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Julia dormía profundamente, respirando hondo y totalmente inmóvil. La enfermera le dijo a Gabriel que dejara a la niña en la cunita y durmiera un rato, pero él se negó. Sostenía a su hija en brazos como si temiera que alguien fuera a arrebatársela.

Los párpados le pesaban, así que se reclinó en la butaca junto a la cama de Julia, con la pequeña sobre el pecho. Ella se acomodó. Parecía satisfecha, con la mejilla pegada a él y el diminuto culito en pompa.

—Fe, esperanza y caridad —murmuró—, pero la mayor de todas ellas no es la caridad.

—¿Cómo dices? —Julia se volvió hacia él.

Gabriel sonrió.

—No quería despertarte.

Julia trató de mover las piernas, aguantándose la cicatriz del vientre.

—El dolor vuelve a apretar. Me debe de tocar una inyección pronto. —Miró cómo la niña descansaba tan tranquila sobre el pecho de él.

—Eres un padrazo, papi.

—Eso espero. Al menos, me esforzaré para llegar a serlo.

—No lo sabía —susurró Julia, con los ojos completamente inundados de lágrimas.

—No sabías ¿qué?

—No sabía que era posible querer tanto a una persona que no eres tú.

Gabriel le acarició la cabecita a Clare.

—Yo tampoco lo sabía. —Reconoció, dándole un dulce beso—. Justo estaba discutiendo con san Pablo —añadió luego.

—¿Ah, sí? ¿Sobre qué? —preguntó ella, sonriendo.

—Le he dicho que la mayor de las virtudes no es la caridad, es la esperanza.

»Descubrí la caridad gracias a Richard y a Grace, pero también gracias a ti. Reconozco que me ayudó a superar días muy duros. Y cuando estuve en Asís, descubrí la fe.

»Pero sin la esperanza hoy no estaría aquí. Me habría quitado la vida. Sin la intervención divina en forma de una adolescente en el huerto de Pensilvania ahora estaría en el infierno, y no sentado a tu lado con nuestra hija en brazos.

—Gabriel —susurró Julia, que de repente sintió que volvía a tener lágrimas en los ojos.

—La caridad es una gran virtud y la fe también, pero la esperanza es la más importante para mí.

»La esperanza es esto —dijo, señalando a la niñita acurrucada contra su pecho, envuelta en ropas blancas y cubierta con un diminuto gorrito de lana.

Gabriel elevó una espontánea y sentida oración de gracias. En esa habitación tenía tantas riquezas, que se sentía abrumado. Tenía una esposa bonita e inteligente, con un corazón grande y generoso, y tenía una preciosa hija.

—Ésta es la culminación de todas mis esperanzas, Gabriel. —Julia alargó el brazo y él le enlazó el dedo meñique con el suyo—. Es mi final feliz.

El futuro de Gabriel se presentaba lleno de esperanza. Vio ante él una casa en la que resonaban las risas infantiles y el sonido de piececitos corriendo escaleras arriba y abajo. Vio a Clare con un hermano y una hermana; uno adoptado, el otro no.

Vio bautizos y primeras comuniones, con su familia sentada en el mismo banco de la iglesia, misa tras misa, año tras año. Vio rodillas peladas, primeros días de colegio, fiestas de promoción, fiestas de graduación, corazones rotos y lágrimas de felicidad. Vio la alegría de llevar a sus hijos a Italia, de presentarles a Dante, a Botticelli, a san Francisco.

Se vio llevando a Clare al altar y sosteniendo a sus nietos en brazos.

Se vio envejeciendo junto a su amada Julianne, paseando con ella de la mano por el huerto de manzanos.

—Ahí aparece mi bendición —murmuró, dándole la mano a su esposa y acariciando la espalda de Clare Grace Hope, que dormía plácidamente sobre su pecho.

FIN