Huida de la oscuridad a las tinieblas.
El oficial del ejército de los Dragones descendió despacio la escalera del segundo piso de la posada «La Brisa Salada». Era pasada la medianoche y la mayoría de los huéspedes se habían acostado. El único sonido que podía escuchar era el fragor de las olas al romper contra las rocas de la Bahía Sangrienta.
Se detuvo en el rellano para lanzar una rápida y escrutadora mirada a la sala que se extendía a sus pies. Estaba ocupada únicamente por un draconiano, que yacía atravesado sobre una mesa y roncaba estrepitosamente en un ebrio estupor. Las alas del hombre—dragón vibraban con cada ronquido, mientras la mesa de madera crujía y se balanceaba bajo su peso.
Los labios del oficial se retorcieron en una amarga mueca, pero siguió descendiendo. Vestía la acerada armadura de escamas de dragón que imitaba la auténtica, la que lucían los Señores de los Dragones. Un yelmo cubría su cabeza y su rostro de modo tan hermético que resultaba difícil reconocer sus rasgos. Lo único visible bajo la sombra que proyectaba el casco era una barba parda que ponía de manifiesto su condición de humano.
Ya al pie de la escalera se detuvo de forma abrupta, al parecer perplejo ante la imagen que ofrecía el posadero aún despierto y bostezando sobre sus libros de cuentas. Tras saludarle con una leve inclinación de cabeza, se dispuso a abandonar el local sin pronunciar palabra, pero el hospedero formuló una pregunta que le impidió cumplir su propósito.
—¿Esperáis esta noche a la Señora?
El oficial hizo una pausa para girarse, aunque manteniendo el rostro apartado, y empezó a ajustarse un par de guantes. Reinaba un frío punzante en el aire pues la ciudad, de Flotsam se hallaba inmersa en una tempestad más violenta que nunca desde su asentamiento en la costa tres siglos atrás.
—¿Con este tiempo? —gruñó—. Me parece poco probable. Ni siquiera los reptiles voladores pueden surcar estos vientos huracanados.
—Cierto, la noche no invita a salir ni a hombres ni a bestias —asintió el posadero, antes de observarlo con expresión taimada y añadir—: ¿Qué asunto os lleva a merodear por las calles en plena tempestad?
—No creo que sea asunto tuyo lo que haga o deje de hacer —respondió el interpelado, lanzando una mirada poco amistosa al curioso hospedero.
—No os ofendáis, no pretendía molestaros —se apresuró a disculparse el tosco individuo, a la vez que alzaba los brazos para detener un esperado manotón—. Sólo quería saberlo por si la Señora del Dragón regresa y os echa de menos; de ese modo podría informarle de vuestro paradero.
—No será necesario. Le he dejado una nota… explicando, mi ausencia. Además, volveré antes de que amanezca. Necesito tomar el aire, eso es todo.
—¡No lo dudo! —exclamó el posadero con una pícara sonrisa—. No habéis abandonado su alcoba durante tres días, o quizá debería decir durante tres noches. No os enfurezcáis conmigo —suplicó al ver que el rubor encendía los pómulos de su interlocutor debajo del yelmo—, admiro a un hombre que, como vos, ha logrado tenerla satisfecha durante tanto tiempo. ¿Dónde ha ido?
—La Señora del Dragón ha recibido órdenes de solucionar un problema surgido en el este, cerca de Solamnia. Pero yo en tu lugar no indagaría tanto.
—¡No, no! —se excusó de nuevo el hospedero—. Por supuesto que no. En cualquier caso, os deseo un feliz paseo… ¿cómo os llamáis? Ella nos presentó, pero no oí bien vuestro nombre.
—Tanis —contestó el enigmático personaje con voz queda—. Tanis el semielfo. Buenas noches.
Con una seca inclinación de cabeza dio un último tirón de sus rígidos guantes y, arropándose en su capa, abrió la puerta de la posada para internarse en la tormenta. El vendaval azotó la estancia con tal violencia que apagó las velas y esparció en remolinos los papeles del posadero. Durante un momento el oficial tuvo que luchar contra el batiente de la puerta, mientras el dueño del albergue lanzaba imprecaciones y trataba de recuperar sus zozobrantes libros de cuentas. Al fin logró cerrar de un brusco portazo devolviendo a la sala su paz, silencio, y acogedor ambiente.
El posadero lo espió cuando pasó junto al ventanal con la cabeza gacha para protegerse del viento y la capa ondeando tras su espalda.
Había también otra figura que vigilaba al semielfo. En el mismo instante en que se cerró la puerta, el ebrio draconiano alzó la cabeza y exhibió sus refulgentes ojos reptilianos. Acto seguido se levantó de la mesa con pasos sigilosos, pero al mismo tiempo rápidos y certeros, se acercó a la ventana y la abrió, deslizándose sobre sus garras posteriores para asomarse al exterior. Durante unos segundos permaneció a la espera, antes de abrir a su vez la puerta y desaparecer en la tormenta.
A través de la vidriera el posadero vio cómo el draconiano se alejaba en la misma dirección que el oficial del ejército de los Dragones. Estiró la cabeza para, siempre a través del cristal, escudriñar la noche. En el exterior reinaba una inquietante oscuridad, las altas farolas de hierro donde flameaban las antorchas untadas de brea se desdibujaban bajo los oscilantes chisporroteos castigados por el viento y la persistente lluvia. Sin embargo, el hospedero creyó distinguir cómo el hombre se adentraba en una calleja que conducía al centro de la ciudad portuaria y el draconiano, arrebujado en las sombras, lo seguía a una distancia prudencial. Meneando la cabeza, el tosco individuo despertó al vigilante nocturno, que dormitaba en una silla detrás del mostrador.
—Tengo el presentimiento de que la Señora del Dragón volverá esta noche, con o sin tormenta —susurró al embotado siervo—. Despiértame si viene.
Con un estremecimiento dirigió una nueva mirada hacia la inclemente noche, perfilándose en su mente las imágenes del oficial que ahora recorría las calles desiertas de Flotsam y del draconiano que lo acechaba amparado en la negrura.
—Pensándolo mejor, déjame dormir —rectificó.
Aquélla noche la tempestad había cerrado las puertas de la ciudad. Las tabernas, que solían permanecer abiertas hasta que los primeros albores del día se filtraban por sus empañadas ventanas, habían atrancado sus accesos para aislarse del viento. Las calles estaban vacías, nadie se aventuraba a exponerse a las fuertes ráfagas que podían derribar a un hombre y traspasar los ropajes más cálidos con su punzante helor.
Tanis caminaba deprisa, con la cabeza gacha, manteniéndose lo más cerca posible de los sombríos edificios que detenían la fuerza del huracán. Pronto su barba se ribeteó de escarcha, mientras el aguanieve clavaba dolorosos aguijones en su rostro. El semielfo tiritaba sin cesar, maldiciendo el gélido contacto que establecía el frío metal de la armadura contra su piel. Volvía de vez en cuando la mirada para cerciorarse de que nadie se había tomado un inusitado interés en vigilar su partida del albergue, pero su visión era casi nula. La nieve y el agua se arremolinaban en torno a él con tal virulencia que apenas vislumbraba los contornos de los altos edificios que se erguían en la penumbra, así que menos aún podía atisbar a ninguna criatura. Pasado un rato, decidió que lo mejor sería concentrarse en encontrar su camino en la fantasmal ciudad; se sentía tan entumecido a causa del frío que dejó de preocuparle si le seguían.
Hacía pocos días que se hallaba en Flotsam, cuatro para ser exactos. Y la mayoría del tiempo lo había pasado con ella. Intentó apartar aquellos pensamientos de su mente mientras escudriñaba las enseñas callejeras a través de la lluvia. Sólo tenía una vaga noción de su ruta, sabía que sus compañeros estaban hospedados en una posada de las afueras, lejos del puerto, de las tabernas y burdeles. Por un momento se preguntó con desaliento qué haría si se perdía. No se atrevería a indagar sobre su paradero…
De pronto la encontró. Tras avanzar a trompicones por las desoladas calles, resbalando en el hielo, casi rompió en sollozos de alivio cuando vio la enseña salvajemente azotada por el viento. No recordaba el nombre, pero lo reconoció al leerlo: «Los Muelles».
Pensó que era un nombre estúpido para un albergue, mientras temblaba con tal agitación que apenas podía asir el picaporte. Al fin tiró de él y logró abrir, en el mismo momento en que una violenta ráfaga envolvía su cuerpo para arrastrarlo al interior. No sin esfuerzo, recobró el equilibrio y cerró la puerta.
No había vigilante nocturno en un lugar tan destartalado pero, a la vez del humeante fuego que crepitaba en la sucia chimenea, vio una vela tumbada sobre el mostrador, destinada al parecer a los huéspedes que volvían a altas horas de la noche. Pasados los primeros segundos consiguió dar una cierta flexibilidad a sus entumecidos dedos, encendió la candela y subió la escalera iluminado por su tenue llama.
Si se hubiera vuelto para asomarse a la ventana, habría visto acurrucarse a una figura en un portal de la acera de enfrente. Pero no lo hizo porque su atención estaba fija en la escalera.
—¡Caramon!
El fornido guerrero se incorporó como impulsado por un resorte para aferrar su espada, antes incluso de girar la cabeza y lanzar una inquisitiva mirada a su hermano.
—He oído un ruido en el pasillo —susurró Raistlin—. El repiqueteo que produce una vaina al entrechocar con su armadura.
Caramon meneó la cabeza en un intento de despejar su dormida mente, y se apresuró a levantarse del lecho con la espada enarbolada. Avanzó entonces hacia la puerta con paso sigiloso, hasta que también él oyó el ruido que había estorbado el ligero sueño de su hermano. Un hombre cubierto con una armadura caminaba en silencio por el pasillo que jalonaba las habitaciones, y el resplandor de la vela con la que se alumbraba se dibujó con total nitidez en el quicio de la puerta. El tintineo se interrumpió justo delante de su alcoba.
Cerrando los dedos en torno a su empuñadura, Caramon hizo una señal a su hermano y este último se apresuró a asentir y cobijarse en la penumbra. Su mirada estaba abstraída, sin duda preparaba un encantamiento. Los gemelos trabajan bien unidos, combinando eficazmente la magia y el acero para derrotar a sus enemigos.
La llama de la vela osciló con cierta violencia, y quedó patente que el misterioso personaje del pasillo se la cambiaba de mano a fin de liberarla de la espada. Estirando el brazo, Caramon descorrió despacio el pestillo de la puerta. Esperó unos segundos, pero no ocurrió nada. El desconocido titubeaba, preguntándose quizá si no se habría equivocado de estancia. «No tardará en comprobarlo», pensó el corpulento hombretón.
El guerrero abrió con una brusca sacudida y, esquivando la recia hoja de madera, apresó a la oscura figura y la arrastró hasta el interior. Con toda la fuerza de sus robustos brazos, arrojó al suelo al individuo de la armadura. También la vela cayó, extinguiéndose su llama en la fundida cera. Raistlin empezó a entonar un hechizo mágico, que debía atrapar a su víctima en una viscosa substancia similar a una telaraña.
—¡Detente, Raistlin! —gritó el hombre derribado. Al reconocer la voz Caramon sujetó a su hermano, agitando todo su cuerpo para romper su concentración.
—¡Raist! ¡Es Tanis!
El mago se estremeció y salió de su trance, dejando caer sus brazos junto a los costados. Pero le asaltó un acceso de tos que le obligó a abrazar su pecho.
Caramon miró con ansiedad a su gemelo, quien le invitó; a alejarse con un gesto de la mano. Obediente, el guerrero desvió su atención hacia el semielfo y se agachó para ayudarle a incorporarse.
—¡Tanis! —exclamó, al mismo tiempo que lo estrechaba; en un fuerte abrazo que casi lo dejó sin resuello—. ¿Dónde has estado? Nos tenías muy preocupados. ¡Por todos los dioses, te vas a congelar! Voy a azuzar el fuego. Raist —añadió volviéndose hacia su hermano—, ¿seguro que te encuentras bien?
—No te preocupes por mí. —Susurró el mago, que se había sentado en el lecho para tratar de recobrar el ritmo normal de su respiración. Sus ojos lanzaban áureos destellos a la luz de la fogata mientras observaba cómo el semielfo se acurrucaba agradecido junto a las llamas—. Deberías avisar a los otros.
—Ahora mismo.
—Te aconsejo que antes te vistas —comentó Raistlin con su habitual causticidad.
Encendido el rostro en un intenso rubor, Caramon se apresuró a ponerse unos calzones de cuero. Tras embutirse en ellos, deslizó una camisa por su cabeza y salió al pasillo, cerrando la puerta con suavidad. Tanis y Raistlin le oyeron golpear con los nudillos la puerta de la pareja de las Llanuras. Resonó en el aire la enfurecida voz de Riverwind, seguida por la precipitada explicación del guerrero.
Tanis miró a Raistlin por el rabillo del ojo y, al ver los relojes de arena que formaban sus pupilas fijos en él con expresión inquisidora, se volvió turbado hacia el fuego.
—¿Dónde has estado, semielfo? —preguntó el mago en un quedo Susurro.
—Fui capturado por un Señor del Dragón —respondió Tanis tragando saliva, antes de acabar de recitar la explicación que tenía preparada—. Me tomó por uno de sus oficiales y me ordenó que lo escoltase hasta llegar junto a sus tropas, que están acampadas en los aledaños de la ciudad. Tuve que obedecerle, de lo contrario habría sospechado. Al fin esta noche he podido escabullirme.
—Interesante —farfulló Raistlin entre toses.
—¿Qué es interesante? —le interrogó Tanis con una penetrante mirada.
—Nunca antes te había oído mentir, semielfo. Encuentro esta situación fascinadora.
Tanis abrió la boca, pero antes de que acertase a replicar Caramon regresó seguido por Riverwind, Goldmoon y Tika, que bostezaba para alejar el sueño.
Goldmoon corrió hacia el recién llegado y se apresuró a abrazarlo.
—¡Amigo! —exclamó con voz entrecortada, sin dejar de estrechar su cuerpo—. Nos has tenido muy preocupados…
Riverwind estrechó la mano de Tanis, y la severa expresión de su rostro se ensanchó en una sonrisa. Tiró suavemente del brazo de su esposa y la apartó del semielfo, pero sólo para ocupar su lugar.
—¡Hermano! —vociferó en que-shu, el dialecto de los habitantes de las Llanuras, mientras lo apretaba contra sí—. Temíamos que te hubieran capturado, que estuvieras muerto. No sabíamos…
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Tika con curiosidad, a la vez que también ella se acercaba para dar la bienvenida a Tanis.
El semielfo lanzó a Raistlin una mirada de soslayo, pero este último se había reclinado sobre su dura almohada y tenía los ojos fijos en el techo, indiferente al parecer a la conversación.
Tras aclarar a conciencia su garganta, sabedor de que el mago lo escuchaba, Tanis repitió su historia. Los otros siguieron el relato con continuas muestras de interés y simpatía, formulando numerosas preguntas. ¿Quién era el Señor del Dragón? ¿Contaba con un ejército numeroso? ¿Dónde se había instalado? ¿Qué hacían los draconianos en Flotsam? ¿Acaso buscaban al grupo? ¿Cómo había escapado Tanis?
El semielfo contestó haciendo gala de una gran soltura. Al Señor del Dragón apenas lo había visto, ignoraba quién era. El ejército no era muy nutrido, y había acampado en las afueras de la ciudad. Los draconianos, en efecto, buscaban a alguien, pero no a ellos; perseguían a un nombre llamado Berem, o algo parecido.
Al mencionar este nombre Tanis clavó una fugaz mirada: en Caramon, pero el fornido guerrero no dio muestras de reconocerlo y el semielfo suspiró aliviado. O bien no recordaba al humano que había visto remendar el velamen del Perechon, o bien ignoraba su identidad. En cualquier caso, su actitud le tranquilizó.
Los otros asintieron, absorbidos por su relato. Tanis fue relajando su tensión, aunque Raistlin le inquietaba pero, no tenía que preocuparse pues poco importaba lo que el mago pudiera decir o pensar. Cualquiera de los compañeros creería antes en sus palabras que en las del enigmático hechicero, incluso si pretendía afirmar que el día era noche. Sin duda Raistlin lo sabía, y éste era el motivo por el que no intentó proyectar la sombra de la duda sobre la historia: que ahora narraba. De todos modos, el semielfo se sentía avergonzado. Temía que le formulasen más preguntas que habían de enfangarle aún más en aquel interminable río de embustes, así que bostezó y gimió aparentando un agotamiento insuperable.
Goldmoon se levantó de inmediato, con gesto apesadumbrado.
—Discúlpanos, Tanis, hemos sido egoístas contigo —dijo dulcemente—. Te abruman el frío y el cansancio y nosotros te obligamos a hablar sin tregua. Debes dormir. Mañana tenemos que levantamos temprano para embarcar.
—¡No seas necia, Goldmoon! ¡No podremos zarpar en medio de semejante tormenta! —le espetó Tanis.
Todos lo miraron perplejos, incluso Raistlin se incorporó en su lecho. El reproche empañó los ojos de Goldmoon, a la vez que sus rasgos se endurecían como si quisieran recordarle que nadie debía hablarle en aquellos términos. Riverwind se acercó a ella con expresión turbada.
El silencio se hizo tenso, hasta que al fin Caramon se aclaró la garganta con un brusco carraspeo.
—Si no podemos irnos mañana, lo intentaremos al día siguiente —dijo en tono conciliador—. No te preocupes, Tanis, los draconianos no saldrán mientras dure el mal tiempo. Estamos a salvo.
—Lo sé, y lamento haber hablado así —farfulló No era mi intención ofenderte, Goldmoon. Los nervios me han jugado una mala pasada. Estoy tan agotado que no puedo pensar con claridad, será mejor que vaya a mi habitación y me acueste.
—El posadero se la ha alquilado a otro huésped —explicó Caramon, y se apresuró a añadir—Pero puedes dormir aquí, Tanis, te cedo mi cama.
—No, con el suelo me basta. —Evitando la mirada de Goldmoon, el semielfo empezó a desprenderse de su armadura de escamas con los ojos fijos en los torpes movimientos de sus manos.
—Que duermas bien, amigo —dijo ella con voz queda.
Al captar la preocupación que delataban sus palabras, imaginó que intercambiaba compasivas miradas con Riverwind. El hombre de las Llanuras apoyó la mano en su hombro para darle una cálida palmada, y abandonaron ambos la estancia. También Tika se fue, cerrando la puerta tras desearle un feliz descanso.
—Deja que te ayude —se ofreció Caramon sabedor de que Tanis, poco familiarizado con las armaduras rígidas, tenía dificultad para desabrochar las intrincadas hebillas y correas—. ¿Quieres que vaya a buscarte comida? ¿Quizá un poco de ponche?
—No —respondió Tanis con un esfuerzo de voluntad, aunque satisfecho por liberarse al fin de su metálica prisión. Intentó no pensar que al cabo de unas horas tendría que vestir de nuevo aquel incómodo uniforme, y se limitó a añadir—: Lo único que necesito es dormir.
—Acepta por lo menos mi manta —insistió Caramon, viendo que el semielfo tiritaba.
Tanis asió agradecido la manta que el otro le tendía, aunque no acabó de discernir si temblaba a causa de la baja temperatura o de sus turbulentas emociones. Se acostó, arropándose en su capa y en la gruesa pieza de lana, y cerró los ojos mientras trataba de respirar de un modo regular, pues sabía que Caramon, como una tierna nodriza, no se dormiría hasta asegurarse de que descansaba tranquilo. Un poco más tarde oyó cómo el guerrero se tendía en su lecho. La fogata se había reducido a tenues rescoldos, y la oscuridad invadió la estancia. Pronto Caramon empezó a roncar ruidosamente mientras, en la otra cama, se oía la persistente tos de Raistlin.
Cuando tuvo la total certeza de que ambos gemelos dormían Tanis estiró su arrebujado cuerpo y, tras colocar las manos debajo de su cabeza, permaneció despierto con la mirada perdida en la penumbra.
Casi había amanecido cuando la Señora del Dragón llegó a «La Brisa Salada». El vigilante se percató de inmediato de su iracundo humor, pues abrió la puerta con más violencia que los vientos tormentosos y lanzó una fulgurante mirada al local, como si su acogedor y caldeado ambiente le resultaran ofensivos. Parecía una prolongación del huracán que rugía en el exterior, siendo ella y no las intempestivas ráfagas la que hizo oscilar las llamas de las velas. Y también fue ella quien envolvió la sala en la negrura.
El vigilante nocturno se apresuró a hincar la rodilla frente a tal aparición, pero los ojos de Kitiara no se dignaron mirarle, ya que estaban observando a un draconiano que permanecía sentado junto a una mesa y que le dio a entender, mediante un destello casi imperceptible en sus negras pupilas reptilianas, que algo iba mal.
Tras su espantosa máscara, los ojos de la Señora del Dragón se encogieron hasta convertirse en meras rendijas de las que emanaba una alarmante frialdad. Durante unos segundos se mantuvo inmóvil en el dintel, ignorando el gélido viento que se filtraba en la posada y agitaba la capa en torno a su espalda.
—Subamos —dijo al fin, con brusquedad, al draconiano.
La criatura asintió en silencio y la siguió, produciendo crujidos con sus garras en los listones de madera.
—¿Hay algo que…? —empezó a ofrecer el vigilante, pero se interrumpió a causa del estremecimiento que le causó la puerta al cerrarse de forma violenta.
—¡No! —rugió Kitiara. Apoyando la mano en la empuñadura de su espada, pasó junto al tembloroso hombrecillo sin mirarle y subió la escalera hacia sus habitaciones. El vigilante se hundió, conmocionado, en su silla.
La Señora del Dragón introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta para inspeccionar la estancia desde el umbral.
Estaba vacía.
El draconiano aguardaba a su espalda, tranquilo y callado. Enfurecida, Kitiara tiró violentamente de las sujeciones de su máscara y la arrancó de su rostro, antes de lanzarla sobre el lecho y ordenar sin volver la cabeza.
—Entra y cierra la puerta.
El draconiano obedeció, tratando de actuar con suavidad para no exasperarla aún más.
Kitiara no se molestó en mirar a la criatura, estaba demasiado ocupada contemplando la cama vacía.
—De modo que se ha ido.
—Sí, Señora —respondió el draconiano con voz sibilante.
—¿Lo has seguido, tal como te encargué?
—Por supuesto. —El soldado acompañó su susurro con una inclinación de cabeza.
—¿Dónde está?
Kitiara acarició su cabello moreno y crespo. Aún no se había girado hacia su interlocutor, así que éste no tenía idea de las emociones que albergaba… si en realidad era capaz de sentir.
—En una posada, Señora. Se encuentra en las afueras de la ciudad y se llama «Los Muelles».
—¿Con otra mujer? —Su voz delataba una tensión interior.
—No lo creo —el draconiano trató de disimular la sonrisa que afloraba a sus labios—. Al parecer tiene unos amigos hospedados en ese lugar. Se nos había informado de la presencia de forasteros en ese albergue, pero como no respondían a la descripción del Hombre de la Joya Verde no investigamos su identidad..
—¿Hay alguien vigilándolo?
—Sí, Señora. Se os comunicará de inmediato si él o algún otro abandona el edificio.
La Señora del Dragón guardó unos instantes de silencio, y al fin se volvió. Su expresión era fría y tranquila, aunque una gran palidez desfiguraba su rostro. El draconiano se dijo que eran muchos los factores que podían contribuir a esa pérdida de color en los pómulos: la penosa huida de la Torre del Sumo Sacerdote, donde se rumoreaba que había sufrido una terrible derrota, así como la inquietante aparición de la legendaria lanza Dragonlance y la de los Orbes de los Dragones. Además, había fracasado en su búsqueda el Hombre de la Joya Verde, que tanto interesaba a la Reina de la Oscuridad y que, al parecer, había sido visto en Flotsam. La Señora del Dragón, comentaban divertidos los draconianos, no estaba exenta de preocupaciones. ¿Por qué le inquietaba tanto un simple individuo? Tenía un sinfín de amantes, en su mayoría mucho más atractivos y más ansiosos de agradarle que aquel hosco semielfo. Bakaris, por ejemplo.
—Estoy satisfecha de ti —declaró, de pronto, Kitiara irrumpiendo en las cavilaciones del draconiano. A continuación se despojó de su armadura con su habitual impudicia y le hizo señal de alejarse, no sin añadir en una actitud muy propia de ella—. Serás recompensado. Ahora, déjame sola.
El soldado hizo una ligera reverencia y abandonó la estancia con la cabeza gacha. Aunque no ignorante de lo que sucedía. Antes de desaparecer vio que la Señora del Dragón lanzaba una furtiva mirada a un pergamino que yacía sobre la mesa, y que había observado al entrar. Contenía unas frases escritas en los delicados caracteres elfos. En cuanto, cerró la puerta se oyó un estrépito metálico en la alcoba, producido por una pieza de armadura al ser arrojada con fuerza contra el muro.