Ominosas nuevas.
—¡Padre!
—¿Qué sucede, Ragar?
Acostumbrado a los excitados gritos de su hijo, que había alcanzado esa edad en la que empiezan a descubrirse las maravillas del mundo, el pescador no alzó la cabeza. Esperaba oírle describir desde una estrella de mar embarrancada en la arena hasta un zapato perdido y mecido por las aguas, de modo que continuó remendando su red cuando el muchacho corrió junto a él.
—Papá —insistió aquel niño pelirrubio, a la vez que zarandeaba la rodilla de su progenitor y quedaba enmarañado en la red en su alocado impulso—, he visto a una bella dama ahogada, muerta.
—¿Cómo dices? —preguntó el pescador con aire ausente.
—Una bella mujer ahogada —repitió solemnemente el muchacho, señalando el lugar con su dedo regordete.
El hombre interrumpió su quehacer para observar a su hijo. Esto era nuevo.
—¿Una mujer ahogada?
El niño asintió y volvió a extender el índice hacia la playa.
El pescador, forzando la vista a causa del cegador sol de mediodía, oteó la línea de la costa. Miró entonces de nuevo al pequeño, frunciendo el ceño en actitud severa.
—No se tratará de otra fábula inventada por el pequeño Ragar, ¿verdad? —inquirió muy serio—. Si lo es, cenarás de pie.
—No —respondió el muchacho meneando la cabeza, con los ojos abiertos de par en par—. Prometí no hacerlo más —recordó mientras se rascaba una nalga.
El pescador centró su atención en el mar. La noche anterior se había desatado una tormenta, pero en ningún momento oyó comentar que una nave se estrellase contra las rocas. Quizá algunos habitantes del lugar habían salido con sus frágiles embarcaciones de recreo para perderse después del crepúsculo o, peor aún, se había cometido un asesinato. No era la primera vez que la resaca depositaba sobre la arena un cuerpo con un puñal en el corazón.
Llamando a su hijo mayor, que se hallaba muy ocupado en aparejar su barca, el pescador dejó a un lado su trabajo y se incorporó. Quiso ordenar al pequeño que volviera a casa en busca de su madre, pero recordó que lo necesitaba como guía.
—Llévanos hasta la bella dama —dijo con voz áspera, lanzando una significativa mirada al primogénito.
El pequeño Ragar tiró de su padre hacia la playa seguido por su hermano, que caminaba más despacio temeroso de lo que podían encontrar.
Habían recorrido una corta distancia cuando el pescador vio una escena que le impulsó a echar a correr, con el hijo mayor a sus talones.
—¡Un naufragio! —exclamó el padre jadeante—. ¡Estos marineros inexpertos no saben lo que hacen! No entiendo cómo se atreven a hacerse a la mar en sus débiles cascarones.
No sólo había una hermosa mujer tendida sobre la playa, sino dos. Cerca de ellas yacían cuatro hombres, todos bien vestidos. A su alrededor vieron esparcidos varios listones de madera, sin duda los restos de una pequeña embarcación de recreo.
—Ahogada, muerta —declaró el muchacho inclinándose para reconocer a una de las atractivas féminas.
—No, no lo está —le corrigió el pescador tras descubrir su pálpito en el cuello. Uno de los hombres empezaba incluso a moverse, un individuo de cierta edad que se sentó para examinar el paraje. Cuando vio al grupo dio un aterrorizado respingo y se arrastró hasta donde se hallaba uno de sus inconscientes compañeros.
—¡Tanis! ¡Tanis! —vociferó mientras sacudía a un hombre barbudo, que se incorporó de forma abrupta.
—No hay razón para alarmarse —los tranquilizó el pescador al advertir el sobresalto del desconocido de la barba—. Estamos dispuestos a ayudaros, si es posible. Davey, ve a casa cuanto antes y pide a tu madre que traiga mantas y aquella botella de aguardiente que guardo desde hace tiempo. Vamos, señora, calmaos —dijo con voz amable a una de las mujeres, ayudándola a sentarse—. Ya ha pasado todo. «Resulta extraño que después de ahogarse ninguno parezca haber tragado agua…», añadió para sus adentros sin soltar a la supuesta náufraga ni cejar en sus reconfortantes palmadas.
Arropados en las mantas, los compañeros fueron escoltados hasta la cabaña próxima a la playa donde vivía el pescador. Allí les suministraron alimentos, dosis de aguardiente y todos los remedios que conocía la dueña de la casa para reanimar a los ahogados. El pequeño Ragar los contemplaba orgulloso, sabedor de que su «pesca» sería la comidilla de la aldea durante toda una semana.
—Gracias por vuestra ayuda —susurró Tanis una vez recobradas las fuerzas.
—Me alegro de haber acudido a tiempo —respondió el hombre con gesto ceñudo—. Debéis ser más precavidos, la próxima vez que salgáis en una barquichuela poned rumbo a tierra en cuanto veáis un indicio de tormenta.
—Así lo haremos —le prometió el semielfo—. ¿Podrías decimos dónde estamos?
—Al norte de la ciudad —le informó el pescador agitando la mano—. A dos o tres millas. Davey puede llevaros en la carreta.
—Sois todos muy gentiles. —Tanis se volvió titubeante hacia los otros quienes le devolvieron la mirada—. Sé que os parecerá extraño, pero fuimos desviados de nuestro curso y… ¿al norte de qué ciudad?
—De Kalaman, por supuesto —declaró el hombre espiándolos con cierto recelo.
—Sí, claro —dijo Tanis y, con una leve sonrisa, se dirigió al guerrero—. Tenía yo razón, la corriente no nos arrastró tan lejos como afirmabas.
—¿No? —preguntó Caramon perplejo. Por fortuna, Tika hundió el codo en sus costillas y este aviso hizo que se pusiera en situación—. Debo reconocerlo, me equivoqué como de costumbre. Ya me conoces, Tanis, nunca acierto a orientarme como es debido…
—No exageres —farfulló Riverwind, y el guerrero enmudeció.
El pescador los escudriñó con ojos sombríos.
—No cabe duda de que formáis un grupo muy extraño —les espetó—. No recordáis cómo embarrancasteis, ni siquiera sabéis dónde os encontráis. Supongo que estabais todos borrachos pero ése no es asunto de mi incumbencia, de modo que me limitaré a daros un consejo: no volváis a embarcaros, ni ebrios ni sobrios. Davey, trae la carreta.
Tras dedicarles una última y desdeñosa mirada, el pescador se colocó a su hijo menor sobre los hombros y volvió al trabajo. Su otro vástago había desaparecido, sin duda en busca del carro.
Tanis suspiró, antes de consultar a sus amigos:
—¿Alguno de vosotros tiene idea de cómo hemos llegado hasta aquí o por qué vestimos tan singulares ropajes?
Todos menearon la cabeza en ademán negativo.
—Recuerdo el Mar Sangriento y el remolino —apuntó Goldmoon—. Pero el resto lo veo en una nebulosa, como un sueño.
—Yo recuerdo a Raist… —empezó a decir Caramon con el rostro grave pero, al sentir la mano de Tika deslizándose bajo la suya, la miró y se dulcificó su expresión—. También…
—Silencio —le amonestó Tika ruborosa, a la vez que apoyaba su rostro en el brazo del guerrero y dejaba que éste besara sus rojizos bucles—. No fue ningún sueño —le murmuró.
—En mi mente se agolpan ciertas imágenes —declaró Tanis con la mirada prendida en Berem—, pero fragmentadas e inconexas. No hay dos que logren encajar de un modo revelador. En cualquier caso, no debemos apoyarnos en la memoria sino mirar hacia el futuro. Iremos a Kalaman para averiguar qué ha sucedido en nuestra ausencia. ¡Ni siquiera sé qué día es hoy! Ni qué mes, por supuesto. Luego…
—Nos encaminaremos hacia Palanthas —le atajó Caramon.
—Ya veremos —repuso el semielfo. Davey había regresado con un carro tirados por un esquelético caballo, y todos se pusieron en movimiento—. ¿Estás seguro de querer encontrar a tu hermano? —susurró Tanis en el oído del guerrero cuando se hubieron incorporado.
Caramon no contestó.
Los compañeros llegaron a Kalaman a media mañana.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó Tanis a Davey cuando el joven conducía el destartalado vehículo por las calles de la ciudad—. ¿Se celebra alguna fiesta?
La urbe estaba atestada, y la mayoría de los comercios permanecían cerrados. Los habitantes se congregaban en pequeños círculos para hablar en tonos apagados.
—Más parece un funeral—comentó Caramon—. Debe haber muerto alguna personalidad.
—O se avecina la guerra —apostilló el semielfo. Las mujeres sollozaban, los hombres adoptaban expresiones entre tristes e iracundas y los niños, que correteaban a su alrededor, miraban a los mayores en actitud temerosa.
—No puede tratarse de la guerra, señor —declaró Davey— y la Fiesta de Primavera concluyó hace dos días. No sé qué es lo que sucede, pero si queréis puedo enterarme —ofreció a la vez que tiraba de las riendas del cansino caballo.
—Sigue adelante —ordenó el semielfo—. Pero dime, ¿por qué no puede haber estallado una guerra?
—¡Por que ya la hemos ganado! —exclamó Davey perplejo—. Por los dioses, señor, debíais estar muy borrachos si no lo recordáis. El Aureo General y los Dragones del Bien…
—¡Ah, sí! —se apresuró a interrumpirle Tanis.
—Me detendré en el mercado de los pescadores —decidió Davey saltando del pescante—. Ellos lo sabrán.
—Te acompañaremos. —El semielfo hizo señal a los otros para que se apearan.
—¿Qué noticia ha creado este revuelo? —inquirió Davey frente a un grupo de hombres y mujeres que se habían reunido en torno a un puesto rebosante de oloroso pescado.
Algunos de los interpelados dieron media vuelta y empezaron a hablar todos a la vez. Tanis, que se había acercado por detrás del muchacho, sólo logró oír algunas frases de la excitada conversación:
—El Áureo General ha sido capturado… ciudad maldita… los habitantes huyen… los dragones perversos…
Pese a sus esfuerzos, los compañeros no sacaron nada en claro de tan entrecortada cháchara. Los lugareños parecían reticentes a hablar con desconocidos y, en lugar de explicarse mejor, se limitaron a lanzarles miradas de desconfianza, más aún al reparar en su rico atuendo.
Después de agradecer una vez más a Davey la excursión hasta la ciudad, el grupo le dejó junto a sus amigos. Tras una breve discusión resolvieron dirigirse a la plaza central, con la esperanza de averiguar más detalles de lo sucedido. La multitud se intensificaba a medida que avanzaban, hasta tal punto que tuvieron que abrirse camino a empellones en las intransitables calles. Corrían todos de un lado para otro, indagando sobre los últimos rumores y meneando la cabeza presas de la desesperación. Algunos ciudadanos cargadas sus pertenencias al hombro, se alejaban en dirección a las puertas de la urbe, sin duda deseosos de emprender la fuga cuanto antes.
—Deberíamos comprar armas —propuso Caramon preocupado—. Las nuevas no auguran nada bueno. ¿Quién creéis que es el Aureo General? Mucho respeto inspira a los habitantes de Kalaman cuando su captura provoca tanto dolor e inquietud.
—Probablemente un Caballero de Solamnia —aventuró Tanis—. Y tienes razón, debemos comprar armas. —Se llevó la mano al cinto y exclamó—: ¡Maldita sea! Tenía una bolsa llena de curiosas monedas de oro, pero parece haberse esfumado. Como si no nos enfrentásemos ya a bastantes, problemas…
—¡Esperad un momento! —gruñó Caramon palpando también su cinturón—. ¿Qué diablos…? ¡Mi saquillo estaba en su lugar hace un segundo! —Al dar media vuelta el fornido guerrero vislumbró una figura que trataba de confundirse en el gentío, armada con una raída bolsa de cuero—. ¡Eso es mío! —rugió y, apartando a los presentes como si fueran briznas de paja, emprendió la persecución del ladrón. Cuando le dio alcance estiró su descomunal mano para agarrar al escurridizo individuo por su lanuda zamarra y arrancarlo de la calle en volandas—. Devuélveme ahora mismo… ¡Tasslehoff!
—¡Caramon! —exclamó el kender.
El guerrero soltó a su presa sin dar crédito a sus ojos, mientras Tas buscaba a los otros con la mirada.
—¡Tanis! —vociferó al ver que se acercaba entre la muchedumbre—. ¡Oh, Tanis! —Corrió a su encuentro, abrazándole y prorrumpiendo en sollozos con el rostro enterrado en su pecho.
Los habitantes de Kalaman acudieron en masa a los muros de su ciudad, como hicieran sólo unos días antes. Entonces, sin embargo, les embargaba la felicidad. Con ánimo festivo contemplaron el triunfante desfile de los caballeros y los dragones de plata y oro, mientras que ahora guardaban el silencio que sólo inspira el más profundo desaliento. Las miradas confluían en la llanura atentas a los rayos del sol que se elevaban hacia su cénit, próximo ya el mediodía. Esperaban. Esperaban que la Dama Oscura apareciera de un momento a otro.
Tanis estaba junto a Flint, apoyada su mano en el hombro del enano. Este último casi se había desplomado al ver a su amigo.
El suyo fue un triste encuentro. En tonos apagados, Flint y Tasslehoff se turnaron para explicar a sus compañeros todo lo ocurrido desde que se separaran en Tarsis unos meses antes. Hablaba uno hasta que la emoción le impedía continuar, y entonces el otro tomaba el hilo de la historia. Así conocieron Tanis y los demás el hallazgo de las Dragonlance, la destrucción del Orbe de los Dragones y la muerte de Sturm.
Cuando Tanis oyó esta triste nueva bajó la cabeza incapaz de contener su dolor, de imaginar el mundo sin tan noble amigo. Flint, aunque también apesadumbrado, se apresuró a narrar la gran victoria del caballero y la paz que había hallado en las tinieblas.
—Ahora es un héroe en Solamnia —dijo—. Se cuentan leyendas sobre él, al igual que hicieran en torno a la figura de Huma. Todos están de acuerdo en que salvó a su estirpe y eso, Tanis, es lo que él habría deseado.
El semielfo, esbozando una sonrisa, asintió en silencio antes de rogarle que prosiguiera.
—Relátame lo que hizo Laurana al llegar a Palanthas —le rogó——. ¿Aún está allí? Si es así, quizá vayamos…
Flint y Tas intercambiaron una penosa mirada. El enano bajó los ojos, mientras el kender desviaba el rostro para secar su pequeña nariz con un pañuelo.
—¿Qué ocurre? —inquirió Tanis en una voz que no reconoció como suya—. Debo saberlo.
Despacio, Flint contó la historia.
—Lo lamento, Tanis —farfulló entre sollozos una vez hubo concluido—. No me ocupé de ella como me encomendaste.
El viejo enano estalló en tan violento llanto que Tanis sintió una punzada en el corazón. Estrechando al hombrecillo entre sus brazos, trató de consolarle.
—No te culpes, Flint —dijo sin lograr sobreponerse a su propia desazón—. Soy yo el causante de su infortunio, fue por mí por quien se arriesgó a morir.
—Empieza profiriendo reproches y acabarás maldiciendo a los dioses —intervino Riverwind, al mismo tiempo que daba una palmada en el hombro del semielfo—. Es un antiguo refrán de mi pueblo.
Tanis no se dejó reconfortar y, conocedor del rumor que corría en la ciudad acerca de la inminente llegada de Kitiara, pregunto:
—¿A qué hora vendrá la Dama Oscura?
—A mediodía —contestó Tas con un hilo de voz.
Era ya casi la hora señalada y Tanis fue a reunirse con los ciudadanos de Kalaman para aguardar la llegada de la Dama Oscura. Gilthanas se hallaba a cierta distancia del semielfo, ignorándolo de un modo patente. No podría reprochárselo, el elfo sabía por qué Laurana se había embarcado en tan arriesgada aventura, cuál fue el señuelo utilizado por Kitiara para atraer a su hermana. Cuando le preguntó fríamente si era cierta su convivencia con la Señora del Dragón, Tanis no pudo negarla.
—Entonces te consideraré el único responsable de la suerte de Laurana —se limitó a decir el dignatario elfo con la voz quebrada por la ira—. Y suplicaré a los dioses una noche tras otra que compartas su cruel destino, aunque aumentado en sus aspectos más dolorosos.
—Puedes estar seguro de que lo aceptaría de buen grado si eso pudiera devolvérnosla —repuso Tanis. Gilthanas se limitó a alejarse sin despegar los labios.
El gentío comenzó a señalar el horizonte entre inquietos murmullos. Una sombra se perfilaba en el cielo, el inconfundible contorno de un Dragón Azul.
—Ése es su animal —anunció solemnemente Tasslehoff—. Lo vi en la Torre del Sumo Sacerdote.
El Dragón trazó perezosas espirales sobre la ciudad para, acto seguido, posarse sin violencia a escasa distancia de las murallas. Un mortal silencio flotó en el aire cuando su jinete se alzó sobre los estribos y, quitándose el casco, se dirigió a la multitud con una voz que resonó en todos los tímpanos.
—Supongo que ya os habréis enterado de que la mujer elfa a la que llamáis Aureo General está en mi poder. Por si necesitáis pruebas, quiero mostraros esto. —Alzó la mano, y Tanis vio el resplandor del sol reflejado en un yelmo de plata de exquisita filigrana—. En mi otra mano, aunque no podéis distinguirlo desde detrás del muro, guardo un mechón de cabellos dorados. Dejaré ambos objetos en el llano cuando parta para que recordéis a vuestro general a través de estas reliquias.
Un ininteligible susurro agitó a los ciudadanos congregados en la muralla. Kitiara se interrumpió unos instantes para mirarles con aquellos gélidos ojos que petrificaban a sus oponentes mientras Tanis, sin cesar de observarla, hundía sus uñas en la carne para obligarse a conservar la calma. Había cruzado por su mente la absurda idea de saltar sobre ella y atacarla por sorpresa.
Al ver su expresión, a un tiempo salvaje y desesperada, Goldmoon se acercó al semielfo y posó la mano en su hombro. Sintió cómo el cuerpo de Tanis se estremecía, antes de tornarse rígido bajo su contacto en un intento de recuperar el control. Al mirar sus puños la mujer de las Llanuras vio horrorizada que la sangre manaba por sus muñecas.
—Lauralanthalasa, la doncella elfa, ha sido llevada a presencia de la Reina de la Oscuridad en Neraka. Será rehén de Su Majestad hasta que se cumplan las condiciones que paso a exponeros. En primer lugar, la Reina exige que un humano llamado Berem, el Hombre Eterno, le sea entregado sin tardanza. También desea que los Dragones del Bien regresen a Sanction, donde se rendirán frente a Ariakas, y por último quiere que Gilthanas, Príncipe de los elfos, ordene a los Caballeros de Solamnia y a los miembros de las tribus Silvanesti y Qualinesti que depongan las armas. Por su parte Flint Fireforge, el enano, dará idénticas instrucciones a su pueblo.
—¡Eso es un desatino! —se rebeló Gilthanas avanzando hacia el borde del parapeto para enfrentarse a la Dama Oscura—. ¡No podemos acatar tales demandas! No sabemos quién es Berem ni dónde encontrarle, ni tampoco puedo responder en nombre de los elfos o los dragones bondadosos. ¡Carece de sentido cuanto nos propones!
—La Reina no es una insensata como sugieres —repuso Kitiara sin alterarse—. Sabe muy bien que necesitaréis tiempo para satisfacer sus deseos, y ha decidido concederos tres semanas. Si en ese plazo no habéis hallado a Berem que, según nuestros informes, está en las inmediaciones de Flotsam, ni habéis despedido a los Dragones del Bien, regresaré… pero esta vez no depositaré tan sólo unos bucles de la melena de vuestro general ante las puertas de Kalaman.
Hizo una nueva pausa.
—El trofeo que encontraréis será su cabeza.
Arrojó entonces el yelmo a los pies del Dragón y éste obediente a su escueta orden, desplegó las alas para emprender el vuelo.
Durante unos interminables momentos nadie habló ni movió un solo músculo. Los ciudadanos observaban petrificados el yelmo que yacía frente a la muralla y cuyas cintas rojas constituían, en su incesante revoloteo, la única nota de color en aquel opresivo ambiente. Al fin alguien señaló al horizonte lanzando un grito de terror.
Apareció en lontananza una increíble visión, tan espantosa que cuantos la contemplaban se decían para sus adentros que quizá habían perdido el juicio. Pero el objeto de su desasosiego se acercó por el aire hasta que todos tuvieron que admitir su realidad, un hecho que no contribuyó precisamente a disipar sus temores.
Fue así como el pueblo de Krynn conoció la existencia del más ingenioso pertrecho guerrero de Ariakas: la ciudadela voladora.
Trabajando en las secretas cámaras de los templos de Sanction, los magos de Túnica Negra y unos clérigos tenebrosos arrancaron un castillo de sus cimientos y lo lanzaron hacia la bóveda celeste. Ahora la ciudadela se hallaba suspendida sobre Kalaman en medio de un banco de nubes tormentosas, que festoneaba el aserrado zigzag de los relámpagos, y era custodiada por centenares de escuadras de Dragones Rojos y Negros eclipsando el sol del mediodía al proyectar su ominosa sombra sobre la ciudad.
La muchedumbre abandonó la muralla. El miedo a los dragones, como un hechizo invencible, envolvió a los habitantes de Kalaman para sumirles en el más profundo desaliento. Sin embargo, los dragones que escoltaban la ciudadela no atacaron. La Reina Oscura había sido precisa en sus instrucciones, debían dar tres semanas a aquellos humanos a la deriva. Lo único que tenían que hacer era mantener la vigilancia para asegurarse de que, en ese tiempo, ni los Caballeros ni los Dragones del Bien organizaran escaramuzas de batalla.
Tanis se volvió hacia el resto de los compañeros, que permanecían apiñados junto al parapeto sin apartar la mirada de la ciudadela. Acostumbrados a los efectos del pánico que provocaban los reptiles no huyeron en desbandada como los restantes ciudadanos y, por consiguiente, al poco rato quedaron solos en su atalaya.
—Tres semanas —susurró Tanis, y todas las miradas confluyeron en él.
Por vez primera desde que salieran de Flotsam vieron que su expresión se había liberado del destructivo remordimiento que la atenazaba. Sus ojos reflejaban paz, una paz muy similar a la que había advertido Flint en las pupilas de Sturm después de su muerte.
—Tres semanas —repitió el semielfo con una voz pausada que produjo escalofríos en la espalda de Flint—, tenemos tres semanas. Creo que son suficientes. Me voy a Neraka, donde habita la Reina Oscura. Y tú vendrás conmigo —añadió señalando a Berem, que permanecía mudo a escasa distancia.
Los labios del Hombre Eterno se abrieron en una mueca de pánico para esbozar un «¡No!» desgarrado, a la vez que se encogía todo su cuerpo. Viéndole dispuesto a huir, Caramon extendió su enorme mano y lo apresó con firmeza.
—Me acompañarás a Neraka —insinuó Tanis sin inmutarse—, o te entregaré ahora mismo a Gilthanas. El Príncipe elfo profesa un gran cariño a su hermana y no vacilará en ponerte en manos de la Reina Oscura si piensa que de ese modo puede obtener su libertad. Tú y yo sabemos la verdad, sabemos que tu sacrificio no cambiaría la situación; pero él lo ignora, como miembro de su noble raza está convencido de que la tenebrosa soberana cumplirá su parte del trato.
—¿No me dejarás a merced de esa terrible criatura? —preguntó Berem a Tanis con temeroso recelo.
—Sólo quiero averiguar qué ocurre —declaró fríamente Tanis, evitando una respuesta directa—. Pero para lograrlo necesitaré un guía, alguien que conozca la zona.
Forcejeando hasta desembarazarse de Caramon, Berem los observó a todos como sumido en un encantamiento.
—Iré —balbuceó——. No me entregues al elfo.
—De acuerdo —accedió Tanis—. No es momento para gimoteos —añadió al percatarse de su agitación—, partiremos al anochecer y debemos prepararnos a conciencia.
Giró bruscamente la cabeza, mas no se sorprendió en absoluto al sentir unos poderosos dedos cerrados sobre su brazo.
—Sé lo que vas a decir, Caramon, pero la respuesta es no. Berem y yo haremos este viaje solos.
—Entonces os enfrentaréis «solos» a la más terrible de las muertes —replicó el guerrero en tonos apagados, sin aflojar su presión contra el miembro del semielfo.
—Si es así, sucumbiremos a nuestro destino. —Trató sin éxito de liberarse del forzudo compañero——. No llevaré en esta misión a ningún miembro del grupo.
—Fracasarás —se obstinó Caramon—. ¿Es eso lo que quieres? ¿No será que buscas un modo de ahogar tu culpabilidad para siempre? Te ofrezco mi espada, resulta más rápida y certera que una azarosa aventura, si tal es tu intención. Pero si de verdad pretendes rescatar a Laurana, necesitarás ayuda.
—Los dioses nos han reunido —apostilló Goldmoon con dulzura—. Han hecho que volvamos a encontrarnos en un momento crucial. Es una señal de las divinidades, Tanis, no la rechaces.
El semielfo inclinó la cabeza. No podía llorar, se habían agotado sus lágrimas. Tasslehoff deslizó su pequeña mano entre las suyas y dijo con festivo talante:
—Además, piensa en cuántas complicaciones surgirían en tu camino sin mi intervención.