El puente mágico.
Perseguido por los draconianos, que creían haber dado con un grupo de espías, los compañeros escalaron un cerro tras otro.
Habían perdido el rastro de Caramon y el huido Berem, pero no tenían tiempo para buscarles. Así pues se llevaron un gran sobresalto cuando encontraron al guerrero, que estaba intentando reanimar el cuerpo inerte del Hombre de la Joya Verde, desmayado a sus pies.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Tanis entre dificultosos jadeos, agotado tras la penosa marcha montaña arriba.
—Al fin lo atrapé —respondió Caramon meneando la cabeza— y presentó batalla. Es muy fuerte para su avanzada edad, Tanis, de modo que tuve que golpearle. Temo haberme excedido —añadió a la vez que contemplaba lleno de remordimientos la comatosa figura.
—¡Fantástico! —exclamó el semielfo, demasiado cansado para reprenderle.
—Me ocuparé de él —declaró Tika mientras revolvía en una bolsa de cuero.
—Los draconianos acaban de salvar el peñasco más próximo —informó Flint, que se había rezagado del grupo. El enano caminaba a trompicones, al parecer en el límite de su resistencia. Se desplomó junto a una roca y procedió a enjugarse el sudor con el extremo de su luenga barba.
—Tika —empezó a decir Tanis.
—¡Lo encontré! —le atajó la muchacha con aire triunfante, exhibiendo en su mano un pequeño vial. Tras arrodillarse al lado de Berem, destapó el frasquito y lo agitó bajo su nariz. La inconsciente criatura respiró hondo y, al instante, le sobrevino un acceso de tos.
Tika lo abofeteó entonces sin violencia en ambas mejillas, al mismo tiempo que le ordenaba con el tono de voz que solía utilizar entre los parroquianos de «El Ultimo Hogar»:
—¡Levántate! A menos, claro, que quieras caer en poder de los draconianos.
Berem abrió alarmado los ojos. Se sentó aún aturdido sujetándose la cabeza, con ayuda del guerrero.
—¡Espléndida idea, Tika! —la felicitó Tas muy excitado—. Deja que pruebe yo… —Sin que la muchacha acertara a detenerle, el kender le arrebató el vial y se lo llevó a la nariz para inhalar sus efluvios.
—¡Agh! —balbuceó medio asfixiado retrocediendo hacia Fizban, que aparecía en aquel momento por el sendero después de demorarse en la escalada—. ¡Tika, qué olor tan espantoso! —Apenas podía hablar—. ¿Qué es?
—Una de las pócimas de Otik —respondió ella sonriente—. Todas las mozas de la posada teníamos uno de estos frasquitos. Resultaba útil en multitud de ocasiones, supongo que sabes a qué me refiero. —Su mueca festiva se desvaneció al recordar—. ¡Pobre Otik! —susurró—. Me pregunto que habrá sido de él y de su local.
—No es momento para cavilaciones, Tika —la amonestó Tanis nervioso—. Tenemos que seguir. ¡Incorpórate, anciano! —ordenó a Fizban, que acababa de acomodarse en el suelo.
—Conozco un hechizo —insinuó el mago mientras Tas tiraba de él—, que aniquilaría a esos bribones en un abrir y cerrar los ojos. ¡Se desvanecerían en el aire!
—¡No! —prohibió el semielfo—. De ninguna manera. Con la suerte que tenemos últimamente seguro que se convertirían en trolls.
—Quizá podría… —el rostro de Fizban se iluminó.
El sol crepuscular comenzaba a zambullirse en el lejano horizonte cuando el camino que habían seguido en su precipitada excursión alcanzó un punto muerto para ramificarse en dos direcciones opuestas. Una de las sendas conducía a los picos, la otra parecía serpentear por la ladera. Tanis pensó que quizá existía un paso entre las cumbres, un paso que podrían defender si fuera necesario.
Antes de que pudiera pronunciar una palabra, Fizban se adentró en el sendero que discurría por la ladera..
—Éste es el buen camino —anunció el viejo mago sin interrumpir la marcha, apoyado en su bastón.
—Pero… —intentó replicar Tanis.
—¡Vamos, seguidme! —insistió el anciano, volviéndose para lanzarles una fulgurante mirada bajo su cano entrecejo—. Ese otro es un callejón sin salida, y en más de un aspecto. Lo conozco bien, no es la primera vez que visito estos parajes. La senda que he tomado rodea una de las montañas hasta una honda cañada. Hay un puente sobre el precipicio; podemos cruzarlo y luchar contra los draconianos cuando pretendan alcanzarnos.
Tanis rezongó, remiso a confiar en aquel viejo demente.
—Es un buen plan —razonó Caramon—. Antes o después tendremos que encararnos con ellos. —Señaló a los draconianos que trepaban por los caminos montañosos.
Tanis examinó a sus compañeros, todos más cansados de lo que admitían. Tika estaba pálida, apenas brillaban sus ojos habitualmente alegres. Se apoyó en Caramon, quien incluso había abandonado sus lanzas a fin de aligerar la carga.
Tasslehoff dedicó a Tanis una sonrisa jovial, pero jadeaba como un perro sediento e incluso cojeaba de un pie.
Berem presentaba su semblante acostumbrado, mezcla de hosquedad y temor. De todos modos no era él quien más preocupaba al semielfo, sino Flint. El enano no había despegado los labios durante su fuga y, aunque mantuvo el ritmo sin desfallecer, exhibía un tinte amoratado en el rostro además de respirar en cortas boqueadas. En ocasiones, cuando se creía libre de miradas indiscretas, cerraba la mano sobre su pecho o se frotaba el brazo izquierdo como si le causara un punzante dolor.
—De acuerdo, Fizban —accedió el semielfo—. Dejaré que guíes la comitiva, aunque lo más probable es que no tarde en lamentarlo —concluyó en un susurro mientras los restantes compañeros se apresuraban a seguir al mago.
Al anochecer, el grupo se detuvo en un pequeño saliente rocoso que se extendía en la parte superior de la ladera. Ante ellos se dibujaba un hondo desfiladero en cuyo centro, al pie de las verticales paredes, reptaba un río abriéndose paso como una sinuosa serpiente.
Tanis calculó que el precipicio superaba los cuatrocientos pies. El camino que ahora seguían jalonaba el cerro, con la piedra desnuda a un lado y el vacío al otro. Sólo existía un medio para cruzar la garganta.
—Ese puente —dijo Flint tras varias horas de silencio— es más viejo que yo… y está más desvencijado
—Ese puente ha perdurado durante años, sobreviviendo incluso al Cataclismo —replicó Fizban indignado.
—Lo creo —apostilló Caramon.
—Al menos no es demasiado largo. —Era Tika quien hablaba, en un intento de infundir ánimos pero con voz entrecortada.
El puente que unía las dos vertientes estaba construido según un diseño único. Ambos extremos, incrustados en las montañas, eran sostenidos por unos enormes troncos de vallenwood que formaban una letra X donde se apoyaba la plataforma de listones de madera. En un tiempo remoto aquella estructura debió constituir una maravilla arquitectónica, mas ahora las tablas aparecían podridas y astilladas. Si en su día existió una barandilla, había caído sin dejar rastro en el angosto precipicio. Los troncos de su base crujían y se balanceaban en la fría brisa de la noche.
De pronto los compañeros oyeron a escasa distancia ecos de voces guturales, acompañadas por repiqueteos metálicos.
—No podemos retroceder —constató Caramon—. Propongo que crucemos el puente de uno en uno.
—No hay tiempo —repuso Tanis levantándose—. Sólo nos cabe esperar que los dioses nos acompañen. Y, aunque detesto admitirlo, Fizban tiene razón; una vez al otro lado no nos resultará difícil vencer a los draconianos que, apiñados en la plataforma, se convertirán en excelentes dianas. Iré delante y los demás me seguiréis en fila. Caramon, mantente en la retaguardia y tú, Berem, colócate detrás de mí.
Avanzando con toda la premura que permitía la situación, Tanis pisó el puente en un tanteo inicial. Bajo sus pies los listones se estremecían de un modo ominoso mientras que, en lontananza, el río fluía en sucesivos rápidos entre los muros del cañón con irregulares rocas proyectadas sobre su blanca y espumosa superficie. El semielfo contuvo el aliento y desvió los ojos de las profundidades.
—No miréis hacia abajo —recomendó a los otros, sintiendo un doloroso vacío donde debía hallarse su estómago.
Durante unos momentos el semielfo no pudo moverse, pero al fin logró contenerse y emprender la travesía. Berem andaba pegado a sus talones, atenazado por un pánico que borraba cuantas sensaciones de temor había experimentado en su prolongada vida..
Tras el Hombre Eterno, Tasslehoff, con la ligereza y agilidad que caracteriza a los kenders, abría camino al aterrorizado Flint, sostenido por Fizban. Al fin, Tika y Caramon acometieron la pasarela sin cesar de vigilar la ineludible aparición de sus enemigos.
Tanis se encontraba casi a medio camino cuando una parte de la plataforma cedió bajo sus pies, quebrándose la añeja madera de varias tablas.
En una reacción instintiva, motivada por el paroxismo del momento, el semielfo se aferró a los listones del borde. Pero éstos se desmenuzaban en su mano, hasta que sus dedos empezaron a deslizarse y… alguien lo agarró por la muñeca.
—¡Berem, aguanta! —jadeó Tanis a la vez que intentaba mantenerse en suspenso, a sabiendas de que cualquier movimiento por su parte no haría sino dificultar la ayuda que le brindaba el Hombre de la Joya Verde.
—¡Tira de él! —vociferó Caramon—. No os mováis los demás, la estructura podría ceder y nos precipitaríamos en la cañada.
Desfigurado por la tensión, en un baño de sudor frío, Berem obedeció la orden del guerrero. Tanis vio cómo se hinchaban los músculos de sus brazos, con las venas a punto de estallar. Tras unos segundos, que el semielfo se le antojaron siglos, el insondable humano izó su cuerpo por el borde del puente para depositarlo sobre las tablas aún enteras donde, aturdido se desmoronó. Permaneció en el inseguro suelo tembloroso, agarrado a la madera.
Tika lanzó un repentino grito y, al levantar la cabeza, Tanis comprendió con una mueca irónica que había salvado la vida para perderla de nuevo. En efecto, una treintena de draconianos acababan de aparecer en el sendero que dejaran atrás. El semielfo miró el trecho que se extendía al otro lado de la brecha, comprobando que la plataforma seguía encajada en su estructura y que tanto él como Berem y Caramon podían alcanzarla de un salto, pero no así Tas, Flint, Tika ni el viejo mago.
—Antes hablaste de «excelentes dianas» —murmuró Caramon, a la vez que desenvainaba su espada.
—¡Formula un hechizo, anciano! —exclamó, de pronto, Tasslehoff.
—¿Cómo? —Fizban no daba crédito a sus oídos.
—¡Un hechizo! —repitió el kender señalando hacia los draconianos que, al ver a los compañeros atrapados en el puente, se disponían a aniquilarles.
—Tas, ya tenemos bastantes problemas —le recordó Tanis con la madera resquebrajándose bajo sus pies. Caramon se plantó entonces de espaldas al grupo, resuelto a defenderles de los soldados.
Imitando al valiente guerrero, Tanis insertó una flecha en su arco y disparó. Uno de los reptiles se sujetó el pecho con las manos antes de precipitarse entre desgarradas voces seguido por otro, víctima también de un certero dardo del semielfo. Los draconianos que se hallaban apostados en el centro de la línea titubearon, escudriñando su entorno en una gran confusión: no había ningún parapeto seguro, ningún escondrijo donde cobijarse de la mortífera arremetida del barbudo adversario. Los de primera fila, no obstante, se lanzaron en pos del puente.
En aquel instante Fizban empezó a invocar su encantamiento.
Al oír el cántico del mago Tanis se sintió desfallecer, pero enseguida rectificó pues lo cierto era que nada en el mundo podía agravar todavía más su situación. Berem, erguido junto a él, contemplaba a los draconianos en una postura estoica que parecía incomprensible de no saber que aquel hombre no temía a la muerte debido a su seguridad de renacer poco después. El semielfo arrojó una tercera flecha, que provocó el grito agónico de otro enemigo. Tan concentrado estaba en su blanco, que olvidó por completo a Fizban hasta que Berem emitió una exclamación de asombro. Al alzar los ojos vio que el humano miraba perplejo al cielo, le modo que trató de localizar el objeto de su asombro… y casi dejó caer el arco cuando lo descubrió.
Descendía entre las nubes, refulgiendo bajo los últimos rayos del sol, un tramo de puente de tonos dorados. Guiada por la mano de Fizban, la aparición se desprendió de sus invisibles sujeciones para cerrar la brecha.
Tanis se recobró de su estupor y, al mirar a sus oponentes, advirtió que ellos contemplaban también el tramo dorado con sus ojos de reptil, totalmente transfigurados.
—¡Rápido! —ordenó. Asiendo a Berem por el brazo, el semielfo lo arrastró en su carrera y saltó sobre el tramo cuando se hallaba suspendido a escasa distancia del vacío que debía cubrir. Aún soportando el peso de ambos el fantasmal objeto se mantuvo firme en su descenso, aunque ahora un poco más lento fiel a las instrucciones de Fizban.
En el momento en que la dorada pasarela se hallaba a escasas pulgadas de su ajuste, Tasslehoff, con un salvaje grito, se encaramó a ella seguido por el aturdido enano. Los draconianos, comprendiendo, de pronto, que sus presas escapaban, aullaron enfurecidos y corrieron en tropel hacia la plataforma. Tanis se había detenido en el extremo del mágico trozo de puente, desde donde disparaba flechas a la avanzadilla mientras que Caramon contenía su arremetida con la espada.
—¡Adelante! —instó Tanis a Tika quien, tras alcanzar de un brinco la tabla salvadora, se situó junto a él—. Permanece al lado de Berem y vigílale. Acompáñala, Flint. ¡Deprisa!
—Yo me quedaré contigo, Tanis —se ofreció Tasslehoff.
Aunque a regañadientes, dirigiendo a Caramon una mirada de soslayo, Tika obedeció al semielfo y se alejó con Berem, que no necesitaba de sus empellones dada la proximidad de los draconianos. Atravesaron raudos el tramo hacia la mitad restante del desvencijado puente, cuyos listones crujían de manera alarmante bajo su peso. Tanis esperaba que resistiera, pero no podía permitirse el lujo de observar la travesía; sólo las pisadas de las recias botas de Flint le anunciaban el éxito de la intentona.
—¡Lo conseguimos! —gritó Tika desde el otro lado del cañón.
—¡Caramon! —llamó Tanis al guerrero a la vez que disparaba otra flecha, esforzándose para mantener el equilibrio en la plataforma. En tan insegura posición no acertó a concluir su frase.
—Cruza de una vez —espetó Fizban al guerrero en lugar del semielfo—. Debo concentrarme para depositar el tramo en su lugar correcto, creo que he de desviarlo unas pulgadas a la izquierda.
—¡Tasslehoff, no te quedes aquí! —ordenó Tanis.
—No pienso abandonar a Fizban —se obstinó el kender al ver que Caramon se izaba sobre la tabla y que los draconianos, libres de su acoso, se apiñaban en el puente. Tanis lanzaba flechas con toda la velocidad posible, derribando a los draconianos entre charcos de sangre verdosa o precipitándoles al vacío, pero empezaba a sentirse agotado y, lo que era aún peor, apenas le quedaban proyectiles. Los enemigos no cesaban de avanzar pese a sus denodados intentos de frenarles.
—¡Apresúrate, Fizban! —le suplicó Tasslehoff retorciéndose las manos.
—¡Ya está! —declaró satisfecho el mago, ajeno a la cruenta batalla—. Un encaje perfecto y los gnomos afirmaban que era un pésimo ingeniero.
En efecto, la parte que sostenía a Tanis, Caramon, Fizban y Tas se había instalado firmemente entre las dos secciones del quebrado puente. Pero en aquel mismo momento la mitad que conducía a la salvación, al otro lado de la garganta, se partió y cayó al precipicio.
—¡En nombre de los dioses! —exclamó Caramon aterrorizado, a la vez que sujetaba a Tanis y lo atraía hacia él para evitar que pisara el vacío en lugar de las planchas de madera que ya no podían recibirle.
—¡Estamos atrapados! —se lamentó el semielfo mientras contemplaba como los troncos se hundían en el desfiladero y sentía que su alma caía con ellos. Al otro lado oía gritar a Tika, confundiéndose sus voces con las exultantes exclamaciones de los draconianos.
Inesperadamente, algo se quebró con estrépito en el lugar donde se hallaban congregados los reptiles, que mudaron su júbilo por un incontenible terror.
—¡Mira, Tanis! —le apremió Tasslehoff muy excitado.
El semielfo giró el rostro, justo a tiempo para ver que aquella parte del puente se desmoronaba también en el cañón arrastrando a numerosos draconianos. El tramo dorado se tambaleó de un modo alarmante y, al notarlo, Caramon no pudo reprimir un aullido de miedo:
—! Vamos a despeñamos, no hay nada que nos sostenga ahora!
Sin embargo, su lengua se paralizó al escudriñar ambos flancos de la vieja estructura. Con un ahogado susurro, añadió:
—No puedo creerlo.
—No me preguntes por qué, pero yo sí —repuso Tanis en un tembloroso jadeo.
En el centro del cañón, suspendida en el aire, la mágica tabla permanecía inmutable, brillando bajo la luz del sol poniente mientras los últimos listones de la plataforma desaparecían en pos de las verticales paredes. Cuatro figuras se erguían sobre su refulgente superficie, sin cesar de observar las ruinas que les rodeaban y las insalvables brechas que se abrían en ambos extremos del ya inexistente paso.
Durante unos segundos reinó un silencio sepulcral, que rompió Fizban para dirigirse triunfante a Tanis:
—Un espléndido hechizo —declaró orgulloso—. ¿Alguien tiene una cuerda?
Era noche cerrada cuando los compañeros lograron abandonar el tramo dorado. Entonces lanzaron a Tika una gruesa cuerda, obtenida también gracias a la magia de Fizban. Esperaron hasta que la muchacha, ayudada por Flint, la hubo afianzado a un recio peñasco. Uno por uno Tanis, Caramon, Tas y Fizban iniciaron la acrobática travesía para ser izados en el borde del risco merced a las fuertes manos de Berem.
Concluida la peligrosa hazaña, todos se abandonaron a su invencible fatiga. Tan exhaustos estaban que ni siquiera tomaron la precaución de buscar un refugio, ni tomaron ningún alimento. Extendieron sus mantas en una cercana pineda de árboles enanos y acto seguido establecieron turnos de vigilancia. Quienes pudieron cayeron en un profundo sueño mientras los otros los custodiaban.
A la mañana siguiente Tanis se despertó rígido y dolorido. Lo primero que captaron sus ojos fue el reflejo del sol sobre la plataforma, que permanecía suspendida en el vacío.
—Supongo que no puedes desembarazarte de este objeto —comentó el semielfo al viejo mago, que ayudaba a Tas a preparar el exiguo desayuno de campaña.
—Me temo que no —afirmó Fizban a la vez que lanzaba una ansiosa mirada al resplandeciente tramo.
—Esta mañana ha ensayado varios hechizos —explicó Tas inclinando la cabeza en dirección a un pino que, totalmente cubierto de telarañas, se alzaba junto a otro del que sólo quedaba un tocón chamuscado—. Me ha parecido preferible hacerle desistir antes de que nos convirtiera en grillos o algo peor.
—Has hecho lo que debías —farfulló Tanis sin poder, substraerse a los deslumbrantes centelleos de la tabla—. Si pintáramos una flecha en el risco no dejaríamos un rastro más visible. —Y, apesadumbrado, fue a sentarse al lado de Caramon y Tika.
—No hay duda de que nos perseguirán —añadió el guerrero mientras masticaba con dificultad un correoso bocado de fruta desecada—. Los dragones les ayudarán a salvar la brecha —concluyó, guardando el alimento sobrante en su bolsa.
—Caramon, apenas has comido —se asombró Tika.
—No tengo hambre —respondió él, y se puso en pie—. Voy a reconocer el terreno.
Sin pronunciar otra palabra, el guerrero se cargó al hombro armas y enseres para alejarse por el angosto camino. Tika, con el rostro ladeado en un intento de evitar la mirada de Tanis, comenzó a recoger su hatillo.
—¿Raistlin? —indagó el semielfo, a quien no se le había escapado la actitud de la pareja.
Tika interrumpió su febril actividad y descansó ambas manos en el regazo.
—¿Cuándo se liberará de esa obsesión, Tanis? —preguntó contemplando impotente la silueta del amado—. No lo comprendo.
—Tampoco yo —admitió el semielfo en el instante en que el guerrero desaparecía en la espesura—. De todos modos, nunca tuve hermanos.
—¡Yo sí le comprendo! —exclamó, de pronto, Berem. Su voz tembló con una pasión que no pasó desapercibida al cabecilla del grupo.
—¿Qué quieres decir?
Al oír su pregunta, se desvaneció del semblante del Hombre Eterno todo rastro de vehemencia.
—Nada —titubeó, convertido de nuevo su rostro en una máscara insondable.
—No voy a conformarme con esa respuesta. ¿Por qué comprendes a Caramon? —Se había levantado y oprimía entre sus dedos el brazo de Berem.
—¡Déjame en paz! —protestó el hombre enfurecido, desprendiéndose de Tanis.
—Escucha, Berem —le llamó Tas con una alegre sonrisa, como si no hubiera oído la conversación—. Estoy examinando mis mapas y he encontrado uno que encierra una historia de lo más interesante…
Berem se encaminó, tras dedicar a Tanis una misteriosa mirada, hacia el lugar donde el kender se había instalado entre sus joyas cartográficas y procedía a estudiarlas. Acuclillándose junto a los documentos extendidos, el Hombre Eterno se perdió en sus vacilaciones mientras escuchaba el relato de Tas.
—Olvídalo, Tanis —le aconsejó Flint—. En mi opinión si entiende a Caramon es porque está tan loco como Raistlin.
—No pensaba preguntarte, pero tienes razón —admitió Tanis sentándose junto al enano para ingerir su desayuno—. No tardaremos en irnos, eso es lo que importa ahora. Con un poco de suerte Tas encontrará un mapa de estos contornos.
—No creo que nos convenga —dijo Flint entre estornudos—. La última vez que seguimos la ruta de uno de sus mapas terminamos en un puerto sin mar.
—Quizá en esta ocasión sea distinto. —El semielfo no pudo ocultar su sonrisa—. Siempre será mejor que obedecer las instrucciones de Fizban.
—Estoy de acuerdo —rezongó el enano, lanzando al mago una mirada de soslayo. Estiró el cuerpo hacia Tanis para susurrarle al oído—: ¿Nunca te has preguntado cómo logró salvarse en Pax Tharkas?
—¡Son tantos los enigmas sin respuesta a los que no ceso de dar vueltas! —exclamó Tanis sin alzar la voz—. Por cierto, ¿cómo te encuentras?
El enano pestañeó asombrado ante las inesperadas palabras del semielfo. ¿Qué tenía aquello que ver con lo que estaban discutiendo?
—Bien —le espetó con un intenso rubor en las mejillas.
—Veras, he observado que te frotas el brazo izquierdo cuando hacemos una larga caminata —intentó explicar.
—Es el dichoso reuma —gruñó el interpelado—. Como sabes siempre se recrudece en primavera, y dormir al raso no contribuye a aliviarlo. Creo que quieres partir cuando antes —añadió para desviar el tema, y se concentró en embalar sus pertenencias.
—En efecto… —Tanis se volvió, después de exhalar un hondo suspiro—. ¿Has encontrado algo, Tas?
—Me parece que sí —contestó el kender pletórico. Enrollando de nuevo sus mapas, los introdujo en su estuche y se apresuró a embutir éste en el hatillo, no sin espiar fugazmente a su dragón dorado mientras lo hacía. Aunque de metal, la figurilla cambiaba de forma del modo más extraño imaginable. Ahora se hallaba envuelta en sí misma como un anillo. Tan absorto estaba en la contemplación del mutante objeto que olvidó que esperaban sus noticias.
—¡Oh! —exclamó cuando la impaciente tos del semielfo lo sacó de su ensimismamiento—. Debo mostraros un mapa y contaros su historia. Siendo niño viajé con mis padres por las Montañas Khalkist, que es donde nos hallamos ahora. Normalmente realizábamos esta excursión por el norte, la ruta más larga, pues cada año se celebraba un feria en Taman Busuk. Se vendían allí objetos maravillosos, y mi padre nunca se la perdía. Pero en una ocasión, si no recuerdo mal después de que lo arrestaran y lo ataran a un poste a causa de un malentendido en una transacción con un orfebre, decidimos atravesar los cerros. Mi madre siempre había deseado visitar Godshome, La Morada de los Dioses, así que…
—¿Y ese mapa? —le interrumpió Tanis.
—¡Ah, sí, el mapa! —Tas reaccionó—. Aquí está. Creo que perteneció a mi padre. Nos encontramos aquí, si mis cálculos y los de Fizban son correctos. Y este otro punto es Godshome.
—¿Godshome?
—Sí, una antigua ciudad. Fue abandonada durante el Cataclismo, no quedan sino sus ruinas…
—Y probablemente se ha convertido en un hervidero de draconianos —aventuró Tanis.
—No, no me refiero a ese Godshome —le corrigió el kender mientras recorría con el dedo el trazado del mapa hasta el lugar que representaba la ciudad—. El Godshome, la Morada de los Dioses, que nos interesa, ya se llamaba así antes de que se construyera la urbe, o así lo afirma Fizban.
Tanis alzó la vista hacia el viejo mago, quien asintió con la cabeza.
—Hace muchas décadas se creía que las divinidades vivían allí. Se trata de un paraje sagrado.
—Y también resguardado —añadió Tas—, oculto en un valle en el corazón de las montañas. Nadie lo visita, según Fizban, y él es el único que conoce el camino. En mi mapa figura una ruta, al menos hasta los cerros circundantes…
—¿Dices que nadie lo visita? —repitió Tanis. Se dirigía a Fizban.
—No —respondió el mago con un ribete de indignación en sus ojos.
—Nadie salvo tú —insistió el cabecilla.
—He conocido innumerables lugares, semielfo —le espetó el hechicero—. Si dispones de un año creo que tendré tiempo para enumerártelo. ¡No me infravalores, jovencito! Estás cargado de recelos, y creo que es injusto después de lo que he hecho por vosotros…
—Será mejor no recordárselo —le interrumpió Tas al ver la sombría mueca de Tanis—. Vamos, anciano.
Se adentraron juntos en el sendero, Fizban a trompicones y con la barba erizada.
—¿Es cierto que los dioses habitaron en el paraje al que nos llevas? —inquirió Tas para impedir que el mago irritara al semielfo con algún comentario desabrido.
—¿Cómo voy a saberlo? —protestó Fizban disgustado—. ¿Acaso tengo yo aspecto de divinidad?
—Pero…
—¿Alguien te ha dicho que hablas demasiado?
—Casi todo el mundo —repuso Tas con su habitual jovialidad—. ¿Te he contado ya que una vez me tropecé con un mamut lanudo?
Tanis oyó gemir a Fizban. Tika pasó junto a él, ansiosa por alcanzar a Caramon.
—¿Todo va bien, Flint? —preguntó Tanis.
—Sí —anunció el enano, que se había sentado en una roca—. Se me ha caído una bolsa y quiero afianzarla al cinto. Seguid, no tardaré en reunirme con vosotros.
Ocupado en inspeccionar el mapa de Tas mientras andaba, el semielfo no advirtió que Flint mentía. Ni siquiera captó la nota de angustia que teñía su voz ni el espasmo de dolor que contrajo su rostro.
—De acuerdo, pero apresúrate —le recomendó con aire ausente—. No debes quedar rezagado.
—De acuerdo, amigo —balbuceó Flint sin moverse de la roca, esperando que cediera el ahogo como siempre hacía.
Flint observó al compañero que se alejaba por la senda. «No debes quedar rezagado», repitió.
—Adelante —se alentó a sí mismo y, frotándose los ojos con su rugosa mano, se puso en pie para seguir al grupo.