6

Tanis negocia. Gakhan investiga.

—¿Vino?

—No.

Kitiara se encogió de hombros y, alzando la jarra del cuenco lleno de nieve en el que reposaba para mantener fresco su contenido, se sirvió lentamente a la vez que contemplaba perezosa cómo el purpúreo licor se deslizaba del recipiente hacia su copa. Depositó acto seguido el cristalino objeto en la nívea superficie y se sentó frente a Tanis para observarle con frialdad.

Se había quitado el yelmo pero aún se cubría con la armadura, aquella armadura azul oscuro ribeteada en filigrana de oro que se adaptaba a su sinuoso cuerpo cual una piel escamosa. La luz que proyectaban los candelabros de la sala reverberaba sobre el bruñido peto y despedía resplandores ígneos en los agudos cantos metálicos, de tal modo que toda ella aparecía envuelta en un incendio multicolor. Su negro cabello, húmedo a causa del sudor, se pegaba en torno a su rostro, en el que destacaban sus brillantes ojos sombreados por largas y también negras pestañas.

—¿Qué haces aquí, Tanis? —preguntó con voz queda, trazando círculos en el borde de la copa sin apartar la mirada de su oponente.

—Conoces de sobra el motivo de mi presencia —se limitó a responder el semielfo.

—Laurana, por supuesto —apuntó Kitiara.

Ahora fue Tanis quien se encogió de hombros en un intento de mantener el semblante impenetrable como el de una estatua, si bien temía que aquella mujer —que en ocasiones parecía capaz de penetrar en sus entrañas mejor que él mismo— leyera sus pensamientos.

—¿Has venido solo? —preguntó ella sorbiendo el vino.

—Sí —fue la lacónica contestación del semielfo, quien le devolvió la mirada sin un pestañeo.

Kitiara enarcó una ceja para mostrarle su incredulidad.

—Flint ha muerto —añadió él con voz entrecortada. A pesar de su miedo a manifestar sus sentimientos, no podía recordar al amigo perdido sin estremecerse—. Y Tasslehoff ha desaparecido, no he logrado encontrarlo. De todos modos no entraba en mis planes traerlo hasta aquí.

—Lo comprendo —dijo Kit con una mueca irónica—. Así que a Flint le llegó su hora.

—Y también a Sturm, como bien sabes. —El semielfo no pudo por menos que apretar los dientes al pronunciar su nombre.

—Son los percances de la guerra, querido —comentó Kitiara a la vez que clavaba en él sus desafiantes ojos—. Ambos éramos soldados. El supo entenderlo, estoy segura de que su espíritu no me guarda rencor.

Aunque disgustado, Tanis reprimió la frase que afloraba ya a sus labios. Kitiara tenía razón… Sturm siempre comprendió los irremediables designios del destino.

La joven permaneció muda unos instantes, contemplando el rostro de Tanis, antes de posar la copa con una suave tintineo y preguntar:

—Y mis hermanos. ¿Dónde…?

—¿Por qué no me llevas a los calabozos y me interrogas? —interrumpió Tanis. Se levantó entonces de su butaca para empezar a andar por la lujosa estancia.

Kitiara esbozó una sonrisa introspectiva, meditabunda.

—Sí —declaró—, podría interrogarte allí y hablarías, Tanis, no lo dudes. Confesarías todo cuanto yo quisiera y hasta suplicarías que te dejasen contarme más detalles. No sólo tenemos hombres expertos en el arte de la tortura, sino que además se consagran en cuerpo y alma a su quehacer. —Poniéndose de pie en lánguida actitud Kitiara se acercó al lugar donde se había detenido el semielfo para posar una mano en el pecho y deslizar la palma abierta hasta su hombro—. Pero no pretendo someterte a un interrogatorio. Digamos más bien que soy una hermana preocupada por su familia. ¿Dónde están los gemelos?

—Lo ignoro —le espetó Tanis mientras sujetaba firmemente su muñeca y se desembarazaba de tan ambigua caricia—. Ambos se perdieron en el Mar Sangriento…

—¿Junto con el Hombre de la Joya Verde?

—En efecto.

—¿Y cómo lograste tú sobrevivir?

—Me rescataron los elfos marinos.

—En ese caso, quizá salvaran también a los otros.

—Es posible, aunque no probable. Después de todo yo pertenezco a su raza, mientras que ellos eran humanos.

Kitiara estudió durante unos minutos la faz insondable del semielfo, que aún apretujaba su muñeca. Inconscientemente, sin eludir el escrutinio de la muchacha, Tanis cerró los dedos en torno a su presa.

—Me haces daño —susurró Kitiara—. ¿Para qué has venido? Ni siquiera tú cometerías la insensatez de intentar el rescate de Laurana en solitario.

—No —reconoció Tanis estrujando con mayor fuerza el miembro de su rival—. Estoy aquí para negociar. Suelta a la Princesa y quédate conmigo.

Kitiara abrió los ojos sin poder ocultar su sorpresa, pero no tardó en inclinar la cabeza hacia atrás y proferir una sonora carcajada. Con gesto rápido y certero se liberó de las garras de Tanis y, dando media vuelta, se acercó de nuevo a la mesa a fin de llenar su copa.

—Sigo sin comprenderte, Tanis —dijo entre risas. Le miraba por encima del hombro, exhibiendo aquella siniestra mueca que la caracterizaba—. ¿Qué puede inducirte a pensar que eres lo bastante importante como para que acepte el trueque?

El semielfo se ruborizó, pero Kitiara hizo caso omiso y prosiguió.

—He capturado a su Áureo General, amigo. Les he arrebatado su amuleto de la suerte, su hermosa guerrera y adalid que, por cierto, no fue un mal comandante puesto que les proporcionó las Dragonlance y les enseñó a luchar. Su hermano fue el artífice del retorno de los Dragones del Bien y, sin embargo, es en ella en quien han depositado su confianza, acaso porque mantuvo unidos a los Caballeros de Solamnia cuando se hallaban a punto de escindirse. Y tú me propones que la cambie por —hizo un gesto despectivo— un semielfo que ha estado recorriendo todo el país en compañía de un kender, bárbaros y enanos.

Asaltó entonces a Kitiara un tal acceso de risa que tuvo que sentarse y secarse las lágrimas que nublaban sus ojos.

—Realmente, Tanis, tienes un elevado concepto de ti mismo —logró continuar al fin—. ¿Por qué creíste que querría recuperarte? ¿Por amor?

Se produjo, pese a su aparente burla, un sutil cambio en la voz de Kitiara. De pronto frunció el ceño sin dejar de acariciar la copa.

Tanis no respondió. Permaneció inmóvil frente a ella, sintiendo que le ardían los pómulos debido al ridículo al que le había expuesto. Tras observarlo unos segundos, Kitiara bajó la mirada y habló de nuevo.

—Supón que accedo —insinuó, posada la vista en el recio mosto—. ¿Qué me darás para reparar la pérdida en que sin duda incurriría?

Tanis respondió hondo.

—El capitán de tus tropas ha muerto —dijo sin denotar la más tenue alteración en su ánimo—. Lo sé, el mismo Tas me contó que había acabado con él. Me ofrezco a ocupar su puesto.

—¿Servirías bajo… te alistarías en los ejércitos de los Dragones? —Los desorbitados ojos de Kit delataban su perplejidad.

—Sí. —Los dientes de Tanis rechinaron, la amargura invadió su rostro—. Hemos perdido de todas formas. He visto vuestras ciudadelas flotantes y soy consciente de que nunca venceremos, aunque se queden junto a nosotros los reptiles benignos. Además sé que nos abandonarán, que serán expulsados por el pueblo. Lo cierto es que nunca tuvieron fe en ellos y, en cuanto a mí, lo único que me importa es que Laurana recobre la libertad sin sufrir el menor daño.

—Creo en tu sinceridad, sé que cumplirás tu promesa. —Kitiara lo contempló sin disimular la admiración que le inspiraba—. Debo reflexionar.

Meneó la cabeza como si librase una batalla interior. Se llevó acto seguido la copa a los labios, bebió un largo trago hasta consumir el vino y, tras depositar el vacío recipiente en la mesa, se incorporó.

—Lo pensaré —murmuró—. Pero ahora tengo que dejarte, Tanis. Esta noche se celebra un consejo extraordinario de los Señores de los Dragones, que han venido desde todos los confines de Ansalon para asistir. Por supuesto, tienes razón: habéis perdido la guerra. Hoy fraguaremos un plan para asestar el golpe definitivo, y tú estarás presente como mi escolta Personal. Quiero que Su Oscura Majestad te conozca sin tardanza.

—¿Y Laurana? —insistió Tanis.

—¡Te he dicho que lo pensaré! —Un surco negro rompió la lisa superficie que separaba las cejas de Kitiara cuando añadió, sin dar lugar a la réplica—: Haré que te traigan una armadura de gala. Vístete y prepárate para acompañarme dentro de una hora. —Se alejó unos pasos, pero de nuevo volvió la cabeza hacia Tanis—. Mi decisión bien puede depender de tu conducta esta noche —le advirtió—. Recuerda, semielfo, que a partir de este momento sirves bajo mis órdenes.

Sus ojos pardos irradiaron fríos destellos al envolver en su embrujo a Tanis, quien sintió cómo la voluntad de aquella mujer lo aprisionaba hasta convertirse en una mano invisible pero poderosa que lo obligaba a postrarse en el pulido de mármol. Se hallaba respaldada por la fuerza de los ejércitos de los Dragones y flotaba sobre ella la sombra de la Reina de la Oscuridad, imbuyéndola de una autoridad que el semielfo ya había vislumbrado en anteriores ocasiones.

De pronto sintió la gran distancia que mediaba entre ellos. Kitiara se le apareció soberbiamente humana, pues sólo los de su raza estaban dotados de una tal sed de poder que la primera pasión amorosa que albergaban podía corromperse sin la menor dificultad. Las breves vidas de los humanos eran llamas que ardían con una luz pura como la vela de Goldmoon o el desgajado sol de Sturm, o bien destruían como un fuego abrasador capaz de consumir cuanto se interponía en su camino. El había calentado su espesa sangre elfa en este fuego, había alimentado la llama en su corazón, y ahora veía con total claridad en qué había de convertirse: en una masa de carne socarrada similar a los cuerpos de aquéllos que murieron en el incendio de Tarsis, en el armazón de unas entrañas negras e imperturbables.

Era su deber, el precio que tenía que pagar. Depositaría su alma en el altar de Kitiara como otros extendían un puñado de oro sobre una almohada. Laurana no merecía menos, ya había sufrido bastante por su causa. Su muerte no la liberaría, pero su vida sí.

Despacio, Tanis se llevó la mano al corazón y se inclinó en una reverencia.

—Soy tu humilde servidor, Señora —dijo.

Kitiara entró en su alcoba con un torbellino en la mente. La sangre latía en sus venas más ebria de excitación, de deseo y del goce anticipado de la victoria que de vino. Sin embargo, asomaba bajo tanta dicha una agobiante duda, que la irritaba sobremanera al diluir cualquier otro sentimiento. Trató por todos los medios de desecharla, pero en cuanto abrió la puerta de su habitación volvió a surgir con mayor crudeza que antes.

Los criados no la esperaban tan pronto. No habían encendido las antorchas, y el fuego del hogar estaba a punto pero sin lumbre. Extendió la mano para hacer sonar la campanilla que había de atraerles y reprenderlos por su negligencia, cuando, de pronto, una mano tan gélida como translúcida se cerró sobre su muñeca.

El contacto de aquel miembro hizo crujir sus huesos con una sensación de frío febril, y la sangre pareció helarse en sus venas. Kitiara lanzó un ahogado jadeo de dolor a la vez que intentaba desembarazarse de la mano, que se mantuvo firme en torno a su presa…

—No habrás olvidado nuestro trato, ¿verdad?

—¡Por supuesto que no! —exclamó ella. Intentando reprimir el miedo que ribeteaba su voz, ordenó—: Suéltame.

Los dedos que la aprisionaban se abrieron lentamente, y Kitiara se apresuró a retirar el brazo y frotarse la carne que, incluso en tan breve lapso de tiempo, había asumido un tono violáceo.

—La mujer elfa será tuya —declaró—, en cuanto la Reina haya terminado con ella.

—Por supuesto, de nada me serviría de otro modo. Una hembra viva no es para mí de mayor utilidad que un hombre muerto para ti. —El eco de aquella cavernosa voz perduró de una manera abominable una vez pronunciada la frase.

Kitiara dirigió una mirada despectiva al lívido rostro, a los centelleantes ojos que flotaban desnudos sobre la negra armadura del caballero espectral.

—No seas necio, Soth —dijo, haciendo sonar la campanilla. Estaba ansiosa de luz y calor—.

Soy capaz de separar los placeres de la carne de los compromisos adquiridos, algo que por lo visto tú no supiste hacer en vida.

—¿Cuáles son tus planes para el semielfo? —pregunto Soth con una voz que, como de costumbre, provenía de las profundidades del abismo.

—Se rendirá a mí por completo, sin condiciones —afirmó Kitiara sin cesar de acariciarse la dolorida muñeca.

Varios criados acudieron prestos a su llamada intercambiando vacilantes miradas de soslayo, temerosos de la explosión de ira con que esperaban ser recibidos por la Dama Oscura. Pero Kitiara los ignoró, abstraída como estaba en sus cavilaciones. Soth se fundió en las sombras como solía hacer cuando prendían las antorchas.

—El único medio de poseer al semielfo consiste en obligarle a contemplar cómo destruyo a Laurana —prosiguió Kitiara.

—No creo que de esta manera consigas conquistar su amor —apuntó Soth desde su invisibilidad.

—¡No es su amor lo que quiero, sino a él! —exclamó Kitiara, antes de quitarse los guantes y desabrocharse las metálicas hebillas de su armadura—. Mientras mantenga su integridad sólo pensará en ella y en el noble sacrificio que ha hecho para salvarla. No, si quiero que me pertenezca debo aplastarle bajo el tacón de mi bota hasta que no quede de él sino una masa informe. Entonces podré utilizarle.

—Durante un breve tiempo —comentó cáusticamente el espectro—. La muerte lo liberará.

Kitiara se encogió de hombros. Los criados habían concluido su tarea y se retiraron sin tardanza, dejando a la Dama Oscura callada y meditabunda, con la armadura medio desprendida y el yelmo colgado de su mano.

—Me ha mentido —susurró pasados unos momentos, a la vez que arrojaba el yelmo sobre una mesa con tal fuerza que hizo añicos un polvoriento jarrón de porcelana. Comenzó a caminar de un lado a otro de la estancia, sin cesar de repetirse—: Ha intentado engañarme, mis hermanos no perecieron en el Mar Sangriento. Sé que por lo menos uno de los dos vive, al igual que el Hombre Eterno. —Abriendo la puerta con brusquedad, Kitiara vociferó—: ¡Gakhan!

Un draconiano apareció en el umbral.

—¿Hay noticias de ese capitán?

—No, señora —respondió el draconiano Era el mismo que había seguido a Tanis desde la posada de Flotsam, el mismo que había ayudado a atrapar a Laurana—. No está de servicio —añadió la criatura, como si este hecho lo explicase todo.

Kitiara comprendió enseguida el significado de tales palabras.

—Registrad todas las tabernas y burdeles hasta encontrarle, y traedle aquí. Ponedle los grilletes si es necesario para aseguraros de que no va a escapar. Lo interrogaré cuando regrese de la asamblea o, mejor aún, encárgate tú de averiguar si el semielfo viajaba solo como afirma o si lo acompañaba alguien. En este último caso…

—Seréis informada sin tardanza, señora —concluyó por ella el draconiano con una respetuosa reverencia.

Kitiara lo despachó con un gesto de la mano y el individuo, tras inclinar de nuevo la cabeza, salió y cerró la puerta. La joven permaneció unos segundos inmóvil, ensimismada en sus pensamientos, mas pronto reaccionó y procedió a debatirse con las trabillas que aún afianzaban su armadura.

—Esta noche me acompañarás a la reunión —dijo a Soth mesándose el crespo cabello pero sin tomarse la molestia de volver la vista hacia el fantasma, ya que dio por sentado que se hallaba en el mismo rincón a su espalda—. Vigila a Ariakas, no se sentirá muy complacido cuando conozca mis intenciones.

Una vez libre de la última pieza de su metálico atavío, Kitiara se desprendió de la túnica de cuero y el sedoso jubón azul. Se desperezó en impúdica actitud, y lanzó una mirada por encima de su hombro para comprobar la reacción de Soth. El espectro había desaparecido y, sobresaltada, escudriñó la estancia en su busca.

La siniestra aparición se había desplazado hasta la mesa donde yacía el yelmo rodeado de los esparcidos restos del jarro roto. Dibujando un sesgo en el aire con su incorpórea mano, el caballero hizo que los fragmentos alzaran el vuelo y quedasen suspendidos frente a él. Sin dejar de sostenerlos en tan ingrávida postura mediante su poderosa magia, desvió entonces sus llameantes ojos anaranjados hacia Kitiara. La luz de aquellos insondables focos tiñó de oro la desnuda piel de la muchacha y envolvió sus negros cabellos en una aureola de calor.

—Todavía eres una mujer, Kitiara —declaró despacio—. Amas…

No se movió ni concluyó su frase, pero las piezas del jarrón cayeron al suelo con estrépito. Su translúcida bota pasó sobre ellas sin dejar la menor huella.

—… y hieres —añadió al fin en un susurro, acercándose sigiloso a la Dama Oscura—. No trates de engañarte a ti misma. Aplástale como mejor te parezca, el semielfo siempre te dominará… incluso después de la muerte.

El Caballero de la Rosa Negra se desvaneció en las sombras de la alcoba mientras Kitiara contemplaba petrificada el crepitante fuego, como si quisiera leer su destino en los movimientos fugaces de las llamas.

Gakhan recorrió a toda prisa el pasillo del palacio real, las garras que formaban sus pies producían sonoros ecos al estamparse en los marmóreos suelos. Los pensamientos del draconiano fluían con la misma rapidez que sus zancadas, pues, de pronto, se le había ocurrido dónde podía encontrar al capitán. Al toparse con dos soldados asignados a Kitiara haraganeando en un extremo del corredor, les ordenó que lo siguieran y ellos le obedecieron de inmediato. Aunque Gakhan no poseía ningún rango en los ejércitos de los Dragones —había sido destituido—, todos sabían que pertenecían a la escolta personal de la Dama Oscura y extraoficialmente se rumoreaba que era su asesino privado.

Llevaba mucho tiempo al servicio de Kitiara. Su fidelidad perduraba desde mucho tiempo atrás, después de que llegara a oídos de la Reina de la Oscuridad y sus esbirros la noticia del descubrimiento de la Vara de Cristal Azul. Pocos fueron los Señores de los Dragones que concedieron importancia a la desaparición de la misma. Ocupados en la guerra que poco a poco agostaba la vida en las regiones septentrionales de Ansalon, algo tan trivial como un objeto con poderes curativos no merecía la atención de la mayoría. Se necesitaba poseer una fuerza sobrenatural para sanar un mundo a punto de expirar, había afirmado entre risas Ariakas en un consejo bélico.

Pero dos de los dignatarios se tomaron en serio la desaparición de la vara: uno fue el gobernador de la parte de Ansalon donde se había hallado, y otro alguien que había nacido y se había criado en la zona. Mago oscuro uno, hábil guerrera la otra, ambos sabían cuán peligrosa podía resultar para su causa aquella prueba del regreso de los antiguos dioses.

Reaccionaron de manera diferente, quizá debido a una cuestión geográfica. Verminaard movilizó a varias hordas de draconianos y goblins con detalladas descripciones de la Vara de Cristal Azul y sus virtudes arcanas. Kitiara envió a Gakhan.

Fue Gakhan quien rastreó a Riverwind y la vara hasta el poblado de los queshu, y también quien ordenó asaltar el lugar y asesinar sistemáticamente a sus habitantes en busca de aquel ingenio de nefasto augurio.

Sin embargo, pronto abandonó a los queshu, tras ser informado de que la vara se hallaba en Solace. Viajó el draconiano a esta ciudad, para descubrir que llegaba con unas semanas de retraso aunque también averiguó que los bárbaros portadores del objeto mágico se habían reunido con un grupo de aventureros, oriundos de Solace a juzgar por las declaraciones de los lugareños que allí «entrevistó».

Tuvo que tomar una decisión. Podía tratar de seguir su rastro, que sin duda debía haberse desvirtuado durante las semanas transcurridas, o bien regresar junto a Kitiara y describirle a los aventureros por si ella los conocía. En este último caso quizá le daría una información susceptible de ayudarle a anticipar sus movimientos.

Eligió la segunda opción y corrió al encuentro de Kitiara, que estaba guerreando en el norte. Los millares de soldados que componían las fuerzas de Verminaard tenían mayores posibilidades de encontrar la vara que Gakhan pero eso no le impidió comunicar cuanto sabía del misterioso grupo a la Dama Oscura, quien sufrió un gran sobresalto al enterarse de que estaba formado por sus dos hermanastros, sus antiguos compañeros de armas y su primer amante. Al instante vio en esta combinación la mano oculta de un temible poder, pues sabía que tan dispares nómadas habían de constituir un dinámico ejército para bien o para mal. Se apresuró a transmitir sus inquietudes a la Reina, que era ya víctima de cierto desasosiego a causa del inexplicable portento que suponía la desaparición del Guerrero Valiente de su firmamento. No tardó la soberana en comprender que sus premoniciones eran correctas y que Paladine había regresado para luchar contra ella, si bien cuando tomó plena conciencia de la situación el daño ya estaba hecho.

Kitiara envió de nuevo a Gakhan en busca de los errabundos compañeros. Paso a paso, el avispado draconiano siguió su pista desde Pax Tharkas al reino de los enanos. Fue él quien descubrió su presencia en Tarsis, donde la Dama Oscura los habría capturado de no ser por la intervención de Alhana Starbreeze y sus grifos.

Gakhan no se desalentó. Con su habitual paciencia logro averiguar que el grupo se había separado y supo de su estancia en Silvanesti, donde ahuyentaron al enorme Dragón verde llamado Cyan Bloodbane, y en el Muro de Hielo, lugar en el que Laurana dio muerte al perverso Feal-Thas, señor del Dragón. Llegó asimismo a sus oídos el hallazgo de los Orbes, la destrucción de uno y el medio por el que el frágil mago obtuvo el otro.

Ya en Flotsam, Gakhan espió a Tanis sin que éste lo advirtiera, y pudo así dirigir a la Dama Oscura hasta el Perechon. Una vez más el draconiano movió cauteloso su pieza pero pronto comprobó que la de su oponente se había interpuesto en su camino y bloqueado el jaque. Tampoco ahora se dejó llevar por la desesperación, ya que conocía a su rival y el poder al que se enfrentaba. Era mucho lo que estaba en juego, no podía dejarlo en tablas.

En todos estos eventos pensaba Gakhan al abandonar el Templo de Su Oscura Majestad, donde los Señores de los Dragones empezaban a congregarse para la asamblea. Recorrió las calles de Neraka, iluminadas por una luz crepuscular. En el instante en que el sol se ocultaba tras el horizonte sus últimos rayos quedaron libres de la sombra de las ciudadelas y propagaron su calor por las montañas, tiñendo de doradas aureolas los níveos picos.

La mirada reptiliana de Gakhan no se detuvo en el espectáculo que ofrecía al astro sino que escudriñó las tiendas de la improvisada ciudad, ahora casi vacías pues los soldados debían escoltar a sus comandantes en la regia velada. Los Señores de los Dragones desconfiaban ostensiblemente de sus colegas y también de la Reina. Más de un asesinato se había perpetrado en los aposentos de la soberana, y no habían concluido tan luctuosas acciones.

Sin embargo, a Gakhan aquello no le importaba. Al contrario, incluso podía facilitar su tarea. Condujo con habilidad a los otros draconianos por los hediondos callejones atestados de inmundicias y, aunque se dijo que podría haberles enviado en su misión sin la necesidad de su presencia, había llegado a conocer muy bien a su oponente y sabía que el tiempo apremiaba. El remolino de los acontecimientos comenzaba a alzarse cual un imparable huracán y, pese a hallarse en su ojo, era consciente de que podía ser aniquilado por él, si no era tremendamente cuidadoso. Quería cabalgar a lomos del viento, no ser arrojado contra las rocas.

—Éste es el lugar —declaró, deteniéndose junto a su taberna. Una enseña claveteada a un poste rezaba en lengua común: «El Ojo del Dragón» mientras que, en un rótulo que sobresalía del muro, se leía «Prohibida la entrada a draconianos y goblins» en toscos caracteres del mismo idioma. Asomando el rostro por la cortina de la lona Gakhan comprobó que había acertado y se introdujo en el local, tras ordenar a sus escoltas que apartasen la recia tela.

Un gran tumulto saludó su aparición cuando los humanos de la taberna volvieron sus miradas hacia los recién llegados y vieron a tres draconianos, lo que les impulsó a abuchearles desdeñosos. Sin embargo, las voces e imprecaciones pronto se apagaron, en el instante en que Gakhan se desprendió de la capucha que cubría su faz reptiliana. Todos reconocieron al esbirro de Kitiara y el silencio selló las bocas de los parroquianos, un silencio más denso que el espeso humo o los olores que cargaban la atmósfera. Tras observar amedrentados a los soldados, los humanos levantaron los hombros hacia sus bebidas y se encogieron cual tortugas, en un intento de pasar desapercibidos.

Las refulgentes y negras pupilas de Gakhan examinaron a la muchedumbre.

—Ahí está —indicó, a la vez que extendía el dedo en dirección a un humano acodado en la barra.

Sus secuaces actuaron de inmediato para apresar a un individuo tuerto, que los contempló entre ebrio y aterrorizado.

—Llevadle fuera —ordenó el draconiano.

Ignorando las protestas y súplicas del arrestado, que vestía el uniforme de capitán, así como las amenazadoras miradas de los presentes, los soldados arrastraron al infeliz hasta un patio trasero. Gakhan los siguió más despacio.

Los expertos draconianos apenas tardaron unos minutos en serenar la enturbiada mente de su prisionero lo suficiente para que pudiera hablar, si bien los desgarrados gritos que el desdichado emitió en el proceso hicieron que muchos de los parroquianos perdieran el gusto por sus licores. Sea como fuere, al fin estuvo en condiciones de responder a las preguntas de Gakhan.

—¿Recuerdas haber detenido a un oficial de los ejércitos de los Dragones esta misma tarde, acusado de deserción?

El capitán recordaba haber interrogado a numerosos oficiales aquel día; era un hombre muy ocupado y todos se parecían. Gakhan se limitó a hacer un significativo gesto con la mano y los draconianos obedecieron con prontitud y eficacia.

El capitán se convulsionó en un agónico aullido. ¡Sí, ahora rememoraba la escena! Pero no había un oficial, sino dos.

—¿Dos? —Los ojos de Gakhan se iluminaron—. Describe al otro.

—Era un humano muy corpulento. Ambos custodiaban a unos prisioneros.

—¡Espléndido! —exclamó el esbirro de la Dama Oscura estirando su lengua para volver a ocultarla, un ademán habitual en los de su raza—. ¿Cómo eran?

El capitán halló un verdadero placer en detallar los rasgos de la muchacha.

—Una hembra de melena pelirroja y ondulada, con unos senos tan grandes como…

—Es suficiente, háblame de los otros —le espetó Gakhan. Sus ganchudas manos temblaban de excitación cuando miró a sus escoltas para invitarles a estrujar los brazos del cautivo.

Aunque entre sollozos, el infeliz se apresuró a describir a los otros dos prisioneros sin apenas articular las palabras.

—Un kender —repitió Gakhan al borde del paroxismo— y un viejo con la barba cana…

Hizo una breve pausa, desconcertado. ¿Se trataba quizá del anciano mago? No podía creer que los compañeros hubieran admitido en su grupo a aquel ser decrépito y demente en una misión tan importante y plagada de riesgos. Pero entonces, ¿quién era? ¿Algún otro que habían recogido en el camino?

—Dime algo más del viejo —apremió al capitán tras un meditabundo silencio.

El interpelado se esforzó en pasar revista a los recuerdos de su cerebro bañado de alcohol. Un anciano… barba blanca…

—¿Encorvado?

—No, alto y con anchos hombros. Ojos azules, extraños. El oficial tuerto estaba a punto de desmayarse así que Gakhan, al percatarse de su estado, le apretó el cuello con ambas manos.

—No te interrumpas. ¿Qué has observado en sus ojos? Presa del pánico, el capitán miró al draconiano que le asfixiaba hasta impedir la entrada de aire en sus pulmones. Farfulló algo.

—¡Demasiado joven! —Pese a su balbuceo Gakhan lo había comprendido—. ¿Dónde están?

Tras recibir su débil respuesta, el verdugo lo soltó. Exhausto y sin aliento, el torturado se desplomó.

El remolino se cerraba en torno a Gakhan, quien se sintió propulsado hacia las alturas. Un pensamiento palpitaba en su mente como las alas de un dragón cuando, seguido por sus draconianos, abandonó el patio en dirección a los calabozos subterráneos del palacio.

El Hombre Eterno… ¡El Hombre Eterno!