familiar, si bien no creía haberla visto antes. ¿Era aquella criatura quien le había apremiado a la acción? Si era así, no le transmitió ninguna señal.
«¿Qué hacer?», se preguntó desconcertado.
—¡Ataca, Tanis! —le hostigó la voz una vez más—. ¡Rápido!
Sudando, trémula su mano, el semielfo acabó de desenvainar su espada. Se hallaba frente a Ariakas, cuya aureola mágica irradiaba difusos destellos como el arco iris cuando cerca las transparentes aguas de un lago.
«No tengo elección —se dijo Tanis—. Si es una trampa, sucumbiré gustoso. Prefiero morir así.
Fingiendo arrodillarse, sosteniendo la empuñadura de su espada del modo más inofensivo posible, hizo ademán de posarla en la granítica tarima antes de torcer bruscamente la muñeca y ensayar el golpe mortal. Aunque se vio obligado a embestir con rapidez, apuntó al corazón.
Estaba seguro de sucumbir a la ira de su rival. Los dientes le rechinaban, se encogió sobre sí mismo en espera de que el escudo mágico lo agostase al igual que el relámpago socarra al árbol inmóvil.
En efecto, un relámpago zigzagueó en el aire… ¡pero no contra él! Vio anonadado que el arco iris estallaba y su filo penetraba la etérea pared para hundirse en la carne. Un alarido de dolor, de orgullo ultrajado, vibró en su tímpano con una fuerza ensordecedora.
Ariakas se tambaleó al traspasar su pecho la afilaba hoja. Cualquier hombre corriente habría perecido bajo el impacto, pero la energía y la furia de la portentosa criatura lograron mantener la muerte a raya. Desencajada su faz por el odio, abofeteó a Tanis y lo lanzó escaleras abajo.
Se estrelló el semielfo contra el suelo, completamente descalabrado. Le daba vueltas la cabeza, y apenas vislumbró su espada cuando cayó junto a él manchada de sangre. Creyó que iba a perder el conocimiento, aunque sabía que si se abandonaba sería el fin tanto para él como para Laurana. Esta idea lo impulsó a menear la testa en un intento de despejarla y rechazar así su embotamiento. ¡Tenía que resistir! ¡Debía apoderarse de la Corona a cualquier precio! Al alzar la vista comprobó que Ariakas se erguía sobre la tarima con las manos extendidas, presto a invocar un hechizo que aniquilara de una vez por todas a su osado atacante.
El semielfo no podía hacer nada. Carecía de protección contra la magia y una voz interior le decía que su invisible aliado no volvería a ayudarle, que ya había cumplido su enigmático objetivo.
Sin embargo Ariakas no era tan poderoso como para vencer a la fuerza que lo acechaba, ansiosa por cobrarse una nueva víctima. Se asfixiaba, se empañaba su mente de forma tan irremisible que las palabras del encantamiento no llegaron a cruzar sus labios y se difuminaron en medio de un espantoso dolor. Bajó entonces los ojos, descubriendo que su sangre bañaba el purpúreo manto en una mácula que se ensanchaba a cada momento como si la vida se le escapara a través del maltrecho corazón. La muerte lo reclamaba, no aceptaría más demoras. Luchó Ariakas contra la negrura que se cernía sobre él, a la vez que suplicaba el concurso de la Reina Oscura.
Pero Su Majestad desdeñaba a los débiles. Del mismo modo que había presenciado cómo Ariakas abatía a su padre, observó inamovible la caída del dignatario pronunciando su nombre en el último aliento.
Invadió la sala de audiencias un tenso silencio cuando el cuerpo de Ariakas se desplomó hasta el suelo. La Corona del Poder se desprendió de su cabeza con estrépito y quedó aprisionada en una maraña de sangre y negros cabellos.
¿Quién pugnaría por ella?
Alguien emitió un penetrante grito. Era Kitiara, que pronunciaba un nombre en una urgente demanda.
Tanis no comprendió sus palabras, pero poco importaba. Ignorando a la enloquecida Señora del Dragón, estiró la mano en pos de la Corona.
De pronto se encarnó frente a él una figura ataviada con negra armadura. ¡El caballero Soth!
El semielfo intentó desechar el pánico que le inspiraba el espectro para concentrarse en el símbolo del poder que yacía a escasas pulgadas de sus dedos. Se lanzó sobre él y sintió aliviado el contacto del frío metal en su carne, en el instante en que un esquelético miembro trataba de arrebatárselo.
¡Se había adelantado, era suyo! Los ardientes ojos de Soth centellearon, demostrando que no iba a darse por vencido. Su espectral mano arañó de nuevo el aire dispuesta a arrancar el trofeo de las garras de Tanis, azuzada por las incoherentes órdenes de Kitiara.
Cuando el semielfo levantaba la ensangrentada Corona por encima de su cabeza, clavando al mismo tiempo una firme mirada en el Caballero de la Muerte, quebraron el sepulcral silencio de la estancia unos clarines que sonaron con abrupta estridencia.
La mano de Soth se detuvo en el aire, se apagó la voz de Kitiara y entre el gentío nació un murmullo ininteligible. Tanis creyó en su turbación que aquellas trompetas bramaban en su honor, pero al volver la cabeza a fin de contemplar la sala advirtió que había cundido una alarma general que nada tenía que ver con él. Todos los ojos, incluso los de Kitiara, confluían en la Reina Oscura.
Su Oscura Majestad había observado muy atentamente todos los movimientos de Tanis, mas ahora su vista se perdía en la nada. Su sombra creció en tamaño e intensidad, extendiéndose por la estancia como un nubarrón de mal augurio mientras, obedeciendo una muda orden, los draconianos portadores de su negra insignia abandonaban sus puestos en el perímetro del imponente recinto y desaparecían en tropel por las puertas. La figura ataviada con una túnica azabache que vislumbrara Tanis junto a la soberana se había desvanecido.
Se produjo un nuevo clamor de aquellos metálicos instrumentos y el semielfo, estudiando con aire absorto la Corona que sostenía en su mano, se dijo que en dos ocasiones anteriores sus estentóreos acordes habían sido heraldo de muerte y destrucción. ¿Qué calamidad podía anunciar ahora la inefable música?