3

La creciente oscuridad.

—Un grupo de dragones alados —dijo Raistlin, plantándose junto a su hermano—. Creo haber contado cinco.

—¡Dragones! —exclamó Maquesta con voz ahogada. Se aferró a la barandilla con manos temblorosas, pero pronto se repuso y dio media vuelta para ordenar—: ¡A toda vela!

Los marineros fijaron la vista en el poniente, atenazadas sus mentes por los horrores que sin duda se avecinaban. Maquesta tuvo que repetir su orden, esta vez gritando con todas sus fuerzas, si bien lo único que la inquietaba era la suerte de su amado barco. La serenidad y firmeza de su actitud lograron vencer los primeros y aún vagos temores de sus marineros. Instintivamente unos pocos se pusieron en movimiento para obedecerla, y los demás siguieron por inercia. Koraf contribuyó con su látigo, que hacía restallar contra la piel de quienes no actuaban con la celeridad debida. Al cabo de unos momentos, todas las velas ondeaban en sus mástiles. Los cabos crujían de un modo siniestro, mientras que los aparejos entonaban una triste melodía.

—¡Flanquea la tormenta sin adentrarse en ella! —instruyó Maquesta a Berem. El timonel asintió despacio, pero la abstraída expresión de su rostro hacía difícil adivinar si la había oído.

Al parecer sí se había enterado, pues el Perechon se acercó a la perpetua tempestad que envolvía el Mar Sangriento jalonando la blanca espuma de las olas y aprovechando el viento brumoso de la borrasca.

La maniobra era temeraria, y Maq lo sabía. Si una sola verga se torcía, se quebraba un cabo o se rasgaba una vela, quedarían indefensos. Pero había que correr ese riesgo.

—Es inútil—comentó Raistlin con frialdad—. Nunca dejaremos atrás a los dragones, fijaos cuán raudos acortan la distancia. Te han seguido, semielfo —añadió volviéndose hacia Tanis—. Te mantuvieron vigilado desde que abandonaste el campamento, o bien —su voz se tornó sibilante— los has guiado hasta aquí.

—¡No! ¡Lo juro! —protestó Tanis.

¡El draconiano ebrio! Cerró los ojos, sumido en la desesperación y maldiciéndose a sí mismo. Por supuesto Kit hizo que lo espiaran, no iba a confiar más en él que en los otros hombres que compartían su lecho. Se había comportado como un necio engreído al creer que significaba algo especial para aquella mujer y al suponer que lo amaba. Kitiara no quería a nadie, era incapaz de semejante emoción.

—¡Me han seguido, no cabe duda! —exclamó con los dientes apretados—. Debéis confiar en mí. Quizá haya sido un estúpido, pero no un traidor. No imaginé que fueran tras mis pasos en la tormenta.

—Tranquilízate Tanis, te creemos —declaró Goldmoon acercándose a él, mientras lanzaba a Raistlin una enfurecida mirada de soslayo.

El mago no despegó los labios, que se retorcieron en una mueca burlona. Tanis evitaba los ojos, y prefirió concentrarse en los dragones que se dibujaban ya con total nitidez. Todos a bordo podían ver sus enormes alas extendidas, las largas colas agitándose en el viento, las afiladas garras que mantenían abiertas bajo sus descomunales cuerpos azulados.

—Uno transporta a un jinete —informó Maquesta desalentada, sin apartar el ojo del catalejo—. Un jinete que oculta su rostro tras una máscara astada.

—Un Señor del Dragón —confirmó Caramon sin necesidad, pues todos sabían qué significaba aquella descripción. El fornido guerrero dirigió a Tanis una mirada sombría—. Será mejor que nos expliques qué está ocurriendo, semielfo. Si ese Señor del Dragón creyó que eras uno de los oficiales a sus órdenes, ¿por qué se tomó la molestia de hacerte espiar y seguirte hasta aquí?

Tanis empezó a hablar, pero sofocó sus quebradas palabras un rugido agónico, inarticulado, un rugido en el que se entremezclaban el terror y la ira de un modo tan sobrenatural que todos los presentes alejaron a los dragones de su pensamiento. Provenía el extraño alarido del timón de la nave, y los compañeros se volvieron hacia él con las armas equilibradas. Los miembros de la tripulación interrumpieron su enloquecido faenar, a la vez que Koraf se quedaba inmóvil, contraída su faz animal en una mueca de asombro en medio de aquellos rugidos que sonaban a cada instante más desgarrados.

Sólo Maq mantuvo la calma, y empezó a cruzar la cubierta en pos del piloto.

—Berem —lo llamó, adentrándose en la mente de aquel hombre merced a la afinidad de sus sentimientos. Lo que leyó le produjo terror y, aunque saltó sobre él, llegó demasiado tarde.

Con una expresión de incontrolable pánico dibujada en el rostro, Berem se sumió en el silencio y contempló a los ya próximos dragones. De pronto volvió a rugir, manifestando esta vez su miedo con un aullido que heló la sangre de todos los presentes, incluso del minotauro. Por encima de su cabeza las velas ondeaban al viento y los aparejos se extendían rígidos. La embarcación, navegando con toda la celeridad que era capaz de asumir, parecía saltar sobre las olas y dejaba tras de sí una estela de alba espuma. Sin embargo, los dragones ganaban terreno.

Cuando Maquesta casi le había dado alcance, el timonel agitó la cabeza como un animal herido e hizo girar la rueda.

—¡No, Berem! —gritó la capitana.

El brusco movimiento del piloto hizo que la embarcación virase, con tal velocidad que casi volcó. El palo de mesana se partió en dos a causa de la presión del viento, de tal modo que los aparejos, obenques, velas y hombres se desmoronaron sobre la cubierta o cayeron al Mar Sangriento.

Asiendo a Maq por el brazo, Koraf logró apartarla de la maltrecha verga. Caramon estrechó a Raistlin contra su cuerpo, arrojándose sobre la cubierta y protegiendo así el frágil cuerpo del mago con el suyo en el instante en que la maraña de cabos sueltos y madera astillada se estrellaba a escasa distancia. Los marineros, mientras, se desplomaban o bien se asestaban fuertes golpes contra los mamparos. Todos podían oír cómo la carga salía despedida en la bodega, pero nadie tenía tiempo de bajar a amarrarla de nuevo. Los compañeros se sujetaban a los cabos o a cualquier objeto al que podían aferrarse, afianzándose en un desesperado intento de salvar sus vidas, pese a presentir que Berem acabaría por hundir la nave. Las velas se batían como las alas de un ave moribunda, a la vez que se aflojaban los nudos y la nave zozobraba hacia un inminente final.

Pero el diestro piloto, aunque aparentemente enloquecido por el pánico, seguía siendo un experto navegante. En una reacción instintiva sostenía la rueda con firmeza cuando la veía a punto de girar libre y mortífera y, despacio, condujo de nuevo el barco hacia el viento con el mismo cuidado con que una madre acunaría a su hijo enfermo. El Perechon acabó por enderezarse y, al sentir la caricia de la brisa, se hincharon las velas muertas hasta hallar un nuevo rumbo.

Fue en ese momento cuando todos pensaron que hundirse en el mar habría sido una muerte más rápida y fácil que la que ahora les aguardaba, pues un grisáceo manto de agitada bruma envolvió la nave en una densa penumbra.

—¡Se ha vuelto loco! Nos lleva irremediablemente hacia la tempestad del Mar Sangriento —constató Maquesta con una voz quebrada, apenas audible, mientras luchaba para recuperar el equilibrio. Koraf empezó a avanzar hacia Berem, retorcido su rostro en una mueca agresiva y con una cabilla de maniobras en la mano.

—¡No, Koraf! —ordenó Maquesta sin resuello, agarrándolo para detenerlo—. Quizá Berem tenga razón y ésta sea nuestra única oportunidad de salvamos. Los dragones no osarán seguimos hacia el corazón de la tempestad. Berem nos ha metido en este embrollo, y no tenemos otro timonel capaz de sacamos de él. Si logra mantenerse en el borde del remolino…

Un inesperado relámpago rasgó la plomiza cortina y la niebla se partió, revelando una ominosa escena. Un cúmulo de negras nubes se agitaba en el rugiente viento, y un rayo verdoso hendió el firmamento impregnando el aire del olor acre del azufre. Las rojizas aguas se rizaron en peligrosos vaivenes, lanzando chorros burbujeantes como los espumarajos de un epiléptico. Durante unos momentos nadie acertó a moverse, no podían sino contemplar el espectáculo sintiendo su propia insignificancia frente a las desencadenadas fuerzas de la naturaleza. El viento azotaba sus rostros y la nave se balanceaba en violentos bandazos, arrastrada por el mástil roto. Se desató de pronto un aguacero, entremezclado con piedras de granizo que repiqueteaban sin cesar sobre la entarimada cubierta, en el mismo instante en que la grisácea cortina volvía a cernirse sobre ellos.

Por orden de Maquesta algunos marineros se encaramaron a los obenques para arriar las velas restantes, mientras otro grupo se esforzaba en apartar la verga partida que se agitaba si ningún control. Acometieron esta tarea con hachas, que utilizaron para cortar los cabos y lograr así que el palo cayera a las sanguinolentas aguas. Libre al fin del peso muerto que la arrastraba, la nave se enderezó de nuevo. Aunque el viento continuaba zarandeándola, el Perechon parecía capaz de vencer a la tormenta incluso con un mástil menos.

El riesgo inmediato había hecho que los tripulantes se olvidasen de los dragones. Ahora que su vida prometía prolongarse unos minutos, los compañeros alzaron sus cabezas para escudriñar el aire a través de la brumosa lluvia.

—¿Creéis que los hemos confundido? —preguntó Caramon, quien sangraba por un ancho tajo abierto en su testa. Sus empañados ojos delataban el dolor que le infligía su herida, pero aún estaba más preocupado por su hermano. Raistlin se bamboleaba a su lado, ileso, mas presa de un virulento ataque de tos que apenas le permitía sostenerse en pie.

Tanis meneó la cabeza en actitud sombría. Tras dar un rápido vistazo a su alrededor para cerciorarse de que todos estaban bien, les hizo señal de acercarse. Uno por uno, los compañeros avanzaron a trompicones bajo la lluvia, aferrándose a los cabos que encontraban a su paso hasta congregarse en torno al semielfo. Ninguno de ellos conseguía apartar la mirada de las alturas.

Al principio no vieron nada, incluso resultaba difícil distinguir la proa de la nave a través de la lluvia y del revuelto mar. Los marineros se apresuraron a cantar victoria, convencidos de que habían perdido de vista a las bestias.

Pero Tanis, con la mirada fija en el oeste, sabía que sólo la muerte detendría a la Señora del Dragón en su empeño. Inevitablemente los vítores de los tripulantes se trocaron por gritos de terror cuando la cabeza de un Dragón Azul se asomó, de pronto, entre los nubarrones, con la boca abierta para exhibir sus amenazadores colmillos y sus flamígeros ojos resplandecientes de odio.

El Dragón voló hasta ellos, extendidas las alas pese a la fuerza de los vientos, la lluvia y el granizo. Un Señor del Dragón se erguía sobre su azulado lomo, y Tanis vio apesadumbrado que no portaba armas. No las necesitaba para capturar a Berem y hacer que su cabalgadura destruyera al resto. El semielfo inclinó la cabeza, atenazado por el presentimiento de lo que se avecinaba y por la amarga punzada de la culpabilidad.

Sin embargo, no tardó en alzar de nuevo la vista al pensar que existía una posibilidad. Quizá ella no reconocería a Berem, y se resistiría a aniquilar a los otros por miedo a lastimarle. Giró la cabeza hacia el timonel, pero su momentánea esperanza se disipó casi antes de nacer. Se diría que los dioses se habían confabulado contra ellos.

El viento había abierto la camisa de Berem. A través de la cortina que formaba la lluvia el semielfo distinguió la piedra verde incrustada en el pecho de aquel extraño humano; irradiaba destellos más brillantes que los del relámpago, cual un terrible faro que orientase a los buques en la tormenta. Berem no se había percatado, ni siquiera parecía ver al Dragón. Sus ojos acechaban la tempestad mientras conducía la nave hacia el centro del Mar Sangriento de Istar.

Sólo dos de los presentes percibieron la refulgente gema. Todos los demás estaban pendientes de la fiera, atrapados en un hipnótico trance que les impedía apartar la mirada de la enorme criatura azul que les sobrevolaba. Tanis estudiaba la joya que tanto lo había sorprendido meses atrás, y también la Señora del Dragón la había visto. Sus ojos, camuflados por la máscara metálica, estaban prendidos de los verdes destellos, aunque, pasado el primer momento de atracción, la insaciable mujer desvió el rostro hacia el semielfo que permanecía inmóvil en la azotada cubierta.

Una repentina ráfaga de viento sacudió al Dragón Azul, obligándolo a virar ligeramente, pero la mirada de la Señora del Dragón no sufrió ni el más leve parpadeo. Tanis vio un espantoso futuro en aquellos ojos castaños: el Dragón se lanzaría en picado sobre ellos y atraparía a Berem en sus garras, mientras su dueña se regocijaría en su victoria durante unos instantes agónicos para luego ordenarle que los destruyera a todos…

Tanis vio esta escena con la misma claridad con que había leído la pasión en el rostro de la mujer unos días antes, cuando la estrechaba en sus brazos.

Sin apartar los ojos de él, la Señora del Dragón alzó su enguantada mano. Quizá era una señal de ataque dirigida a su animal, quizá una despedida destinada a Tanis. Nunca lo sabría, pues en aquel momento una voz desgarrada se elevó por encima del rugido de la tormenta con un poder indescriptible.

—¡Kitiara! —exclamó Raistlin.

Liberándose de Caramon, el mago emprendió carrera hacia el Dragón sin cesar de resbalar sobre la empapada cubierta y con la túnica roja agitada en violentos remolinos por el creciente viento. Una ráfaga arrancó de forma súbita la capucha de su cabeza y la lluvia empezó a chorrear resplandeciente por su metálica tez, haciendo que sus ojos como relojes de arena lanzasen áureos destellos a través de la oscuridad de la tormenta.

La Señora del Dragón aferró su montura por la erizada crin que jalonaba su cuello azulado, obligándola a detenerse con tal brusquedad que Skie lanzó un grito de protesta. El cuerpo de la mujer adquirió una extraña rigidez, y sus ojos casi se salieron de sus órbitas al contemplar al frágil hermanastro que había criado desde la infancia. Su mirada se desvió hacia Caramon en el instante en que el guerrero se situaba junto a su gemelo.

—¿Kitiara? —susurró Caramon con un hilo de voz, lívido su rostro al observar al Dragón que permanecía suspendido sobre ellos desafiando al temporal.

La Señora del Dragón giró de nuevo su enmascarada cabeza hacia Tanis, antes de posar la mirada en Berem. El semielfo contuvo el resuello, viendo cómo el torbellino de su alma se reflejaba en aquellos ojos oscuros.

Para alcanzar a Berem tendría que matar al hermano menor que había aprendido cuanto sabía sobre las artes marciales de su propia mano. Tendría que matar a su frágil gemelo… y también al hombre que amó en un tiempo remoto. Tanis advirtió que su mirada recuperaba su habitual frialdad, y meneó la cabeza sumido en la desesperanza. No importaba, mataría a sus hermanastros y le mataría a él. En aquel momento recordó sus palabras: «Captura a Berem y tendremos todo Krynn a nuestros pies. La Reina Oscura nos recompensará con dones que nunca acertaríamos ni siquiera a soñar».

Kitiara señaló a Berem con el índice y aflojó las invisibles riendas del Dragón. Con un cruel graznido Skie se aprestó a realizar su rapiña, pero el instante de vacilación de Kitiara resultó desastroso. Haciendo un esfuerzo para ignorarla, el timonel había virado la nave hacia el seno mismo de la tormenta entre los amenazadores aullidos del viento, que azotaba el velamen. Las olas rompían contra la cubierta, la lluvia los traspasaba convertida en punzantes agujas y el granizo empezó a acumularse en la cubierta, cubriéndola de una capa de escarcha.

De pronto el Dragón sufrió un revés al ser atrapado por una corriente de viento, y luego por otra. Batía sus alas en frenéticos movimientos mientras las ráfagas lo zarandeaban a su antojo y el granizo tamborileaba sobre su cabeza, amenazando con perforar sus correosos miembros. Sólo la suprema voluntad de su jinete impedía a Skie huir de la peligrosa borrasca y elevar el vuelo hacia la seguridad de un cielo despejado.

Tanis vio que Kitiara hacía un enfurecido gesto en dirección a Berem, respondido por el valiente ahínco del animal en su lucha para acercarse al piloto.

Una nueva ráfaga de viento irrumpió en la escena, esta vez castigando a la nave en el momento en que una ola se estrellaba contra el casco. El agua se vertió en la cubierta como una cascada festoneada de blanca, espuma, que alzó a los hombres por el aire para lanzarlos en un revuelto amasijo sobre el resbaladizo suelo. La embarcación zozobraba y cada uno se aferraba a lo que podía, cabos o redes, en un desesperado intento de no salir despedido por la borda.

Berem luchaba con el timón, que parecía haber cobrado vida y escapado al control de sus diestras manos. Mientras las velas se rasgaban por la mitad, los hombres desaparecían en el Mar Sangriento entre gritos aterrorizados. Al fin el barco se fue enderezando, aunque la madera crujía cada vez con más fuerza. Tanis se apresuró a alzar la vista.

El Dragón y Kitiara se habían desvanecido.

Libre al fin de su miedo, Maquesta entró en acción, decidida a salvar su maltrecha nave.

Lanzando una retahíla de órdenes, echó a correr y tropezó contra Tika.

—¡A la bodega, marinos de agua dulce! —exclamó enfurecida con una voz de trueno que se impuso a la tormenta—. ¡Tanis, llévate a tus amigos y nos os interfiráis en nuestro trabajo! Si lo prefieres, puedes utilizar mi camarote.

Aún aturdido, el semielfo asintió y condujo a sus compañeros al interior en una acción casi instintiva, pues se hallaba inmerso en un absurdo sueño presidido por una agitada oscuridad.

La mirada hechizada de Caramon traspasó su pecho cuando el fornido guerrero pasó junto a él tambaleándose y sujetando a su hermano. Los dorados ojos de Raistlin lo envolvieron en llamas que quemaron su alma. Todos fueron desfilando, para penetrar a trompicones en la diminuta cabina que se agitaba y los zarandeaba como a marionetas.

Tanis aguardó hasta que los compañeros se hubieron introducido en el camarote y se apoyó en la puerta incapaz de dar media vuelta, incapaz de hacerles frente. Había visto la sombría expresión de Caramon y el exultante destello que despedían los ojos de Raistlin. Había oído sollozar a Goldmoon.

Pero sabía que no podía evitarlo, de modo que se giró lentamente. Riverwind se erguía junto a su esposa, con el rostro contraído en sórdidas meditaciones mientras trataba de afianzar su mano en el techo. Tika se mordisqueaba el labio, en un vano afán por contener las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas. Tanis permaneció junto a la puerta, contemplando a sus amigos sin pronunciar palabra. No se oía sino el murmullo de la tempestad y de las olas que rompían contra la cubierta, para derramarse en un persistente goteo sobre sus cabezas. Estaban todos empapados, presas del frío y de los violentos temblores causados por el miedo, el dolor y la sorpresa.

—L-lo lamento —balbuceó al fin Tanis, lamiéndose los salados labios. Tenía la garganta tan reseca que apenas podía hablar—. Pensaba contároslo todo…

—Ahora ya sabemos dónde estuviste esos cuatro días —le interrumpió Caramon sin alzar la voz—. Con nuestra hermana, ¡la Señora del Dragón!

Tanis hundió la cabeza contra el pecho. La nave avanzaba a sacudidas bajo sus pies y lo arrojó hacia el escritorio de Maquesta claveteado en el suelo. Se agarró al mueble hasta que cesó de balancearse y recobró, de nuevo, el equilibrio para enfrentarse a ellos. El semielfo había soportado el dolor en innumerables ocasiones, el dolor que infligen los prejuicios, las derrotas, los cuchillos, las flechas y las espadas; pero no se sentía capaz de resistir éste que ahora lo atenazaba. La acusación de traidor que se reflejaba en todos aquellos pares de ojos penetraba en sus entrañas.

—Os suplico que me creáis… «¡Qué estupidez acabo de decir! ¿Por qué habían de creerme?

No he hecho sino mentir desde mi regreso», pensó con un salvaje desgarro.

—Comprendo —empezó de nuevo—, que no tenéis motivos para confiar en mí, pero al menos escuchadme. Estaba paseando por Flotsam cuando fui atacado por un elfo. Al verme así ataviado —señaló su armadura— pensó que era un oficial del ejército de los Dragones. Kitiara me salvó la vida y me reconoció, deduciendo al instante que me había enrolado en sus filas. ¿Qué podía decirle? Me llevó. —Tanis tragó saliva y se enjugó el empapado rostro— a la posada y… —no logró continuar.

—Y permaneciste cuatro días con sus noches entre los amorosos brazos de una Señora del Dragón —concluyó Caramon con tono iracundo al mismo tiempo que, equilibrándose, extendía un dedo como si de un arma se tratase—. Y, claro, después de tan arduas jornadas, necesitabas descansar. Sólo entonces te acordaste de nosotros y llamaste a nuestra puerta para asegurarte de que te esperábamos. ¡Y así era, como el hatajo de imbéciles confiados que somos!

—¡De acuerdo, estuve con Kitiara! —lo atajó Tanis trocando su pesadumbre por una furia incontrolable—. ¡La amaba! No espero que ninguno de vosotros lo entienda. ¡Pero no os he traicionado, lo juro por los dioses! Cuando partió hacia Solamnia se me ofreció la oportunidad de escapar, y así lo hice. Me siguió un draconiano, al parecer por orden de Kit. Quizá me haya comportado como un necio, ¡pero no soy un traidor!

—¡Bah! —exclamó Raistlin con desdén.

—¡Escúchame, mago! Si os hubiera traicionado, ¿por qué había de quedar perpleja al ver a sus hermanos? Si delaté vuestro paradero, ¿por qué no envió a una patrulla de draconianos a la posada para prenderos? ¿Por qué no lo hice yo mismo? Tuve una ocasión perfecta, y también hubiera podido ordenar la captura de Berem. Es a él a quien quieren, es a él al que buscaban en Flotsam. Sabían que viajaba a bordo de esta nave y Kitiara me ofreció el gobierno de Krynn si le proporcionaba a ese hombre, tan importante es. Me bastaba con conducir a Kitiara hasta él y la Reina Oscura me habría recompensado con gran magnanimidad.

—No intentarás hacemos creer que no consideraste esa posibilidad —acusó Raistlin, sibilino.

Tanis abrió la boca para replicar, pero guardó silencio. Sabía que su culpa se dibujaba en su rostro de forma tan ostensible como la barba que ningún elfo auténtico luciría, y se cubrió el rostro con las manos en un intento de ocultarlo.

—La quería —confesó con voz entrecortada—. Durante todos estos años me he negado a admitir su deslealtad. Y, aun sabiéndolo, no pude luchar contra mí mismo. Tú amas —dirigió una mirada a Riverwind—, y también tú —ahora sus ojos se clavaron en Caramon. La nave volvió a encabritarse, y Tanis se agarró a uno de los cantos del escritorio al sentir que el suelo se desplazaba bajo sus pies—. ¿Qué habríais hecho vosotros? ¡Durante cinco años ha presidido todos mis sueños! —Calló, sumiéndose en el silencio general. El rostro de Caramon revelaba una actitud reflexiva insólita en él, mientras Riverwind contemplaba a Goldmoon.

—Cuando se fue —prosiguió el semielfo con triste acento—, permanecí en su lecho y me odié por mi debilidad. Quizá vosotros me detestéis ahora, pero nunca abominaréis y despreciaréis tanto como yo mismo el abyecto acto que he cometido. Pensé en Laurana y…

Tanis enmudeció y levantó la cabeza. Mientras hablaba había percibido el cambio que se estaba operando en la trayectoria de la nave. Los demás también se habían dado cuenta y lanzaron una inquieta mirada a su alrededor. No se necesitaba ser un experto marino para advertir que ya no daban violentos bandazos. Ahora avanzaban con suavidad, en un movimiento que se les antojó aún más ominoso por lo antinatural. Antes de que nadie acertara a preguntarse su significado, un golpe en la puerta casi resquebrajó los maltratados listones.

—¡Maquesta dice que subáis! —exclamó Koraf sin cesar de aporrear la madera.

Tanis estudió brevemente a sus amigos. El rostro de Riverwind exhibía una expresión sombría y, aunque sus ojos se cruzaron con los del semielfo, no despedían ningún atisbo de luz. El hombre de las Llanuras siempre había desconfiado de las criaturas que no eran humanas, sólo los múltiples peligros que habían afrontado juntos lo habían inducido a quererle como a un hermano. ¿Se había destruido su afecto en un instante? Tanis lo miró con firmeza pero Riverwind bajó la vista y, sin pronunciar una palabra, echó a andar. No obstante se detuvo al pasar junto a él para susurrarle, contemplando cómo Goldmoon se levantaba:

—Tienes razón, amigo. Yo sé lo que es amar. —Dio entonces media vuelta y desapareció por la escalerilla.

Goldmoon lanzó una silenciosa mirada de soslayo a Tanis mientras se disponía a seguir a su esposo, y el semielfo leyó en sus ojos piedad y comprensión. Deseaba que los otros compartiesen su indulgencia.

Caramon titubeó, y al fin se alejó sin mirarle ni despegar los labios. Raistlin, en cambio, volvió la cabeza y prendió sus dorados ojos en el rostro del semielfo sin dejar de observarlo al caminar. ¿Asomaba un destello de júbilo en aquella áurea mirada? Objeto de la pertinaz desconfianza de los compañeros, quizá se alegraba de hallar un hermano en la ignominia. El semielfo no acertaba a adivinar sus pensamientos.

Cuando le tocó el turno a Tika, se acercó a él y le dio una suave palmada en el hombro. También sabía qué era amar.

Tanis permaneció unos momentos solo en el camarote, perdido en su propia oscuridad. Desechando sus sentimientos, subió a cubierta tras los otros y al instante se percató de lo ocurrido. Todas las miradas confluían en un flanco de la nave, y en los rostros se reflejaba una indecible angustia. Maquesta caminaba como un león enjaulado, meneando la cabeza y renegando en su idioma.

Al oír que Tanis se aproximaba, la capitana alzó el rostro y exclamó con un centelleo de odio en sus negros ojos:

—¡Tú y ese timonel, condenado por los dioses, nos habéis destruido!

Las palabras de Maquesta se le antojaron al semielfo una redundancia, una repetición de las frases que resonaban en su mente. Incluso se preguntó si era ella quien había hablado o por el contrario se había escuchado a sí mismo.

—Estamos atrapados en el remolino —afirmó Maq