Perseguidos.
El viento se extinguió con la aparición del nuevo día. El ruido monótono que provocaba el agua al gotear desde los aleros resonaba en la dolorida cabeza de Tanis, haciendo que casi anhelara el regreso del desabrido huracán.
—Supongo que tendremos mar rizada —dijo Caramon reflexivo. Después de haber escuchado con sumo interés las historias marineras que les contara William, el posadero de «El Cerdo y el Silbido» en Port Balifor, el guerrero se consideraba un experto en cuestiones náuticas. Ninguno de los otros le replicaba, pues desconocían los secretos del océano, y sólo Raistlin lanzó a Caramon una mirada socarrona cuando éste, que había navegado en pequeños botes y en muy contadas ocasiones, empezó a hablar como un viejo lobo de mar.
—Quizá no deberíamos arriesgamos a zarpar —apuntó Tika.
—Debemos irnos hoy mismo —repuso Tanis con expresión sombría—. Aunque sea a nado, abandonaremos Flotsam.
Los compañeros intercambiaron fugaces miradas antes de centrar su atención en Tanis que, asomado a la ventana, no les vio enarcar las cejas ni encogerse de hombros pese a tener en todo momento conciencia de ser observado.
Estaban reunidos en la habitación de los hermanos. Faltaba aún una hora para que amaneciese, pero Tanis los despertó al oír que cesaba el salvaje aullido del viento.
El semielfo inhaló una bocanada de aire, antes de dar media vuelta para decir:
—Lo lamento. Sé que mis palabras os parecerán arbitrarias, pero existen peligros que no tengo tiempo de explicaros en este momento. Lo único que puedo aseguraros es que corremos un riesgo al que nunca en nuestras vidas hemos tenido que enfrentamos. Debemos abandonar la ciudad sin perder un instante —sintió que una nota histérica teñía su última frase, y optó por callar.
Se produjo un breve silencio, que interrumpió Caramon para decir con desazón:
—Por supuesto, Tanis, estamos de acuerdo.
—Nuestros hatillos están a punto —coreó Goldmoon—. Partiremos cuando tú quieras.
—En ese caso, vámonos —ordenó Tanis.
—Tengo que ir a recoger mis cosas —anunció Tika, un poco asustada.
—Hazlo, pero apresúrate —la urgió el semielfo.
—Te ayudaré —ofreció Caramon.
El fornido hombretón ataviado, como Tanis, con la armadura que habían robado a los oficiales del ejército de los Dragones, siguió a Tika hasta su habitación, quizá ansioso de disfrutar los últimos instantes de soledad con la muchacha. También Goldmoon y Riverwind corrieron en busca de sus pertenencias. Raistlin permaneció en la estancia, inmóvil como una estatua. Lo único que necesitaba, sus saquillos llenos de valiosos ingredientes mágicos, su Bastón de Mago y el Orbe, estaban embutidos en su indescriptible bolsa.
Tanis percibió la insistente mirada de Raistlin, y tuvo la sensación de que el mago podía traspasar la penumbra que anidaba en su alma con la enigmática luz de sus dorados ojos. Sin embargo, se obstinaba en callar. «¿Por qué?», se preguntaba enfurecido el semielfo. Casi hubiera agradecido que Raistlin lo interrogase, lo acusara, pues de ese modo le daría la oportunidad de descargarse del peso de su conciencia al confesar la verdad… aunque no ignoraba las consecuencias de tal acción.
Pero Raistlin permanecía mudo, no emitiendo más sonido que el de su tos pertinaz.
Unos minutos más tarde, los otros regresaron a la estancia y Goldmoon declaró en tonos apagados:
—Estamos a tu entera disposición, Tanis.
Por unos instantes, Tanis fue incapaz de articular palabra. «Se lo contaré», decidió. Tragó saliva, se volvió hacia ellos y en sus caras vio confianza, una fe ciega en su honradez. Estaban dispuestos a seguirle sin titubeos y no podía fallarles, no podía traicionar aquella entrega incondicional. Se había convertido en su único agarradero, de modo que lanzó un suspiro y se tragó las frases que casi habían aflorado a sus labios.
—De acuerdo —se limitó a farfullar, a la vez que echaba a andar en dirección hacia la puerta.
Maquesta NarThon se despertó de su profundo sueño a causa de unos fuertes golpes en la puerta de su camarote. Acostumbraba a que interrumpieran su descanso a todas horas, se desperezó al instante y estiró el brazo para recoger sus botas.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Antes de recibir una respuesta se apresuró a ponerse en situación. Una mirada por el ojo de buey le reveló que el vendaval había cesado, pero por el balanceo de la nave comprendió que la mar estaba gruesa.
—Han llegado los pasajeros —anunció una voz que reconoció como la de su primer oficial.
«Marineros de agua dulce», pensó desdeñosa, suspirando y quitándose la bota que había empezado a calzarse. En voz alta ordenó, mientras volvía a acostarse:
—Mandadlos a tierra. Hoy no navegaremos.
Al parecer se produjo un altercado en cubierta, pues oyó la voz encolerizada de su oficial seguida por otra que le respondía en el mismo tono. Maquesta se puso en pie, no sin una elevada dosis de esfuerzo. El segundo de a bordo, Bas Ohn-Koraf, era un minotauro, miembro de una raza que no se distinguía por su temperamento pacífico. Era muy fuerte y podía matar sin ser provocado. Ésa fue una de las razones por las que se había hecho a la mar. En una nave como el Perechon nadie se molestaba en indagar sobre el pasado de sus compañeros.
Abriendo bruscamente la puerta de su camarote, Maq se dirigió con grandes zancadas al lugar donde atronaban las voces.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó con el tono más severo que era capaz de asumir, a la vez que miraba de hito en hito a su subordinado y el rostro barbudo del que se le antojó un oficial del ejército de los Dragones. No obstante, pronto reconoció los ojos pardos y ligeramente almendrados del falso soldado, y clavó en él unos ojos llenos de frialdad.
—He dicho que hoy no navegaríamos, semielfo, y cuando yo…
—Maquesta —se apresuró a interrumpirla Tanis—, tengo que hablar contigo. —Quiso hacer a un lado al minotauro para aproximarse a ella, pero el musculoso individuo lo sujetó con firmeza y lo lanzó hacia atrás. A sus espaldas otro oficial del ejército de los Dragones rugió amenazador y dio un paso al frente. Los ojos del minotauro despedían fulgurantes destellos cuando, con gran destreza, extrajo una daga de la abigarrada banda que rodeaba su cinto.
La tripulación se congregó en cubierta, ansiosos sus miembros por ver pelear a los dos colosos.
—Caramon —dijo Tanis, extendiendo su mano en un intento de contener al guerrero.
—¡Koraf! —exclamó Maquesta con una iracunda mirada, destinada a recordar a su primer oficial que se enfrentaba a pasajeros de pago que no debían ser maltratados, al menos mientras se hallasen cerca de tierra.
El minotauro gruñó, pero su daga desapareció con la misma rapidez con que había salido a la luz. Un instante después dio media vuelta y se alejó un poco con ademán despreciativo entre los murmullos decepcionados pero aún alegres de la tripulación, que anticipaba una travesía interesante.
Maquesta ayudó a Tanis a incorporarse, escrutándolo con la misma atención con la que habría observado a un hombre deseoso de enrolarse como tripulante de su nave. Al, instante se percató de que el semielfo había cambiado desde la última vez que lo viera cuatro días atrás, cuando él y el hombretón que lo protegía habían zanjado el precio de sus pasajes a bordo del Perech6n.
«Parece que haya atravesado el Abismo y luego regresado a tierra firme. Sin duda la atenaza algún problema grave —concluyó— y no seré yo quien se lo resuelva. No estoy dispuesta a arriesgar mi barco». Sin embargo, tanto él como sus amigos habían pagado la mitad de la suma estipulada para el viaje, y Maq necesitaba el dinero. En los tiempos que corrían, a una bucanera le resultaba difícil competir con los Señores de los Dragones.
—Ven a mi camarote —le invitó la capitana con tono arisco, mostrándole el camino.
—Quédate junto a los otros, Caramon —ordenó Tanis a su compañero. El fornido humano asintió con la cabeza y lanzó una lóbrega mirada al minotauro mientras retrocedía para situarse al lado de sus amigos, que permanecían arracimados en silencio en torno a sus escasas pertenencias.
Tanis siguió a Maq hasta su cabina y se introdujo como pudo en el interior de la pequeña estancia, pues dos personas eran suficientes para abarrotarla por completo. El Perechon era una nave de firme construcción, diseñada para navegar a gran velocidad y realizar rápidas maniobras. Resultaba idónea para los menesteres de Maquesta, en los que era imprescindible entrar y salir diligentemente de los puertos a fin de descargar o recoger mercaderías que no siempre le pertenecían y más tarde entregarlas o bien hacerse con otras. En algunas ocasiones redondeaba sus ganancias sorprendiendo a los buques mercantes que zarpaban de Palanthas o Tarsis y apoderándose de sus cargamentos antes de que acertaran a comprender lo ocurrido. Era una experta en los abordajes, los saqueos y las huidas rápidas.
Era, asimismo, capaz de alcanzar en alta mar a las sólidas embarcaciones de los Señores de los Dragones, pero se había hecho el firme propósito de no atacarlas. La complicación radicaba en que en los últimos tiempos esas naves solían «escoltar» a las mercantes, de modo que Maquesta había perdido dinero en sus viajes más recientes. Este motivo y no otro la había impulsado a transportar pasajeros, algo que nunca habría hecho en circunstancias normales.
Tras desprenderse del yelmo, el semielfo se sentó frente a la mesa, o mejor dicho se derrumbó, porque no estaba acostumbrado al vaivén que las olas infligían a la nave. Maquesta permaneció de pie, equilibrándose sin esfuerzo.
—¿Puede saberse qué deseas? —preguntó entre bostezos—. Ya te he dicho que hoy no podemos zarpar. El mar está…
—Tenemos que hacerlo —la atajó Tanis.
—Mira —replicó la capitana recordándose ahora a sí misma que era un pasajero de pago para conservar la calma—, si tienes problemas no estoy dispuesta a que me utilices para resolverlos. No arriesgaré ni mi barco ni mi tripulación…
—No soy yo quien está en apuros, sino tú —replicó el semielfo paralizándola con los ojos.
—¿Yo? —repitió perpleja.
Tanis juntó las manos sobre la mesa y bajó la mirada. Las bruscas e incesantes sacudidas de la embarcación amarrada a su ancla, combinadas con el agotamiento de los últimos días, le producían náuseas. Al ver el tono verdoso que adquiría su tez oculta tras la barba, y los oscuros cercos que enmarcaban sus ausentes ojos, Maquesta pensó que había visto cadáveres de aspecto más saludable que el que presentaba el semielfo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó tensa.
—F-fui capturado por un Señor del Dragón ha—hace tres días —balbuceó Tanis en un susurro, sin apartar la vista de sus manos—. No, «capturado» no es la palabra exacta. Supuso que era uno de sus hombres a causa de este uniforme, y me ordenó que lo acompañara a su campamento. Estuve con él t—tres jornadas completas, y d—descubrí algo. Sé por qué el Señor del Dragón y su ejército están registrando todo Flotsam. He averiguado qué o, mejor dicho, a quién buscan.
—¿De verdad? —lo atajó Maquesta, sintiendo que el temor la invadía como una enfermedad contagiosa—. No creo que sea a ningún tripulante del Perechon.
—Te equivocas, persiguen al timonel. —Al fin Tanis levantó la vista—. A Berem.
—¡A Berem! —exclamó Maquesta sin dar crédito a lo que oía—. ¿Por qué? Es un pobre mudo, ¡un retrasado! No niego su habilidad como piloto, pero eso es todo. ¿Qué puede haber hecho para provocar semejante despliegue de fuerzas contra él?
—Lo ignoro —confesó Tanis sin cesar de luchar contra sus náuseas—. No logré enterarme, ni estoy seguro de que ellos lo sepan tampoco. Pero han recibido órdenes de encontrarlo a cualquier precio y llevarlo vivo a presencia de —cerró los ojos para evitar los efectos de los agitados fanales—, la Reina de la Oscuridad.
Las primeras luces del alba se proyectaron en rayos rojizos sobre la embravecida superficie del océano. Por un instante iluminaron la bruñida tez negra de Maquesta, y un ígneo resplandor brotó de los pendientes de oro que le colgaban hasta casi rozar sus hombros. Nerviosa por la revelación del semielfo, la capitana se mesó la densa mata de cabello azabache. De pronto se le hizo un nudo en la garganta y balbuceó a la vez que un estremecimiento recorría sus vísceras.
—Nos desharemos de él. Lo dejaremos en tierra y contrataré a otro timonel.
—¡Escucha! —le urgió Tanis, agarrándola por el brazo para obligarla a mantener la calma—. Quizá ya sepan que está a bordo. Y, aunque no sea así, si lo capturan no te librarás de su castigo. Una vez descubran que ha navegado en esta embarcación, y te aseguro que lo descubrirán pues utilizan métodos capaces de hacer hablar incluso a un mudo, os arrestarán a ti y a toda tu tripulación. Puedes imaginarte que si caes en sus manos estás perdida.
Soltó su brazo, no le restaban fuerzas para inmovilizarlo por más tiempo.
—Siempre han actuado del mismo modo —continuó tras una breve pausa—. Lo sé porque me lo contó el Señor del Dragón. Han destruido pueblos enteros, torturado y asesinado a sus habitantes. Cualquiera que haya mantenido relación alguna con ese hombre está sentenciado, pues temen que el mortífero secreto que guarda con tanto celo haya sido revelado y eso es algo que no van a permitir.
—No puedo creer que te refieras a Berem —dijo Maquesta sentándose y observando, aún incrédula, a Tanis.
—No han podido entrar en acción a causa de la tormenta —explicó el semielfo con voz apagada—, y además, el Señor del Dragón tuvo que ir a Solamnia para librar una batalla. Pero esa… ese individuo volverá hoy de su misión, y entonces… —No fue capaz de concluir. Hundió la cabeza entre sus manos en el mismo instante en que un temblor incontrolable agitaba su cuerpo.
Maquesta lo miró sumida en un mar de dudas. ¿Era cierta su historia, o la había fraguado su imaginación para inducirla a que lo alejase de algún peligro? Al verle postrado en una condición lamentable sobre la mesa, pronunció un reniego. Era un juez avisado, no le quedaba otro remedio si quería controlar a sus toscos tripulantes, y comprendió que el semielfo no mentía. Al menos, no del todo. Sospechaba que le había ocultado ciertos detalles pero el relato de Berem, por extraño que resultase, revestía visos de verismo.
Pensó, incómoda, que todo aquello tenía sentido, y se maldijo a sí misma. Ella que presumía de su buen juicio, de su sapiencia, había permanecido ciega ante la enigmática figura de Berem. ¿Por qué? Sus labios se torcieron en una mueca burlona. Aquél hombre le gustaba, tenía que admitirlo. Era como un niño, cándido y alegre, y su peculiar carácter le había hecho pasar por alto su reticencia a desembarcar, su miedo a los extraños, su deseo de trabajar con piratas a pesar de haber renunciado siempre a los botines que capturaban. Se mantuvo unos momentos inmóvil, fundiéndose con el balanceo de su nave. Luego se asomó al exterior y contempló como el áureo reflejo del sol se borraba de la blanca espuma para desaparecer por completo, engullido por las densas nubes grisáceas. Sería peligroso salir a alta mar, pero si el viento soplaba en su dirección
—Prefiero hallarme en medio del océano —murmuró, más para sí misma que para el maltrecho Tanis—, antes que quedar atrapada en tierra como una rata.
Resuelta a ponerse en movimiento, Maq se levantó y se encaminó a la puerta. Pero oyó un gemido procedente de Tanis y, girando la cabeza, lo miró compadecida.
—Vamos, semielfo —le susurró, no sin cierta amabilidad, mientras rodeaba con sus brazos y lo ayudaba a incorporarse—. Te sentirás mejor en cubierta, al aire libre. Además, debes explicar a tus compañeros que la nuestra no va a ser una placentera travesía por el océano. ¿Conoces el riesgo que todos corremos?
Tanis, apoyado en Maquesta, asintió con la cabeza antes de enfilar el oscilante pasillo inferior.
—No me lo has contado todo, de eso estoy segura —le susurró la capitana cuando, tras cerrar de un puntapié la puerta de su camarote, condujo a Tanis hasta la escalerilla que debía trepar para ascender a la cubierta principal. Sé que no es Berem la única criatura a quien busca el Señor del Dragón. Pero presiento que éste no es el primer temporal que capeas con tu grupo, y espero por el bien de todos que no se esfume vuestra suerte.
El Perechon inició su singladura por el embravecido mar. Navegando con pocas velas desplegadas, la embarcación parecía avanzar despacio pues tenía que luchar contra las olas para cubrir cada braza. Por fortuna el viento soplaba a su favor, en violentas ráfagas del suroeste que la empujaba rumbo al Mar Sangriento de Istar. Como los compañeros se dirigían a Kalaman, situada al noroeste de Flotsam y detrás del cabo de Nordmaar, apenas tenían que desviarse de la trayectoria que trazaban las corrientes aunque el navío debía describir una curva abierta. De todos modos, a Maquesta no le importaba permanecer alejada de tierra, en realidad era lo que pretendía.
Le anunció a Tanis que incluso existía la posibilidad de poner rumbo noreste y arribar a Mithras, lugar natal de los minotauros. Aunque algunas de estas criaturas luchaban en las filas de los ejércitos de los Dragones, en su mayoría no habían querido jurar lealtad a la Reina de la Oscuridad. Según Koraf los minotauros exigían el control absoluto de la zona oriental de Ansalon como recompensa por sus servicios, y esta jurisdicción había sido asignada a un nuevo Señor del Dragón, un goblin llamado Toede. A su raza no le agradaban ni los humanos ni los elfos, pero en este preciso momento tampoco se hallaban en buenas relaciones con los Señores de los Dragones de modo que Maq y su tripulación podían refugiarse en Mithras, donde estarían a salvo, al menos durante un tiempo.
A Tanis no le satisfacía esta demora, pero había dejado de ser dueño de su destino. Al asaltarle tal pensamiento, el semielfo lanzó una curiosa mirada al humano que se erguía en solitario en el centro del torbellino de sangre y llamas del Mar de Istar. Berem estaba en su puesto, gobernando la rueda con manos firmes y certeras mientras sus ojos, de vaga y despreocupada expresión, parecían perderse en el lejano horizonte.
Tanis centró su atención en el pectoral del timonel, ansioso por detectar un tenue fulgor verdoso. ¿Qué oscuro secreto latía en el pecho donde meses atrás, en Pax Tharkas, había descubierto la refulgente y esmeralda joya incrustada en la carne? ¿Por qué cientos de draconianos perdían el tiempo en buscar a un solo hombre cuando la guerra aún no había inclinado la balanza a su favor? ¿Cómo era posible que Kitiara hubiera abandonado el mando de sus fuerzas en Solamnia para supervisar la búsqueda en Flotsam a causa de un simple rumor, según el cual el piloto había sido visto, en esta ciudad portuaria?
«¡El es la Clave!». Tanis recordó, de pronto, las palabras de Kitiara. «Si lo capturamos, Krynn sucumbirá al poder de la Reina de la Oscuridad. No habrá en el país entero una fuerza capaz de derrotamos».
Temblando y con el estómago revuelto, Tanis observó a aquel hombre con sobrecogimiento. ¡Berem parecía tan ajeno, tan por encima de todo! Era como si los problemas del mundo no lo afectasen en lo más mínimo. ¿Acaso estaba Maquesta en lo cierto al afirmar que era un retrasado? El semielfo lo dudaba. Recordaba a Berem tal como lo había visto durante aquellos breves segundos en medio de los horrores de Pax Tharkas. Evocó en su mente la expresión de su rostro cuando permitió que Eben, el traidor, le indicara el camino en un desesperado intento de fuga no se dibujaron en él las líneas del temor, la indiferencia o la abulia, Sino… ¿cómo expresarlo? ¡Resignación, eso era lo que pareció manifestar! Se diría que conocía el destino que le aguardaba pero, a pesar de todo, había decidido seguir adelante. Cuando Berem y Eben llegaron a las puertas, cientos de toneladas de rocas se desprendieron del mecanismo que las bloqueaba, enterrándolos bajo peñascos que ni un dragón habría podido levantar. Dieron por sentado que ambos habían perecido.
Sin embargo, sólo Eben desapareció sin dejar rastro. Unas semanas más tarde, durante la celebración de los esponsales de Goldmoon y Riverwind, Tanis y Sturm volvieron a ver a Berem… ¡vivo! Antes de que pudieran acercarse a él, el enigmático personaje se escabulló entre el gentío y nunca más tuvieron noticias de su paradero. Nunca más hasta que Tanis lo encontrara hacía tres… no, cuatro días remendando una de las velas de la nave.
Berem mantenía el curso del Perechon con el rostro inundado de paz, mientras Tanis se acodaba en la barandilla para deshogar su náusea.
Maquesta no dijo nada a la tripulación acerca de la situación de Berem. Se limitó a explicar la brusca partida de su nave afirmando que había llegado a sus oídos que el Señor del Dragón estaba demasiado interesado en ella y juzgaba oportuno lanzarse a mar abierto. Nadie formuló preguntas incómodas, pues por un lado no profesaban un gran cariño a aquellos siniestros individuos y por otro habían permanecido en Flotsam el tiempo suficiente para perder todo su dinero.
Tampoco Tanis reveló a sus compañeros el motivo de su prisa. Todos conocían la historia del Hombre de la Joya Verde y, aunque eran demasiado educados —excepto Caramon— para manifestarlo, estaban convencidos de que Sturm y Tanis se habían excedido en sus brindis durante la boda. Así pues, no indagaron por qué motivo arriesgaban sus vidas en el embravecido océano, su fe en el cabecilla del grupo era absoluta.
Presa de incesantes mareos y de las violentas punzadas que le infligía su culpabilidad, Tanis merodeaba a trompicones por la cubierta sin dejar de contemplar el mar. Los poderes curativos de Goldmoon le habían ayudado a recobrar una pequeña parte de su integridad, aunque, al parecer, ni siquiera una sacerdotisa era capaz de aliviar el torbellino de su estómago. En cuanto al infierno en el que se debatía su alma, estaba por encima del auxilio de nadie.
Se sentó al fin frente al océano, escudriñándolo en todo momento con el temor de otear el velamen de otro barco en el horizonte. Los otros, quizá porque no eran víctimas de tan intenso agotamiento, se mostraban indiferentes al desordenado vaivén que agitaba a la nave mientras cortaba el abundante oleaje. Lo único que les afectaba era la rociada de alguna que otra ola al romper contra el casco.
Incluso Raistlin, para asombro de su hermano, parecía tranquilo. El mago permanecía apartado de los otros, acurrucado bajo una vela que había aparejado uno de los marineros a fin de impedir que los pasajeros se empaparan más de lo inevitable. No estaba mareado, y apenas tosía. Se hallaba absorto en sus pensamientos, con un brillo en sus dorados ojos más intenso que el del sol matutino que luchaba por abrirse paso entre las amenazadoras nubes tormentosas.
Maquesta se encogió de hombros cuando Tanis mencionó su miedo a que hubieran emprendido su persecución. El Perechon era más veloz que las macizas naves de los Señores de los Dragones, y, además, habían logrado cruzar el puerto sin ser vistos más que por otros buques piratas como el suyo. En su hermandad nadie hacía preguntas.
El mar se fue calmando, alisado por la persistente brisa. Durante todo el día los densos nubarrones se fueron acumulando, para ser al fin evaporados por el refrescante viento. La noche se inició clara y estrellada, y Maquesta pudo izar más velas. La nave siguió deslizándose por la llana superficie hasta que, a la mañana siguiente, los compañeros se despertaron ante una de las más espantosas visiones de todo Krynn.
Estaban en el extremo del Mar Sangriento de Istar.
El sol se mostraba como una enorme y dorada bola en el horizonte cuando el Perechon se internó en una superficie tan purpúrea como la capa que lucía el mago, como la sangre que se vertía por sus labios siempre que tosía.
—Quien le impuso su nombre estuvo muy acertado —comentó Tanis a Riverwind mientras, desde la cubierta, contemplaban las aguas rojizas y lóbregas. Su radio de observación era corto, una perpetua atmósfera de tormenta permanecía suspendida bajo la bóveda celeste y envolvía el mar en una cortina de tonalidades plomizas.
—Nunca quise creerlo —dijo el bárbaro solemnemente, meneando la cabeza—. Oí a William hablar de él, y no hice apenas caso de sus relatos sobre dragones marinos que engullían a los barcos y mujeres con colas de pez en lugar de piernas. Pero esto… —El hombre de las Llanuras enmudeció para lanzar furtivas e inquietas miradas a las aguas de color sangre.
—¿Supones que es cierto que nos hallamos frente a la sangre derramada por quienes murieron en Istar cuando la, montaña ígnea destruyó el templo del Príncipe de los Sacerdotes —preguntó Goldmoon en un susurro, acercándose a su esposo.
—¡Eso es una necedad! —intervino Maquesta, que había atravesado la cubierta para reunirse con ellos. Sus ojos no descansaban, en un intento de asegurarse de que sacaba en todo instante el mejor partido posible a su nave y sus tripulantes.
—¿Habéis escuchado las historias de William, ese hombre de cara porcina? —continuó sin poder contener la risa—. Le gusta asustar a los habitantes de tierra adentro. El agua debe su color al terreno del fondo, que se mueve con las constantes mareas. Recordad que no navegamos sobre arena como en el resto del océano. En un tiempo pasado ocupaba este paraje la capital de un próspero reino, y la región adyacente. Cuando cayó la montaña de fuego, abrió una brecha en el suelo y éste fue invadido por el océano, que creó un nuevo mar. Ahora las riquezas de Istar yacen bajo las olas.
Maquesta se asomó a la barandilla con ojos soñadores, como si pudiera penetrar las revueltas aguas para ver los fabulosos tesoros de la ciudad perdida. Lanzó un anhelante suspiro y Goldmoon observó su morena tez con aversión, llenos sus ojos de la tristeza y del terror que le inspiraban la destrucción y pérdida de tantas vidas.
—No puedo creer que las mareas agiten constantemente la tierra —declaró Riverwind frunciendo el ceño—. Ni tampoco las olas y las corrientes pueden ser las causantes pues éstas no habrían impedido que el terreno acabase por asentarse.
—Cierto, bárbaro —admitió Maquesta alzando una mirada de admiración hacia el alto y atractivo habitante de las Llanuras—. No os he explicado el fenómeno porque tengo entendido que ninguno de vosotros es navegante. Pero vuestro pueblo, si no me equivoco, está formado por granjeros y por consiguiente conocéis la textura de la tierra. Si hundes la mano en el agua, palparás sus, aún, recios granos. En realidad lo que provoca todo este movimiento es, según afirman, un remolino situado en el centro del Mar Sangriento, dotado de una fuerza insólita y capaz de arrastrar cualquier masa en sus violentas ondas. ¿Quién sabe? Quizá se trate de otra de las imaginativas historias de William. Debo confesar que nunca lo he visto, ni tampoco las personas que han viajado conmigo; y os aseguro que he surcado estos mares desde que era una niña, pues aprendí el oficio de mi padre. De todos modos, nadie ha cometido la imprudencia de internarse en la tempestad que veis suspendida sobre el corazón de este mar.
—¿Cómo llegaremos a Mithras? —gruñó Tanis—. Si tus cartas de navegación son correctas, está al otro lado del Mar Sangriento.
—Arribaremos a Mithras poniendo rumbo sur, si alguien nos persigue. De lo contrario bordearemos el extremo occidental del océano y seguiremos sin abandonar la costa hacia el norte, por el cabo Nordmaar. No te preocupes, semielfo —añadió Maq agitando la mano en un ademán exagerado—. Al menos podrás contar que has visto el Mar Sangriento, una de las maravillas del Krynn.
Cuando se disponía a alejarse, Maquesta fue llamada por el vigía.
—¡He avistado una nave por el oeste!
Al instante Maquesta y Koraf extrajeron sus catalejos y examinaron el horizonte de poniente. Los compañeros, por su parte, intercambiaron miradas inquietas y se agruparon. Incluso Raistlin abandonó su rincón bajo la protectora vela y cruzó la cubierta, sin cesar de escudriñar el punto indicado con sus dorados ojos.
—¿Ves algún velamen? —susurró la capitana al minotauro.
—No —contestó el interpelado con su tosca versión de la lengua común—. No es una nave, quizá sólo una nube. Pero avanza muy deprisa, más que cualquier tormenta que haya oteado nunca.
No acertaban a distinguir sino unas manchas oscuras perfiladas en lontananza, manchas que crecían bajo sus atentas miradas.
De pronto Tanis sintió un punzante dolor en sus entrañas, como si le hubieran traspasado con una espada. Tan agudo y auténtico era su sufrimiento que quedó sin resuello y tuvo que agarrarse a Caramon para no caer desplomado. Los demás lo contemplaron preocupados, mientras el guerrero le rodeaba con su poderoso brazo en un intento de sostenerlo.
Tanis sabía quiénes se aproximaban.
Y también conocía a su cabecilla