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El precio del fracaso.

—¡Ahí está, señor! —dijo el dragón, un enorme monstruo rojo de refulgentes ojos negros y una envergadura de alas tan dilatada como las sombras de la noche—. El alcázar de Dargaard. Esperad, podréis verlo con total claridad a la luz de la luna… cuando salgamos del banco de nubes.

—Lo veo —respondió una voz cavernosa.

El dragón, al oír la punzante ira que festoneaba las palabras del hombre, inició su raudo descenso trazando interminables espirales mientras tanteaba las corrientes de aire entre las montañas. El animal espió con cierto nerviosismo la fortaleza rodeada por las rocosas brechas de las aserradas montañas, en busca de un lugar donde pudiera posarse suavemente. Nada bueno podía sacarse de zarandear a Ariakas.

En el extremo septentrional de las Montañas Dargaard se erguía su destino: el alcázar del mismo nombre, tan oscuro y ominoso como propagara la leyenda. En un tiempo, cuando el mundo era aún joven, el alcázar de Dargaard había engalanado los altos picos de los cerros, alzándose sus claros muros sobre el peñasco con una grácil belleza sólo comparable a los pétalos de una rosa abiertos al rocío. Pero ahora, pensó apesadumbrado Ariakas, la flor se había agostado. El Señor del Dragón no era un hombre poético, ni tampoco se dejaba influir por las imágenes que ofrecía la naturaleza vista desde el aire. Sin embargo, el castillo desmoronado, ennegrecido por el fuego, que se divisaba sobre la roca se asemejaba tanto a una rosa marchita en un socarrado arbusto que no pudo por menos que contemplar su desolado contorno. Las lóbregas celosías que se extendían entre las ruinosas torres ya no formaban el cuerpo de la flor, sino que más bien se asemejaban a la red del insecto cuya ponzoña la había matado.

El enorme Dragón Rojo trazó un último círculo. El muro sur, que rodeaba el patio, se había desplomado un millar de pies por el precipicio durante el Cataclismo, dejando paso franco a las puertas del alcázar. Lanzando un hondo suspiro de alivio el animal oteó el liso suelo de baldosas únicamente surcado por ocasionales hendiduras en la piedra y, en consecuencia, idóneo para un perfecto aterrizaje. Incluso los dragones, que apenas conocían el temor en el mundo de Krynn, preferían evitar la ira de Ariakas.

En el patio se desplegó una febril actividad, que recordaba a la de un hormiguero turbado por la repentina proximidad de una avispa. Los draconianos vociferaban y apuntaban hacia el cielo, mientras el capitán de la guardia nocturna corría entre las almenas sin cesar de asomarse al interior de la plaza. Y tenían buenas razones para tal desasosiego. Una escuadra de Dragones Rojos estaba aterrizando en el patio, uno de ellos montado por un oficial cubierto en la inequívoca armadura de su rango. El capitán observó inquieto cómo el jinete saltaba de la silla antes de que se detuviera su cabalgadura. El dragón agitó furiosamente las alas para no golpear al oficial, levantando una nube de polvo a su alrededor que se confundió con la que también provocó el hombre en la iluminada noche, al atravesar con ademán resuelto el espacio que le separaba de la puerta. El eco de sus pisadas resonó en las piedras como un tañido de muerte.

Cuando imprimió esta imagen en su mente, el capitán ahogó una exclamación; había reconocido al oficial. Dando media vuelta, con tanta premura que casi tropezó con un draconiano, recorrió la fortaleza sin cesar de lanzar imprecaciones contra éste en busca de Garibanus, comandante en funciones.

Ariakas descargó su acerado puño sobre la puerta principal del alcázar con un golpe atronador que alzó un remolino de astillas. Los draconianos corrieron a abrir y retrocedieron con abyecto servilismo cuando el Señor del Dragón irrumpió en el interior acompañado por una ráfaga de aire frío que apagó las velas e hizo oscilar las llamas de las antorchas.

Lanzando una fugaz mirada tras la brillante máscara de su yelmo, Ariakas vio un amplio vestíbulo circular cubierto por un vasto techo abovedado. Dos gigantescas escalinatas de trazo curvado se alzaban a ambos lados de la entrada, y conducían hasta un balcón que circundaba la planta superior. Al examinar su entorno sin reparar apenas en los viles draconianos, Ariakas vio aparecer a Garibanus por una puerta próxima a la parte superior de la escalera, abotonando sus calzones a la vez que se embutía una camisa por la cabeza. El capitán de la guardia permanecía tembloroso a su lado y señalaba con el índice al Señor del Dragón.

No le resultó difícil a Ariakas adivinar de qué compañía disfrutaba unos momentos antes el comandante en funciones. Aparentemente reemplazaba al perdido Bakaris en más de una faceta.

«¡De modo que es ahí donde está ella!», exclamó para sus adentros, sin poder reprimir un gesto de satisfacción. Atravesó acto seguido el vestíbulo y emprendió el ascenso de la escalera, saltando los peldaños de dos en dos mientras los draconianos se apartaban como ratas asustadas. El capitán de la guardia desapareció, y Garibanus sólo cobró la bastante compostura para dirigirse a Ariakas cuando éste había salvado la mitad de la escalada.

—S-señor —balbuceó, introduciendo el repulgo de la camisa bajo el cinto de sus calzones antes de bajar presuroso a su encuentro—. V-vuestra visita es un honor inesperado.

—No creo que inesperado sea la palabra —respondió el mandatario con una voz que sonaba extrañamente metálica en las profundidades de su yelmo.

—Quizá no —dijo Garibanus esbozando una débil sonrisa.

Ariakas continuó el ascenso, fija la mirada en una de las puertas del piso. Comprendiendo el destino inmediato de su señor, Garibanus se interpuso en su camino.

—Señoría —dijo en tono de disculpa—, Kitiara se está vistiendo. No tar …

Sin despegar los labios, sin ni siquiera hacer una pausa en su resuelta marcha, Ariakas cerró su enguantada mano Y propinó un severo golpe al comandante en la caja torácica. Se produjo un sonido silbante similar al de un fuelle al expulsar el aire, sucedido por un estrépito de huesos quebrados y un seco crujido cuando la fuerza de la embestida arrojó el cuerpo del soldado contra el muro que jalonaba la escalera, situado a diez yardas de distancia. El maltrecho individuo se deslizó en silencio hasta el inicio de la escalera, el Señor del Dragón no lo advirtió. Sin volver la vista atrás culminó el ascenso, prendidos los ojos de la puerta que había llamado su atención.

Ariakas, comandante en jefe de los ejércitos de los Dragones e informador personal de la Reina de la Oscuridad era un hombre brillante, poseedor de un singular talento en los asuntos militares. Casi había obtenido el mando del continente de Ansalon y en privado empezaba a hacerse llamar «Emperador». Su reina estaba muy complacida con sus servicios, prodigándole obsequios y magnas recompensas.

Pero ahora sentía que su bello sueño de grandeza se escurría entre sus dedos como el humo de las fogatas otoñales. Le habían comunicado que sus tropas huían en desbandada de las llanuras de Solamnia abandonando la plaza de Palanthas, retirándose del alcázar de Vingaard y desbaratando sus planes de sitiar Kalaman. Los elfos se habían aliado con las fuerzas de los humanos en las Islas Ergoth. Los Enanos de las Montañas habían surgido de su sede subterránea en Thorbardin y, si los informes no mentían, se habían asociado a sus antiguos enemigos, los Enanos de las Colinas, y a un grupo de refugiados en un intento de ahuyentar de Abanasinia a los ejércitos de los Dragones. Silvanesti había recobrado la libertad, un Señor del Dragón había perdido la vida en el Muro de Hielo y, a juzgar por los rumores, los abyectos enanos gully gobernaban Pax Tharkas.

Mientras evocaba en su memoria tales eventos Ariakas encendió su ánimo hasta convertirse en una furia viviente. Pocos sobrevivían al enojo de este personaje, pero nadie lo había hecho a su furia.

El estratega heredó su elevado rango de su padre, que había sido un hechicero de reconocido ascendiente sobre la Reina de la Oscuridad. Pese a contar tan sólo cuarenta años, Ariakas ostentaba su cargo desde hacía casi veinte pues su progenitor había tenido una muerte precoz a manos de su propio hijo. En su más tierna infancia el ahora alto dignatario había visto cómo su padre asesinaba brutalmente a su madre, quien había tratado de huir con su retoño antes de que se convirtiera en un ser cruel y pervertido como su esposo.

Aunque siempre trató a su padre con aparente respeto, Ariakas no olvidó el espantoso fin de la mujer que le diese la vida. Estudió con ahínco, despertando en su vigilante predecesor un desmedido orgullo. Muchos se preguntaron si tan exaltada emoción le abandonó cuando sintió las primeras punzadas del cuchillo que clavó en su cuerpo aquel muchacho de diecinueve años para vengar su vil homicidio, con los ojos fijos, sin embargo, en el asiento honorífico que su padre ocupaba en la corte de la Reina de la Oscuridad.

Tan ominoso suceso no supuso una gran tragedia para ésta, quien no tardó en descubrir que el joven Ariakas era idóneo para reponer la pérdida de su servidor favorito. No sentía una gran inclinación hacia los usos clericales, pero sus dotes de mago le valieron el ingreso en la Orden de la Túnica Negra y las recomendaciones de los brujos perversos que lo educaron. Aunque superó las terribles Pruebas en las Torres de la Alta Hechicería, las artes arcanas no figuraba entre sus aficiones. Rara vez las practicaba, y nunca vistió los ropajes que denotaban su autoridad como conocedor de los más esotéricos ritos.

La auténtica pasión de Ariakas era la guerra. Fue él quien concibió la estrategia que permitiría a los Señores de los Dragones y sus ejércitos subyugar casi en su totalidad el continente de Ansalon. Fue él quien consiguió que apenas se tropezaran con resistencia, pues había propugnado la necesidad de actuar con rapidez para aniquilar a los divididos humanos, elfos y enanos antes de que pudieran unirse. En el próximo verano, y de acuerdo con sus previsiones, Ariakas debía gobernar Ansalon sin oposición por parte de amigos ni rivales. Los Señores de los Dragones que imponían su voluntad en otros continentes de Krynn le profesaban una envidia manifiesta… y también cierto temor. Sabían que aquella criatura ambiciosa no se conformaría con un solo reino, y lo cierto era que había puesto los ojos en el oeste, en la ribera opuesta del Mar de Sirrion.

Pero el imprevisto giro de la guerra no preconizaba ahora sino el desastre.

Al posar la mano en el picaporte del dormitorio de Kitiara, Ariakas halló la puerta atrancada. Pronunció con entero aplomo una palabra en el lenguaje de la magia y la madera estalló por los aires, en una lluvia de chispas luminosas y llamas azules que le franquearon el acceso a la alcoba con la mano cerrada sobre la empuñadura de su espada.

Kit estaba tendida en el lecho. En cuanto vio a Ariakas se levantó, a la vez que cubría su contorneado cuerpo con una bata de tonalidades argénteas. Pese a su iracundo humor, el mandatario no pudo por menos que admirar a aquella mujer que, entre sus numerosos oficiales, se había ganado su confianza más que ningún otro. Aunque su llegada la había cogido desprevenida, y sabía que su vida corría serio peligro por haberse dejado derrotar, se enfrentó a él con serenidad. Ningún destello de miedo iluminaba sus oscuros ojos, ningún susurro escapó de sus labios.

Su actitud sólo sirvió para enfurecer aún más a Ariakas, al recordarle la decepción que le había causado. Se desprendió sin pronunciar palabra de su yelmo y lo arrojó al otro lado de la estancia donde se estrelló contra una cómoda de madera labrada astillándola como si fuera de vidrio.

Cuando contempló el desnudo rostro de Ariakas, Kitiara perdió momentáneamente el control y se acurrucó en la cama sin cesar de estrujar con nerviosismo las cintas de su bata.

Pocos eran los que podían mirar el semblante de Ariakas sin amedrentarse. Era la suya una faz desprovista de toda emoción humana, e incluso su ira se manifestaba tan sólo en una ligera vibración del músculo que recorría su mandíbula. Su larga melena negra ondeaba en torno a sus lívidos rasgos, mientras que la barba de un día asumía matices azulados en su lisa piel. Y, en cuanto a sus negros ojos, eran gélidos como un lago cubierto de hielo.

Ariakas se plantó de un salto en uno de los lados del lecho y, rasgando los cortinajes que lo envolvían, estiró la mano y agarró el cabello corto y crespo de la joven para, acto seguido, arrastrarla fuera de las sábanas y lanzarla contra el pétreo suelo.

Kitiara cayó con violencia, emitiendo una queda exclamación de dolor. Pero se recobró enseguida, y empezaba a incorporarse en actitud felina cuando la voz de su oponente la paralizó.

—Ponte de rodillas, Kitiara —dijo. Despacio y con deliberación, desenvainó su refulgente espada mientras hablaba—. Ponte de rodillas e inclina la cabeza, como los condenados en el patíbulo. Porque yo soy tu verdugo, Kitiara. Así pagan su fracaso los oficiales asignados a mi mando.

La muchacha adoptó la postura indicada, pero alzó la mirada hacia él. Al advertir cómo ardía en sus ojos la llama del odio, Ariakas agradeció el contacto de su arma. Una vez más se sentía obligado a admirarla; incluso en presencia de un fin inminente no asomaba el temor en sus facciones. Éstas sólo reflejaban el desafío de su alma.

Enarboló su acero, pero no descargó el golpe mortal. Unos gélidos dedos aprisionaron la muñeca con que lo sostenía.

—Creo que antes deberías escuchar la explicación del reo —declaró una voz cavernosa.

Ariakas era un hombre fuerte. Podía arrojar una lanza con suficiente ímpetu como para que atravesara de parte a parte el cuerpo de un caballo, o romper el cuello de cualquier adversario mediante un simple giro de su mano. Sin embargo, no logró deshacerse de la fría garra que estrujaba su muñeca. Al fin, con un grito agónico, dejó caer la espada, que se estrelló estrepitosamente contra el suelo.

Todavía turbada, Kitiara se incorporó y ordenó a su esbirro con un gesto inequívoco que soltara a Ariakas. El dignatario dio media vuelta, al mismo tiempo que alzaba el brazo para invocar la magia que había de reducir a cenizas a su osado agresor.

De pronto se detuvo. Perdido el resuello, retrocedió y el hechizo que se disponía a formular se desvaneció de su mente.

Se erguía frente a él una criatura de su misma estatura, ataviada con una armadura tan antigua que evocaba la época ya remota del Cataclismo. Caracterizaba aquel metálico uniforme a los Caballeros de Solamnia y en su pectoral se perfilaba el símbolo de la Orden de la Rosa, apenas visible a causa de los estragos del tiempo. La figura que lo portaba no se cubría con ningún yelmo, ni presentaba arma alguna. Sin embargo Ariakas, al contemplarla, dio un nuevo paso atrás. No se hallaba frente a un ser vivo.

El rostro de aquel ser era translúcido, se podía ver a través de su contorno el muro del fondo de la estancia. Una pálida luz oscilaba en sus cavernosos ojos, que miraban hacia la lejanía como si también pudieran traspasar el opaco cuerpo de su oponente.

—¡Un Caballero de la Muerte! —susurró sobrecogido el mandatario.

Se acarició la maltrecha muñeca, insensibilizada por el helor que le transmitiera aquel morador de reinos privados del calor de la carne viviente. Más asustado de lo que osaba admitir, Ariakas se agachó para recoger su espada mientras farfullaba un encantamiento para desvirtuar los efectos de tan mortífero contacto. Cuando volvió a incorporarse lanzó una mirada de reproche a Kitiara, quien lo observaba con una maliciosa sonrisa.

—¿Esta criatura está a tu servicio? —preguntó ásperamente.

—Digamos que hemos llegado a un acuerdo para prestarnos ayuda recíproca —respondió ella encogiéndose de hombros.

Ariakas la contempló con recelosa admiración y, dirigiendo al Caballero de la Muerte una mirada de soslayo, envainó su acero.

—¿Suele frecuentar tu dormitorio? —siguió inquiriendo. Ahora su muñeca era presa de un punzante dolor. …

—Va y viene a su antojo ——contestó Kitiara. Recogió en actitud despreocupada los pliegues de su bata en torno a su cuerpo, al parecer más para protegerse del fresco aire primaveral que en una reacción pudorosa y, con un escalofrío, se pasó la mano por su rizado cabello y añadió—: A fin de cuentas, éste es su castillo.

Ariakas guardó silencio, perdida en lontananza su mirada a la vez que su mente rememoraba antiguas leyendas.

—¡Soth! —exclamó, de pronto, volviéndose hacia la sombría figura—. El Caballero de la Rosa Negra.

El aludido hizo una leve reverencia en señal de asentimiento.

—Había olvidado la vieja historia del alcázar de Dargaard —susurró Ariakas sin apartar sus ahora reflexivos ojos de Kitiara—. Posees más temple del que nunca te concedí, señora, si te has atrevido a fijar tu residencia en un lugar maldito. Según la leyenda, el caballero Soth dirige una tropa de guerreros espectrales…

—Una fuerza muy eficaz en la batalla —le interrumpió la joven con un bostezo y, acercándose a una mesa situada junto a la chimenea, levantó una jarra de cristal tallado—. Su mero roce —prosiguió sonriente— puede hacer que… pero sin duda conoces sus efectos sobre quienes desconocen las artes mágicas necesarias para defenderse contra él. ¿Un poco de vino?

—¿Dónde están las elfas oscuras, los espíritus femeninos que siempre le siguen? —inquirió Ariakas observando de nuevo la faz translúcida del caballero.

—En algún lugar del castillo. —Kit volvió a estremecerse y, llenando una copa, se la tendió—. Lo más probable es que no tardes en oírlas. Como sin duda imaginas, Soth nunca duerme y sus damas le ayudan a pasar las largas veladas. —Por un instante la muchacha palideció, y se llevó a los labios la copa que ofreciera a su huésped. Pero la posó en la mesa sin sorber su contenido, presa su mano de un ligero temblor—. No resulta agradable —sentenció, antes de cambiar de tema—. ¿Qué has hecho con Garibanus?

Sin pensar siquiera en refrescar su reseca garganta con el vino, Ariakas contestó en ademán displicente:

—Lo dejé en la escalera.

—¿Muerto? —indagó Kitiara, al mismo tiempo que vertía el rojizo líquido de la jarra en una copa vacía para de nuevo obsequiar al Señor del Dragón.

—Quizá. Se interpuso en mi camino. ¿Acaso te importa?

—Su compañía era… entretenida —confesó Kitiara—. Ha ocupado el lugar de Bakaris en varios aspectos.

—¡Ah, sí! Bakaris. —Ariakis engulló al fin el recio mosto—. Tengo entendido que tu primer oficial fue capturado como un necio cuando tus tropas se dieron a la fuga.

—Tú lo has dicho, era un necio —respondió lacónica Kitiara—. Se obstinó en montar a lomos de un dragón pese a estar aún tullido.

—Conozco la historia. ¿Qué le ocurrió en el brazo?

—La mujer elfa le clavó una de sus flechas en la Torre del Sumo Sacerdote. Cometió un error, y ha pagado por él. Le había retirado del mando, nombrándole miembro de mi guardia personal, pero insistió en redimirse.

—No pareces lamentar su pérdida —apuntó el dignatario al observar la actitud de la muchacha. Su bata, anudada sólo en el cuello, apenas ocultaba su cimbreante cuerpo.

—No, Garibanus es un espléndido substituto —admitió Kit—. Espero que no le hayas matado, será un auténtico fastidio tener que buscar a otro para que viaje a Kalaman mañana.

—¿Qué vas a hacer en Kalaman, prepararte para una rendición incondicional frente a la mujer elfa y los caballeros? —preguntó con amargura Ariakas, despertando de nuevo su ira bajo los efectos del vino.

—No —contestó Kitiara, antes de sentarse en una silla rente al irritado oficial y clavarle una fría mirada—. Me preparo para aceptar su rendición.

—¡Ja! —se mofó Ariakas—. No son imbéciles. Creen estar ganando, y no se equivocan. —Enrojeció su rostro cuando levantó la jarra y la vació en su copa—. Debes la vida a tu Caballero de la Muerte, Kitiara, pero sólo por esta noche. No siempre estará junto a ti como un fiel paladín.

—Mis planes están obteniendo mejores resultados de lo que nunca imaginé —afirmó con voz queda la interpelada sin dejarse desconcertar por la furibunda mirada de Ariakas—. Si te he engañado a ti, mi señor, no me cabe la menor duda de que también el enemigo ha caído en la trampa

—¿Puedo saber de qué modo me has engañado? —inquirió él en una actitud tan serena como mortífera—. ¿Pretendes insinuar que no estás perdiendo la batalla en todos los frentes, que no serás pronto expulsada de Solamnia? ¿Quieres hacerme creer que las lanzas Dragonlance y los Dragones del Bien no nos han infligido una ignominiosa derrota? —Elevaba su voz a cada palabra que pronunciaba.

—¡Así es! —lo espetó Kitiara, encendidos sus ojos en un inefable fuego. Estirando el cuerpo sobre la mesa, la muchacha agarró la mano de Ariakas en el instante en que éste se disponía a levantar la copa—. En cuanto a los dragones bondadosos, mis espías me han asegurado que su regreso se debe a la intervención de un Príncipe elfo y de un reptil plateado. Al parecer lograron introducirse en el templo de Sanction y descubrieron lo que allí se hacía con sus huevos. ¿De quién fue la culpa? ¿Cómo pudieron burlar la vigilancia? La custodia de ese lugar era tu responsabilidad…

Furioso, Ariakas liberó su mano de la firme garra de Kitiara. Arrojó entonces la copa de vino contra una pared de la estancia y se puso en pie para enfrentarse a tal acusación.

—¡Por los dioses, has ido demasiado lejos! —vociferó, quedando casi sin aliento.

—No adoptes conmigo tan absurda postura —le advirtió Kit y, levantándose a su vez, atravesó la habitación—. Sígueme al gabinete de guerra y te explicaré mis planes.

Ariakas contempló el mapa de la zona septentrional de Ansalon, y admitió:

—Podría funcionar.

—Funcionará —recalcó Kitiara, bostezando y desperezándose en lánguido ademán—. Mis tropas han huido de las huestes enemigas como conejos asustados. Peor para ellos si los caballeros no han sido lo bastante astutos para advertir que siempre se dirigían hacia el sur, ni para preguntarse por qué mis fuerzas parecían fundirse y desvanecerse en el aire.

Mientras hablamos, mis ejércitos se están concentrando en un protegido valle que se encuentra detrás de estas montañas. Dentro de una semana un contingente de varios millares de guerreros marchará sobre Kalaman. La pérdida de su Aureo General destruirá su moral, y la ciudad capitulará sin ofrecer la más mínima resistencia. Desde allí recuperaré la tierra que creen habernos arrebatado. Concédeme el mando de las tropas que ahora guía ese inútil de Toede, envíame las ciudadelas voladoras que te he pedido, y todos en Solamnia quedarán convencidos de haber sido arrasados por un nuevo Cataclismo.

—Pero la mujer elfa.

—No debemos preocuparnos por ella, caerá en la trampa —le aseguró Kitiara.

—Me temo que ése es el punto flaco de tu estrategia —declaró Ariakas meneando la cabeza—. ¿Qué me dices del semielfo? ¿Puedes garantizarme que no interferirá?

—Lo que él pueda hacer carece ahora de importancia. Es la mujer quien cuenta, y está enamorada. —La Señora del Dragón se encogió de hombros—. Borra esa mueca de tu rostro, Ariakas, lo que afirmo es la pura verdad. Laurana confía demasiado en mí y muy poco en Tanis el Semielfo. Así sucede siempre cuando alguien quiere a otro, el ser amado es el que nos aparece como el menos fiable; fue una suerte que Bakaris cayera en sus manos.

Al percibir una leve alteración en su voz el dignatario lanzó una penetrante mirada a su oponente, pero ésta había apartado el semblante y lo mantenía oculto. Al instante comprendió que no se sentía tan segura como aparentaba, y supo que le había mentido. ¡El semielfo! ¿Por qué no quería hablar de él? ¿Dónde estaba aquel individuo? Ariakas había oído hablar de él, aunque nunca lo había visto. Especuló sobre la posibilidad de presionarla en ese punto, mas pronto cambió de opinión. Era mejor guardar para sí el conocimiento de que le ocultaba algo, pues de este modo ejercería cierto poder frente a tan peligrosa mujer. Dejaría que se relajase en su supuesta complacencia.

—¿Qué harás con la elfa? —preguntó con un fingido bostezo para respaldar su indiferencia. Sabía que ella esperaba tal reacción por su parte, de todos era conocida la pasión que profesaba por las doncellas rubias y delicadas.

—Lo lamento, amigo mío —dijo Kitiara enarcando las cejas y espiándole con gesto socarrón—, pero Su Alteza Oscura ha exigido que se le entregue la dama. Quizá te la ceda cuando haya terminado con ella.

Ariakas se estremeció antes de comentar despreciativamente:

—¡Bah! Entonces no me servirá para nada. Dásela a Soth, tu secuaz. Si mis recuerdos son exactos, solían gustarle las mujeres elfas.

—En efecto —susurró Kit. De pronto sus ojos se encogieron en meras rendijas, a la vez que alzaba la mano—. Escucha —añadió con un hilo de voz.

Ariakas guardó silencio. Al principio no oyó nada, pero de modo gradual penetró en sus tímpanos un extraño sonido. Era un hondo lamento, como si un centenar de mujeres se hubieran reunido para llorar a sus muertos. Los ecos quejumbrosos aumentaron, rasgando la quietud de la noche.

El Señor del Dragón se sobresaltó al percibir el temblor de sus manos. Alzó la vista hacia Kitiara, percatándose de la palidez que asomaba debajo de su tez curtida. Tenia los ojos muy abiertos pero cuando se sintió observaba los entornó y, tras tragar saliva, humedeció sus resecos labios.

—Terrible, ¿verdad? —farfulló con voz entrecortada.

—Me enfrenté a muchos horrores en las Torres de la Alta Hechicería, mas eran menudencias comparados con esto. ¿Qué significan tan pavorosos murmullos? —preguntó el mandatario.

—Sígueme —le invitó Kit poniéndose en pie—. Si tienes el temple necesario, te mostraré la escena.

Abandonaron juntos el gabinete de guerra y Kitiara guió al Señor del Dragón por los sinuosos corredores del castillo hasta alcanzar de nuevo su dormitorio. Una vez situados en la galería que jalonaba el espacioso vestíbulo del techo abovedado, Kit advirtió a su acompañante:

—Intenta permanecer en la sombra.

Ariakas pensó que no era precisa tal recomendación mientras continuaba su sigiloso avance por el pasillo abierto. Asomándose a la barandilla de la galería el férreo dignatario se sobrecogió ante la espantosa visión que se reveló a sus ojos y, sudoroso, se retiró con toda la rapidez que pudo hacia la penumbra de la alcoba de Kitiara.

—¿Cómo puedes soportarlo? —preguntó cuando la muchacha entró tras él y cerró la puerta en silencio—. ¿Sucede lo mismo todas las noches?

—Sí —fue la trémula respuesta. La joven respiró hondo Y cerró unos momentos los ojos para recobrar el control de sus nervios—. En ocasiones creo haberme acostumbrado, y cometo el error de contemplar de nuevo lo que ahora también tú has visto. El cántico no es desagradable…

—Yo lo encuentro fantasmagórico —replicó Ariakas a la vez que se enjugaba el frío sudor que iluminaba su rostro—. De modo que Soth se sienta en su trono todas las veladas, rodeado por sus guerreros espectrales y por las tenebrosas mujeres de su séquito para arrullarse en su horrible melodía

—Siempre entonan la misma canción —explicó Kitiara. Con aire ausente, asió la jarra de vino vacía y volvió a posarla en su bandeja—. Aunque su pasado lo atormenta, no puede sustraerse a él. Suele pasar horas meditando, preguntándose qué podría haber hecho para eludir el triste destino que lo obliga a deambular permanentemente por su reino sin un minuto de descanso. Las sombrías elfas, que desempeñaron un importante papel en su caída, reviven su historia con él. Cada noche se repite la escena, y yo me veo obligada a escuchar sus lamentos.

—¿Conoces la letra del cántico?

—Casi tan bien como él mismo. —Un escalofrío paralizó la sonrisa que trató de dedicar a su huésped—. Ordena que nos traigan otra jarra de vino y, si tienes tiempo, te relataré los hechos.

—Tengo tiempo —le aseguró Ariakas arrellanándose en su silla—. Aunque debo partir al amanecer si quieres que te envíe las ciudadelas.

Kit esbozó de nuevo aquella inefable sonrisa que tantos hombres juzgaban cautivadora.

—Gracias, mi señor —musitó—. No volveré a defraudarte.

—Espero que no —respondió fríamente Ariakas—, porque si lo haces su sino —inclinó la cabeza en dirección al vestíbulo, donde los lamentos se habían convertido en un sonoro y ensordecedor aullido— se te antojará benigno comparado con el tuyo.