Ayuda inesperada.
Y ésta es nuestra historia —concluyó Tanis.
Apoletta le había escuchado con suma atención, clavados sus verdes ojos en el rostro del semielfo. No le había interrumpido y, cuando terminó, permaneció silenciosa con los brazos apoyados en los peldaños más próximos a las tranquilas aguas, al parecer absorta en sus meditaciones.
Tanis no la molestó. La sensación de paz que dimanaba de la laguna lo reconfortaba, y la mera idea de regresar a aquel lejano mundo terrestre presidido por un sol justiciero y una barahúnda de ruidos discordantes se le antojaba pavorosa. ¡Qué fácil sería ignorarlo todo y quedarse bajo el mar, oculto para siempre en el sosiego!
—¿Qué me dices de él? —preguntó, de pronto, la elfa marina, señalando a Berem con un ademán de cabeza.
—Poca cosa, es un auténtico misterio —respondió a la vez que lanzaba a Berem una mirada de soslayo y se encogía de hombros. El Hombre de la Joya Verde contemplaba la penumbra de la caverna sin cesar de mover los labios, como si repitiera un cántico hasta la saciedad.
—Según la Reina de la Oscuridad —prosiguió el semielfo— él es la clave. Afirma que, si lo encuentra, nadie podrá arrebatarle la victoria.
—Siendo tú quien le ha descubierto —declaró Apoletta— se supone que el triunfo está en tus manos.
Tanis pestañeó, sobresaltado por tal aseveración. Rascándose la barba, se dio cuenta de que no se le había ocurrido esta posibilidad.
—Es cierto que está con nosotros —farfulló al fin— pero ¿qué podemos hacer con él? ¿Qué tiene para que su presencia garantice la victoria de cualquiera de los litigantes?
—¿Acaso él no lo sabe?
—Me ha asegurado que no.
Apoletta estudió a Berem con el ceño fruncido.
—Juraría que miente —dijo tras una breve pausa— pero es humano y desconozco la intrincada mente de las criaturas de esta raza. En cualquier caso, existe una forma de averiguarlo: encaminaos al Templo de la Reina Oscura en Neraka.
—¡Neraka! —repitió Tanis perplejo—. Pero ésa… —Le interrumpió un alarido, tan preñado de pánico que estuvo a punto de arrojarse al agua. Se llevó la mano a la vaina vacía y, pronunciando un reniego, dio media vuelta convencido de tener que enfrentarse nada menos que a una horda de dragones.
Sólo vio a Berem, mirándole con los ojos desorbitados.
—¿Qué ocurre? —preguntó irritado al enigmático personaje—. ¿Has detectado algún peligro?
—No es eso lo que le ha perturbado, semielfo —dijo Apoletta observando a Berem con creciente interés—. Ha reaccionado así cuando he mencionado Neraka.
—¡Neraka! —la interrumpió aquel hombre insondable—. Anida allí un mal terrible. ¡No!
—Es tu patria natal —le recordó Tanis, dando un paso hacia él.
Berem negó con la cabeza.
—Pero si tú mismo nos lo contaste…
—Me equivoqué —susurró él—. No me refería a Neraka sino a… a… ¡Takar!
—Mientes, no cometiste ningún error. ¡Sabes que la Reina de la Oscuridad ha mandado erigir su gran templo en Neraka! —le imprecó Apoletta sin dar opción a una nueva negativa.
—¿De verdad? —Berem la miró con sus azules ojos en actitud inocente—. ¿Tiene la Reina Oscura un templo en Neraka? Allí no hay más que un pueblo, casi una aldea. El lugar donde nací. —De pronto se apretó el vientre con los brazos, como si un punzante dolor se hubiera apoderado de él—. Dejadme en paz —farfulló antes de, doblando el cuerpo, agazaparse en el suelo cerca de la orilla. Se inmovilizó en tan extraña postura mientras su vista se perdía en la oscuridad adyacente.
—¡Berem! —le reprendió Tanis exasperado.
—No me encuentro bien —se lamentó el hombre en tonos apagados.
—¿Cuál es su edad? —preguntó Apoletta.
—Afirma tener más de trescientos años —contestó el semielfo con patente enfado—. Si sólo creemos la mitad de sus palabras hemos de concederle ciento cincuenta, lo cual tampoco parece muy plausible en un humano.
—Verás —explicó la elfa marina—, el templo de Neraka constituye para nosotros un misterio insondable. Apareció de forma repentina después del Cataclismo, si nuestros cálculos son exactos. Y ahora me tropiezo con este hombre cuya historia se remonta al mismo tiempo y lugar.
—Es extraño —reconoció Tanis mirando de nuevo a Berem.
—Sí. Quizá se trata de una coincidencia pero, como dice mi esposo, rastrea las coincidencias hasta su mismo origen y descubrirás sus vínculos con el destino.
—Sea como fuere, no me imagino entrando en el templo de la Reina Oscura para preguntarle por qué revuelve el mundo en busca de un individuo con una joya verde incrustada en el pecho —dijo Tanis desalentado, tomando de nuevo asiento en la ribera.
—Lo comprendo —admitió Apoletta—. De todos modos me resulta difícil concebir que, tal como cuentas, haya adquirido tanto poder. ¿Qué han hecho los Dragones del Bien durante todo este tiempo?
—¡Los Dragones del Bien! —exclamó Tanis atónito—. ¿Quiénes son?
Ahora fue Apoletta quien le miró asombrada.
—Los Dragones Plateados, Dorados y Broncíneos, por supuesto. ¿Tampoco conoces la existencia de las lanzas Dragonlance? Sin duda las huestes argénteas os entregaron cuantas obraban en su poder.
—Insisto en que nunca tuve noticia de tales criaturas, salvo en un antiguo cántico dedicado a Huma. Y lo mismo debo decir de las Dragonlance. Las buscamos tantos meses sin éxito que empezaba a creer que sólo formaban parte de las leyendas.
—No me gusta el cariz que toman los acontecimientos. —La mujer elfa apoyó el mentón en sus manos, revelando un rostro pálido y contraído—. Algo va mal. ¿Dónde están los dragones benignos? ¿Por qué no luchan? Al principio desdeñé los rumores sobre el regreso de los reptiles marinos, pues sabía que los paladines del Bien nunca lo permitirían. Pero si estos últimos han desaparecido, según debo colegir por tus palabras, temo que mi pueblo corra un grave peligro. —Levantó la cabeza y aguzó el oído—. Espléndido, se acerca mi esposo en compañía de tus amigos. Ahora podremos regresar junto a los nuestros y discutir un plan de acción —concluyó, a la vez que se daba impulso para adentrarse en la laguna.
—¡Aguarda! —la instó Tanis al oír también él ecos de pisadas en la marmórea escalera—. Tienes que mostrarnos la salida, no podemos quedamos en las profundidades.
—No conozco el camino de regreso —protestó Apoletta, trazando círculos en el agua con el fin de mantenerse a flote—. Ni tampoco Zebulah. Nunca nos preocupó.
—Podríamos deambular por estas ruinas durante semanas, o incluso para siempre. No estáis seguros de que algunos náufragos escapen de este lugar, ¿no es cierto? ¡Quizá mueran sin conseguirlo!
—Te repito que nunca nos inquietó esa cuestión.
—¡Pues ya es hora de deponer esa actitud indiferente!
Sus palabras resonaron en la caverna, con tal fuerza que Berem alzó los ojos y reculó alarmado. Apoletta frunció el ceño iracunda mientras Tanis suspiraba hondo y, avergonzado, se mordía, el labio.
—Lo lamento —comenzó a disculparse, pero se interrumpió al sentir la mano de Goldmoon posada en su brazo.
—Tanis, ¿qué sucede? —inquirió.
—Nada que pueda evitarse —respondió él entristecido, al mismo tiempo que forzaba la vista por encima de su hombro—. ¿Encontrasteis a Caramon y Tika? ¿Cómo están?
—Sí, dimos con ellos —susurró la mujer de las Llanuras.
Las miradas de ambos confluyeron en la escalera donde acababan de aparecer Riverwind y Zebulah seguidos por Tika, quien examinaba su entorno llena de curiosidad. Caramon, que descendía en último lugar, caminaba en estado hipnótico. Su rostro desprovisto de expresión inquietó a Tanis, impulsándole a interrogar de nuevo a Goldmoon.
—No has contestado a mi segunda pregunta.
—Tika está bien. Caramon, en cambio… —meneó la cabeza sin acertar a concluir su frase.
Tika y Tanis intercambiaron unas palabras de bienvenida, felices por haberse reencontrado. Después el semielfo centró la vista en el guerrero y apenas pudo refrenar una exclamación de desánimo. No reconocía al jovial y activo hombretón en aquel ser con el rostro desfigurado por las lágrimas, de ojos hundidos y mortecinos.
Viendo la perplejidad de Tanis, Tika se acercó a Caramon y deslizó la mano bajo su brazo. Al sentir su contacto el guerrero pareció despertar de su ensimismamiento y sonrió a la muchacha, pero había algo en aquel esbozo de mueca, mezcla de dulzura y dolor, que el semielfo nunca había percibido.
Tanis volvió a suspirar. Se avecinaban nuevas complicaciones. Si los antiguos dioses habían regresado, ¿qué pretendían hacer con sus servidores? ¿Comprobar hasta qué punto podían soportar onerosas penalidades antes de sucumbir a causa de ellas? ¿Acaso les divertía verles atrapados en el fondo del océano? ¿Por qué no abandonar la lucha e instalarse allí? ¿Para qué molestarse en buscar la salida? Asentarse en las profundidades y olvidarlo todo, olvidar a los dragones, a Raistlin, a Laurana… a Kitiara.
—Tanis… —Goldmoon lo zarandeó sin violencia.
Se habían congregado en torno a él, esperando instrucciones. Empezó a hablar, pero se le quebró la voz y tuvo que toser para aclararse la garganta.
—¡No me miréis de ese modo! —les imprecó al fin con cierta rudeza—. Ignoro las respuestas. Al parecer estamos atrapados, no hay salida posible.
Seguían observándolo sin que en sus ojos se extinguiera la llama de la fe, de la confianza en él depositada. El semielfo se encolerizó…
—¡No esperéis que me erija de nuevo en vuestro cabecilla! —espetó al grupo—. Os traicioné, ¿acaso lo habéis olvidado? Estamos aquí por mi culpa. ¡Yo soy el causante de nuestra desgracia! Buscad a otro para guiaros.
Volviendo la cabeza en un intento de ocultar las lágrimas que no podía contener, el semielfo se sumió en la contemplación de las oscuras aguas mientras luchaba consigo mismo a fin de recuperar la cordura. No se percató de que Apoletta seguía atenta sus movimientos hasta que sus palabras resonaron en la gruta.
—Quizá yo pueda ayudaros —dijo despacio la bella mujer.
—Apoletta, reflexiona —le rogó Zebulah con voz trémula a la vez que corría en dirección a la orilla.
—Ya lo he hecho —respondió ella—. El semielfo me ha indicado que deberíamos preocupamos por lo que ocurre en el mundo, y tiene razón. Podríamos tener el mismo destino que nuestros primos de Silvanesti, por idénticos motivos. Ellos prestaron oídos sordos a la realidad y permitieron que los hijos del Mal se introdujeran en sus tierras, pero nosotros debemos sacar partido de la advertencia que ahora nos ofrecen y luchar contra nuestros enemigos. Vuestra venida quizá nos haya salvado, semielfo —afirmó——. Os debemos algo a cambio.
—Ayúdanos a regresar a nuestro mundo —pidió Tanis.
Apoletta asintió con grave ademán. —Así lo haré. ¿Dónde queréis ir?
Tanis meneó la cabeza y suspiró. No lograba pensar con claridad.
—Supongo que cualquier lugar servirá para nuestros propósitos —musitó al fin.
—A Palanthas —intervino, de pronto, Caramon. Su voz agitó la superficie del agua.
Los otros le miraron en un tenso silencio. Riverwind frunció el entrecejo y adoptó una expresión sombría.
—No puedo llevaros a esa ciudad —se disculpó Apoletta, nadando una vez más hacia la ribera—. Nuestras fronteras se terminan en Kalaman. No osamos aventurarnos pasado ese punto sobre todo si vuestras noticias son ciertas, pues más allá de esa urbe se encuentra el antiguo hogar de los dragones marinos.
Tanis se enjugó los ojos antes de volver de nuevo su faz hacia los compañeros.
—Y bien, ¿alguna otra sugerencia?
Nadie despegó los labios hasta que Goldmoon dio un paso al frente y apoyando su acariciadora mano en el brazo del semielfo, le susurró:
—¿Me permites que te cuente una historia? Es el relato de un hombre y una mujer que quedaron solos, perdidos y llenos de espanto. Abrumados por una pesada carga, llegaron a una posada. Ella entonó una canción, una Vara de Cristal Azul obró un milagro y una multitud los atacó. Alguien se alzó, tomó el mando, un extraño que dijo: «Tendremos que salir por la cocina». ¿Recuerdas, Tanis?
—Recuerdo —repitió él, atrapado por la bella y dulce expresión de sus ojos.
—Esperamos tus órdenes, amigo —se limitó a añadir la Princesa de las Llanuras.
Las lágrimas nublaron de nuevo su vista, pero las rechazó con un parpadeo y miró de hito en hito a sus compañeros. El severo rostro de Riverwind estaba relajado. Esbozando una leve sonrisa, el bárbaro posó su mano en el hombro de Tanis. Caramon por su parte vaciló un instante antes de avanzar unos pasos y estrechar el cuerpo del semielfo en uno de sus brazos de plantígrado.
—Llévanos a Kalaman —dijo Tanis a Apoletta cuando hubo recuperado el resuello——. Después de todo, era allí donde nos dirigíamos.
Los compañeros dormían en el borde de la laguna, descansando todo lo posible antes de emprender un viaje que, según Apoletta, había de ser largo y extenuante.
—¿Iremos en barco? —preguntó Tanis mientras observaba cómo Zebulah se desprendía de su túnica roja para zambullirse en el agua.
También Apoletta contemplaba a su esposo, que se acercó a ella vadeando sin dificultad.
—No, a nado —anunció la elfa marina—. ¿Nunca se te ha ocurrido pensar cómo nos las arreglamos para traeros aquí? Nuestras artes mágicas, unidas a las de Zebulah, os permitirán respirar agua con la misma naturalidad con la que ahora inhaláis aire.
—¿Vais a convertirnos en peces? —inquirió Caramon aterrorizado.
—Supongo que es una descripción bastante acertada —respondió Apoletta—. Vendremos a recogeros cuando baje la marea.
Tika aferró la mano del guerrero, quien se apresuró a apretarla contra su pecho. Al ver que intercambiaban una mirada de complicidad, Tanis sintió que se aligeraba su carga. Aunque arrastrado aún por el oscuro torbellino de su alma, Caramon había hallado un ancla segura que le impediría sumirse para siempre en las aguas del abismo.
—Nunca olvidaremos este hermoso lugar—susurró Tika.
Apoletta se limitó a sonreír.